La guerra de Mahler
Por Raúl Sohr
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Robert Mahler se embarca hacia Chile buscando una nueva vida que lo salve de los estragos de la guerra, que se anuncia feroz e irremediable en Europa. Una vez en Valdivia se da cuenta de que la odiosidad de la guerra y sus bandos también ha llegado hasta eserincón del fin del mundo.
Una novela histórica que recoge la sensibilidad de un músico y lo sitúa en el horror de esos años en que la guerra mundial y la crueldad del nazismo invadió mucho más que las fronteras de los países involucrados en el conflicto.
Raúl Sohr
Raúl Sohr Biss (1947) es sociólogo, periodista y analista internacional especializado en temas de seguridad y defensa. Cursó estudios superiores en las universidades de Chile y de París y en la británica London School of Economics. Ha colaborado con numerosos medios internacionales, entre ellos The Guardian y The New Statesman de Inglaterra y la revista Time de Estados Unidos. Asimismo, ha realizado programas para la BBC de Londres y cubre temas internacionales en Chilevisión. Sus últimos libros tratan sobre energía y medio ambiente: Chao, petróleo, Chile a ciegas y Así no podemos seguir. De sus libros destacan Historia y poder de la prensa, Para entender a los militares, Claves para entender la guerra, El mundo y sus guerras y El terorismo yihadista. También es autor de la novela La muerte rosa.
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La guerra de Mahler - Raúl Sohr
Índice
Cubierta
I
1
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5
6
II
1
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5
III
1
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3
4
IV
1
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3
4
V
1
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3
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5
6
VI
VII
1
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3
4
5
6
8
9
10
11
12
VIII
1
2
3
4
Notas
Créditos
Su cansado corazón latía con brío. Lo había logrado, o al menos eso creía. Las fuerzas no le alcanzaban para desenfundar su violín y articular la melodía recién anotada, que había brotado en su mente de forma espontánea. ¿Era esa secuencia de notas, exhibida en el pentagrama, la llave sonora que buscaba desde su juventud? ¿Serían esos los acordes que obsesionaron a su tío Gustav y que abrían paso a una nueva dimensión? ¿O era la vana búsqueda de alquimistas tras un inalcanzable metal precioso? Algún día el destino permitiría que esa melodía, tan breve, fuese interpretada. Entonces sabría si había dado con las ondas vibratorias que conectaban con las energías del universo.
Quiso ponerse de pie pero sus piernas no respondieron. Entrecerró los ojos. Atardecía y la modesta vivienda, la ruca, en rigor, era invadida por la oscuridad. Allí había pasado sus tranquilos últimos años. No salía de su confinamiento. Siempre bajo la solícita atención de Marta, su leal empleada. Allí, en la recóndita ladera de un cerro, próximo a una aldea mapuche, esperaba pasar inadvertido. Sabía que los viejos fantasmas podrían venir por él cuando menos lo esperase. Y no eran pocos los demonios cuyas iras había despertado.
A menudo se había interrogado sobre los insólitos giros de su vida. Cómo se desencadenó esa secuencia de hechos, casi siempre ajenos a su voluntad, que lo llevaron desde su querida Viena hasta aquí, el fin del mundo o, si se prefiere, a Tegualda. Moría sin lamentar su suerte. Sí, había sufrido lo suyo. Pero también había golpeado a sus enemigos y fuerte. Tenía la íntima satisfacción de saberse un héroe en las sombras. Era un complejo balance que había resumido con una frase que solía pronunciar con una sonrisa irónica: «Ah, la vida es una porquería».
Moría. Eran sus últimos instantes. Le faltaba el aire pero en un destello de lucidez sintió que la angustia lo había abandonado. A diferencia del resto de su vida no sentía miedo ni urgencia por huir. Miró la caja donde guardaba sus composiciones. Como su tío, viviría en su música. Lentamente sintió que el alma le abandonaba. Entreabrió su mano y la hoja, con la inspiración que le había rehuido a lo largo de su vida, cayó grácilmente sobre los toscos maderos que cubrían la tierra.
