Sor Lucía se confiesa
Por Sor Lucía Caram
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"Me gané el mote, lo reconozco. Soy la monja cojonera. Tal vez hice méritos por tener a veces la boca caliente y denunciar. No soporto ver cómo hieren la dignidad y el respeto de las personas después de haberlas humillado con su codicia y su voracidad, exigiéndoles más y más sacrificios, más austeridad, más esfuerzo, mientras ellos se han convertido en una banda que dispendia de forma obscena e insultante. Me rebelo contra estos individuos que se aprovechan de sus cargos en el Gobierno y de su poder para vivir a costa de la gente a la que deberían servir y defender. No puedo callar ante tanta tropelía."
En los últimos años, la vida de Sor Lucía Caram ha cambiado. Su lucha por los pobres, su denuncia social y su cada vez mayor exposición mediática le han valido no solo el mote de "monja cojonera", sino también algunos enemigos. En este nuevo libro, la autora confi esa cómo vive la presión de los medios y el poder, cómo renueva su fe desde el silencio y el apoyo de quienes comparten su vida y cómo piensa seguir trabajando para alcanzar un mundo un poco más justo.
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Sor Lucía se confiesa - Sor Lucía Caram
amar.
1. La monja cojonera
Aquel lunes aparqué el coche frente a la plataforma de alimentos. Nada más abrir la puerta me abordó un hombre joven. Me estaba esperando. Se acercó hasta mi oído y me amenazó: «Como sigas hablando del Gobierno te voy a llenar la cabeza de plomo». Se dio la vuelta y se marchó.
Durante unos segundos me quedé literalmente paralizada y sentí cómo un sudor frío subía por mi cuerpo. Muchas veces me han preguntado si tuve miedo. Confieso sin pudor que sí. Duró solo unos instantes. No pude reaccionar. Al entrar en el Banco de Alimentos choqué de nuevo con la realidad. Allí me esperaba una familia a punto de ser desahuciada a pesar de tener dos hijos pequeños a su cargo. Junto a ellos, otras dos familias agobiadas porque les habían cortado el agua y la luz. Vi a una mujer que lloraba porque su marido había ingresado en una prisión a más de ochocientos kilómetros de su casa y se había visto obligada a venir a Manresa para sobrevivir. Entre sollozos decía: «Es a mí a quien han quitado la libertad, no a mi marido, que está entre rejas. Él tiene cada día un plato de comida y hasta trabaja en la prisión. Yo no tengo ni para dar de comer a mis tres hijos. Hoy mismo me cambiaría por él; me quedaría en su cárcel y dejaría que él luchara por la supervivencia de nuestros niños». Esto sí que son dramas y no la comedia que nos montan cada día los poderes fácticos para entretenernos.
Esta es mi realidad: casos extremos, verdaderas tragedias humanas que me hacen sentir dolor e impotencia, que me arrastran hasta los límites y me obligan a luchar sin permitir que me hunda, porque tengo –tenemos– que estar al lado de esta gente cuando todas las puertas se les cierran en las mismísimas narices. Y todo esto ocurrió en un momento de bajón –que también los tengo– en el que no estaba todo lo fuerte que acostumbro. Por eso me quedé paralizada. Demasiados frentes abiertos. No es fácil gestionar tantas emociones, pero, al mismo tiempo, son estas realidades las que me impiden bajar los brazos y las que me llevan a aplicarme cada día con todas las fuerzas para que ellos, que cada vez son más, puedan vivir y ver que no todos pasamos de sus desgracias, y que sus angustias y sus dolores nos hacen daño.
En esos momentos en los que la realidad me desborda, hay una cita de Hélder Câmara, el obispo brasileño defensor de los derechos humanos, que me ilumina por su sencillez y su verdad: «¿La gente se te hace pesada? No la cargues en tu espalda; llévala en tu corazón». Porque el otro es la oportunidad para sacar lo mejor de cada uno, y juntos poder dar lo mejor de ambos.
«Esta es mi realidad: casos extremos, verdaderas tragedias humanas que me hacen sentir dolor e impotencia, que me arrastran hasta los límites y me obligan a luchar sin permitir que me hunda.»
Aquel fue un día muy duro y el choque con la realidad hizo que me olvidara de aquella amenaza; por un lado, hay mucho desequilibrado y mucho fanático suelto, pero, por otro lado, también se ha desencadenado la rabia en aquellos que ya intuyen que se les va a acabar el pastel que los ha llevado a vivir de la corrupción directa o indirectamente durante muchos años. La encuesta del CIS (el Centro de Investigaciones Sociológicas) que destaca el avance de Podemos les ha puesto histéricos: descalifican, amenazan e intentan intimidar ¡incluso a una pobre monja que no tiene nada que ver con los tejemanejes de la política partidista y de sus luchas intestinas por cuotas de poder! ¡Tiene narices la cosa! Pero estos cobardes no me dan miedo. Quieren mantener su statu quo a base de amenazas y de mordazas, pero no van a lograr que claudique ni que deje de estar al lado de los que sufren y de los que luchan pacíficamente por el cambio. Mi trabajo está en la primera línea, en las urgencias, en el pan que les falta, en el techo que no tienen, en el trabajo secuestrado, en la esclavitud laboral y en la precariedad absoluta de tantas personas cuyos dramas me interpelan. No puedo abandonarlos ni puedo dejar de canalizar sus demandas. No puedo y no quiero. Necesito despertar conciencias y buscar soluciones.
«Mi trabajo está en la primera línea, en las urgencias.»
Sé que me he vuelto incómoda para el sistema y para determinados miembros de la Institución a quienes molestan especialmente dos cosas. Por un lado, el trabajo social que realizo y que funciona muy bien gracias a la gran cantidad de gente implicada. Y, por otro, que el papa Francisco haya cerrado la veda a los cazadores de «herejes». Que la máxima autoridad eclesiástica haya puesto límite al odio los jode y los desespera. Sé que hablar claro resulta impertinente para algunos que intentan que mi voz no se oiga. Pero aunque yo no las denunciara, las injusticias no dejarían de existir. Mucha gente verbaliza su sintonía conmigo porque digo lo que ellos querrían decir y no pueden, por miedo o simplemente porque no tienen los medios, pero esa verdad también está en sus corazones.
«Sé que hablar claro resulta impertinente para algunos que intentan que mi voz no se oiga. Pero aunque yo no las denunciara, las injusticias no dejarían de existir.»
En una ocasión, le preguntaron al papa Francisco sobre unos casos de abuso y encubrimiento en los que actuó directamente para hacer justicia. El papa respondió: «La verdad es la verdad y no debemos esconderla». Porque es gravísimo que en nombre del Evangelio se pretenda silenciar la causa de la justicia. Es urgente trabajar al lado de los empobrecidos y luchar contra un sistema que está siendo perverso porque se ha olvidado de la dimensión esencial, de su razón de ser, que es servir a las personas, servir a la justicia y servir a la paz.
Me gané el mote, lo reconozco. Soy la monja cojonera. Tal vez hice méritos por tener a veces la boca caliente y denunciar. No soporto ver cómo hieren la dignidad y el respeto de las personas después de haberlas humillado con su codicia y su voracidad, exigiéndoles más y más sacrificios, más austeridad, más esfuerzo, mientras ellos se han convertido en una banda que dispendia de forma obscena e insultante. Me rebelo contra estos individuos que se aprovechan de sus cargos en el Gobierno y de su poder para vivir a costa de la gente a la que deberían servir y defender.