Griffinus Draconis
Por Kevin M. Weller
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En este universo alternativo es en donde se desarrollan las aventuras del príncipe Elen, conocido como Shaki entre los dragones. Desde el inicio, el protagonista debe tomar la difícil decisión de abandonar su lugar de nacimiento para rencontrarse con su familia en el exterior, formar parte del trono que le corresponde, deshacerse de los usurpadores de tronos y luchar con uñas y dientes por aquellos que representa en Grifania.
Kevin M. Weller
Kevin M. Weller es un autor vanguardista, independiente y autodidacta, nacido en Buenos Aires en 1994. Es un literato perfeccionista, amante de la filosofía, la ciencia, la música y el arte. Ha estudiado la ciencia del lenguaje y la ciencia de la literatura desde su adolescencia y dedica gran parte de su tiempo a la lectura y la escritura, como si se tratase de una obsesión de la que no puede despegarse por nada del mundo.
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Griffinus Draconis - Kevin M. Weller
Índice
Grifos y dragones 1
Prólogo 1
I. Un huevo perdido y un destino en juego
II. El príncipe de Grifania y el clan escamoso
III. Dragania, la tierra de los dragones
IV. Una pluma perdida y una historia detrás
V. El error del mensajero y una condena injusta
VI. La Junta Dragónica
VII. El día de la inscripción
VIII. El campamento de verano
IX. Problemas de adaptación
X. Mis mejores amigos son dragones
XI. Retos cada vez más exigentes
XII. El inicio de la implacable búsqueda
XIII. Una confesión de hermandad
XIV. El rebelde principesco
XV. La cólera del rey Guilem
XVI. El clan de los esmilodontes
XVII. La alianza entre grifos y dragones
XVIII. Un héroe imparcial
Epílogo 1
Grifos y dragones 2
Prólogo 2
XIX. El sueño eterno
XX. Los nuevos reyes de Grifania
XXI. La genealogía de Kineth
XXII. Tiempos difíciles
XXIII. El zorro Renart
XXIV. El monstruo del bosque
XXV. La beldad de un esperpento
XXVI. Garras y colmillos
XXVII. El topo brujo
XXVIII. De vuelta en Dragania
XXIX. La tumba de Delva
XXX. El retorno de los esmilodontes
XXXI. Los deseos de Dreifur y Freya
XXXII. Un viaje de reflexión
XXXIII. Grelfir y Kineth
XXXIV. Dagari y Elen, los legítimos herederos
XXXV. El nuevo protector de Dragania
Epílogo 2
Grifos y dragones 3
Prólogo 3
XXXVI. Un rey en crisis existencial
XXXVII. El problema de la herencia
XXXVIII. Tres candidatos al trono
XXXIX. Rako reaparece para ayudar
XL. Grelfir se retira de su puesto
XLI. Urash se ofrece para adiestrar a los grifitos
XLII. Planificando un ataque desde las sombras
XLIII. Batalla a ultranza en las afueras
XLIV. Una de cal y una de arena
XLV. Una corona dividida en tres partes
Epílogo 3
Grifos y dragones 1
Prólogo 1
En aquel vasto mundo natural libre de humanos y máquinas, donde moraban tanto especies extintas como críptidos, la vida era bastante complicada para los animales. La escasez de alimentos y la falta de comodidades hacían que los lugareños se pelearan unos con otros por las presas y el territorio. Animales grandes, medianos, pequeños y diminutos habían permanecido en constante disputa durante eones, sin posibilidad de ponerse de acuerdo.
No fue hasta cierto día que uno de los clanes más poderosos tomó las riendas del asunto y dio un vuelco en la historia del mundo, proclamó el fin del conflicto al repartir porciones de tierra de manera homogénea para todas las especies vivientes, incluyendo los amos del cielo y los dueños del mar. De esa forma, todos los animales se calmaron al saber que tendrían su propia propiedad privada en la que podían hacer lo que querían.
Sin embargo, el clan de los esmilodontes propuso una segunda norma general: cada especie tenía el derecho de vivir en paz dentro de los límites establecidos, fuera de su territorio correspondiente no regían las mismas leyes, sino que quedaba a merced de la especie que estuviese a cargo de ese territorio. Así, por ejemplo, un mamut que cruzaba a la tierra de los dinosaurios ya no tenía garantía de salir con vida ni de recibir la bienvenida de los legítimos dueños.