Tegualda, 1953.
I
Mi tiempo llegará.
GUSTAV MAHLER
Incluso la rica Viena, tan perdida como Agustín
¿Y ahora qué? La peste, la peste
Ahora grandes entierros es lo que queda.
Ach du lieber Augustin,
canción popular austríaca
1
Gritos distantes. No distinguía las palabras: solo un retumbar remoto que le provocaba inquietud. Temía a las muchedumbres. Una paranoia atávica. El terror al pogromo, quizás. El volumen de la protesta aumentaba, pero aún no podía discernir qué clamaban. Le invadió una sensación de malestar. Sudaba pese a los vidrios escarchados fuera del tranvía. Estaba semiconsciente: padecía de uno de los sueños diurnos que nada tenían de ensoñación. Estos estados de alteración solían afectarle tras noches de insomnio. Tenía la convicción íntima de que podía despertar cuando quisiera, pero no recordaba haberlo intentado. La creencia, en todo caso, era suficiente para mantener a raya sus palpitaciones. Su razón adormilada pugnaba con fantasmas estimulados por los sonidos y las sensaciones del ambiente.
Las situaciones y los sueños variaban; pero siempre estaba presente la amenaza que —suponía— provenía de su inconsciente. Pensaba que esos sueños le permitirían asomarse a los vericuetos ocultos de su alma. ¿Quién lo dominaba? ¿El temor? ¿El optimismo? Era una pugna con resultados confusos. Todo se evaporaba en un abrir y cerrar de ojos, todo dejaba más sensaciones que certezas. Detallar algo era tan difícil como precisar el momento en que se dormía. Un colega le explicó que se trataba de estados catárticos, una suerte de autohipnosis. Pero dudaba del prefijo «auto», pues había intentado inducir sueños sin éxito. Estos aparecían cada tanto, sin que los invocase, sin una razón aparente. El único hilo común que había podido establecer era el ansia de estar en otra dimensión. Algo inmaterial. Un terreno en el que se sentía inalcanzable y seguro. No podía afirmarlo, pero era un estado fluido. Una energía corpórea. En uno de los trances recientes, había tenido la convicción de que el estado místico de desgarro asumía la forma de una melodía. Sonidos con formas concretas que flotaban y se debatían en el espacio. Había rastrillado su memoria en busca de algún resabio de aquella música arcana. Tenía la convicción de que algo se escondía en esas notas de su mente. Pero un velo diáfano y fino le impedía el paso para rescatar las ocultas ondas rítmicas. Si tan solo pudiese rasgar el etéreo tul, podría hacer suya la misteriosa secuencia. Mientras más remotas las notas, más crecía en él la convicción de su trascendencia.
De pronto, sintió una leve sacudida.
—Me permite su boleto.
Robert despertó sobresaltado. Traspiraba profusamente mientras su respiración despedía halos de vapor en el frío carruaje. Miró al uniformado inspector como si fuese un habitante de otro planeta. Mientras trajinaba sus bolsillos, escuchó, ahora con claridad, los gritos de protesta de una manifestación que pasaba por el costado.
—Aquí está —dijo Robert, y le entregó el boleto.
Ya serenado, el resto del viaje lo destinó a la moda que hacía furor en Viena en esos momentos: la lectura de los sueños, o la interpretación onírica como preferían llamarla los cultores de la disciplina naciente. En realidad no necesitaba un gran analista para detectar sus emociones. Adivinaba que las cosas empeorarían antes de mejorar. Daba por hecho que Austria, y quizás buena parte de Europa, avanzaría a un estallido de gran calibre. Su interrogante era en qué rostro explotaría la bomba de tiempo cuyo tictac era, claramente, audible en infinitas marchas. ¿Por qué le oprimía la situación social? A fin de cuentas, él no participaba en ningún movimiento político. Era un modesto ciudadano al que no le podían enrostrar actividades subversivas. Pero bien sabía que ello no bastaba. Venía de leer una novela que conmocionaba a su círculo de amistades. Y también a él, El Proceso de Franz Kafka lo había calado hasta los huesos. Allí se describía el terror y el absurdo de ser enjuiciado sin siquiera saber por qué. Alguien debía convertirse en el blanco contra el cual apuntar para apagar la ira colectiva. El odio de todos contra todos flotaba en el ambiente. Pero los inmigrantes provenientes de Polonia, Galitzia, Hungría, Croacia y otros rincones del desmoronado Imperio Austrohúngaro, se llevaban la peor parte. Y entre todos ellos, los judíos figuraban a la cabeza como el chivo expiatorio predilecto desde tiempos ancestrales.
