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Escándalo y pasión
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Libro electrónico234 páginas4 horas

Escándalo y pasión

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Información de este libro electrónico

Erica Spindler nos retrata con gran habilidad la historia de tres generaciones de mujeres, sus complejas vidas, sus misterios, sus pecados, y al hombre que lo sabe todo sobre ellas y puede desvelar los más ocultos secretos.


Lily Pierron es una legendaria madame que sabe que en la cálida Nueva Orleans se puede cometer cualquier pecado a cambio de un alto precio. Para ella, el precio es su hija Hope.
Hope Pierron St. Germaine es la elegante y piadosa mujer de una acaudalado hotelero y la dedicada madre de Glory durante el día, pero por la noche sucumbe a las pasiones carnales que amenazan con destruirla.
Glory St, Geramine ignora los vergonzosos secretos de su familia, pero sufre las consecuencias de una oscuridad cuya existencia desconoce. Obstinada y atolondrada, Glory encuentra el amor prohibido en el hombre que lo sabe todo sobre las Pierron


Los lectores se sentirán irremediablemente atraídos por las tramas policíacas.

Publishers Weekly
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ago 2012
ISBN9788468707655
Escándalo y pasión
Autor

Stephanie Laurens

#1 New York Times bestselling author Stephanie Laurens began writing as an escape from the dry world of professional science, a hobby that quickly became a career. Her novels set in Regency England have captivated readers around the globe, making her one of the romance world's most beloved and popular authors.

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    Escándalo y pasión - Stephanie Laurens

    Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 1994 Stephanie Laurens. Todos los derechos reservados.

    ESCÁNDALO Y PASIÓN, Nº 12 - agosto 2012

    Título original: Fair Juno.

    Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

    Publicado en español en 2004.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-687-0765-5

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    www.mtcolor.es

    Uno

    Martin Cambden Willesden, quinto conde de Merton, recorría decididamente el pasillo del Hermitage, su residencia principal. Cualquiera que lo conociera habría sabido, por el ceño fruncido que estropeaba sus maravillosos rasgos, que estaba de un humor espantoso. Era bien sabido entre los hombres del séptimo batallón de los húsares que si el rostro del comandante Willesden mostraba alguna emoción, los presagios no eran buenos. «Y hoy», pensó el ex comandante Willesden ferozmente, «tengo todo el derecho a estar furioso».

    Lo habían hecho volver de su placentero exilio en las Bahamas y se había visto obligado a dejar atrás a la amante más satisfactoria que nunca hubiera tenido. Cuando había llegado al sombrío Londres, había tenido que librar una difícil batalla para sacar el patrimonio de la familia de la situación lamentable en que se encontraba, sin que, aparentemente, pudiera culparse a nadie por ello. Tanto Matthews, el mayor de Matthews & Sons, como el hombre de confianza de la familia le habían advertido que el Hermitage necesitaba atención y que no aprobaría el estado en que se encontraba. Él había pensado que aquello era un intento del viejo Matthews para convencerlo de que volviera a Inglaterra sin tardanza. Debería haber recordado la tendencia de Matthews al uso de eufemismos. Martin apretó los labios. La mirada de sus ojos era cada vez más lúgubre. El Hermitage estaba incluso en peor estado que las inversiones que había estado reorganizando durante tres semanas.

    Mientras recorría el largo pasillo, el sonido de los tacones de sus botas penetró en sus pensamientos. Casi al borde de un síncope, Martin se detuvo. ¡No había alfombras! Pisaba directamente sobre el suelo de madera. Y, si su vista no lo engañaba, ni siquiera estaba bien encerado.

    Lentamente, sus ojos grises se elevaron y se clavaron en el papel de la pared, roto y grisáceo, y en las cortinas de los ventanales, descoloridas y anticuadas. La casa estaba habitada por el frío y la penumbra.

    Cada vez de peor humor, el conde de Merton dejó escapar un juramento, y añadió mentalmente otro asunto más a la lista de los que requerían su inmediata atención. Si alguna vez visitaba el Hermitage de nuevo, aquel lugar tendría que estar en perfectas condiciones. El piso de abajo estaba en mal estado, ¡pero aquello! No encontraba palabras para describirlo.

    Dejó a un lado su irritación y volvió a encaminarse hacia las habitaciones de la condesa viuda. Desde que había llegado, ocho horas antes, había pospuesto el inevitable reencuentro con su madre, con la excusa de solucionar los problemas que afectaban a las posesiones de la familia. La excusa, en realidad, no había sido una exageración. Pero ya había decidido los cambios más importantes y había tomado las riendas del condado.

