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La esfinge malherida
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Libro electrónico185 páginas2 horas

La esfinge malherida

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¿Puede Simón, un escultor de conocida adscripción republicana, vivir una experiencia transformadora tras salir de la cárcel en la España de 1940? A punto de morir a causa de una vieja herida de guerra, Ana -su mujer- consigue de un antiguo amigo, ahora en el gobierno de Franco, que lo envíen a un pueblecito de Montes de Toledo a restaurar una antigua esfinge, parcialmente destruida por los bombardeos de la contienda. Aturdido por la soledad y la pobreza, accede en agradecimiento a Ana, a pesar de tratarse de una tarea de canteros.

En el pueblo vivirá las dos caras de la existencia en años de tensos silencios: por un lado, la amenazante hostilidad de algunos del bando vencedor; por otro, la proximidad de quienes no han cambiado con las desventuras de la guerra. Y entre ellos, conocerá a dos seres extraños y apacibles que contribuirán a dar un giro inesperado y definitivo a su vida: Fidel, un muchacho apenas adolescente que se convertirá en su ayudante, y Asunta, una misteriosa y solitaria mujer mucho más joven que él, que vive con su asistenta en la Casa Alta de Amón, el hogar apartado y tranquilo de sus antepasados. Descendiente del hombre que mandó construir la esfinge cien años antes, ayudará a Simón a inspirarse para dar con el primitivo rostro de esta, del que no se guardan esquemas ni fotografías, mientras ambos se dejan llevar por una ambigua relación de amistad y amor que irá cambiando la percepción que el escultor tiene del mundo, sin llegar a darse cuenta del terrible secreto que en ella se esconde. Un trágico suceso le hará tomar una decisión sin precedentes en su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2018
ISBN9788468519944
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    La esfinge malherida - José Antonio Sánchez Calzado

    11.-Redención

    1.-Liberación

    Cuando salió de prisión unos días después del juicio en el que se le absolvió por no habérsele encontrado delito de sangre durante los años de la República y de la Guerra Civil, y habiéndose considerado suficiente el tiempo de encarcelamiento por su participación reconocida en la propaganda comunista, Simón llevaba a sus espaldas trece meses de hambre y piojos en la cárcel de Porlier¹, tiempo que dio por bien perdido con tal de haber salvado el pellejo, cosa que no consiguieron muchos de los que hubieran sido absueltos de haber vivido algunas semanas más.

    Al llegar a casa, encontró a Ana, su mujer, mucho peor de cómo la dejara cuando lo detuvieron. Era evidente que la metralla alojada junto al corazón tres años antes seguía minando su salud, hasta hacer de sus treinta y nueve años una verdadera vejez. Su pelo había encanecido casi totalmente, y su esfuerzo por tenerlo limpio y bien peinado para cuando él llegara resultaba insuficiente para disimular los estragos de la enfermedad. En su rostro dominaba la presencia de la nariz, blanca y afilada, aligerada por dos grandes orificios que no recordaba tan enormes; también los pómulos habían perdido su turgente color rosado para convertirse en simples prominencias tapizadas de cérea piel, semejantes a pequeños peñascos recubiertos de liquen blanco, vigilantes inoportunos del profundo valle excavado en sus resecas mejillas.

    La besó, estrechándola en un abrazo suave y reconfortante que hubiera deseado inacabable, un abrazo en el que casi pudo contar los huesos de su dolorida espalda.

    Sin dejar de mirarla de pie frente a él, le acarició la barbilla y el quebradizo pelo, aprovechando para musitar cosas bonitas a su oído. Estaba claro el amor por él que todavía escondían su ojos, aunque ni con toda la felicidad de un momento así lograran deshacerse de la herida de soledad y dolor que venía padeciendo desde que se lo llevaran para encerrarlo o fusilarlo. Ahora todo en ella parecía distinto, como si hubieran pasado cien años; todo menos su sonrisa, sincera y discreta como la recordara de siempre.

    Nada más terminar el largo abrazo con que lo recibió, ella se dirigió a la cocina, aromatizada por un sencillo guiso de patatas con algo de carne especiada, un engaño para darle el sabor del que carecía. Lo invitó a sentarse y le sirvió en un plato todo el contenido de la sartén.

