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Juntos: Rituales, placeres y política de cooperación
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Juntos: Rituales, placeres y política de cooperación
Libro electrónico491 páginas7 horas

Juntos: Rituales, placeres y política de cooperación

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El presente volumen es el segundo de la trilogía del Homo faber proyectada por Sennett. El primero, El artesano, versaba sobre el trabajo manual, y el tercero abordará el tema de la vida en las ciudades. Juntos se ocupa de la natu­raleza de la cooperación, explica sus características y estudia sus problemas, desde los rituales de las iglesias y los gremios medievales hasta las aparentes formas de cooperación en internet, pasando por las primeras formas de urbanidad cortesana, los nuevos estilos de la diplomacia de la edad moderna, las comunidades de ex esclavos norteamericanos, los conflictos étnicos, etc., para terminar denunciando el carácter poco cooperativo de la sociedad de nuestros días, producto de las transformaciones que el capitalismo contemporáneo ha producido en el triángulo social constituido por la autoridad ganada, el respeto mutuo y la cooperación durante una crisis.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2012
ISBN9788433934109
Juntos: Rituales, placeres y política de cooperación
Autor

Richard Sennett

Richard Sennet, sociólogo y profesor de la prestigiosa London School of Economics, es autor de algunos de los ensayos más provocadores e incisivos de nuestro tiempo sobre el trabajo, la familia y las clases sociales, entre los que destaca "La corrosión del carácter", Premio Europa de Sociología, que tuvo una extraordianria acogida internacional.

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    Juntos - Marco Aurelio Galmarini Rodríguez

    Índice

    Portada

    Prefacio

    Introducción. El marco mental de la cooperación

    Primera parte. La cooperación toma forma

    1. «La cuestión social». En París, los reformistas exploran un rompecabezas

    2. El equilibrio frágil Competencia y cooperación en la naturaleza y en la cultura

    3. La «Gran Conmoción» De cómo la Reforma transformó la cooperación

    Segunda parte El debilitamiento de la cooperación

    4. Desigualdad. Impuesta y asimilada en la infancia

    5. El triángulo social De cómo las relaciones sociales se resienten en el trabajo

    6. El yo no cooperativo. La psicología del retraimiento

    Tercera parte. El fortalecimiento de la cooperación

    7. El taller. Producir y reparar

    8. Diplomacia cotidiana. El uso práctico de las conversaciones de la Reforma

    9. La Comunidad. La práctica del compromiso personal

    Coda. La gata de Montaigne

    Notas

    Créditos

    a Stuart Proffitt y Elisabeth Ruge

    PREFACIO

    Hace unos años decidí escribir tres libros sobre las habilidades necesarias para llevar una vida cotidiana satisfactoria. Me he pasado la vida exponiendo teorías, pero llegué a cansarme de la teorización entendida como actividad de contenido propio. Tengo la sensación de que, aun cuando el mundo está atiborrado de cosas materiales, no sabemos utilizar adecuadamente los objetos físicos y mecánicos. Por eso me gustaría reflexionar más a fondo sobre las cosas ordinarias, tarea nada novedosa, pues son muchos los filósofos que han explorado las habilidades de la experiencia cotidiana, pero nueva para mí a estas alturas de mi vida.

    Comencé con un estudio sobre la artesanía, el empeño de producir cosas bien hechas. El artesano se proponía mostrar la conexión entre la cabeza y la mano, y más aún, las técnicas que hacen posible el progreso de una persona, ya se dedique a una actividad manual o mental. Entonces sostenía yo que hacer bien una cosa por el simple placer de hacerla bien es una cualidad que posee la mayor parte de los seres humanos, pero que en la sociedad moderna no es objeto de la consideración que merece. Todavía hay que liberar al artesano que todos llevamos dentro.

    Mientras escribía este libro me asombró la presencia recurrrente de un capital social particular implícito en la realización del trabajo práctico: la cooperación. La cooperación lubrica la maquinaria necesaria para hacer las cosas y la coparticipación puede compensar aquello de lo que tal vez carezcamos individualmente. Aunque inserta en nuestros genes, la cooperación no se mantiene viva en la conducta rutinaria; es menester desarrollarla y profundizarla. Esto resulta particularmente cierto cuando se trata de cooperar con personas distintas de nosotros; con ellas, la cooperación se convierte en un duro esfuerzo.

    En Juntos me centro en la sensibilidad para con los demás, por ejemplo la capacidad de escuchar en la conversación, y en la aplicación práctica de esa sensibilidad en el trabajo y en la comunidad. Es indudable que escuchar con atención y trabajar en armonía con los demás implica un aspecto ético; sin embargo, concebir la cooperación tan sólo como algo positivo desde el punto de vista ético entorpece su comprensión. Así como el buen científico-artesano puede dedicar sus energías a producir la mejor bomba atómica posible, también se puede colaborar con toda eficiencia en un robo. Además, aunque la cooperación se deba a que nuestros recursos propios no nos son suficientes, en muchas relaciones sociales no sabemos exactamente qué necesitamos de los demás, ni qué deberían ellos esperar de nosotros.