    A pesar de aquel éxito, tenía pocas esperanzas puestas en la entrevista que se avecinaba. Sintió cierta curiosidad, y una cautela que no creía que siguiera conservando.

    Su madre, lady Catherine Willesden, la condesa viuda de Merton, había atemorizado a los miembros de su familia desde que Martin tenía uso de razón. Los únicos aparentemente inmunes a su dominación habían sido su padre y él mismo. A su padre, ella lo había excusado. Martin no había tenido tanta suerte.

    Se detuvo ante la puerta de las habitaciones de la viuda. Hubiera lo que hubiera entre ellos, la condesa era su madre. Una madre a la que no había visto durante trece años, y a la que recordaba como una mujer fría y calculadora, que no tenía sitio para él en su corazón. ¿Hasta qué punto sería ella la responsable del deterioro de sus posesiones ancestrales? No lograba entender lo que había sucedido, porque conocía el orgullo de aquella mujer. De hecho, tenía unas cuantas preguntas más, incluyendo la de cómo iba a tratarlo en el presente. Las respuestas lo estaban esperando al otro lado de la puerta.

    Irguió los hombros y apretó los labios. Sin más preámbulos, llamó con los nudillos. Oyó claramente la orden de que pasara y abrió la puerta. Se detuvo en el umbral, con la mano en el picaporte, y con una estudiada tranquilidad, paseó la mirada por la habitación. Lo que vio resolvió algunas de sus dudas.

    La figura de su madre, alta y estirada, sentada en una silla al lado del ventanal, era casi como él la recordaba. Estaba más delgada y tenía el pelo gris, pero conservaba aquella expresión decidida que él tenía en la memoria. Fue la visión de sus manos retorcidas, que descansaban inútiles en su regazo, lo que le reveló la verdad. Le habían contado que se mantenía recluida en su alcoba, víctima del reumatismo, y él había creído que sería una reacción caprichosa ante una enfermedad sin importancia. Sin embargo, en aquel momento vio la realidad cara a cara. Su madre era una inválida que estaba encadenada a una silla.

    Sintió una aguda punzada de pena. La recordaba como una mujer activa, que montaba a caballo y bailaba sin descanso. Entonces, sus miradas se cruzaron, y la de su madre, de un gris helado, altiva como siempre, le pareció más fría que nunca. Al instante, Martin supo que la lástima sería lo último que su madre aceptaría de él.

    A pesar de la impresión que había sufrido, consiguió que su rostro se mantuviera impasible. Sin alterarse, cerró la puerta y entró en la habitación, tomándose un segundo para echar un vistazo a la otra persona que lo miraba, con los ojos abiertos de par en par. Era Melissa, la viuda de su hermano mayor.

    Catherine Willesden observó cómo su tercer hijo se acercaba con la expresión tan inalterada como la de ella. Apretó los labios al fijarse en su poderoso cuerpo y en la sutil elegancia que lo envolvía. La luz le iluminó los rasgos mientras se aproximaba, y entonces, la aguda mirada de la viuda detectó rápidamente que tras la elegancia había una determinación despiadada y un hedonismo bien disimulados.

    Entonces, Martin se detuvo frente a ella, y para su horror, le tomó la mano. Lo habría evitado si hubiera sido capaz, pero las palabras se le quedaron en la garganta, atrapadas por el orgullo. Sintió cómo una mano cálida y fuerte se cerraba alrededor de sus dedos retorcidos. Su sorpresa se vio barrida por una repentina emoción cuando su hijo se inclinó y ella sintió sus labios en la piel. Suavemente, él volvió a dejarle la mano sobre el regazo y le besó la mejilla.

    –Mamá.

    Aquella palabra, pronunciada por una voz mucho más grave de lo que ella recordaba, devolvió a lady Catherine a la realidad. Parpadeó, y sintió que se le aceleraba el corazón. ¡Ridículo! Fijó la mirada en su hijo, frunciendo el ceño y luchando por que sus ojos grises siguieran transmitiendo frialdad. Por la ligera sonrisa que curvaba la boca de Martin, lady Catherine supo que él era consciente de que aquel gesto la había afectado. Sin embargo, tenía la determinación de meter en el redil a aquella oveja negra. Ella podía, y debía, asegurarse de que su hijo no arrojara nuevos escándalos sobre la familia.

    –Creo, señor, que le hice llegar instrucciones para que se presentara aquí en cuanto llegara a Inglaterra.

    Sin dejarse perturbar en absoluto por la mirada de su madre, Martin caminó hacia la chimenea, apagada, con una ceja arqueada que expresaba su sorpresa.

    –¿No te escribió mi secretario?

