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El alma del camino
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Libro electrónico262 páginas4 horas

El alma del camino

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El Alma del Camino es un relato que nos sumerge en las emociones que durante 34 días de peregrinaje del Camino de Santiago francés emanan de la protagonista. Cuenta sus experiencias como peregri­na, unas conmovedoras y otras divertidas, y las historias inspirado­ras de otros peregrinos con los que va encontrándose en el Camino. La emotividad, cargada de sentimiento, será el factor común en cada una de sus vivencias.
Durante esos días descubrirá que el Camino está lleno de sincroni­cidades, de aparentes casualidades, de señales y de mensajes. Y vivirá experiencias fascinantes que le irán transformando por dentro. Estamos ante un relato de búsqueda interior, humanidad, aprendizajes, solidaridad, superación y amistades valiosas que deja­rán su huella en la protagonista. 
Si ya has hecho el Camino, leerlo te transportará a esos lugares ma­ravillosos que ya conoces y a rememorar momentos increíbles que viviste en tu propio peregrinaje. Si aún no lo has hecho, descubrirás la magia del Camino y quizás al terminar de leerlo te sorprendas a ti mismo haciendo la mochila y preparándote para vivir esta aven­tura extraordinaria. 
" ... Hasta en los pequeños detalles el Camino de Santiago es la mejor metáfora de nuestro peregrinaje como seres humanos en el planeta tierra".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2019
ISBN9788417990244
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    El alma del camino - Alejandra Irene Diehl Urriza

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Alejandra Irene Diehl Urriza

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17990-24-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis padres, por el amor incondicional y por la vida.

    A Tomás, Trinidad, Sofía y Beltrán, mis amores.

    Prólogo

    He peregrinado dos veces a Santiago, en dos momentos diferentes de mi vida. Y aunque distintas, han sido dos experiencias iniciáticas para mí. Una y otra vez el camino me ha atravesado el alma. No puedo comprender mi vida sin el Camino de Santiago.

    La primera vez que partí de Roncesvalles, en el 2003, hacía cuatro meses que había muerto mi amiga Marcela, una hermana para mí. Aquel camino significó una experiencia de profunda reconciliación con el sentido de la vida: un rito de renacimiento.

    La segunda vez, en el 2009, partí nuevamente desde Roncesvalles, ya con la mochila mucho más liviana y la intención de repetir una experiencia vital que me había reportado mucha felicidad. Y aunque fue otro Camino, con otras vivencias, otros descubrimientos, otros peregrinos, otros amigos…, volvió a ser una experiencia maravillosa. Una experiencia que me acercó a mi esencia y al sentido de mi vida. Fueron días en los que nuevamente fui muy feliz.

    Por eso en este libro, que está basado en mi diario del segundo camino, intento transmitir lo que ha significado para mí como proceso de transformación interior. Los que hayáis hecho el Camino a veces os identificaréis, porque hay vivencias comunes a todos los peregrinos. Otras, no, porque cada Camino es único. También intento compartir todo lo que aprendí gracias a los peregrinos que conocí, con quienes viví todo tipo de experiencias: esas personas maravillosas que llenaron de alegría y sentido mis días.

    En sus sentimientos, emociones y aprendizajes, y también en los míos, posiblemente os reconoceréis, porque hasta en los pequeños detalles el Camino de Santiago es la mejor metáfora de nuestro peregrinaje como seres humanos en el planeta Tierra.

    790 kilómetros por delante

    Roncesvalles — Zubiri

    25 de julio

    … Aquello que quieres hacer,

    o piensas que quieres hacer,

    comiénzalo.

    La audacia tiene genio, poder y magia.

    Goethe

    Hoy, 25 de julio, día de Santiago, a las 8:10 h, comencé el Camino de Santiago.

    Llegué anoche a Roncesvalles en autobús, muy cansada: había viajado de Madrid a Pamplona por la mañana en tren, y desde allí había cogido un autobús a Roncesvalles. Llegué agotada, pero en el mismo momento en que pisé aquel lugar mágico para mí, que ya conocía porque seis años atrás había empezado allí mi primer Camino, una corriente de alegría recorrió todo mi cuerpo. Tenía nuevamente ante mí una gran aventura, no sabía qué experiencias me reservaría este Camino, pero de algo estaba segura: quedarían grabadas para siempre en mi alma.