    Por tanto, he tratado de explorar la cooperación enfocada como una habilidad. Como tal, requiere de los individuos la capacidad de comprenderse mutuamente y de responder a las necesidades de los demás con el fin de actuar conjuntamente, pero se trata de un proceso espinoso, lleno de dificultades y de ambigüedades y que a menudo tiene consecuencias destructivas.

    Me queda por delante la última etapa de mi proyecto: un libro sobre la construcción de las ciudades, algo que hoy no se hace demasiado bien; el diseño urbano es una habilidad en peligro. Físicamente, una parte demasiado importante del diseño urbano es homogéneo y formalmente rígido; desde el punto de vista social, a menudo las formas modernas de edificación sólo tienen en cuenta una débil huella de experiencia personal y de experiencia compartida. Desgraciadamente, las quejas de este tipo son muy comunes. Trataré de aprovechar el trabajo realizado en libros anteriores para identificarlas; aliento la esperanza de que la comprensión de la habilidad artesanal y de la cooperación social sea capaz de inspirar nuevas ideas sobre una mejor construcción de las ciudades.

    He bautizado estos tres libros como el «proyecto del Homo faber», inspirado en la antigua idea según la cual el Hombre es producto de sí mismo, creador de la vida por medio de prácticas concretas. Mi interés estriba en relacionar la formación del esfuerzo personal, los vínculos sociales y el medio físico. Pongo el énfasis en la habilidad y la competencia porque, a mi juicio, la sociedad moderna está descualificando a los individuos en lo que respecta a la conducta en la vida cotidiana. Tenemos a nuestra disposición muchas más máquinas que nuestros antepasados, pero menos idea de cómo utilizarlas con provecho; disponemos de mayores medios para conectarnos con otras personas gracias a las formas modernas de comunicación, pero sabemos menos de cómo comunicarnos bien. La habilidad práctica es más una herramienta que una salvación, pero sin ella los problemas del Sentido y el Valor son meras abstracciones.

    El proyecto del Homo faber tiene un núcleo ético, cuyo foco es precisamente en qué medida podemos convertirnos en dueños de nuestro destino. En la vida social y en la personal, todos terminamos tropezando con los límites del deseo y de la voluntad, o con la experiencia de que las necesidades de los demás son incompatibles con las nuestras. Esta experiencia debería enseñarnos a ser modestos y, de esa manera, promover una vida ética en la cual reconozcamos y honremos lo que nos trasciende. No obstante, nadie podría sobrevivir como criatura pasiva privada de voluntad; hemos de intentar, al menos, ser autores de la vida que vivimos. Como filósofo, me interesan los estudios sobre la frágil y ambigua zona de la experiencia en que la habilidad y la competencia encuentran resistencia y chocan con la diferencia irreductible.

    Aunque mis tres volúmenes fueron concebidos como partes de un todo, cada uno está escrito para valerse como unidad independiente. Están destinados al lector general inteligente que con toda razón se pregunta: ¿por qué es esto importante?, ¿qué tiene de interesante? He tratado de eliminar de las páginas de este libro las diatribas académicas –odioso deporte que nunca presenta demasiada utilidad para el lector general–, o las he relegado a las notas.

    Las listas de agradecimientos se están convirtiendo en guías telefónicas. En mi breve lista de agradecimientos figura, ante todo y sobre todo, mi mujer, Saskia Sassen. Es ella la que me ha impulsado a no ser demasiado erudito y es ella la que me ha servido para poner a prueba algunos de los casos analizados a fin de detectar cuándo comenzaba a aburrirse. Quisiera agradecer a Stuart Proffitt, editor inglés, y a mi editora alemana, Elisabeth Ruge, quienes, por el contrario, me han animado a ser más erudito. Son editores que aún ejercen eficazmente el perdido oficio de editar. Tengo una deuda práctica con mis ayudantes Hillary Angelo y Dom Bagnato, empeñados en hacer que todo funcionara bien. Lo mismo que con Elizabeth Stratford, que preparó el texto para imprenta. Soy deudor intelectual de dos viejos amigos, Craig Calhoun y Bruno Latour, apasionado corrector de errores mentales el primero y despreocupado provocador de ellos el segundo. Por último, deseo expresar mi agradecimiento a mi amigo el arzobispo Rowan Williams, cuyos escritos entremezclaban teología, filosofía y arte. No tenemos la misma religión, pero su comprensión de la finalidad a la que han de servir los libros ha sido para mí una fuente de inspiración.

    Frances B. Johnston, «La construcción de una escalera», Hampton Institute, s.f., placa de vidrio.