    La indignación se reflejó en el rostro de lady Catherine.

    –Si te refieres a esa nota de un tal señor Wetherall, que me informaba de que el conde de Merton estaba ocupado tomando las riendas de su herencia y de que me visitaría cuando tuviera oportunidad, la recibí, sí. Lo que quiero saber es qué significa eso. Y por qué, una vez que has llegado, has tardado un día entero en recordar el camino hasta mi habitación.

    Al percibir en la expresión de su madre las inequívocas señales de la ira, Martin tuvo la tentación de recordarle su título. Nunca habría creído que disfrutaría de aquella conversación, pero, de alguna manera, su madre ya no le parecía tan distante ni tan hostil como la recordaba. Quizá fuera su enfermedad lo que hacía que pareciera más humana.

    –Debería ser suficiente con decir que los asuntos del condado estaban, por decirlo de alguna manera, mucho más enredados de lo que yo tenía entendido –apoyó el codo en la chimenea, y, sin alterarse, miró a su madre–. Sin embargo, ahora que he conseguido algo de tiempo para dedicarte, después de llevar a cabo la ímproba tarea de poner el patrimonio en orden, quizá pudieras decirme por qué querías verme.

    Lady Catherine, haciendo un ejercicio de control, consiguió que la sorpresa no se le reflejara en el rostro. No fueron sus palabras lo que la asombraron, sino su voz. Ya no había ni rastro del tono ligero y encantador de la juventud. En su lugar, había una profundidad dura y áspera, con un trasfondo de autoridad que casi no podía ocultar.

    Se dio ánimos mentalmente. La idea de que aquel rebelde la intimidara era absurda. Él siempre había sido un insolente, pero no un estúpido. Aquel cinismo contenido se quedaría en nada una vez que ella hubiera dejado las cosas claras. Se irguió, altivamente, y después se embarcó de nuevo en la «educación» de su hijo.

    –Tengo mucho que decir sobre cómo has de proceder en el futuro.

    Con una actitud atenta, Martin apoyó los hombros en la chimenea y cruzó con elegancia las piernas, al tiempo que miraba a su madre fijamente.

    Lady Catherine frunció el ceño.

    –Siéntate.

    Martin sonrió lentamente.

    –Estoy bastante cómodo. ¿Qué es eso de lo que tienes que informarme?

    Lady Catherine decidió no dejarse llevar por la ira. Su tranquilidad la enfurecía, y era mejor no dejarlo traslucir. Se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos.

    –Lo primero, creo que es de importancia capital que te cases cuanto antes. Para ello, he arreglado el compromiso con la señorita Faith Wendover.

    Martin arqueó una ceja.

    Al verlo, la viuda se apresuró a continuar.

    –Dado que el título ha recaído en el tercero de mis hijos, no puede sorprenderte que asegurar la sucesión sea para mí la mayor de las preocupaciones.

    Su primogénito, George, se había casado para contentar a la familia, pero Melissa, la aburrida y simple Melissa, no había podido cumplir con las expectativas de darle un heredero. Su segundo hijo, Edward, había muerto unos años antes, cuando formaba parte del ejército que detuvo la invasión de Napoleón. George también había muerto, de unas fiebres, el año anterior. Hasta entonces, a la viuda nunca se le había ocurrido pensar que su imposible tercer hijo pudiera heredar el condado. Más bien, se temía que muriera en una de sus extravagantes aventuras. Entonces, su cuarto hijo, Damian, habría sido el conde de Merton.

    Sin embargo, Martin era el conde, y ella tenía que asegurarse de que estuviera a la altura de las circunstancias. Completamente decidida a acabar con cualquier tipo de oposición, lady Catherine miró autoritariamente a su hijo.

    –La señorita Wendover va a heredar, y es medianamente atractiva. Será una condesa de Merton excepcional. Su familia es muy respetada, y ella aportará muchas tierras con su dote. Ahora que estás aquí, y que puede firmarse el compromiso, la boda podrá celebrarse en tres meses.

    Lady Catherine, preparada para defenderse de una tormenta de protestas, alzó la barbilla y observó con impaciencia la fibrosa figura de su hijo, apoyado en la chimenea. Una vez más, se quedó sorprendida por el cambio, invadida por la exasperante sensación de estar tratando con un extraño que, sin embargo, no era un extraño. Él estaba mirando al suelo, sin decir nada. Con curiosidad, lady Catherine estudió a su hijo. Sus últimos recuerdos de Martin eran de un joven de veintidós años, ya versado en todo tipo de vicios, en la bebida, en el juego y, por supuesto, en asuntos de mujeres. Había sido su facilidad para atraer al sexo opuesto lo que había puesto fin, abruptamente, a su tempestuosa carrera. Serena Monckton. Aquella belleza había afirmado que Martin había intentado violarla. Él lo había negado, pero nadie, ni siquiera su propia familia, lo había creído. A pesar de ello, él había resistido todos los intentos de convencerlo de que se casara con la mocosa. Enfurecido, su padre le había pagado a la familia de la chica una considerable suma de dinero, y había enviado a Martin a vivir con un pariente lejano, a las colonias. John había lamentado aquello amargamente hasta el día de su muerte. Martin había sido siempre su favorito, y el conde había fallecido sin volverlo a ver.

