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Sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN
Sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN
Sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN
Libro electrónico444 páginas3 horas

Sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN

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Este no es un libro de texto, es una invitación a maravillarse con la biología molecular.

Mientras que el curioso comprenderá la esencia y las consecuencias de algunos procesos moleculares, el especialista querrá conocer los detalles."La sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN" pretende acercarse a estos dos grupos de lectores a través de la descripción de algunos mecanismos moleculares que pueden resultar atractivos para unos y otros.
Desde hace algunos años la biología molecular ha logrado permear un amplio rango de esferas del conocimiento académico y científico, incluyo, varios de sus conceptos e ideas han comenzado a hacer parte de la cultura general de la sociedad debido a sus alcances en todos los ámbitos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2016
ISBN9789587759440
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    Sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN... y el ARN - Camilo Ernesto López Carrascal

    Referencias

    APERTURA: PRIMER MOVIMIENTO

    Tal vez cada larva formó alguna vez parte de un enfermo.

    Whalt Whitman. Este estiércol.

    Polvo de estrellas

    Lejos estamos de determinar los límites del Universo, si es que ellos existen. En el Aleph de Borges, pareciera que el Universo estuviera contenido en un solo punto. La infinidad y la eternidad del Universo me llegan como conceptos abstractos, impregnados de otros conceptos tan surrealistas y excéntricos como el de vacío y el de la nada. Las moléculas y los átomos son los constituyentes últimos de toda la materia del Universo. La base más recóndita de la vida, del milagro de la vida, en cualquiera de sus acepciones, yace en los átomos y las moléculas. La representación molecular más simple de la naturaleza de la materia puede ser descrita como el baile infatigable de los electrones, de los átomos alrededor de un núcleo formado por protones y neutrones. El continuo y veloz baile de ese electrón genera un espacio vacío, inmaterial. Si detuviéramos al unísono el baile de todos esos electrones que forman la materia inerte y viviente, y los apiñáramos, quizás todos nosotros, toda la materia cabría en un solo punto, como pareciera que fue la situación que se presentaba —según lo describe Italo Calvino en una de sus cosmicómicas—, antes del Big Bang.

    A nivel de escala resulta maravilloso constatar que los constituyentes del inmenso Universo corresponden a los mismos con que se construye la propia vida. La vida depende de la información y acción de moléculas como el ADN y las proteínas, las cuales están formadas por átomos. De hecho, la emergencia de la vida puede considerarse en sus más profundos orígenes a partir de lo inerte. Los átomos son los mismos que componen la materia y que dieron origen al Universo. En su maravilloso libro sobre la historia de la biología, La lógica de lo viviente, Francis Jacob describe el debate histórico que se dio desde comienzos del siglo xvii en torno a discernir entre la materia inerte y la viviente (orgánica). En este se discutía que, tanto una como otra, están formadas por los mismos elementos; la diferencia radicaba en lo que se denominó en aquella época calor innato.

    Recientemente hemos aprendido que el Universo está en un continuo cambio y evoluciona, tal como lo hacen los seres vivos en un diminuto planeta ubicado en ese vasto Universo. En ambos casos soñamos con ser capaces de descubrir las fuerzas del cambio, su direccionalidad y sus consecuencias. A pesar de los grandes esfuerzos por comprender el surgimiento del Universo y de la materia, nuestra ignorancia es grande con respecto a las fuerzas subyacentes que motivaron a un puñado de electrones, primero a formar átomos, y luego a formar moléculas gaseosas, expandirse y contraerse.

    Tan milagroso como puede parecernos este acontecimiento, resulta considerar aquel otro por el cual se inicia la vida, tal como la concebimos en el planeta Tierra. Desconocemos a ciencia cierta por qué razón las primeras moléculas se deciden a formar polímeros capaces de almacenar información y replicarse. Se debieron acumular y juntar un sinnúmero de condiciones especiales para que tanto lo uno como lo otro se produjera. Una vez iniciado el primer proceso, fue solo cuestión de tiempo para que se produjese otro prodigio: la vida. El milagro de la existencia personal de cada uno de nosotros no recae solamente en la contingencia de que nuestros padres se encontrasen, de que fuese justo aquel óvulo el que fuera fecundado para dar cuenta de nuestra existencia. Es importante considerarlo desde una retrospectiva serie de contingencias pasadas que caen sobre todos los actuales seres vivientes.