    -¿Tú no te pones? –Preguntó Simón masticando algo del pan negro que había sobre la mesa.

    -Ya he comido –mintió-. Siento no tener pan en condiciones, pero hasta los más sanos se las ven para encontrarlo.

    -No sientas nada; este guiso es lo mejor que he comido desde nuestros años de la Defensa.²

    Apenas hubo terminado de comer, Ana volvió al dormitorio del pequeño apartamento para meterse de nuevo en la cama, de donde solo salía para asearse y poco más.

    -Ahora cuidaré yo de ti –dijo él con sinceridad y toda la ternura que pudo, conmovido por la debilidad de la única persona a quien amaba, la única que se había mostrado capaz de seguir amándole en los reveses alumbrados por la derrota.

    -Quítate esa ropa y quémala, y luego date un baño –sugirió Ana acariciándole la cara cuando Simón se inclinó sobre ella para tundir suavemente el almohadón y besarla en la frente. Ella lo miró con ternura, conmovida por aquel detalle de delicadeza, mujeril y tierno, pero tan propio de él-. He ido llenando la bañera entre los cortes de agua para que puedas asearte bien. Encontrarás algo de jabón donde siempre y ropa limpia doblada sobre el taburete –concluyó, evitando comentar palabra alguna sobre el mal aspecto de su marido: quien un día fuera el escultor preferido de la España republicana, aparecía ahora como un ser derrotado, casi desnutrido e ignorado; era –pensó- una de tantas traiciones de la vida, y fruto quizás de los espejismos con que nos embaucan las ideologías. Dio gracias a Dios por tenerlo allí y rezó para que su muerte, que intuía próxima, no le afectara tanto como para llevarle a hacer una locura.

    -Tengo todavía algo del dinero que me enviaste el mes pasado… –Empezó a decir al salir del baño aseado y afeitado, interrumpiéndose al oír la débil, pero franca, risa de ella-. ¿De qué te ríes? –preguntó sonriendo a su vez.

    -De ti. Creo que podré sacarte otro par de pantalones de los que te has puesto… -dijo, dejándose llevar enseguida por una repentina tristeza. Bajó los ojos, como incapaz de sostener incluso el liviano peso de la mirada-. Gracias, Simón, por haber vuelto vivo.

    -Gracias a ti, por no haber renunciado a la luz de esta miserable vida –contestó él, inclinándose a besarla en los labios-, y por haberme mandado algo de comida y de dinero; sin eso, es fácil morir en aquella pocilga. –Calló un instante, tratando de fijarse en algo-. Oye no veo tus medicinas sobre la mesita.

    -Hace un año que terminó la guerra y las farmacias siguen desprovistas de todo –le informó ella.

    -Usaré el dinero que me queda para buscártelas… Patearé Madrid hasta encontrártelas. Seguro que en el mercado negro doy con ellas.

    -¿A qué precio…?

    Un repentino acceso de tos le impidió seguir hablando, mientras arrancaba de su pecho los sonidos más extraños y sospechosos, sin que Simón pudiera prestarle ninguna ayuda eficaz. Ana se agarró el costado izquierdo con la mano derecha completamente abierta, como intentando que sus costillas no se movieran. Él la rodeó a medida que la crisis cedía, dejándola finalmente contra sí, acunándola con suavidad mientras se recuperaba. Estuvieron así varios minutos, en los que acudieron a la cabeza del escultor el día en que la metralla perforara el pulmón de Ana en febrero de mil novecientos treinta y siete, cuando apoyaba como enfermera a las Milicias Confederales en la Ciudad Universitaria, durante la Defensa de Madrid. La esquirla de hierro fue a alojarse en las proximidades del corazón, amenazando con perforarlo el día menos pensado. Aunque, a la vista estaba que la maldita astilla de hierro se estaba dedicando a viajar de un lado a otro del pulmón destrozándolo y apagando poco a poco la vida de su mujer.

    -Don Sergio, el farmacéutico, es uno de los mejor provistos gracias a sus buenas relaciones con el Ejército, y aun así no ha podido darme ni una miserable aspirina en los seis o siete últimos meses –insistió ella-, así que gasta ese dinero en algo de comida, haz el favor.