    A las ocho era la misa de Bendición a los peregrinos, un ritual que recordaba como especial de la primera vez, quería volver a vivirlo. Allí nos dieron la Bendición para el Camino en diferentes idiomas: había un clima de entusiasmo y expectación especial. En la misa había peregrinos de Alemania, Corea, Italia, Francia, Japón, Canadá, Estados Unidos, Rumania, Argentina, Brasil y, por supuesto, de todas partes de España.

    En ese momento tomé consciencia del tremendo desafío que tenía por delante: al día siguiente daría el primer paso de un camino de 790 kilómetros. Un mes entero atravesando el norte de España de este a oeste: un mes en el cual todo sería imprevisible y cualquier pequeño imprevisto podría impedir mi sueño de llegar a Santiago.

    Salí de la misa, me quedé observando el maravilloso paisaje de montaña y sentí la misma alegría y los miedos de la primera vez, pero al mismo tiempo me di cuenta de que ya no era la misma. Entre aquella mujer que seis años atrás había llegado aquí y esta de ahora había pasado mucha agua bajo el puente. En muchos sentidos me sentía una persona nueva.

    Siempre sentí una atracción especial e inexplicable por el Camino de Santiago. Recuerdo haber escuchado hablar por primera vez del Camino en mi adolescencia, en Argentina, desde ese primer momento me pareció un desafío apasionante y me propuse hacerlo algún día. Pero pasaron los años y esa llamada interior que había sentido quedó dormida dentro de mí: no fue hasta que fui a vivir a España que la idea resurgió con fuerza.

    Sí, soy argentina, de un pequeño y hermoso pueblo de la pampa que se llama Suipacha. A los 32 años, ya trabajando en Buenos Aires en una gran empresa, de pronto comencé a sentir que lo que hacía no tenía nada que ver conmigo. Tenía un trabajo perfecto para todos, pero que a mí no me hacía feliz. Llegué a un punto en el que me costaba ir a trabajar. Cada día me sentía más y más angustiada.

    Uno de esos días en los que volvía al trabajo después de comer con mi amiga Vero, la única persona de la empresa que sabía realmente cómo me sentía, de pronto, rompí a llorar.

    —Ale, no puedes seguir así, tienes que tomar una decisión —me dijo Vero, resignada, llevaba días escuchando la misma cantilena.

    —Lo sé, Vero, pero no sé qué hacer.

    —¿Qué es lo que quisieras hacer? Olvídate de todo, ¿qué te gustaría de verdad?

    —Renunciaría, agarraría mi mochila y mi iría a vivir a España… —le respondí con una convicción que me sorprendió a mí misma. Ya había hecho dos viajes por Europa y me había encantado España.

    —¿Y por qué no lo hacés?

    —Porque tengo que dejar todo atrás: mi familia, todo lo que quiero.

    Y entonces Vero, una persona dulce y muy comprensiva, que además me quiere mucho, me dijo una simple frase que en sus labios me supo a mazazo en la cabeza:

    —Ale, ¡tenés 30 años!

    Esa frase fue todo lo que necesitaba para tomar la decisión, el impulso definitivo. Entré a la empresa y pedí hablar con mi jefa, que había sido siempre maravillosa conmigo, y le dije que había decidido renunciar porque pensaba irme a vivir a España.

    Seis meses después estaba en la Gran Vía de Madrid con mi maleta a cuestas, sin conocer a nadie. Un mundo completamente nuevo se abría ante mí. Aún puedo recordar la sensación de vértigo que sentí en aquel instante, pero también de profunda libertad: mi vida de pronto se convertía en una hoja en blanco, y lo que decidiera escribir en ella de allí en adelante dependería de mí.

    No fue hasta casi dos años después, ya asentada en Madrid, que el Camino volvería a cruzarse en mi vida. Una compañera de trabajo acababa de hacerlo y volvía fascinada. Y aquella llamada interior que por años había quedado dormida en mi interior resurgió de pronto con toda su fuerza: el Camino me llamaba y yo estaba dispuesta a escucharlo.

