Diario del afuera
Por Annie Ernaux y Lydia Vázquez Jiménez
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Determinada a plasmar la vida anónima de las ciudades, el bullicio caótico de lo cotidiano, Annie Ernaux emprende la escritura de un diario «exterior» en el que, dando cabida a los otros y proyectándose a sí misma en los demás, en ese afuera abrumador y multiforme, termina por descubrir profundidades inesperadas, una introspección.
Annie Ernaux
Annie Ernaux is a French writer who was awarded the 2022 Nobel Prize in Literature. Her works include the 2008 historical memoir Les Années (The Years), which won the Marguerite Duras Prize and the 2016 Strega European Prize. Translated by Alison L. Strayer, The Years was nominated for the International Booker Prize in 2019, and won the 2019 Warwick Prize for Women in Translation.
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Diario del afuera - Annie Ernaux
1985
En el muro del parking de la estación del RER está escrito DEMENCIA. Más allá, en la misma pared, TE QUIERO ELSA e IF YOUR CHILDREN ARE HAPPY THEY ARE COMMUNISTS.
Esta tarde, en el barrio de Les Linandes, ha pasado una mujer en una camilla transportada por dos bomberos. Estaba incorporada, casi sentada, tranquila, tenía el pelo gris, entre cincuenta y sesenta años. Una manta le cubría las piernas y la mitad del cuerpo. Una niña le ha dicho a otra: «Había sangre en su sábana». Pero no había ninguna sábana sobre la mujer. Ha cruzado así la plaza peatonal de Les Linandes, como una reina en medio de la gente que iba a hacer la compra a Franprix, de los niños que jugaban, hasta llegar al coche de los bomberos, en el parking. Eran las cinco y media, hacía un día luminoso y frío. Desde lo alto de un edificio que bordea la plaza, una voz ha gritado: «¡Rachid! Rachid!». He metido la compra en el maletero del coche. El carrista estaba apoyado en la pared del pasaje que conduce del parking a la plaza. Llevaba una americana azul y el mismo pantalón gris de siempre sobre unos zapatones. Tiene una mirada terrible. Se ha acercado a recoger mi carrito cuando yo ya casi había salido del parking. Para volver a casa, he tomado la vía que bordea la zanja abierta para la prolongación del RER. Tenía la impresión de subir hacia el sol, que se ponía tras las barras entrecruzadas de los pilares que descienden hacia el centro de la Ciudad Nueva.
En el tren en dirección a la Gare Saint-Lazare, en París, una anciana se ha sentado en un sitio junto al pasillo, habla con un muchacho —tal vez su nieto—, que se ha quedado de pie: «Marcharte, marcharte, ¿no estás bien donde estás? Piedra que rueda no cría musgo». Él tiene las manos en los bolsillos, no contesta. Luego: «Cuando viajas ves a gente». La anciana se echa a reír: «¡Verás guapos y feos, como en todas partes!». Su rostro permanece radiante mientras mira al frente, deja de hablar. El chico no sonríe y se mira los zapatos, apoyado en la pared del vagón. Frente a ellos, una bella mujer negra lee una novela de la colección «Harlequin», Una sombra planea sobre la felicidad.
El sábado por la mañana, en el Super-M del centro comercial de Les Trois Fontaines, una mujer avanza a grandes zancadas entre los pasillos de la sección «Menaje» con un cepillo de escoba en las manos. Habla consigo misma con aire trágico: «¿Dónde se han metido? Es difícil ir de compras en grupo».
Multitud silenciosa en las cajas. Un árabe no deja de mirar el interior de su carrito, las pocas cosas que yacen en el fondo. Satisfacción por haber conseguido enseguida lo que quería, o miedo a «llevar más de lo que puede pagar», o ambas cosas. Una mujer de unos cincuenta años, con abrigo marrón, arroja bruscamente sus paquetes a la cinta, los recoge también bruscamente una vez facturados y los echa de nuevo en el carrito. Deja que la cajera rellene su cheque y luego firma lentamente.
En las calles cubiertas del centro comercial, la gente fluye con dificultad. Se consigue esquivar, sin mirarlos, todos esos cuerpos a escasos centímetros. Un instinto o una costumbre infalible. Solo los carritos y los niños dan de vez en cuando un golpe en el vientre o la espada de alguien. «¡Mira por dónde vas!», exclama una madre a su hijo pequeño. Algunas mujeres en consonancia con las luces y los maniquíes de los escaparates —labios rojos, botas rojas, nalgas estrechas ceñidas por unos vaqueros y melenas al viento— avanzan decididas.
Ha subido en Achères-Ville; veinte, veinticinco años. Ha ocupado dos asientos, con las piernas de lado, estiradas. Saca un cortaúñas del bolsillo y lo utiliza, contempla después de cada dedo arreglado el hermoso resultado, extendiendo la mano frente a él. Los viajeros que lo rodean fingen no darse cuenta. Parece que use un cortaúñas por primera vez. Insolentemente dichoso. Nadie puede nada contra su felicidad de —como se deduce por las caras de la gente a su alrededor— persona maleducada.
Una niña, en el tren, obliga a su madre a leerle un libro en el que cada página empieza así: «¿Qué hora es? Es hora de…» (desayunar, ir a la escuela, dar de comer al gato, etcétera). La madre lo lee en voz alta una vez. La niña dice que ahora le toca leer a ella. Pero parece que aún no sabe; solo ha memorizado lo que su madre le ha leído (sin duda, varias veces ya), porque se equivoca sobre las acciones que conviene hacer a tal o cual hora. Su madre la corrige. La