    -Me importan más tus dolores y esa tos que comer o no comer –replicó él sin amargura. Enarboló la misma irónica sonrisa que solía anteceder a sus ocurrencias-. Casi me he acostumbrado en la cárcel a vivir sin comer, así que por seguir igual un poquito más… -enfatizó, dejando la elipsis a la mitad, para no herir a Ana.

    -Ya –sonrió ella-. Tú y tus ocurrencias; menos mal que los fascistas no han acabado con eso. En cuanto a lo otro, deberías hacerme caso: de hambre podríamos acabar muertos los dos, pero de dolores solo moriré yo; elige, so tonto.

    -Elijo comprarte las medicinas y luego, cuando te encuentres mejor, sentarme a tu lado en la cama y esperar la muerte entre tus mimos.

    -Ya sabes que juego con ventaja –dijo Ana.

    -No sé a qué te refieres. La cárcel ha debido atolondrarme, a pesar del tiempo que he tenido para pensar –alegó, buscando desvelar las misteriosas palabras de su mujer.

    -Pues que la tos, los dolores y mi muerte los ofreceré a Dios, como siempre –le aclaró Ana con voz entrecortada, disimulando las implacables molestias de su costado.

    -Tú y tu Dios…

    -Tú y tu obstinación en gastar en mis medicinas lo poco que tenemos para comer… Ya sabes cuás es mi deseo: prefiero morir de dolor antes que de hambre, cabezota; aunque sospecho que moriré de las dos cosas.

    Quizás sospeches bien, hubiera contestado Simón de no quererla tanto. Contó el poco dinero de su escuálido monedero, y salió tras besar en la frente a su mujer. Eran las seis de la tarde del catorce de marzo de mil novecientos cuarenta.

    -Salgo a ver si al menos encuentro un balsámico que te calme un poco esa tos.

    El farmacéutico se alegró, al menos en apariencia, de verlo después de tantos años. Eran vecinos desde los primeros tiempos de la República, aunque el inicio de la Guerra le cogió con su familia en Santander y optó por no regresar a la Capital; para cuando lo hizo, Simón ya estaba en la cárcel.

    -¡Pues claro que tengo aspirinas y balsámicos, hombre! –exclamó en tono campechano, pero discreto, para evitar que sus palabras salieran de su establecimiento.

    -Es que Ana me ha asegurado…

    -¿Ana? ¿Cómo sigue? La veo pasar a menudo apoyándose en su bastón, e incluso nos hemos saludado de vez en cuando. No se me escapa su delicado estado de salud, por eso me ha extrañado que no venga a comprar ningún medicamento –se explayó el farmacéutico.

    -Es una mujer dura; y en estos tiempos, ya sabe –dijo Simón con ambigüedad, aturdido por lo que acababa de oír: ¡Ana había prescindido de la medicación para poder enviarle algo de dinero a la cárcel!-. No sé cómo andan los precios de las cosas, pero quisiera unas aspirinas y algún balsámico para la tos.

    No hubo problemas para llevarse lo que quería, y aun le sobró algo de dinero, que a buen seguro daría para conseguir algo de comida por ahí.

    -¿Volverá a ejercer su trabajo de escultor? Preguntó el farmacéutico cuando se despedían.

    -Quizás. Corren malos tiempos para todo.

    Volvió después de ir a recoger su Cartilla Individual de Racionamiento a la Comisaría de Abastos, donde tuvo que presentar el documento entregado en la prisión certificando su absolución y la recuperación de sus derechos. Era la única forma de poder retirar cada semana un poco de arroz, lentejas, aceite, pan negro y, con algo de suerte, algunos gramos de carne. Unida a la de Ana y a los trapicheos del mercado negro, de los que había tenido noticia en prisión, igual conseguían burlar la visita de la muerte hasta la llegada de mejores tiempos.

    -Cuando yo muera deberías intentar irte de este maldito país de cainitas vengativos –dijo ella esa misma noche enfriando sus esperanzas, tras haber intentado tomar un par de cucharadas de la sopa que él hiciera valiéndose de sus pobres habilidades culinarias.

