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El mal moderno: La melancolía en Gran Bretaña, 1660-1750
El mal moderno: La melancolía en Gran Bretaña, 1660-1750
El mal moderno: La melancolía en Gran Bretaña, 1660-1750
Libro electrónico918 páginas13 horas

El mal moderno: La melancolía en Gran Bretaña, 1660-1750

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Información de este libro electrónico

Desde fines del siglo XVII, una idea inquietante circulaba en Gran Bretaña y algunos países vecinos: Inglaterra era la "región del spleen". Esta forma de la melancolía parecía ser tan universal entre los habitantes de esa nación que en 1733, George Cheyne, un reconocido médico escocés, la bautizó el "mal inglés". ¿Cuáles eran las causas de este trastorno y por qué, según otro observador contemporáneo, acosaba a la isla como un demonio? Entre las explicaciones ofrecidas en la época estaban las características geográficas y climáticas del país. Pero también —y esto era lo más perturbador— la epidemia parecía ser resultado de la modernidad inglesa: de su novedoso régimen político, su tolerancia religiosa y de las consecuencias sociales y morales de su transformación en una potencia colonial. 
¿Por qué la melancolía —una palabra que nació en Grecia hace más de dos mil años— tendría alguna relación con la modernidad? El mal moderno explora las respuestas que los británicos del siglo XVIII dieron desde el punto de vista de la filosofía moral, la medicina y la teología. Además, presta especial atención al humor y la risa, pues no sólo a través de palabras serias y tristes se podía conocer la melancolía. 
En tiempos en que nuevas epidemias son presentadas como el costo de la modernidad, este libro ofrece una perspectiva histórica para pensar críticamente esos diagnósticos, que ponen en juego teorías y representaciones sobre la enfermedad y la salud, pero también ideas sobre la legitimidad de los tiempos modernos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2024
ISBN9788419830357
El mal moderno: La melancolía en Gran Bretaña, 1660-1750

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    Vista previa del libro

    El mal moderno - Andrés Gattinoni

    coleccion

    Ilustración de cubierta: William Davison, Let Us All Be Unhappy Together, aguafuerte coloreado a mano, 169 x 237 mm., Alnwick, Northumberland, Inglaterra, 1812-1817. Museo Británico

    Edición: Primera. Marzo de 2024

    Código BISAC: HIS015040 Europe / Great Britain / Stuart Era (1603-1714); HIS015050 Europe / Great Britain / Georgian Era (1714-1837); HIS037050 Modern / 18th Century

    ISBN: 978-84-19830-35-7

    Depósito legal: M-27682-2023

    © 2024, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

    Todas las imágenes reproducidas en esta obra fueron impresas con sus respectivas autorizaciones.

    Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de los editores.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Diseño: Gerardo Miño

    Composición: Eduardo Rosende

    Página web: www.minoydavila.com

    Instagram: @minoydavila

    Facebook: facebook.com/MinoyDavila

    Mail producción: produccion@minoydavila.com

    Mail administración: info@minoydavila.com

    Oficinas: Tacuarí 540. Tel. (+54 11) 4767-0421 (C1071AAL), Buenos Aires.