    Era enero, decidí que siete meses después, durante el mes de agosto, aprovechando mis vacaciones de verano, haría el Camino completo desde Roncesvalles. Lo que en aquel momento no sabía era que dos meses después, en marzo, la vida me tenía preparado un golpe tremendo e inesperado: mi amiga Marcela, la Flaca, una hermana para mí, con quien desde los cuatro años había caminado de la mano por la vida, se estaba muriendo en Argentina. Hice entonces el viaje más duro de mi vida, sin saber si llegaría a tiempo de despedirme.

    Cuando llegué ella ya no estaba consciente, pero sé que cuando le agarré la mano sintió mi calor. Rota de dolor, agradecí estar allí y poder acompañarla en su último viaje. Esa pérdida significó un antes y un después en mi vida.

    Un mes después regresé a Madrid. Los cuatro meses que transcurrieron entre su muerte y el comienzo del Camino los pasé sumida en una profunda tristeza, sin ánimos de nada. El dolor era inmenso, sentía que una parte de mí también se había ido con ella.

    En ese estado anímico viajé a Roncesvalles para empezar el Camino. Dudé hasta el último momento si hacerlo o no, pero pensé que quizás sería una buena oportunidad para empezar a asomar la cabeza del pozo.

    Así, el 30 de julio empecé a andar desde Roncesvalles, y veintinueve días después, el 27 de agosto, llegaba a Santiago. Entre esas dos fechas, andando, conocí a un grupo de personas maravillosas. Fue la mejor experiencia de mi vida, un verdadero renacimiento para mí: aquel Camino me devolvió las ganas de vivir y ser feliz, me reconcilió con el sentido de la vida.

    Ahora, seis años después, estaba de nuevo en Roncesvalles, dispuesta a repetir una experiencia maravillosa, pero también sabiendo que este sería otro Camino.

    A las nueve fui a cenar a uno de los dos restaurants que hay en Roncesvalles: allí compartí mesa con dos peregrinos, Juan y Pablo. Juan es de Granada y me contó que había hecho el Camino cinco veces, siempre en etapas cortas, siete o diez días cada vez. Pedro es de San Sebastián, se despidió de su mujer con un abrazo largo, mientras ella llorisqueaba en silencio sobre su hombro.

    —Tengo miedo —me dijo—, pero voy a hacer el Camino por una promesa importante para mí. Y mi mujer, aunque le cuestan las despedidas, me apoya.

    Aquella noche previa fue inolvidable. Los tres compartíamos ilusiones, expectativas y también miedos. Antes de irnos a dormir alzamos nuestras copas de vino y brindamos por el Camino que teníamos por delante: cargados con nuestras mochilas, nuestras motivaciones y nuestros sueños.

    Tras esta experiencia, a las 8.10 de la mañana, después de desayunar, empiezo a andar desde Roncesvalles. Mi intención es ir hasta Zubiri, a veintiún kilómetros, ya que el siguiente pueblo con albergue es Larrasoaña, pero ya son veintisiete kilómetros, y para un primer día pueden ser muchos. Es probable que no lo sientas al momento, pero los días posteriores el cuerpo se resiente por el sobreesfuerzo realizado.

    Voy haciendo el tramo a ritmo lento, seguramente llegaré tarde a Zubiri, lo cual puede implicar no conseguir plaza en el albergue. Y en ese caso no me quedará otra alternativa que seguir unos kilómetros más hasta Larrasoaña. El riesgo merece la pena, y es que la primera parte del trayecto es preciosa, atraviesa bosques, prados y pintorescos pueblitos vascos de casitas blancas, tejados rojos y grandes dinteles de piedra en las puertas.

    La primera dificultad de la jornada es la subida al alto de Mezkirit, que está a 920 metros. El tramo transcurre entre hayedos y robledales y desciende hasta el pueblo de Bizkarreta. Allí, a mitad de etapa, cuando llevo ya once kilómetros andados, hago una parada para descansar y recargar energías. Aunque me duele la espalda y me pesa un poco la mochila, me siento bien.