Para el catolicismo militante del grueso de los austríacos, los hebreos eran los causantes de la flagelación y muerte de Cristo. Sobre ese terreno bien abonado, se multiplicaban las leyendas sobre los arteros designios judaicos por controlar las naciones. Intuía que algún día, él podía —por el mero hecho de ser quien era— transformarse en la causa de los males colectivos y, como tal, en un enemigo mortal de sus compatriotas. Adoraba su mundo, pero al mismo tiempo le temía. Como músico no concebía su existencia sin Viena. Pocas cosas en su vida competían con una representación en el Teatro de la Ópera. Desde allí, de pie frente al atril, Gustav Mahler, su tío, plantado en la «catedral de la música», había maravillado a las audiencias con sus sinfonías.
El lento apagar de las magníficas lámparas de lágrimas, que flotaban sobre las cabezas, le causaba la emoción recurrente que viven los artistas antes de salir a escena. La eterna búsqueda de la perfección convertida en una incógnita ante cada ejecución. El silencio ritual que precede a la entrada del director, seguida de la cerrada salva de aplausos. Desde los primeros acordes, iniciaba una travesía cabalgando sobre notas tantas veces estudiadas, pero siempre originales a sus oídos.
La «perla enclavada en el corazón de Europa» —como señalaba un eslogan que ensalzaba la ciudad— tenía, sin embargo, otro rostro que lo intimidaba. Percibía el hervor del caldero de un descontento soterrado. Los borbotones del malestar estallaban en forma esporádica y con creciente frecuencia. Un humor cáustico corroía el tejido social. Las secuelas de la Gran Guerra deprimían a toda Europa. Pero Austria, una de las potencias centrales derrotadas, vivía bajo la sombra de una grandeza evaporada para siempre. Así flotaba, entre la seducción de la creatividad y el inquietante panorama político.
La vida cotidiana distaba de las deslumbrantes fachadas de los grandes bulevares por donde transitaba. Su día a día era el de un artista sobre quien había caído algo del polvillo mágico de su tío ilustre. Ello, sin embargo, le servía poco en las bóvedas saturadas por el humo del tabaco, donde se ganaba un módico pasar como violinista en una cervecería bailable. Lo importante era la cerveza, por más que algunos parroquianos se animaran a dar algunos pasos al ritmo de los valses y las polcas. A la Blaue Bierstube, la «Cervecería Azul» —llamada así por el presunto color de las aguas del Danubio—, concurrían noctámbulos cortos de dinero. Entre los clientes abundaban los matarifes del matadero cercano y carniceros del barrio atraídos por tragos, compañía y música.
La animación musical corría por cuenta de la —llamada con pompa— Mahler Kapelle, la que, en rigor, era una miniorquesta de salón. Lo de Mahler corría por cuenta de su apellido. La asociación con el reverenciado compositor le daba cierta aura al sexteto y a su cantante. Él oficiaba, con drásticos movimientos corporales, como kapellmeister. También había incursionado en la composición. A su haber tenía algunos lieds prometedores y unas obras menores que jamás podría ejecutar en la cervecería. El ambiente etílico solo permitía melodías rápidas que excitaran a unos y mantuvieran despiertos a otros.