    Absorta en la tarea de encontrar pruebas de que el hijo al que recordaba no había cambiado, en realidad, lady Catherine examinó sus anchos hombros y sus miembros largos y fibrosos con un bufido interior. Todavía tenía aquella figura de Adonis, musculosa y ágil debido a su afición por las actividades al aire libre. Sus manos de largos dedos estaban muy bien arregladas, y llevaba el sello de oro que su padre le había regalado por su vigésimo cumpleaños. Tenía el pelo rizado y negro como el ébano. Todo lo que ella recordaba. Lo que no recordaba era la fuerza grabada en sus rasgos, el aura de seguridad, que era mucho más que pura arrogancia, los movimientos felinos que transmitían la impresión de poder bajo control. De todo aquello, ella no se acordaba en absoluto. Cada vez más insegura, esperó a que él demostrara su resistencia. Sin embargo, aquello no ocurrió.

    –¿No tienes nada que decir?

    Él salió de su ensimismamiento con un sobresalto. Estaba rememorando la última vez que su madre había insistido en que él tenía que casarse. Martin levantó la cabeza y miró a la viuda a la cara. Arqueó las cejas.

    –Todo lo contrario. Pero me gustaría escuchar todos tus planes primero. Estoy seguro de que no has terminado.

    –Por supuesto que no –lady Catherine le clavó una mirada que hubiera hecho estremecerse a muchos hombres. Sin embargo, allí de pie, él parecía demasiado poderoso como para intimidarlo. Aun así, estaba decidida a cumplir con su deber–. También tengo que referirme al patrimonio y a los negocios de la familia. Dices que has estado poniéndote al corriente. Yo deseo que dejes todos esos asuntos en manos de los empleados que contrató George. Sin duda, ellos lo harán mucho mejor que tú. Después de todo, no tienes experiencia y no podrías hacerte cargo de unas posesiones de tales proporciones.

    A Martin le temblaron los labios, pero consiguió contenerse.

    Lady Catherine, embebida en exponer sus argumentos, no percibió la advertencia.

    –Por último, una vez que tú y la señorita Wendover estéis casados, viviréis aquí durante todo el año –hizo una pausa y miró a Martin–. Puede que no te hayas dado cuenta todavía, pero es mi dinero lo que mantiene las propiedades de los Merton a flote. Recuerda que yo no era precisamente una don nadie antes de casarme con tu padre. He permitido que lo que heredé cuando murió tu padre mantenga con sus intereses las fincas, que no producen lo suficiente como para evitar la ruina.

    Martin se mantuvo en silencio.

    A pesar de la actitud impasible de su hijo, lady Catherine tenía una confianza total en su victoria, y sacó el as de la manga.

    –A menos que aceptes mis condiciones, retiraré mi dinero de las tierras, lo cual te dejará en la indigencia.

    Al pronunciar aquella última palabra, sus ojos recorrieron el largo cuerpo que todavía estaba apoyado con indolencia en la chimenea. Iba vestido impecablemente, con una elegancia que le hizo recordar a la condesa que su hijo nunca había sido vulgar.

    El objeto de su escrutinio estaba examinando la puntera de su bota.

    Sin inmutarse, la viuda añadió un argumento decisivo.

    –Además, te desheredaré, y Damian heredará mi fortuna.

    Cuando hubo expresado su última amenaza, lady Catherine sonrió y se apoyó en el respaldo de la silla. A Martin siempre le había desagradado Damian, y había tenido celos debido al hecho de que el más pequeño fuera el favorito de su madre. Sabiendo que había ganado la batalla, la condesa miró a su hijo.

    No estaba preparada para la lenta sonrisa que se le dibujó en los labios, confiriéndole una belleza demoníaca a sus rasgos. Aunque no tuviera nada que ver en aquel momento, la condesa pensó en que no era sorprendente que, de sus cuatro hijos, aquél nunca hubiera tenido ningún problema en ganarse el favor de las damas.

    –Si eso es todo lo que tiene que decir, señora, yo también tengo unos

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