    Después de un segundo desayuno vuelvo a ponerme en marcha. El camino ahora transcurre paralelo a la carretera y, tras dejar atrás el caserío de Lintzoain, me topo con un bosque precioso. Al final del tramo, casi llegando a Zubiri, está la subida al monte de Erro. El sol abrasador y el cansancio que me acecha hacen que solo desee llegar. Cuando por fin atravieso el hermoso puente medieval que da paso al pueblo siento un alivio enorme: he llegado a mi meta del día. Mis primeros veintiún kilómetros. Mi primer día del Camino.

    Al llegar al albergue municipal siento una extraña sensación: déjà vu. Está igual que seis años atrás. Un albergue sencillo, básico, con literas y lo imprescindible para descansar. Afortunadamente quedan plazas, así que dejo mi mochila en la cama de arriba de una de las literas y voy a ducharme, para regresar después a dormir una pequeña siesta.

    Por la tarde salgo a recorrer el pequeño pueblo: sigue como lo recordaba, la primera vez también había elegido Zubiri como final de mi primera etapa. Me senté a descansar un rato al lado del río y disfruté la hermosa sensación de poner los pies cansados en el agua.

    Regresé a la hora de la cena y me topé con un grupo de chicos italianos cantando canciones en el patio. Eran muy jóvenes, tendrían alrededor de 18 años, cantaban y bailaban con una alegría contagiosa.

    En el albergue reconozco caras de Roncesvalles. Supongo que gran parte de los que empezamos hoy hemos decidido hacer final de etapa aquí, solo algunos deciden hacer unos kilómetros más hasta Larrasoaña.

    En el patio comparto cena con Analía, una chica de León de 30 años que, como yo, había empezado también a andar esta mañana desde Roncesvalles, solo que ella más temprano. Analía me decía que hacía mucho tiempo que planeaba hacer el Camino, pero por una u otra razón no se decidía.

    —Todos cargamos mochilas invisibles. Y yo necesitaba venir porque la mía la llevo ya muy pesada.

    Me encanta su metáfora. Le cuento que en mi camino anterior yo también había traído mi mochila muy pesada, y que andando la había ido aligerando.

    Apenas termino de cenar voy a acostarme para poder descansar bien. Ya en la cama, y aún agotada, no logro dormirme: me siento inquieta, algo dentro de mí no está bien. Intento serenarme y escuchar a mi corazón. Entonces me doy cuenta de que siento nostalgia: añoro a mis amigos del Camino anterior. Quizás porque los conocí en este mismo albergue de Zubiri una noche de luna llena cenando macarrones en el patio.

    Temo que el maravilloso recuerdo de aquel camino ensombrezca mi experiencia actual, así que tomo la decisión de no repetir ninguno de los finales de etapa de aquella primera vez: esta vez me quedaré en lugares diferentes para vivir una experiencia completamente nueva no solo por dentro, sino también por fuera.

    En aquel momento no sabía las sorpresas que tenía este nuevo camino para regalarme: los momentos mágicos que viviría, las tomas de conciencia que transformarían mi alma, las personas maravillosas que conocería y de quienes aprendería algo nuevo cada día. En aquel momento no sabía las experiencias fascinantes que me aguardaban, pero estaba decidida a hacer que este Camino fuese nuevo, vivirlo como si se tratase de otra primera vez.

    Amor incondicional

    Zubiri — La Trinidad de Arre

    26 de julio

    …Mira cada camino de cerca y con intención.

    Pruébalo tantas veces como consideres necesario.

    Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta:

    ¿Tiene corazón este camino?…

    Carlos Castaneda, Las enseñanzas de Don Juan

    Comienzo el segundo día en un café de Zubiri. Tras el desayuno, sobre las ocho y cuarto, salgo a por mi segunda etapa.

    Anoche no lograba dormirme, y entre que logré conciliar el sueño muy tarde, y que los peregrinos se levantan entre las cinco o seis de la mañana —y hacen muchísimo ruido—he conseguido dormir apenas un par de horas. Aún no siento mucho la falta de sueño, pero más tarde seguro que la notaré.