    Vincent Van Gogh debió soportar la idea de que su existencia dependió de la muerte de su otro hermano Vincent, quien nació muerto el mismo día que él un año antes. Si ese hermano no hubiese nacido muerto, seguramente él no hubiera existido. Todos somos producto de una contingencia pasada, ancestral, que va más allá de la del encuentro de nuestros bisabuelos, abuelos o padres. Esta contingencia retrospectiva llega hasta aquellas moléculas que formaron los primeros polímeros autorreplicantes informativos, hace algo así como 3.500 millones de años, y aún más atrás en el tiempo, hasta aquellos átomos primigenios que asistieron al nacimiento del Universo. Ahora sabemos que estamos formados por átomos que provienen de polvo de estrellas.

    Durante varios días, me he divertido inventando e imaginando la vida posible de un átomo, hoy constituyente de una molécula de ADN de alguna de nuestras células. Ese átomo ha reencarnado bajo muchas formas posibles durante su larga, infinita y eterna existencia. Pudo haber estado presente bajo la forma de una molécula de hemoglobina de la sangre, derramada por alguno de los próceres de nuestra patria; pudo haber atravesado el Atlántico en una de las carabelas de Cristóbal Colón, bajo la forma de una proteína de membrana; o quizás pudo quedar almacenado en una molécula de almidón dentro de una semilla, treinta mil metros bajo tierra durante miles de años, hasta que algún grupo de científicos logró despertarla de su estado de dormancia. Sin embargo, ese átomo, el cual ahora vive en alguno de nosotros y antes hacía parte de una molécula de almidón, pudo también estar presente bajo la forma de una molécula de oxígeno (gaseosa), y que estuvo volando, paseándose, recorriendo el mundo por unos cuantos cientos o miles de años antes de ser atrapado por la respiración de un dinosaurio ya extinto. No obstante, ese átomo perduró. Perduró bajo la forma de una molécula diferente, acompañó quizás al sílice, fue ortosilicato y se constituyó en una roca; y permaneció siempre calmo (¿aburrido?) por muchos años, que si bien pueden ser muchos para nosotros, son pocos para la historia de su vida.

    ¿Por qué camino andaríamos si persiguiéramos en el tiempo y en el espacio, cual detectives, a un átomo de carbono marcado? Así podríamos pasar días, contando e imaginando la vida de aquel átomo que ahora es una partícula de una parte nuestra. Quiero aclarar que esta es solo una idea imaginaria, quizás ahora fantasiosa, pero que también esconde alguna belleza, como queda plasmado de alguna forma en un verso de Whitman. Pero esto es solo para decir que esta idea imaginaria me lleva quizás a comprender por un instante (sin estar totalmente seguro de que así sea), la idea de eternidad y unidad. Ahora me pregunto si los egipcios, referentes universales de la eternidad, entendieron esto hace más de seis mil años. Nosotros somos solo una pequeña parte de una coyuntura, de una contingencia aleatoria, de un instante pequeño de la historia de la Tierra, y esta a su vez de la del Universo. Así como aquel imaginario átomo se ha transformado, así lo hacemos cada uno de nosotros, cada una de nuestras moléculas y de nuestros átomos. Somos parte de un todo en continuo cambio, en continua transformación y, en consecuencia, eso nos hace eternos. No a nosotros en tanto organismos individuales, pero sí en tanto átomos constituyentes de todo trozo de materia que habita el Universo.

    Una motivación molecular

    Y entonces vuelvo al comienzo y fin último de la historia del Universo (y de la vida): las moléculas, o, si lo prefieren, los átomos. La sinfonía de la vida que, según sabemos ahora —si bien desde un punto de vista un tanto reduccionista—, está cifrada, orquestada bajo la forma de una molécula de ADN que dirige e interpreta un sinfín de melodías, las cuales dan cuenta de una diversidad hermosa, milagrosa y maravillosa. No puedo dejar de pensar en la película Boy Hood (2014). El pequeño Mason le pregunta a su padre si es verdad que los elfos no existen en el mundo real, a lo cual su padre responde que efectivamente ellos no son reales, pero sí existen maravillosos, extraordinarios y mágicos seres como aquellos inmensos mamíferos que viven y respiran bajo el agua, cuyo corazón puede ser del tamaño de un auto y tienen unas venas tan grandes que podríamos nadar a través de ellas.