    INTRODUCCIÓN

    El marco mental de la cooperación

    En el patio de una escuela de Londres, una vez un compañero de mi nieto puso a todo volumen por el sistema de megafonía de la escuela una canción de Lily Allen: «¡Jódete, jódete porque odiamos lo que haces y odiamos a todo tu equipo!» Mientras, una niña de seis años balanceaba las caderas al ritmo de la música. La travesura escandalizó a las autoridades escolares, pues era un «uso no autorizado». Admito que el niño rebelde que llevo dentro admiraba la toma del sistema de megafonía. Sin embargo, yo también estaba escandalizado. Aquellos niños no tenían idea de que la cantante intentaba burlarse de sus propias palabras; a ellos, el «jódete, jódete» les parecía una declaración directa de guerra: «nosotros-contra-vosotros».¹ Se trata de un sentimiento peligroso en la zona de Londres donde se halla la escuela, pues la mezcla de religiones, razas y clases diferentes de esa zona de la ciudad convierte el nosotros-contra-vosotros en una incitación al conflicto, y lo cierto es que en esa zona de Londres los estallidos de violencia son frecuentes.

    En Estados Unidos, cuando tengo una vena masoquista, escucho las tertulias radiofónicas de la derecha en las que se canta el «jódete, jódete» a las feministas, a los demócratas progresistas, a los humanistas laicos y a los homosexuales casados, así como, por supuesto, a los socialistas. En la actualidad, Estados Unidos se ha convertido en una sociedad intensamente tribal, donde la gente se opone a reunirse con quienes son diferentes, pero los europeos tampoco pueden sentirse ufanos a este respecto, pues allí el tribalismo, en forma de nacionalismo, destruyó Europa durante la primera mitad del siglo XX; medio siglo más tarde, Holanda, otrora tan integradora, tiene hoy su versión propia de las tertulias radiofónicas norteamericanas, pues la simple mención de la palabra «musulmán» desencadena un aluvión wagneriano de quejas.

    El tribalismo asocia solidaridad con los semejantes y agresión contra los diferentes. Es un impulso natural, pues la mayoría de los animales sociales son tribales. En efecto, cazan juntos en manadas y tienen territorios comunes que defender; la tribu es imprescindible para su supervivencia. En las sociedades humanas, sin embargo, el tribalismo puede resultar contraproducente. Las sociedades complejas como la nuestra dependen del flujo de trabajadores que llegan a través de las fronteras nacionales, comprenden en su seno etnias, razas y religiones diferentes y producen modalidades divergentes de vida sexual y familiar. Forzar a toda esa complejidad a encajar en un único molde cultural sería políticamente represivo y una falacia respecto de nosotros mismos. El «yo» es un complejo de sentimientos, afiliaciones y comportamientos que rara vez se ajustan claramente entre sí; cualquier llamamiento a la unidad tribal menoscabará esta complejidad personal.

    Probablemente fue Aristóteles el primer filósofo occidental que se preocupó por la unidad represiva. Él concebía la ciudad como un synoikismós, una asociación de individuos de diversas tribus familiares, cada oikos con su propia historia y sus peculiares alianzas, formas de propiedad y bienes familiares. En bien del comercio y del mutuo apoyo durante la guerra, «una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; gentes similares no pueden dar existencia a una ciudad»;² la ciudad, por tanto, obliga a los individuos a pensar en otros con diferentes lealtades y a llegar a acuerdos con ellos. Es evidente que la agresión mutua no puede mantener unida a una ciudad, pero Aristóteles daba mayor sutileza a este precepto. El tribalismo, decía, implica el supuesto de que uno sabe cómo son los demás sin conocerlos; al carecer de experiencia directa de los otros, se cae en fantasías marcadas por el miedo. Actualizada, ésta es la idea del estereotipo.

    ¿Pero la experiencia de primera mano debilitará el estereotipo? Esto era lo que creía el sociólogo Samuel Stouffer, quien durante la Segunda Guerra Mundial observó que los soldados blancos que pelearon al lado de los negros tenían menos prejuicios raciales que los soldados blancos que no habían tenido esa experiencia.³ El politólogo Robert Putnam puso patas arriba las ideas de Stouffer... y de Aristóteles. Putnam constató que, en realidad, la experiencia de primera mano de la diversidad lleva a los individuos a distanciarse del prójimo; a la inversa, los individuos que viven en comunidades locales homogéneas muestran una mayor proclividad social hacia los otros y más curiosidad por éstos en el mundo en general.⁴ El magno estudio en el que se fundamentan estas afirmaciones perfila más bien actitudes que comportamientos reales. En la vida cotidiana es posible que la gente tenga que dejar simplemente de lado tales actitudes, obligados como nos vemos continuamente a tratar con personas a las que tememos, que no nos gustan o a las que sencillamente no entendemos. La idea de Putnam es que, ante estos desafíos, la inclinación inicial es distanciarse o, en sus términos, «hibernar».