Para los animales carnívoros, la vida era difícil porque sólo podían devorar animales enfermos o seniles, es decir, aquellos que estuviesen a punto de morir. La separación de territorios no les había beneficiado en absoluto; todo lo contrario, lo único que había logrado era separarlos de las apetitosas presas. Recurrir al canibalismo no era lo ideal, como tampoco lo era privarlos de los manjares más exquisitos. Ellos soñaban con volver al pasado para así poder comerse a todas las presas que quisieran.
Para los animales herbívoros, cruzar el territorio de los carnívoros siempre había representado un peligro, y más aún sabiendo que los animales que se alimentaban de carne eran unos muertos de hambre, sedientos de sangre y adictos a la caza. Meterse en terreno ajeno era un suicidio, a menos que el entrometido escapase a tiempo. Parecía que la brecha entre carnívoros y herbívoros estaba más marcada que la que había entre los demás grupos. Los omnívoros eran un grupo que no representaba un peligro significativo para nadie.
Ahora bien, repartidas las tierras en distintos sectores del continente como se había pactado, no debía haber ningún inconveniente en cuanto a la convivencia. Cada especie era responsable de lo que sucediese dentro de su territorio y no debía entrometerse en lo que acontecía en otros territorios, ya que eso implicaba la violación de una ley internacional. Cada territorio era el hogar de una especie y cada especie era dueña de su territorio en tanto no sobrepasase los límites establecidos.
Los tres derechos garantizados por la naturaleza eran: el derecho a la vida, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad privada. Éstos estaban avalados por la Junta Mayor de cada territorio, la violación de alguno de ellos implicaba un delito grave que se castigaba con penas de diversa índole. Cabe señalar que los únicos que aplicaban pena de muerte eran los carnívoros y los omnívoros.
Según las leyes de los carnívoros, el animal condenado debía ser arrojado a una fosa profunda a fin de que los glotones se lo comieran. Según las leyes de los omnívoros, el animal condenado debía ser decapitado con guillotina en un lugar privado. En ambos grupos, se hacían juicios previos con vistas a que se corroborasen los hechos delictivos y se comprobara que el condenado era culpable y merecedor de dicha pena.
Tras haber fijado las tierras para cada especie, la desigualdad de oportunidades decreció un montón, pero eso no significaba que los problemas habían dejado de existir. El alimento y la falta de comodidades seguían estando presentes en la vida de muchos animales, sólo que no se les daba tanta importancia como antes. Lo que sí atemorizaba a muchos era la idea de una inminente rebelión por parte de los carnívoros, una rebelión en la que devorarían a todos.
I. Un huevo perdido y un destino en juego
El turbado cantar de los pájaros resonó al vaticinar el advenimiento de una poderosa tempestad que estaba en camino. Aterrados por la amenaza natural y el riesgo del viaje en volandas, los emplumados emisarios que habían sido contratados por el rey de los grifos se apresuraron por alzar vuelo y retomar el camino de regreso por vía aérea, para así evitar a las bestias salvajes del mundo terrestre.
Los relámpagos iluminaban de una punta a la otra, los truenos retumbaban como la explosión de una bomba, los rayos arrasaban con todos los árboles que tocaban. El encapotado cielo estaba más oscuro que el interior de una caverna, el amargo llanto caía del cielo de forma constante, cada gota parecía una lágrima de angustia, cada nube oscura parecía una venda gigantesca que escondía los ojos del firmamento. El fresco viento creaba un silbido llamativo, hacía que las hojas de los árboles se movieran.
Dos criaturas de gran tamaño con un cuerpo particular, la mitad superior con forma de águila y la mitad inferior con forma de león, volaban en dirección al norte con las alas desplegadas y las extremidades flexionadas. El plumaje marrón, las orejas de burro, los ojos ambarinos, el pico ganchudo, el prominente torso, los fuertes miembros y las garras afiladas eran un rasgo común en casi todos los machos de la especie. Los grifos eran temidos por muchos animales del mundo, incluso por los más agresivos.