    Se me antoja que hemos perdido la fascinación, ya no digamos de descubrir, sino simplemente de valorar y admirar justamente la magia que encierra la vida misma, tal y como se nos presenta ahora ante nuestros ojos. Pareciera que locos como estamos, vamos por el mundo y por esta sociedad sin tiempo para apreciar lo realmente valioso de la naturaleza, para el encanto de sentir su magia y buscar comprender los misterios que ella encierra. Le damos más importancia a las diferentes formas de smart phones que existen en el mercado, y a las fotografías que amigos y desconocidos cuelgan en Facebook. Vivimos apresurados por consumir con la ansiedad de una felicidad falaz, nos interesamos y deslumbramos por los adelantos tecnológicos y enloquecemos por adquirir lo último en tecnología. En fin, perdemos poco a poco la capacidad de maravillarnos por las diferentes formas en que la naturaleza se manifiesta ante nuestros ojos. La búsqueda por acercarse a la comprensión de la insondable alma humana, o por contemplar y descifrar el lenguaje oculto de la vida, parecen ser relictos de un tiempo pasado que ha sido devorado por la pasión irracional del consumismo que nos aleja de los que más queremos y, peor aún, de nuestros propios orígenes.

    Recuerdo entonces las tardes compartidas con mi sobrino Pablo, cuando él tenía 11 años, en las que charlábamos sobre la vida. Me divertía contándole de una molécula llamada ADN que dictamina en buena parte lo que somos. Charlábamos de abejas e imaginábamos los experimentos que deberíamos realizar, con todo y sus controles, a fin de determinar las condiciones ambientales que influenciarían el establecimiento de un nuevo panal. Reconocí entonces en él la capacidad que tienen todos los niños de interrogarse sobre nuestros orígenes, de formular las preguntas que nacen al descubrir el mundo que los rodea, de indagar por las causas de muchos de los fenómenos que observamos. No sé todavía en qué momento, y qué causas conllevan que con los años vayamos perdiendo esa maravillación de los niños por aprehenderlo todo. Me atrevería a sugerir que la educación debería estar construida sobre sus preguntas, más que sobre currículos rígidos que es necesario cumplir. Debo reconocer, sin embargo, que aún no me siento capaz de aventurar ninguna estrategia para proteger a esos niños de la bandada acérrima de la tecnología y el consumismo.

    No obstante, esta ha sido la motivación de escribir este libro: transmitir esa fascinación por las bases más profundas, últimas e íntimas que describen el funcionamiento molecular de algunos procesos de los seres vivos. La naturaleza tiene un sinnúmero de maravillas, muchas accesibles desde la contemplación. Pero otras se encuentran escondidas, solo visibles a través del uso de experimentos complicados y de herramientas sofisticadas, y muchas otras permanecen escondidas, encriptadas, esperando por mentes brillantes capaces de descifrarlas. Sea como sea, la comprensión del funcionamiento de cada elemento inherente a la vida, a los seres vivos y su relación con el entorno, está en su fin último en la actividad de las moléculas (ADN, proteínas, enzimas, lípidos, etc.). Son estas moléculas las que coordinan el comportamiento de las células, y de allí ascendemos por los diferentes niveles de organización biológica, pasando por tejidos y órganos, hasta llegar a organismos, ecosistemas o paisajes, para desembocar nuevamente en los confines del Universo.

    La biología molecular se nos ha abierto como una ciencia que no solamente ha provisto de herramientas que permiten acercarse a otras ciencias o ramas del conocimiento, sino que ella misma ofrece la posibilidad de comprender un abanico de fenómenos presentes en todos los seres vivos. Sin embargo, durante algunos de mis cursos de biología molecular, he sentido un dejo de aburrimiento en mis estudiantes al tener que escuchar la descripción, un tanto mecanística y bastante abstracta, que encierra la comprensión de las bases moleculares de la vida y la concomitante transmisión y flujo de la información genética. Esto puede llevar, sin duda, a una imposibilidad de enamoramiento por la sinfonía molecular de la vida orquestada por el ADN.

