Durante la II Guerra Mundial, los experimentos armamentísticos nazis para lograr «súper armas» se encontraban en plena ebullición. Sin embargo, y a pesar de que el III Reich dominaba una parte importante del continente europeo, tanto los bombardeos aliados como los actos de sabotaje perpetrados por grupos de partisanos, hacían difícil poder trabajar con la tranquilidad necesaria para llevar a buen término estas investigaciones. Y es en este contexto cuando España cobró protagonismo en esta increíble historia. El régimen de Franco, aunque neutral, había venido colaborando con los alemanes durante la contienda. Exportaciones de wolframio y otras materias primas, así como blanqueo de dinero nazi a través de empresas como Sofindus, habían creado en nuestro país un entorno fiable para estas actividades nazis. Incluso, se hablaba de academias de la Gestapo, aeródromos y de centros de reparación de submarinos en las rías gallegas.
Tras el desembarco de Normandía, las tornas habían cambiado para un III Reich que veía como se iba estrechando el cerco sobre Alemania y necesitaban un golpe de efecto para levantar la moral de las tropas y de la población. Ese golpe de efecto apareció cuando, en junio de 1944, extraños artefactos explosivos cayeron sobre diferentes puntos de Inglaterra sin que se localizara avión alguno que los hubiera podido arrojar. Habían hecho su aparición las bombas volantes V-1.
Bajo la dependencia del Ministerio del Aire alemán, se fabricaron en diferentes puntos de Alemania diversas instalaciones destinadas a la creación de las V-1. Una parte clave de estas instalaciones era la seguridad y desde el ministerio se puso el máximo empeño en lograrlo. Sin embargo, varios de estos