    portadilla

    Índice

    Agradecimientos

    Nota al lector

    Prólogo, por Angus Gowland

    Introducción

    1. El mal de los ingleses

    2. Melancolía y modernidad

    3. Significados y usos de la melancolía

    4. Experiencia y traducción

    5. Gran Bretaña entre antiguos y modernos

    Capítulo 1. Una enfermedad epidémica

    1. Entre el genio y la afectación

    2. Melancolía y salvación

    3. Anatomía de una enfermedad subversiva

    4. De la melancolía al spleen

    Capítulo 2. Antiguos, modernos y el gobierno de las pasiones

    1. William Temple y la Batalla de los Libros

    2. La región del spleen

    3. Jeremy Collier y la reforma de las costumbres

    4. Una excusa magnífica para muchas imperfecciones

    Capítulo 3. Los médicos modernos y el saber de los antiguos

    1. De la melancolía a los trastornos nerviosos

    2. Los médicos y la medicina

    3. William Stukeley y la anatomía del spleen

    4. Richard Blackmore y la clínica del spleen

    Capítulo 4. La construcción de un sufrimiento ortodoxo

    1. Modernidad protestante y melancolía

    2. La Iglesia de Inglaterra y el consuelo de la melancolía

    3. Sufrimiento ortodoxo y deber

    Capítulo 5. Entre el absurdo y la cura

    1. El moderno humor inglés

    2. La risa de Demócrito

    3. La risa de la razón

    4. La risa como cura de la melancolía

    Epílogo. Un mal intraducible

    Glosario crítico

    Bibliografía

    A Tomás, Margarita, Alejandra y Pipino

    Agradecimientos

    Quien tenga la temeraria aspiración de embarcarse en el estudio de tiempos pasados y tierras remotas deberá esperar una travesía larga, por momentos solitaria, no exenta de duelos y melancolías. Fue mi fortuna contar con la ayuda de numerosas personas que me guiaron a buen puerto y compensaron los tedios y pesares con risas y cariño. Y aunque unas pocas palabras poco valgan para pagar los favores recibidos, sirvan al menos de reconocimiento y muestra de gratitud.

    Nicolás Kwiatkowski es un maestro y un amigo extraordinario; su erudición e inteligencia sólo se comparan con su generosidad y buena predisposición. Fabián Campagne me transmitió en sus clases el interés por la historia de la modernidad temprana y, luego, acompañó con perspicacia y benevolencia mis investigaciones. Ellos dirigieron la tesis doctoral que originó este libro y me enseñaron casi todo lo que sé de este oficio.

    Desde el comienzo de mis indagaciones, los trabajos del profesor Angus Gowland fueron una referencia metodológica y erudita fundamental. Que aceptara escribir el prólogo de este libro es un honor y, sobre todo, un testimonio de su enorme generosidad.

    Guardo una gratitud especial hacia otros maestros que marcaron mi camino. José Emilio Burucúa, persona de una erudición y una generosidad proverbiales, me brindó consejos, comentarios y aliento en más de una oportunidad, y me invitó a publicar este libro en su colección. Al entrañable Rogelio Paredes le estaré siempre agradecido por sus enseñanzas y por animarme a convertir una mera curiosidad por la melancolía inglesa en un objeto de investigación. Miguel de Asúa revisó con amabilidad y rigurosidad mis argumentos sobre historia de la medicina. Claudio Ingerflom alentó mis investigaciones y me abrió las puertas de dos espacios tan estimulantes como el Centro de Investigaciones en Historia Conceptual y la Licenciatura en Historia de la Universidad Nacional de San Martín. Paula Seiguer, acaso quien más sepa sobre la historia del protestantismo británico en estas tierras, me dio ánimo a cada paso y leyó varias páginas de este libro con la agudeza y la bondad que la caracterizan.

    Durante estos años, otros colegas y amigos me han enseñado, leído, aconsejado y acercado materiales para mi melancólica tarea. En democrático orden alfabético, ellos son Eugenia Alves, Federico Amarilla, Federico Andrade, Federico Angelomé, Martín Baña, Juan Pablo Bubello, Elisa Caselli, Agustín Cosovschi, Diego Echezarreta, Gabriel Entin, Fabián Flores, María Juliana Gandini, Martín González, Agustina Gracia, Diana y Michael Honeybone, Ricardo Ibarlucía, Rodrigo Laham Cohen, Malena López Palmero, Lucas Margarit, Carolina Martínez, Pablo Pryluka, Paula Pico Estrada, Damián Rosanovich, Alan Rust, María Agostina Saracino, Roberto Sánchez, Cristiana Schettini, Silvina Vidal, Mariano Villalba y Fabio Wasserman. Las partidas tempranas de Eugenia Arduino y Francisco Soto me impidieron compartir con ellos este libro que también es fruto de su amistad y los intereses compartidos. Por más de una década, buena parte de lo que he escrito sobre estos temas atravesó la lectura implacable y afectuosa de mis amigos del Conventillo: Hernán Confino, Julián Delgado, Rodrigo González Tizón y Leandro Lacquaniti. También agradezco a Adrián Viale, amigo erudito y socio de innumerables proyectos, de quien aprendo a diario sobre este oficio. Ninguno de ellos es, por cierto, responsable de los errores u omisiones que haya cometido.