    He recurrido entonces a algunos artilugios para captar la atención y transmitir esa pasión que desde estudiante universitario sentí por la biología molecular. En ese juego imaginario de la eternidad de la vida que recae sobre la permanencia de los átomos, he invitado a los estudiantes a pensar incluso en la posibilidad de que alguno de ellos contuviera una purina proveniente de Napoleón. (Tal vez no escogí el mejor referente histórico). He insistido en que cada uno de los procesos que vemos en clase (replicación, transcripción, traducción), ocurren en este mismo instante en todas y cada una de sus células, y cómo cada una de ellas según duerman o se encuentren en estado de lectura expresan genes de manera diferencial. Pero quizás, uno de los artificios que ha resultado más efectivo ha sido el de reclutar algo así como historias asombrosas, alrededor de los procesos implicados en el flujo de la información. Obviamente, esto no escapa del tedioso estudio de sus bases mecanísticas, pero tal vez motive a un estudio más profundo, o al menos a acercarse a estas bases con una mejor disposición.

    Sin duda alguna, el listado de posibles historias asombrosas en biología molecular puede llegar a ser enorme; he tratado simplemente de recuperar algunas de las más representativas. Si con esta estrategia lograra transmitir mi pasión y maravillamiento por la vida —y esto desde su acepción molecular más profunda—, a un puñado más de lectores, podría ser un poquitín más feliz y sentir un dejo de satisfacción por el trabajo que representó la concepción y escritura de este libro.

    Precaución 1: ¡Evolución no es solo selección natural!

    La célebre frase de Dobzhansky nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución, logra capturar la esencia del conocimiento de los orígenes, así como la comprensión de la razón de la existencia de los seres vivos que habitan hoy el planeta Tierra. Ahora que sabemos que el Universo está en permanente cambio (evoluciona), la frase de Dobzhansky, para mí, traspasa los límites de los conceptos clásicos de la vida.

    Yo podría decir nada de lo que existe tiene sentido si no es a la luz de la evolución. Evolución es cambio. No podemos comprender ningún tipo de fenómeno biológico, físico o social, si no es en su contexto histórico, de cambio, de evolución. La comprensión cabal de tales fenómenos solo puede darse desde una perspectiva de las fuerzas que motivaron al cambio de su estado inicial. La evolución es el eje transversal de la biología y, en consecuencia, es desde esta perspectiva que intenta presentarse el contenido de cada uno de los capítulos que componen este texto.

    Quiero, sin embargo, aprovechar esta introducción para hacer un primer ejercicio de reflexión sobre los conceptos —quizás predominantes y vulgarizados en ciertos casos— de la evolución. No me cabe duda de que la complejidad y forma en cómo históricamente se llegó a la construcción de la totalidad de los procesos y mecanismos biológicos presentes en los seres vivos actuales, y en particular de los descritos en varios de los capítulos de este libro, obedecen a una lógica evolutiva. No obstante, esta perspectiva evolutiva no se ampara solamente en el concepto de selección natural y evolución darwiniana positiva clásica (el cual impera en el pensamiento no solo de los estudiosos de la biología, sino, tristemente, también en el común de la gente). Muchos asocian la evolución con selección natural, casi como sinónimos. Pero evolución no implica solamente selección; después de todo ya lo dijo el viejo y conocido Darwin: Estoy convencido de que la selección natural ha sido el medio más importante, pero no el único, de modificación.

    El ejercicio de identificar los puntos débiles de la teoría darwiniana y de la llamada teoría sintética de la evolución (o denominada por algunos teoría moderna), ha sido ya emprendido por varios pensadores en el mundo. Aquí no busco entrar en detalles sobre las críticas constructivas a la teoría clásica de evolución darwinista, que bien podrían ser objeto de otro libro. Permítaseme, sin embargo, mencionar algunos puntos críticos que deberían ser considerados en una posible re-enunciación de la teoría evolutiva.