En la taberna mal iluminada afloraba con frecuencia el desánimo y las frustraciones que embargaban al país. La amargura que abrumaba a muchos derivaba con rapidez en descargas de agresividad bestiales, con insultos, grescas y golpizas. A veces eran socialdemócratas y comunistas que reclamaban contra la miseria y exigían el fin de los gobiernos burgueses; a veces —las más—, eran derechistas o nazis que despotricaban contra los judíos y la democracia liberal decadente. Para los nazis, los judíos eran la expresión pura del capitalismo especulativo al que caracterizaban como la conspiración judeo-bolchevique. Eso sí, la derecha y la izquierda coincidían en algo: el sistema encarnaba la decadencia. Su hora final estaba cerca. La interrogante era quiénes y cómo lo reemplazarían.
Las fuerzas de choque de ambos bandos libraban batallas campales en Viena. La lucha por la hegemonía callejera entre pardos y rojos dejaba las aceras cubiertas de sangre.
Robert era hijo de una típica familia de clase media baja, respetuosa del orden establecido. Sus padres, dueños de una pequeña sastrería donde ellos mismos empuñaban la aguja y el dedal, aspiraban, sobre todo, a la tranquilidad. Su padre, haciendo memoria de ancestrales pogromos en su nativa Galitzia, solía decir: «Más vale diablo conocido que por conocer». Y, por fidelidad a estos temores centenarios, sus progenitores votaban por derechistas antisemitas, confiando en que no irían más allá de las palabras.
Como era la tradición en los negocios familiares, desde temprano lo incorporaron a la sastrería. Su primera tarea al volver del colegio era desplegar los paños de género sobre una gran mesa. Allí, debía inspeccionar con un pequeño cubo de cristal —que en realidad era una lupa— si contenían alguna imperfección. Primero, a simple vista, y en caso de duda, recorría con el cubo metros y metros de lienzos de lino, lana y algodón. Al detectar una irregularidad en el urdido, debía señalarla con la marca de una tiza especial. Su mayor reto era mantener los párpados abiertos. Su vida hubiese transcurrido entre paños somníferos, de no ser porque su madre —heredera de la vocación musical familiar— le aseguró algunas horas semanales de clases de violín. Su maestro detectó de inmediato el don innato del joven, un oído privilegiado y una facilidad notable para controlar las cuerdas. Apadrinado por su maestro, y respaldado por una carta de recomendación de su reputado tío, obtuvo sin problemas una beca para un conservatorio.
De sus padres, Robert heredó cierta fobia a la agitación política. Adhería a la creencia de que nada bueno podía salir de revueltas que, frecuentemente, culminaban con la búsqueda de un chivo expiatorio: un arte que las autoridades manejaban con habilidad. Pero, pese a las posturas conservadoras, anhelaba acabar con la humillación masiva de la miseria.
2
Robert sabía de numerosas agresiones contra vieneses judíos, incluso contra algunos —bien asimilados— que no se reconocían como tales. Una noche, en la cervecería, le tocó su primer roce cuando fue increpado por uno de los bebedores:
—Oye, músico de pacotilla, ¿tú también eres judío... como ese compositor degenerado que llevaba tu mismo apellido?
Robert sintió como si una hoja de cuchillo penetrara en sus carnes, que la sangre se agolpaba en su cabeza. Trató de mantener el ritmo de su respiración. El resto de la orquesta tenía los ojos fijos en él, expectantes a su respuesta. Para el grueso del público, el incidente había pasado desapercibido.
Robert se limitó a responder con voz cortante:
—Soy tan austríaco como cualquiera.
Meses más tarde, Robert tuvo que suspender la música y retirarse del salón para acallar a un grupo que le gritaba, entre otros insultos: «Vete, cerdo judío. Estamos hartos de ustedes. Lárgate si no quieres terminar convertido en gulasch».