    La escritura de este libro fue posible gracias al apoyo del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que me otorgó una beca doctoral y otra postdoctoral para desarrollar mis investigaciones. La Universidad Nacional de San Martín, a través de la Escuela de Humanidades y la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, se convirtió en más de un sentido en un lugar de pertenencia. También la revista Rey Desnudo y el Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre el Pluralismo Religioso en la Argentina (GIEPRA) fueron espacios valiosos de formación.

    Por otra parte, quisiera extender mi reconocimiento al personal de la British Library, a Martin Cherry de la Library and Museum of Freemasonry y a Dustin Frazier Wood de la biblioteca de la Spalding Gentlemen’s Society. Sobre todo, esta investigación no hubiera sido posible sin la labor anónima de digitalizadores, clasificadores y desarrolladores de repositorios como Internet Archive, Google Books, Gallica, Early English Books Online y Eighteenth Century Collections Online, así como de otras bibliotecas digitales de origen más furtivo pero con fines no menos legítimos de democratización del acceso al conocimiento.

    Mi mayor agradecimiento es para mi familia y mis amigos que han apoyado mi curiosidad con amor y paciencia. Mi mamá, Noemí, mi papá, Juan, y mis hermanas, Laura y Claudia, festejaron mis logros y acompañaron mis frustraciones. Mis queridos sobrinos crecieron en la certeza de que su tío estudiaba cosas raras. Recuerdo con gratitud las charlas que llegué a tener con mi tío Pablo sobre esta investigación y las que todavía mantengo con mis tíos Hugo, Eddy y Clemy. Mis suegros, Graciela y Aníbal, y mis cuñadas, Leticia y Victoria (que transportó decenas de libros a través del Atlántico con bondad infinita), apoyaron con cariño y entusiasmo los intereses de esta extraña incorporación a su familia. A Toto, Espi, Moli y Willow, gracias por esa amistad perpetua que no sabe de tiempos ni distancias.

    Nadie puede exponerse a diario a melancolías ajenas y escapar a su atracción mimética sin el antídoto cotidiano del amor y la risa. Pipino ha sido un compañero fiel de caminatas y escrituras. Alejandra, my better half, es una colega que admiro, que me ayudó a pensar varios aspectos de este libro, pero es sobre todo mi amor y mi mejor amiga, quien me da ánimo en los momentos difíciles y me hace reír todos los días. Nuestro hijo Tomás, de quien aprendo cada día, me enseñó un amor sin límites y le devolvió la música a mi vida. Y la pequeña Margarita, que llegó a tiempo para las últimas correcciones, trajo aún más dulzura a nuestro hogar. A ellos dedico este libro y mi porvenir.

    Florida, enero de 2024.

    Nota al lector

    Este libro es una versión adaptada y corregida de la tesis doctoral que defendí en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en 2021. Durante el proceso de investigación, algunos de los argumentos que hoy reúne este libro fueron apareciendo en versiones preliminares en otras publicaciones. En todos los casos se trató de artículos que abordaban un tema o autor puntual, y que aquí he ampliado, corregido y reconsiderado en función de una trama más amplia. Así, pues, partes del Capítulo 2 formaron parte de un artículo en Magallanica. Revista de Historia Moderna (Vol. 3, No. 16, 2017) y de otro en el Boletín de Estética (Año XIV, No. 42, 2017-2018), el Capítulo 3 recupera argumentos de un trabajo en Figura. Studies on the Classical Tradition (Vol. 6, No. 2, 2018) y otro en Prohistoria (Año XXI, No. 30).