    La genética y evolución de las bacterias y otros microorganismos fueron tristemente olvidadas por Darwin y los fundadores de la genética de poblaciones. Ahora sabemos que toda la vida, la nuestra propia, depende de un sinnúmero de microorganismos —bacterias principalmente— que habitan la tierra y nuestro cuerpo. ¿Cómo concebir una teoría evolutiva como válida sin considerarlas a ellas?

    Para muchos, el esqueleto matemático y teórico de la biología evolutiva descansa en la genética de poblaciones, sin embargo, ella parte de varios supuestos que difícilmente se cumplen en poblaciones naturales. Aspectos tales como la embriología y su contexto evolutivo que no fueron considerados por la teoría sintética de la evolución, hoy han tomado fuerza bajo el concepto de evo-devo y han logrado dar cuenta de la importancia que tienen pequeños cambios en genes reguladores para producir cambios evolutivos saltacionales (no considerados en las teorías evolutivas originales). La epistasis y otras formas de interacción génica son difícilmente incluidas en los análisis poblacionales que explican la variabilidad fenotípica. Los avances en las diferentes áreas ómicas han aportado un nuevo conocimiento que, en algunos casos, rebate planteamientos tradicionales de la teoría evolutiva. Baste un solo ejemplo: la genómica comparativa ha puesto de manifiesto la recurrente utilización de la duplicación genómica como materia prima de la evolución, asestando un duro golpe a la premisa tradicional según la cual la evolución se produce como consecuencia de la acumulación de pequeños cambios graduales. La epigenética es una nueva ciencia que se posiciona con mayor fuerza cada día y aporta de manera sustancial nuevos conceptos que se deben incorporar a cualquier teoría evolutiva actual (ya no podemos acuñar la palabra moderna). Algunos, y solo algunos de estos planteamientos, están inmersos en las descripciones que aparecen en ciertos capítulos de este libro.

    Insisto, las ideas de evolución (en su acepción tradicional y no convencional) impregnan muchas de las palabras de este texto. Sin embargo, no es el fin último de este libro hacer un análisis crítico detallado de los aspectos ya mencionados. Con cierto dejo pretencioso, lo que busco aquí es invitar a pensar en una teoría evolutiva extendida, incluyente, basada en los conocimientos actuales y utilizando como pretexto lo que para mí son asombrosas historias moleculares. Esta es la motivación mayor cuando en algunos apartados de ciertos capítulos abordo sin la rigurosidad que debería caracterizar un texto con pretensiones científicas —debo reconocerlo—, una interpretación evolutiva alternativa a las vías tradicionales de evolución darwinista.

    En varias oportunidades trato de comprender, por ejemplo, los cambios evolutivos desde una mirada lamarckiana moderna y real, tentadora y provocadora, como ya algunos otros investigadores lo han propuesto. En otros casos hay una invitación tácita a una reflexión sobre los mecanismos de evolución alternativos.

    El desafío para las mentes de las próximas generaciones será la identificación de fuerzas de evolución diferentes a la selección natural. Esas vías alternativas de evolución invitan a repensar una teoría evolutiva incluyente, lo cual será, sin duda alguna, uno de los principales retos y la razón del quehacer científico de este siglo.

    Precaución 2: Dime cómo hablas (escribes) y te diré quién eres

    Durante la escritura y reflexión no solo de los aspectos que se presentan en este libro, sino también de casi todos los que se relacionan con el milagro de la vida y su funcionamiento, no he podido escapar a percibir la sensación de una fuerza escondida que dirige los procesos moleculares de los seres vivos. Parecieran estos entelequias, elfos o dioses que juegan con bloques, los reordenan y combinan de formas diferentes para producir una gran gama de posibles formas, funciones y mecanismos (piénsese en el juego de Lego Creationary).