El antisemitismo crecía en magnitud y virulencia. Era una corriente poderosa, pero ahora salía a la superficie sin tapujos. El encontrón decisivo lo tuvo con los jóvenes miembros de una de las fraternidades universitarias conocidas como las burschenschaften, cofradías que incorporaban a muchachos de las clases acomodadas, y donde cultivaban lazos de camaradería muy afines a los militares. La hombría y el patriotismo chauvinista figuraban entre sus valores más cotizados. El hermanamiento masculino pasaba por enfrentarse con miembros de grupos similares. Uno de sus deportes y pasatiempos favoritos era la esgrima: los duelos con sables eran recurrentes. Las señas postreras de estas lides eran vistosas cicatrices en las mejillas o, a veces, la pérdida del ojo de algún duelista. Cual miembros de una tribu africana, los adeptos de las fraternidades exhibían con orgullo los cortes que testimoniaban su valor.
Las burschenschaften destacaban por su odio a los judíos, con quienes compartían las aulas universitarias, pero tenían vedado el ingreso a la gran mayoría de las fraternidades. Y así como un campesino no podía retar a duelo a un noble —pues solo podían batirse personas de la misma categoría social—, los miembros de las fraternidades establecieron que tampoco podían cruzar sables con los judíos, pues estos carecían de honor, lo que no les impedía propinarles salvajes golpizas cuando se presentaba la oportunidad. Una noche, por ejemplo, los miembros de una de las burschenschaften de la Universidad de Viena andaban de juerga y fueron a dar a la Blaue Bierstube. De inmediato repararon en el nombre de la orquesta y entraron para divertirse a expensas del kapellmeister. Después de algunas cervezas y cánticos nacionalistas que apagaban las melodías, uno de los jóvenes gritó:
—Eh, judío tarado, no ves que estamos cantando. Por tu bien, mejor lárgate ya.
Robert vaciló. Pero luego, dando la espalda al público, animó a sus colegas a tocar con más bríos. Fue una respuesta impensada, sin medir las consecuencias. La tensión era palpable. Los asistentes comenzaron a desplazarse hacia los costados del salón.
«¿Acaso eres sordo, perro judío?», resonó un grito estentóreo que acalló todo murmullo en la taberna. Al instante, Robert sintió el impacto de un jarro cervecero que estalló en su cabeza. «Vamos, llevémoslo afuera para enseñarle quién manda en este país», escuchó mientras sus piernas cedían y caía aturdido.
El dueño del local anticipó el peligro para el mobiliario y los clientes; e intervino. Cuando Robert ya tenía manos encima, apareció en la puerta un par de policías. Vieron a Robert sangrando profusamente, tirado en la tarima que hacía las veces de escenario. El cabo de policía, con tono complaciente, se dirigió a los jóvenes:
—Basta por hoy, muchachos. Ya habrá ocasiones para ajustar cuentas con los parásitos.
Las empáticas palabras del uniformado tuvieron un efecto balsámico. Entre risotadas y burlas, los jóvenes dejaron el local. Restablecido el orden, Robert no estaba en condiciones de tocar. Ya era tarde. El patrón del local estaba a su lado.
—Menos mal llamó a la policía... Si no, quizá estaría en el hospital con los huesos quebrados —masculló semigrogui el kapellmeister.
El cervecero lo miró con lástima y dijo:
—Mi querido Robert, creo que después de esto no puedes seguir tocando aquí. Te terminarán matando. Ven mañana y te pagaré lo que te debo.
No estaba en condiciones de argumentar y solo atinó a decir con voz apagada: «Entiendo». Y apoyado por dos de sus músicos, echaron a andar.
Robert supo entonces que nada volvería a ser como antes. El miedo y la inseguridad lo escoltarían donde fuera. En el momento menos pensado, en cualquier circunstancia, se daría rienda suelta a la agresión.
3
Robert caminó sin rumbo, dejando que sus pasos lo guiaran. Al menos eso pensaba. Día tras día siguió una ruta similar. Se internaba por estrechas callejuelas empedradas hasta memorizar las gárgolas y los elaborados dinteles coronados por ángeles rubicundos (a veces cubiertos por un ajado dorado que desnudaba el paso de los años). Le gustaba pasear por el barrio de la bohemia medieval, donde había sido compuesta una de las más célebres melodías de tabernas: la siempre popular Ach du lieber Augustin, convertida en el himno de los bebedores de cerveza. Aunque siempre creyó que esta