    En las tranquilas interrupciones de mi actividad académica, preocupado por el estado del mundo y también, debo admitirlo, por el efecto del «jódete, jódete» en mi nieto, me pregunté qué se podía hacer en relación con el tribalismo. Puesto que los problemas de convivir con la diferencia son tan amplios, no puede haber una solución única ni definitiva. Sin embargo, una de las consecuencias peculiares de la vejez es que no nos sentimos felices con la observación «qué pena que...»; la resignación no parece un buen legado.

    En pocas palabras, la cooperación puede definirse como un intercambio en el cual los participantes obtienen beneficios del encuentro. Este comportamiento es reconocible al instante en los chimpancés que se acicalan mutuamente, en los niños que construyen un castillo de arena o en los hombres y mujeres que colocan sacos de arena para protegerse de una crecida inminente. Y es reconocible al instante porque el apoyo mutuo está inserto en los genes de todos los animales sociales, que cooperan para realizar lo que no pueden hacer solos.

    Los intercambios cooperativos se dan de muchas formas. La cooperación puede combinarse con la competencia, como cuando los niños cooperan en el establecimiento de reglas básicas para un juego en el cual luego compiten entre sí. En la vida adulta se advierte la misma combinación de cooperación y competencia en los mercados económicos, en la política electoral y en las negociaciones diplomáticas. La cooperación se convierte en un valor por sí mismo en los rituales, ya sean sagrados o seculares: la observación de la Eucaristía o el Séder en comunidad trae la teología a la vida; los rituales de civismo, tan insignificantes como decir «por favor» o «gracias», ponen en práctica las nociones abstractas de respeto mutuo. La cooperación puede ser tanto informal como formal; las personas que pasan el rato en una esquina o bebiendo juntos en un bar intercambien chismes y mantienen la fluidez de una charla sin conciencia de «estar cooperando». Tales actos están envueltos en la experiencia del placer mutuo.

    Como el tribalismo humano deja claro, el intercambio cooperativo puede producir resultados destructivos para otros; los banqueros practican esta cooperación bajo la forma de aprovechamiento de información privilegiada o arreglos entre compinches. Lo suyo es un robo legal, pero las bandas de delincuentes operan sobre la base del mismo principio social. Los banqueros y los ladrones de bancos están en connivencia, que es el ángel negro de la cooperación. Es famosa la evocación de la confabulación que hizo en el siglo XVIII Bernard Mandeville en Fábula de las abejas, en la que el ingenioso autor creía que del vicio compartido podía desprenderse algún beneficio público, pero sólo a condición de no «padecer» de convicciones religiosas, políticas ni de ningún otro tipo.

    En este libro, sin apelar a tal cinismo, deseo centrarme en una pequeña parcela de lo que podría hacerse acerca de la cooperación destructiva del tipo de nosotros-contra-vosotros, o de la degradación de la cooperación en connivencia. La alternativa deseable es un exigente y difícil tipo de cooperación, que trata de reunir a personas con intereses distintos o incluso en conflicto, que no se caen bien, que son desiguales o que sencillamente no se entienden. El desafío está en responder a los demás respetándolos tal como son. Éste es el desafío de toda gestión de conflictos.

    El filósofo de la política Michael Ignatieff cree que esa sensibilidad es una disposición ética, un estado mental interno que tenemos como individuos; a mi juicio, surge de la actividad práctica.⁶ Un resultado de la buena gestión de conflictos, como en el caso de una guerra o una lucha política, es que dicha cooperación apoya a los grupos sociales a través de las desventuras y las agitaciones del tiempo. La práctica de este tipo de cooperación puede, además, ayudar a los individuos y a los grupos a entender las consecuencias de sus propias acciones. Seamos generosos y no neguemos al banquero su condición de humano: para encontrar una vara ética con la que medir su conducta, tendría que reconocer las consecuencias de sus acciones en personas que no se le asemejan, en pequeñas empresas, en deudores hipotecarios morosos, o en cualquier otra suerte de esforzados clientes. Lo cual no es otra cosa que decir más ampliamente que lo que podemos ganar con tipos de cooperación exigentes es una mayor conciencia de nosotros mismos.

    Lo más importante en lo relativo a la cooperación rigurosa es que requiere habilidad. Aristóteles la definió como tekhné, la técnica de hacer que algo suceda, de hacerlo bien; el filósofo musulmán Ibn Jaldún creía que la habilidad era el ámbito especial de los artesanos. Tal vez al lector, como a mí, le disguste la expresión «habilidades sociales», que sugiere personas con soltura para conversar en una fiesta o con la pericia necesaria para venderle a uno lo que no necesita. Pero hay habilidades sociales más serias. Cubren el espectro que va del saber escuchar al comportarse con tacto, encontrar puntos de acuerdo y gestionar la desavenencia o evitar la frustración en una discusión difícil. Todas estas actividades tienen un nombre técnico: «habilidades dialógicas». Antes de explicar qué significa esta expresión debemos preguntarnos por qué estos tipos de cooperación cualificada producen la impresión de pertenecer más al reino ideal del deber ser que al dominio práctico de la conducta cotidiana.