El que iba a la derecha era el encargado del recado mientras que el otro era un acompañante auxiliar. El primero cargaba entre sus patas delanteras una canasta de mimbre con paja en su interior, en la cual descansaba un valiosísimo huevo dorado cuya corteza era dura como una roca. En el interior del mismo, yacía el embrión del futuro heredero al trono: el príncipe de Grifania, hijo del rey Guilem y de la reina Shindera.
Esos emisarios habían sido seleccionados por el chambelán del rey, un grifo de plumaje negro que conocía mejor que nadie a los mensajeros y sabía cuáles eran confiables y cuáles no eran confiables para los viajes largos. Como era un grifo bienquisto, el rey había depositado su confianza en él como si fuese un integrante de la Familia Real, cuando en realidad él no compartía ningún lazo consanguíneo con ninguno de ellos.
La Familia Real estaba compuesta por el rey, la reina y la joven princesa. El único miembro faltante era el príncipe que todavía no había nacido, pero que pronto conocería el mundo real. La reina Shindera se había ido del castillo para ir a visitar una isla paradisíaca. Aovó en el interior de una choza y le pidió a una de sus ayudantes que fuera a dar parte con el deseo de que el rey se enterara de lo acaecido.
Tan pronto como el rey se enteró de la noticia, hizo los preparativos para recibir al futuro sucesor. Habló con sus congéneres para que todo estuviera listo una vez que llegase el huevo que tenía en su interior al próximo grifo de sangre azul. Las parejas de grifos tenían la costumbre de incubar un poco cada uno, la hembra hacía su parte y el macho hacía su parte, con el fin de que fuera más equitativo. Por lo general, el proceso de incubación no tardaba más de cuatro semanas, salvo raras excepciones.
El día que el rey Guilem recibió la buena nueva, se puso eufórico y no quedó quieto en ningún momento del día. La ansiedad y la felicidad lo habían dominado por completo al punto de dejarlo frenético. Contentísimo estaba de saber que pronto conocería a su hijo, el que algún día lo sustituiría y se haría cargo del reino, el que le daría la posibilidad de ser un padre feliz. A Dagari, su pequeña hija, la amaba con todo el corazón, pero sentía que merecía un hermano para concretar la familia ideal.
Antes de cruzar el amplio territorio arbolado de los dragones, un imprevisto vendaval sacudió a los viajeros, una luz cegadora se hizo presente, un rayo impactó en el cuerpo del ayudante y éste cayó al suelo en picada, el otro grifo fue empujado con fuerza y el huevo se salió de la canasta. El emisario descendió para ir a buscar a su compañero, se metió entre los frondosos árboles, aterrizó sobre una de las gruesas ramas y quedó horrorizado al ver un cadáver chamuscado.
En ese ínterin, al echar un vistazo a la canasta de mimbre, cayó en la cuenta de que el huevo no estaba, entró en pánico y se largó a correr. Buscó por todas partes, miró para todos lados y nada halló. Se puso tan nervioso que sintió cómo le temblaban las patas. Por más esfuerzo que hacía, no podía ver nada en semejante oscuridad terrenal. El huevo se había perdido y no había forma de encontrarlo.
Figuras extrañas aparecieron detrás de los arbustos, hambrientos reptiles alados de escamas negras estaban merodeando en la penumbra, buscaban algo para comer, algo con qué saciar el voraz apetito que tenían. Al ver que había dragones en la zona, el grifo no pensó dos veces y se esfumó cuan rápido pudo. Prefería que lo castigaran por haber cometido un craso error a que criaturas truculentas se lo comieran.
No pasó mucho tiempo hasta que una de las meticulosas dragonas, que formaba parte del grupo de exploradores regionales, halló el huevo dorado sobre un arbusto de ramas flexibles. Al olfatearlo, no percibió ningún aroma extraño. Supuso que ese huevo había caído del cielo por accidente, pensó que lo mejor sería cuidarlo por si alguien lo reclamaba en algún momento. Sin que los demás se dieran cuenta, lo tomó y se lo llevó a su guarida. Corrió en cuatro patas y se perdió en las tinieblas del ingente terreno boscoso.