    -Pero mujer, con mis antecedentes no me darán el pasaporte -alegó Simón. Luego guardó un largo silencio, durante el cual pareció meditar con cuidado sus próximas palabras-. No debí significarme tanto -dijo en tono de convicción sentado en la silla de enea junto a la cama, donde Ana respiraba con sonora dificultad-. Quizás si hubiera sido más discreto ahora viviríamos mejor.

    -Aquella estatua de Lenin para la Plaza de España te quedó muy bien. ¡Lástima que no llegaran a colocarla! –le animó Ana con todas las fuerzas que pudo reunir.

    -¡Lástima! –se lamentó Simón esbozando una leve sonrisa de tardía complacencia. Es el fracaso de un tonto, de un tonto llamado Simón, que hizo una estatua de Lenin sin creer en Lenin.

    -Tampoco creo yo, ya lo sabes; pero los dos creíamos en la República y en la posibilidad de cambiar las cosas. En cuanto a la estatua, al lo menos hemos podido conservar las fotos, a pesar de los registros –calló por el agotamiento-. Algún día alguien sabrá valorar tu trabajo.

    -No sé, Ana. En la cárcel he pensado mucho en mi vida, en nuestra vida. Fíjate en cuántos de los nuestros huyeron como zorras cuando la cosa se ponía fea.

    -Lo mismo hubiéramos hecho tú y yo de no ser por mi salud.

    -Tienes razón. A veces me dejo llevar por la amargura.

    -Con toda la razón –confirmó ella-. En cuanto a lo de irte, el pasaporte es lo de menos. Podrías marcharte por los Pirineos. Los mismos que sacaban a los de derechas, sacan ahora a los de izquierda. No te será difícil llegar a Francia; allí los exiliados están bien organizados, según creo.

    -Los que no mueren antes de hambre en los campos de refugiados. Una lata con una patata hervida con un poco de caldo bañándola, eso es lo que les dan para pasar el día. En la cárcel se cuenta que algunos han muerto por darse un atracón al ser liberados por sus familiares³.

    -Es más de lo que podemos soñar aquí –musitó ella, entremezcladas las palabras con los indiscretos estertores de la respiración.

    -Bastante más, es verdad.

    -Entonces…

    -No estoy seguro. Creo que me he vuelto un cobarde –se justificó-. Sí, debe de ser eso, Ana: me he vuelto un cobarde; o tal vez lo he sido siempre. En cuanto a lo atravesar los Pirineos, me consta que muchos de los guías se han vendido a los franquistas.

    -A lo mejor. También antes se habían vendido a los nuestros, pero si te quedas en este país cuando me marche, al menos podrías recurrir a tu amigo Pedro, siempre os llevasteis bien… Además, no es franquista, es monárquico, y no parece que padezca los prejuicios de los demás.

    -Sainz Rodríguez⁴ no querrá comprometerse recomendando a una persona tan significada con el arte de la República. Es una idea descabellada, Ana, perdona; ya sabes que te lo agradezco.

    -Tal vez lo sea, pero los pasos están dados: le he escrito pidiéndole un trabajo para ti.

    -¡Mujer! –protestó sin convencimiento.

    -¡Me importa un bledo el mundo entero, estando como estoy a unos días de la muerte! –Dijo llevada de la buena ira que siempre la había caracterizado. Tosió con pertinacia, sin lograr que sus secreciones se movilizaran, mientras Simón le acercaba el balsámico para que se lo tomara-. Has sobrepasado los cuarenta, no lo olvides –prosiguió tras tomar aliento-; eres un magnífico escultor en lo mejor de su etapa creativa, y tienes dos opciones: o te marchas de este cochino país o te doblegas ante las exigencias de los franquistas; tú sabrás.

    -Lo pensaré… ¿Qué le dices a Pedro en la carta? –preguntó, con pocas esperanzas de obtener información alguna.

    -No mucho, ya me conoces. Le recuerdo vuestra amistad y le pido un trabajo para ti en la tarea de Reconstrucción Nacional⁵. Él conoce bien tus capacidades, así que no le doy sugerencia alguna.

    -¡La Reconstrucción Nacional! –Murmuró con amargura-. Ha sido Ministro de Educación Nacional, y su situación actual es comprometida; no moverá un dedo por mí, ya lo verás.

    -¿Comprometida? ¿Porque se haya ido de

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