    LA DESCUALIFICACIÓN

    A menudo, las críticas al tribalismo contienen un trasfondo de acusación, como si el individuo de mentalidad tribal no hubiera conseguido estar a la altura de los niveles de cosmopolitismo de su crítico. Además, es fácil imaginar que el duro trabajo de cooperación con los diferentes ha sido siempre excepcional. Sin embargo, la sociedad moderna ha debilitado la cooperación por distintas vías. La más directa de esas debilidades tiene que ver con la desigualdad.

    De acuerdo con la medida de una herramienta estadística de amplia utilización, el coeficiente de Gini, la desigualdad se ha incrementado de manera espectacular en las últimas generaciones, tanto en las sociedades en desarrollo como en las desarrolladas. En China, el desarrollo ha hecho que el coeficiente de Gini se disparara, pues los ingresos de los residentes urbanos aumentan mucho más que los de los campesinos. En Estados Unidos, la caída de los ingresos ha aumentado la desigualdad interna; la pérdida de empleos fabriles de alta cualificación ha disminuido los ingresos de las masas, mientras que los ingresos del uno por ciento más rico de la población, y dentro de esta estrecha franja, la del 0,1 %, han crecido de manera astronómica. En la experiencia cotidiana, las desigualdades económicas se traducen como distancia social; la élite se aleja de las masas, las expectativas y las luchas de un camionero y un banquero tienen muy poco en común. Este tipo de diferencias exasperan a la gente corriente; la consecuencia racional de ello es la actitud mental y la conducta concreta propias del nosotros-contraellos.

    Las transformaciones en el trabajo moderno han debilitado también en otro sentido tanto el deseo como la capacidad de cooperar con los diferentes. En principio, todas las organizaciones modernas están a favor de la cooperación, pero, en la práctica, su propia estructura la impide, lo que se conoce en los análisis de gestión empresarial como «efecto de silo», esto es, el aislamiento de los individuos y departamentos en unidades distintas, personas y grupos con poco que compartir y que en realidad ocultan información útil a los demás. Los cambios en el tiempo durante el cual los individuos trabajan juntos aumenta este aislamiento.

    El trabajo moderno tiende por naturaleza cada vez más al corto plazo, pues los empleos temporales o a tiempo parcial sustituyen a las carreras laborales que se desarrollaban íntegramente en la misma institución. Según una estimación, un joven incorporado a la fuerza de trabajo en 2000 cambiará entre doce y quince veces de empleador en el curso de su vida laboral.⁷ En el seno de las organizaciones, también las relaciones sociales son a corto plazo, pues la gestión empresarial recomienda no mantener unidos los equipos de trabajadores durante más de entre nueve y doce meses, a fin de que los empleados no establezcan estrechas relaciones personales entre ellos. La superficialidad de las relaciones sociales son una consecuencia de la temporalidad del empleo; cuando las personas no permanecen mucho tiempo en una institución, tanto su conocimiento como su compromiso con la organización se debilitan. La combinación de relaciones superficiales y vínculos institucionales breves refuerza el efecto de silo: los individuos se ciñen a sí mismos, no se implican en problemas ajenos a su ocupación inmediata, y menos aún con quienes hacen cosas distintas en la misma institución.

    Aparte de las razones materiales e institucionales, las fuerzas culturales operan hoy en día contra la práctica de la cooperación exigente. La sociedad moderna está produciendo un nuevo tipo de personaje: el individuo proclive a reducir la ansiedad a la que pueden dar lugar las diferencias, ya sean de índole política, racial, religiosa, étnica o erótica. El objetivo de cada persona es evitar excitaciones, sentirse lo menos estimulada posible por diferencias profundas. El retraimiento de que habla Putnam es una manera de reducir estas provocaciones. Pero también lo es la homogeneización del gusto. La homogeneización cultural es evidente en la arquitectura moderna, lo mismo que en la vestimenta, la comida rápida, la música popular, los hoteles... y una interminable lista globalizada.⁸ La afirmación «todos somos básicamente iguales» expresa una visión del mundo que busca la neutralidad. El deseo de neutralizar la diferencia, de domesticarla, surge (es lo que trataré de mostrar) de una ansiedad relativa a la diferencia, que se entremezcla con la cultura económica del consumidor global. Una consecuencia de ello es el debilitamiento del impulso a cooperar con los que siguen siendo irreductiblemente Otro.

