La letanía se repetía al unísono mientras el olor a incienso impregnaba el templo, mezclándose con el aroma dulzón de la sangre humana. El viajero yacía en el suelo, cubierto de pétalos de loto, mientras su rostro permanecía tapado por una tela ricamente decorada. Previamente estrangulado, su cuerpo era desmembrado por el sacerdote, el jemadar. Mientras, una gigantesca efigie de color azul turquesa, con varios brazos –cada uno portando un objeto o realizando un símbolo preciso con los dedos–, coronada por una abundante cabellera negra y una lengua viperina que surgía de los labios de un rostro femenino de mirada lasciva, presidía la escena, amenazadora, hierática. Y parecía reír para sus adentros, satisfecha del culto recibido.
Era Kali, la diosa de la destrucción del panteón hindú, una suerte de Madre Universal, aunque de corte algo siniestro, como otras tantas de las deidades que protagonizan estas «Historias del Año/Cero», cuya ira pretendían calmar sus adoradores a base de carne y sangre, durante los próximos mil años. Un largo sueño que traería la paz entre generaciones acostumbradas al crimen y la guerra. Los Estranguladores, como se hacían llamar sus prosélitos, sembrarían el caos y la violencia en la India a lo largo de dos siglos –o más, dependiendo de la fuente consultada–, dejando un rastro de miles de cadáveres sacrificados en loor de la Diosa Madre de la Destrucción.
El culto a Kali se remonta varios siglos atrás y hay que echar mano de la mitología oriental para buscar su origen, siendo una de las principales diosas hindúes. Se pueden rastrear distintos orígenes del personaje: en las páginas del conocido como , se indica que surgió como diosa tribal de la montaña en la parte norte-central