    Para comodidad del lector, pero también por motivos metodológicos que explicito en la introducción, elegí traducir todas las citas de fuentes primarias al castellano e incluir la versión original en nota al pie. También traduje las fuentes secundarias pero, en este caso, omití el texto original. Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones son mías. En la reproducción de las citas originales en las notas procuré, siempre que fue posible, preservar la grafía original incluyendo contracciones, mayúsculas e itálicas. También conservé la puntuación que, a menudo, cumplía una función retórica más que gramatical. Sin embargo, no mantuve estas marcas en la traducción porque no lo consideré necesario. Con respecto al texto bíblico, a excepción de los casos donde precisé consultar diversas versiones, que explicito oportunamente, empleé la King James Bible para las citas en inglés y la de Reina-Valera 1995 para las españolas.

    Durante el período que concierne a este libro y hasta la aplicación de la Calendar Act en 1752, Gran Bretaña utilizaba el calendario juliano. Además, en Inglaterra, Gales e Irlanda el año administrativo comenzaba el 25 de marzo, mientras que en Escocia lo hacía el 1 de enero. Para mantener fidelidad a los usos de las fuentes, las fechas están consignadas de acuerdo con el calendario juliano y, para mayor claridad, se toma el 1 de enero como inicio del año.

    Prólogo

    Angus Gowland

    Departamento de Historia

    University College London

    Desde que intentamos comprendernos como seres humanos, nos hemos enfrentado a nuestra vulnerabilidad al dolor psíquico. En la sociedad y cultura occidentales, desde las investigaciones filosóficas y médicas de los griegos en la antigüedad clásica hasta la emergencia de la medicina psiquiátrica profesional en el siglo XIX, las indagaciones sobre los trastornos mentales y emocionales giraron en torno de la melancolía. Durante siglos, a los médicos y filósofos que escribieron sobre ella se sumaron autores espirituales, moralistas, poetas y dramaturgos, quienes la vieron como un epítome de la fragilidad, la perversidad, la sensibilidad y a veces también del genio humanos. En ese tiempo, no es difícil detectar continuidades significativas, especialmente en la comprensión de los síntomas de la melancolía —que típicamente incluían miedo y abatimiento agudos— y en su conexión persistente con la soledad y el pensamiento. Pero cada época y cada espacio ha generado sus propias representaciones de la condición melancólica, conjugadas con características regionales y locales, que los historiadores han relacionado con los contextos políticos, religiosos y sociales en los que se produjeron. Las descripciones de la melancolía han cambiado en el tiempo y el espacio. Según cómo apliquemos los principios del historicismo a la comprensión de las enfermedades mentales, quizás podamos decir también que las experiencias de la melancolía han variado.

    En este libro, Andrés Gattinoni explora un episodio crucial de la historia de la melancolía en Occidente. Su elección de lugar —Gran Bretaña— y período histórico —la edad moderna temprana, o lo que los historiadores a veces llaman el largo siglo XVIII— es importante porque le permite abordar el fenómeno de la percepción de la prevalencia de un trastorno mental en una sociedad (o sociedades, si uno divide a Gran Bretaña en Escocia e Inglaterra) específica, al mismo tiempo que confrontar la cuestión de la relación entre la melancolía y sus formaciones pre-modernas y modernas. ¿De qué manera, entonces, el desarrollo de condiciones sociales y culturales particulares influyeron en las percepciones de la melancolía? Desde la antigüedad hasta el siglo XVI, grupos específicos —especialmente los socialmente respetables, que incluían filósofos, eruditos, poetas, artistas y príncipes— habían sido considerados por los médicos como especialmente susceptibles a ese mal, y se decía que ciertas subespecies de la enfermedad sólo afectaban a las mujeres. Sin embargo, aunque los factores climáticos habían sido incorporados mucho antes en el discurso médico, las percepciones sobre la melancolía generalmente trascendían las fronteras geográficas en Europa y no se la solía considerar como un problema de la nación. En el transcurso del siglo XVII, esto cambió. Mientras que la melancolía había sido vista antes como un fenómeno pan-europeo, ahora podía ser identificada como la aflicción característica de un solo país. Debido al conjunto complejo de razones que analiza aquí Gattinoni, Gran Bretaña llegó a ser vista como víctima de una epidemia de melancolía, junto con otros trastornos mentales y nerviosos estrechamente relacionados. Y en un período de desarrollo económico, cambio social y conflictos políticos acelerados, expresados y diseccionados por comentaristas que escribían en una cultura escrita vernácula cada vez más distintiva, esta epidemia fue asociada también con la transición a la modernidad.