    Por estas razones materiales, institucionales y culturales, los tiempos modernos están mal equipados para hacer frente a los desafíos que plantea la cooperación rigurosa. Tal vez resulte a primera vista extraño el modo en que formularé esta debilidad: la sociedad moderna «descualifica» a las personas para la práctica de la cooperación. El concepto de «descualificación» proviene de la sustitución de hombres por máquinas en la producción industrial, lo que ocurrió cuando máquinas complejas ocuparon el lugar del trabajo artesanal cualificado. En el siglo XIX esta sustitución se produjo, por ejemplo, en la producción de acero, lo que sólo dejó en manos de los trabajadores cualificados las tareas más simples e inhumanas; en la actualidad, es ésta la lógica de la robótica, que se propone sustituir el costoso trabajo humano tanto en el suministro de servicios como en la producción de cosas. La descualificación también se está dando en el campo de lo social, y en la misma medida: las habilidades para gestionar diferencias de difícil tratamiento se pierden al tiempo que la desigualdad material aísla a los individuos y que el trabajo temporal hace más superficial sus contactos sociales y activa la ansiedad respecto del Otro. Estamos perdiendo las habilidades de cooperación necesarias para el funcionamiento de una sociedad compleja.

    Mi argumento no se debe a la nostalgia de ese pasado mágico en el que todo parecía indiscutiblemente mejor. Al contrario, la capacidad de cooperar de maneras complejas hunde sus raíces en las etapas iniciales de la evolución humana; estas capacidades no desaparecen en la vida adulta. En la sociedad moderna se corre el riesgo de desaprovechar estos recursos evolutivos.

    LA COOPERATIVIDAD EN LA INFANCIA

    El psicólogo infantil Alison Gopnik observa que el niño pequeño vive en un estado de extremada fluidez evolutiva; en los primeros años del desarrollo humano tienen lugar cambios asombrosamente rápidos en las facultades perceptivas y sensoriales, y estos cambios modelan nuestra capacidad de cooperación.⁹ Todos llevamos profundamente implantada en nosotros la experiencia infantil de relación y comunicación con los adultos a cuyo cuidado estuvimos; de bebés, tuvimos que aprender a operar con ellos a fin de sobrevivir. Estos experimentos infantiles con la cooperación son algo así como un ensayo, pues los niños prueban diversas posibilidades de llevarse bien con los padres y con sus pares. La conformación genética ofrece una orientación, pero las crías humanas (como las de todos los primates) también investigan y experimentan con su propio comportamiento y lo mejoran.

    La cooperación se hace actividad consciente entre el cuarto y el quinto mes de vida, que es cuando los bebés comienzan a colaborar con la madre en la lactancia; el niño comienza entonces a responder a señales verbales que le indican un comportamiento determinado –de las que, si no el significado de las palabras, capta ciertos tonos de voz–, adoptando una posición que facilite la operación. Gracias a las señales verbales, la anticipación entra en el repertorio de la conducta infantil. Hacia el segundo año de vida, a su manera infantil, los niños se hacen mutuamente sensibles y anticipan recíprocamente sus movimientos. Ahora sabemos que la mencionada conducta sugerida –las estimulaciones de anticipación y respuesta– ayudan al cerebro a activar sendas neurales previamente latentes, de modo que la colaboración hace posible el desarrollo mental del niño.¹⁰

    Exceptuando los primates, las señales que emite el resto de los animales sociales son estáticas en el sentido de que son legibles de forma instantánea; cuando las abejas efectúan su «danza» emiten señales precisas, por ejemplo, de que el polen puede encontrarse a cuatrocientos metros al noroeste, y las abejas que observan la danza saben de inmediato cómo interpretar esas señales. En la experiencia infantil, el modo de emitir señales se parece cada vez menos al de las abejas. El niño prueba gestos manuales, expresiones faciales, formas de agarrar o tocar, que para los adultos, lejos de ser instantáneamente legibles y comprensibles, resultan auténticos quebraderos de cabeza.

    El psicólogo Jerome Bruner ha subrayado la importancia de tan enigmáticos mensajes y signos de desarrollo cognitivo. El niño intenta cada vez más producir un significado a su manera, como ocurre, por ejemplo, con el llanto. A los dos meses de edad, un niño que llora se limita a informar de un dolor; con el tiempo, el llanto adquiere formas más variadas porque el niño trata de decir algo más complicado, algo más difícil de interpretar para los padres. Este salto se produce hacia el segundo año de vida y cambia el significado del término «mutuo»; el niño y el adulto continúan vinculándose a través del dar y tomar, pero ya no es tan seguro qué es lo que intercambian, pues el proceso de emisión de señales se ha vuelto más complejo. La brecha entre la transmisión y la recepción, dice Bruner, constituye un «nuevo capítulo» en el vínculo entre el niño y los padres.¹¹ Pero el nuevo capítulo no es un desastre. Tanto los niños como los padres aprenden a adaptarse a él, ya que en realidad los estimula a prestarse mutuamente más atención. La comunicación no se ha roto; sólo se ha hecho más compleja.