    Muchas personas, antes de peregrinar a Santiago, hacen una especie de entrenamiento diario para afrontar las duras caminatas en el mejor estado físico posible. Como ya os habréis dado cuenta de que soy bastante insensata, yo no había hecho ningún otro entrenamiento que no fueran mis paseos diarios, tranquilos por mi ciudad, mirando el mundo.

    Empiezo mi etapa a La Trinidad de Arre con agujetas en todo el cuerpo: caderas, piernas, pies. Todo. Por suerte, las peligrosas ampollas no han llegado. Las evito haciendo caso al consejo que me dieron de llevar dos calcetines puestos, así se rozan entre ellos y no generan ampollas. Como no podía ser de otra manera, las ampollas también tendrán su simbolismo en el Camino. Las heridas interiores de la vida tienen que salir y el Camino es experto en dejarlas visibles para sanarlas.

    Teniendo en cuenta lo que me dijeron las señoras que encontré hoy en el tramo, he aligerado un poco mi mochila. Me cuesta desprenderme del equipaje, aunque sé que no me será útil, de la misma manera que me cuesta desprenderme de todo en la vida. El desapego de aquello que no me aporta nada es uno de los aprendizajes que aún me quedan por hacer.

    Llevo un ritmo lento y tranquilo. No quiero exponer el cuerpo más de lo que puede dar, sino el Camino me enviará inmediatamente de regreso a casa. Hay que aprender a escuchar al cuerpo a tiempo.

    A diferencia de la primera vez, ahora percibo en los peregrinos una actitud de «carrera» insólita para el punto de recorrido en el que nos encontramos. Muchos van como tensos, serios, concentrados en el esfuerzo y en llegar al final de la etapa. Ese es el objetivo, ¿y el Camino?

    Mi actitud es por y para disfrutar de la experiencia. Nada que ver con llegar el primero. Esto me lleva a reflexionar sobre la sociedad actual, tan competitiva que ha perdido valor la actitud relajada y de disfrute, la lentitud, el silencio. Vamos corriendo por la vida, para ganar un tiempo que invertimos en otra tarea, también para ganar tiempo: es el pez que se muerde la cola y al final el momento de disfrutar no llega nunca. Esta es la actitud con la que algunos peregrinos afrontan el Camino, van corriendo como si fueran a perder el autobús y no se paran a pensar qué es lo importante y qué están haciendo aquí.

    Aún no he decidido si mi destino de hoy será Trinidad del Arre o Pamplona. De acuerdo a como me sienta decidiré en cuál de los dos sitios me quedaré esta noche. Aunque teniendo en cuenta la decisión que tomé anoche, lo mejor será quedarme en Trinidad.

    El tramo de hoy saliendo de Zubiri va por un camino estrecho de piedras bordeado de campos, donde hay rebaños de ovejas con cencerros vigiladas por pastores. Después, un pequeño trayecto por carretera y entra en el área industrial, por un camino de piedras blancas más ancho. Cruzo vacas con cuernos que pastan tranquilas en el valle y me miran fijo. Probablemente pensarán: «¿Qué hace esta loca caminando con este calor y esa mochila enorme?». Pero imagino que estarán habituadas a ver locos como yo.

    Las flechas amarillas son las señales que nos indican por donde sigue el Camino, si estamos atentos no hay manera de perderse. El tramo de hoy está perfectamente señalizado, atraviesa varios pueblos en los que no encuentro ni un café ni una fuente en la que recargar la cantimplora. Lo compenso al charlar con una afable peregrina con la que comparto camino durante un tramo. Se llama Azucena, tiene treinta y siete años y me hace reír con su gracia andaluza:

    —¡Deberían pagarnos por hacer esto, Alejandra! Es más duro que cualquier trabajo…

    Y en cierto sentido tiene razón: físicamente es realmente duro e implica mucho esfuerzo. Si nos obligaran a hacerlo, podríamos tomarlo como un castigo, pero como es una elección nuestra, entonces lo hacemos encantados. Son estas paradojas de la vida, incomprensibles para tanta gente y tan necesarias para otras.

    Aquí en

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