    Como a mi parecer esto no es posible, he recurrido a otro artificio explicativo —quizás tan incoherente, fantasioso e impensable como el primero—: consiste en humanizar moléculas, funciones y decisiones. Por ejemplo, es muy probable que el lector se encuentre con expresiones como este juego les gustaría a las bacterias; estas moléculas decidieron...; la célula desarrolló...; las plantas recordaron.... Pero atención, lejos estoy de pensar que las bacterias juegan, que las moléculas toman decisiones o que las células desarrollan —en un sentido finalista— ciertas cosas o estrategias. Es simplemente una forma de referirme a un largo proceso evolutivo por el cual se ha llegado a tales instancias. Desde el punto de vista estrictamente darwiniano de selección positiva, tales resultados serían el producto de mutaciones al azar y de selección, actuando continua y repetidamente. Sinceramente, me cuesta trabajo que este bucle infinito de azar y selección, aun considerado en el contexto de poblaciones de muchos individuos y de millones de años de evolución, pueda ser capaz de producir las maravillas que hoy observamos (al menos no en todos los casos). Pido entonces disculpas por esta manera de expresarme. Asumo las críticas que puedan de ella derivarse. De cualquier manera, retengo mi estilo por considerarlo como una forma fácil y bonita de llegar a representar una realidad. En resumidas cuentas, esas expresiones hacen referencia a mi propio maravillamiento.

    Precaución 3: La falacia del carácter simplista

    Una advertencia adicional. No piense el lector que en verdad creo, por ejemplo, que la inducción de un gen podrá hacernos eternos, o que con apagar la expresión de un gen eliminaremos un tumor canceroso. No. Sería muy simplista pensar que un gen es el absoluto responsable de un carácter fenotípico, una enfermedad o una condición particular. No obstante, estas ideas buscan una vez más maravillar al lector a través de la exageración. Cómo me gustaría llamar a esta estrategia una hipérbole. Sin embargo, lejos estoy de hacer literatura, ¡ya quisiera yo! Quizás, e insisto en la palabra quizás, dentro de unos años algunas de estas ideas que hoy parecen ciencia ficción, pudiesen ser medianamente posibles.

    Pero ¡atención! Los genes y proteínas que ellos codifican, actúan de manera concertada y forman parte de dinámicas redes complejas de interacción y funcionamiento. No existe un solo gen para una cosa. La literatura de divulgación científica y la de muchas páginas de los periódicos recurren a titulares tales como Se descubrió el gen de la infidelidad, o del alcoholismo o de un carácter fenotípico dado. Casi la totalidad de ejemplos que ofrece la literatura científica seria demuestran que la mayoría de las características morfológicas, comportamentales, etc., dependen de la acción concertada de varios genes que actúan al unísono. Sus productos (las proteínas y ARNs) interactúan, y de acuerdo con el contexto social de las células que los producen, pueden afectar el fenotipo de maneras muy variadas.

    El ejemplo extremo es la plasticidad fenotípica. En esta, un mismo genotipo puede expresar fenotipos diferentes bajo circunstancias variadas. El término técnico de estos caracteres es cuantitativo y su naturaleza poligénica. En estos términos, el sueño de lograr un carácter deseado por modificación de un gen único será sin duda la excepción, más que la regla. Otro aspecto que subyace al carácter poligénico de la mayoría de los rasgos, es que la modificación de un gen o la función de una proteína puede romper el equilibrio de un sinnúmero de procesos que han logrado ajustarse durante años de evolución. No podemos pretender modificar un gen o su función para conseguir un efecto deseado, sin pensar que habrá efectos secundarios. Después de saber esto, el resto queda a la imaginación.

    La excitación que espero crear en el lector —insisto, desde una mirada simplista y en muchos casos irreal—, al abordar algunas de las posibilidades que se abren con el conocimiento que se ha logrado sobre algunos mecanismos moleculares, debe asumir otro reto grande, como lo es el del debate ético sobre la manipulación de células y organismos. En la excelente película The broken circle breakdown (2012), Didier, el padre de una niña que muere de una enfermedad letal, hace una furiosa diatriba en contra del presidente Bush y de todos aquellos que, acudiendo a principios conservadores y religiosos detuvieron, mediante la retención de recursos financieros, el avance de la ciencia y de la investigación, entre otras, de las células madre. El padre considera que ese retraso en el desarrollo científico fue el responsable de la muerte de su hija.

    No es fácil tener una posición clara. La naturaleza y, por qué no decirlo también, la evolución, nos han provisto de un sistema nervioso complejo, con un cerebro altamente organizado capaz de grandes cosas.

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