    Sin embargo, para los padres es fácil imaginar que los bebés han abandonado el Jardín del Edén cuando entran en lo que Benjamin Spock ha bautizado con la ya famosa expresión de los «terribles dos años».¹² En esta etapa, la explicación común de una rabieta es que, al separarse físicamente de su madre, el niño se vuelve hosco. Los psicólogos infantiles D. W. Winnicott y John Bowlby fueron los primeros en trazar un cuadro más elaborado. En sus estudios, Winnicott se basó en la observación común de los padres según la cual, al colaborar con la madre durante la lactancia, el niño llega a reconocer que el pezón de ella no forma parte del propio cuerpo; Winnicott mostró que cuanta más libertad se da a un niño para tocar, lamer y chupar el pezón, mayor es su conciencia de que se trata de algo exterior, de una cosa separada que pertenece únicamente a la madre. Bowlby realiza la misma observación acerca de la libertad táctil en el juego infantil después del segundo año de vida; cuanto más libremente interactúa con los juguetes, más conciencia toma el niño de que se trata de cosas físicas que tienen existencia por sí mismas.¹³ Esta conciencia física de separación también aparece en el trato con otros niños, en el acto de pegarles, patearlos y lamerlos con libertad. El niño descubre que los otros niños no responden como él esperaba que respondieran, que los otros son seres separados.

    En consecuencia, la vida del niño que comienza a andar proporciona un fundamento temprano a la experiencia de la complejidad y la diferencia. Por ello, para recurrir a la imagen de Robert Putnam, difícilmente los niños «hibernan» entre sí. Al contrario, incluso separados, y por opuestas que sean sus respectivas finalidades, resultan cada vez más interactivos. A este respecto queremos introducir en el cuadro a los padres. Por un lado, los padres que hablan constantemente a sus bebés logran que, a los dos años, sus hijos sean más sociables con los otros niños y menos inclinados a la rabia contra sus cuidadores que los hijos de padres callados, más proclives a aislarse. La diferente estimulación parental se detecta en la mayor o menor activación de los circuitos neurales del niño en el cerebro.¹⁴ Pero aunque se inhibiera la estimulación parental, el impulso físico del bebé al intercambio no se extinguiría. Hacia el segundo año de vida, todos los niños comienzan a prestar atención a lo que hacen los demás y a imitarlos; también el aprendizaje de los objetos físicos se dispara, en particular en lo que concierne al tamaño y el peso de las cosas, así como de sus peligros físicos. La capacidad social para cooperar en un proyecto común, como por ejemplo la construcción de un muñeco de nieve, se establece firmemente hacia el tercer año de vida: los niños lo hacen aun cuando la conducta de los padres no les incite a ello.

    Una ventaja de considerar las primeras experiencias de cooperación como un ensayo es que este concepto explica la manera en que los niños gestionan la frustración. La incapacidad de comunicar produce la frustración que se manifiesta en el llanto, y probar diferentes llantos es algo que los niños aprenden, y con un resultado sorprendente. Bowlby comprobó que la inclinación al llanto aumenta en los niños a medida que se amplía su repertorio vocal, pues entonces se centran en la vocalización misma y dan muestras de mayor curiosidad por ella: ya no envían una simple información de dolor.

    Igualmente importante es la cuestión de la estructura y la disciplina. En un ensayo, la repetición proporciona una estructura disciplinaria: se vuelve una y otra vez sobre las cosas, tratando de hacerlas cada vez mejor. No hay duda de que la mera repetición mecánica es un elemento del juego infantil, de la misma manera en que oír una y otra vez el mismo relato contado de la misma manera constituye un placer. Pero la repetición mecánica no es más que un elemento. En torno a los cuatro años los niños son capaces de practicar en el sentido en que nosotros lo entendemos, ya sea en un juego deportivo o en la ejecución de un instrumento musical; mediante la repetición tratan de mejorar lo que hacen.

    De ello se siguen consecuencias sociales. En la guardería, Bowlby comprobó que la repetición comienza a vincular a los niños pequeños entre sí cuando experimentan juntos y repetidamente; al realizar un gesto conjuntamente, por ejemplo cantar, la frustración de no hacerlo a tiempo se convierte en lo que él llama un «afecto transicional», es decir que no constituirá ningún obstáculo para el intento de lograr la coordinación adecuada la próxima vez. Un gran número de investigaciones ha constatado que el ensayo, en el sentido de trabajar sobre una rutina para mejorarla, es más duro cuando se realiza en soledad. Para decirlo en términos más formales, con el tiempo la repetición hace que la cooperación sea al mismo tiempo sostenible y mejorable.

    Los orígenes evolutivos de la cooperación dan un paso más a los cuatro años. Por supuesto, la demarcación por años es arbitraria; el desarrollo es elástico y varía de un niño a otro. Sin embargo, hacia esta edad, como ha mostrado el psicólogo Erik Erikson, los pequeños adquieren la capacidad de examinar su propia conducta de modo reflexivo, con conciencia de sí mismos, diferenciando entre el acto y el yo.¹⁵ En términos prácticos, lo que Erikson quiere decir es que los niños se han vuelto más capaces de autocrítica sin necesidad de indicaciones o correcciones por parte de los padres o de sus pares; en el marco del trabajo de este autor, cuando un niño puede hacer tal cosa, se ha «individualizado». Hacia los cinco años, los niños se convierten en ávidos revisionistas que modifican las conductas que les han servido en el pasado pero que ya no son suficientes.