Al cabo de unos minutos, se metió por un estrecho sendero repleto de plantas pálidas y se detuvo frente a la entrada de la guarida en la que había crecido. Sin apuro, colocó el huevo sobre un amplio nido de paja que le había pertenecido a una moa y se echó encima con el anhelo de entibiarlo. En ningún momento se le cruzó por la mente que ese huevo le pertenecía a otra especie y que en su interior había algo distinto, algo especial que pronto descubriría.
El grifo que había muerto a causa del poderoso rayo sirvió para alimentar a los famélicos lugareños. Cinco dragones negros se abalanzaron sobre el cuerpo exánime y lo mordisquearon para ver si reaccionaba. Al ver que no se movía con las ligeras tarascadas, decidieron comérselo. Ellos eran carnívoros, nada les gustaba más que la carne de otros animales, en especial la de grifo que era blanda y sabrosa. Se dieron un festín con el críptido que había fallecido de forma trágica.
II. El príncipe de Grifania y el clan escamoso
El tiempo había transcurrido, los días de lluvia torrenciales habían cesado y la temperatura iba volviendo a la normalidad poco a poco. El huevo cuya corteza parecía estar hecha de oro, comenzó a rajarse y a crujir, aparecieron diminutas patas que no tardaron en salir, una colita de león y unas alitas sin plumas emergieron del interior. El pico y la cabeza fueron las últimas partes en salir. Piar fue lo primero que hizo el polluelo tras haberse liberado de la prisión; los estridentes sonidos producidos sonaban iguales a los de un pollito.
Delva, la dragona que había empollado el huevo creyendo que era de dragón, se llevó una gran sorpresa cuando retornó a la guarida. Sobre el nido yacía tendida una criatura extraña, de aspecto peculiar, que producía un sonido distinto al de los dragoncitos recién nacidos. Clavó sus ojos amarillos sobre el engendro sin plumas que hacía un enorme esfuerzo por moverse. Como nunca había tenido descendientes, el instinto materno se apoderó de ella. Se acomodó sobre el nido y apretujó al polluelo contra la paja, así le brindaba calor materno.
No se puso a pensar la responsabilidad que conllevaba hacerse cargo de un animal de tierras lejanas, uno que estaba a cientos de kilómetros de sus padres y familiares, uno que podía resultar inaceptable para el clan escamoso, en especial para la Junta Dragónica que estaba al mando de las cuestiones administrativas y judiciales de ese territorio. Dicho grupo era el que registraba todos los datos, desde las partidas de nacimiento hasta los certificados de defunción, entre otras cosas.
Por otra parte, estaba al tanto de lo que implicaba tener un vástago en su lecho, todas las precauciones del mundo debía tomar para mantener al inofensivo grifito alejado de los peligros externos. Ni sus vecinos ni sus parientes tenían que enterarse de la existencia del foráneo mientras estuviese en ese estado tan vulnerable. Tenía pensado esperar hasta que el polluelo abriera los ojos, creciera un poco y desarrollara el plumaje.
Las pocas veces que criaturas foráneas pisaron el terreno de los dragones no salieron con vida. Todos eran conscientes del peligro al que se exponían si se metían en ese reino, por eso nadie quería asomar las narices, no sólo por el hecho de saber que estaban violando una ley, sino porque corrían el riesgo de ser eliminados por los propios residentes, sin una sentencia judicial de por medio que ameritara la ejecución de un castigo.
El problema era que ella no estaba preparada para echar un compromiso de esa magnitud sobre su espalda, no tenía experiencia como madre, sólo como tutora temporal. Había cuidado a uno de sus sobrinos algunos años atrás, lo había tratado como a un hijo propio a despecho de que era el crío de una de sus hermanas. Cuidar dragoncitos no era una tarea difícil, ellos eran bastante independientes desde temprana edad; en cambio, criar polluelos requería de conocimientos que ella, por obvias razones, no poseía.
La alimentación de los polluelos dependía, en gran medida, de alimentos regurgitados e insectos blandos, más vegetales que carne, y abundante agua para que mantuvieran una buena hidratación. Los grifos segregaban grandes cantidades de saliva, les resultaba difícil producir sonidos teniendo la garganta
