Me encuentro de vuelta en el show, con las pilas recargadas, observando como el planeta entero se remueve luego de esta locura del Covid, Biden ganando la presidencia de los Estados Unidos, Black Lives Matter siendo (y marquen mis comillas) “nominados” al Nobel de la Paz. De veras, este planeta está loco. Para mi paz, algo se mantiene constante: el deporte….. Uhm..mentira. Biden pasó una ley ejecutiva que permite a transgéneros hombres entrar en competiciones de mujeres… bueh. Ni los deportes me dejan tranquilos. Pero, de algo estamos seguros: la cultura de la competencia es intrínseca en el ser humano. Todos quieren ser ganadores, incluso aquellos que abogan por la abolición de esta “cultura machista y opresora, que no permite la inclusión”. La competitividad va más allá de lo deportivo, pasa a lo político, a lo bélico, lo social, lo sexual, lo familiar e incluso en lo espiritual. La competitividad, de la misma manera, es uno de los rasgos innatos masculinos, que lamentablemente, la sociedad actual ha querido eliminar poco a poco.
¿Es bueno ser competitivo? ¿Mis hermanos en la fe me verían como carnal si soy competitivo con otros? ¿Qué tan competitivo se puede ser sin llegar a ser un idólatra?

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