    El pensamiento reflexivo y autocrítico no implica distanciamiento respecto de los otros niños; los niños pueden reflexionar juntos. Una prueba que aporta Erikson de este proceso es la práctica de un juego. A los cinco o seis años, los niños empiezan a negociar las reglas de los juegos en lugar de tomarlas como dadas, que era lo que ocurría a los dos o tres años de edad. Cuanto mayor es la negociación, más fuerte es la vinculación recíproca de los niños en la práctica de un juego.

    Hace un siglo, en su estudio sobre el juego titulado Homo Ludens, el historiador Johan Huizinga llamaba la atención sobre la diferencia entre aceptar las reglas de un juego y discutir cuáles deberían ser estas reglas. Para el autor parecía tratarse simplemente de alternativas que los niños podían escoger en cada momento; la psicología moderna, en cambio, las considera una secuencia en el proceso del desarrollo humano. Como afirma un estudio reciente, en el proceso evolutivo aparece primero la mera obediencia, mientras que las habilidades de negociación lo hacen más tarde.¹⁶ De ello se desprende la profunda consecuencia de que el desarrollo nos capacita para escoger el tipo de cooperación que deseamos, cuáles son sus términos de intercambio y cómo queremos cooperar. La libertad integra la experiencia de cooperación como una consecuencia.

    La observación principal de Erikson en relación con este pasaje es que la cooperación precede a la individuación: la cooperación es el fundamento del desarrollo humano, en el que aprendemos antes cómo estar juntos que cómo estar separados.¹⁷ Erikson parece enunciar lo obvio, a saber, que en el aislamiento no podríamos desarrollarnos como individuos, lo cual significa que los malentendidos, las separaciones, los objetos transicionales y la autocrítica que aparecen en el curso del desarrollo son pruebas de cómo relacionarse con otras personas antes que de cómo hibernar. Pero si bien el vínculo social es primario, sus términos se modifican con el ingreso de los niños en la escolaridad formal.

    Ésta es una manera en que la cooperación comienza a desarrollarse. Cualquier padre o madre podría ofrecer un relato único sobre cómo han crecido sus hijos. El mío pone de relieve que la conexión con los demás implica habilidad; cuando los niños cooperan mejor, la habilidad social y la cognitiva se entremezclan. Las dos habilidades que he destacado son el experimento y la comunicación. Experimentar implica hacer cosas nuevas, y más aún, estructurar estos cambios en el tiempo. Los jóvenes aprenden a hacerlo por medio del proceso repetitivo y expansivo de la práctica. La comunicación temprana es ambigua, como cuando un niño envía señales ambiguas; con el tiempo, los niños pueden pactar las reglas de un juego, ser capaces de negociar ambigüedades y resolverlas. A mi juicio, la idea general de Erik Erikson de que la autoconciencia surge en el contexto de la experimentación y la comunicación es sin duda muy coherente. También tomo de Alison Gopnik el énfasis que esta autora pone en que el desarrollo temprano consiste en un ensayo de posibilidades.

    Se piense lo que se piense sobre los niños, se advertirá que aprender a cooperar en estos términos no es nada fácil. Esta dificultad, en cierto sentido, es positiva; la cooperación se convierte más en una experiencia adquirida que en un mero compartir irreflexivo. Lo mismo que en otros campos de la vida, apreciamos más lo que hemos conseguido con esfuerzo. Entonces, ¿cómo puede el proceso de ensayo constituir la base de la cooperación compleja de la edad adulta?

    LA DIALÓGICA

    «Las personas que no observan no pueden conversar.»¹⁸ Estas sabias palabras de un abogado inglés evocan la esencia de la «dialógica», término técnico que designa la atención y la sensibilidad en relación con otras personas. La aguda observación del abogado llama particularmente la atención sobre la participación del oyente en una discusión. Normalmente, cuando hablamos de habilidades de comunicación nos centramos en la manera de realizar una exposición clara, de presentar lo que pensamos o sentimos. Es cierto que para ello se requieren habilidades, pero son de naturaleza declarativa. Saber escuchar requiere otro conjunto de habilidades, las de prestar cuidadosa atención a lo que dicen los demás e interpretarlo antes de responder, apreciando el sentido de los gestos y los silencios tanto como el de los enunciados. Aunque para observar bien tengamos que contenernos, la conversación que de ello resulte será un intercambio más rico, de naturaleza más cooperativa, más dialógica.

    Ensayos

    Es defecto común creer que nuestra experiencia personal tiene un gran valor simbólico, y a lo largo de unas cuantas páginas me permitiré incurrir en este defecto. Un modelo de capacidad de escuchar es el que se encuentra en

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