    Como ilustra Gattinoni, la cultura religiosa reformada tuvo un papel central en esta percepción. La noción weberiana, que se origina en polémicas confesionales del siglo XVI, de que el protestantismo radical era responsable por niveles crecientes de presión interna y angustia, incluso al punto del suicidio, quizás ya no sea sostenible. Pero no puede haber dudas de que la teología reformada, combinada con el discurso médico, proveyó una parte importante del lenguaje y los conceptos para comprender el dolor psíquico y las enfermedades espirituales en Inglaterra y Escocia. También es claro que los polemistas religiosos, al buscar marginar y deslegitimar aquello que percibían como una amenaza a la ortodoxia anglicana, dieron al discurso médico una arista política en tanto asociaron el sectarismo y la disidencia con el entusiasmo melancólico. La religión era esencial, por lo tanto, para lo que el filósofo Stephen Toulmin describió como el nicho ecológico —el espacio intelectual y cultural en que la melancolía y otros trastornos relacionados eran identificados, teorizados y tratados— que ofreció el entorno para la creciente percepción de estas patologías y las hizo detalladamente significativas.

    En el centro de este análisis está el reconocimiento de la importancia fundamental del lenguaje para dar forma e incluso constituir la experiencia de la enfermedad mental. Durante el largo siglo XVIII en Gran Bretaña vemos una explosión lingüística en cámara lenta. El lenguaje médico, sedimentado aún con sentidos acumulados de las tradiciones griega, romana, árabe y europea medieval, se volvió cada vez más diverso y fragmentado. Males que antes se consideraban dentro de la amplia categoría de melancolía fueron descriptos entonces como enfermedades distintas, como la hipocondría, la histeria, el "spleen y los vapores", y doctrinas antiguas fueron reformuladas a la luz de explicaciones nuevas de los trastornos nerviosos. Las teorías médicas en desarrollo interactuaron no sólo con concepciones religiosas, sino también con una cultura literaria emergente, en la cual los valores modernos autosconscientes de civilidad, sensibilidad refinada y humor satírico se injertaron en el discurso moral clásico, para dar forma a modelos de literatura terapéutica para los males melancólicos de la nación moderna.

    Esta obra erudita y estimulante abre preguntas importantes. ¿La melancolía que sufrieron los antiguos griegos era esencialmente la misma condición que experimentaron los hombres y mujeres ingleses del siglo XVIII? ¿Cuál es la relación entre las formas pre-modernas y modernas de la melancolía, y sus múltiples derivaciones más recientes? ¿El Weltschmerz alemán, el ennui francés y la saudade portuguesa eran equivalentes a la melancolía europea anterior, o son condiciones distintivas arraigadas en culturales nacionales particulares? ¿Qué se ganó y qué se perdió con el triunfo gradual de los modelos médicos seculares de los trastornos mentales? ¿Hasta qué punto la historia de la melancolía se puede identificar con una historia del lenguaje melancólico? ¿Cuáles son las implicancias de esta historia compleja y cambiante para los intentos contemporáneos de comprender el territorio nebuloso de los trastornos mentales y el dolor psíquico? Como demuestra Gattinoni, estas preguntas están ancladas en el pasado pero siguen vigentes hoy en día.

    Introducción

    1. El mal de los ingleses

    Durante el siglo XVIII, numerosos viajeros europeos, sobre todo franceses, visitaron Gran Bretaña y registraron sus impresiones por escrito. Voltaire sería el más destacado, pero no fue el primero. En 1715, George-Louis Le Sage, un filósofo y médico protestante borgoñón, publicó en Ámsterdam un volumen con sus observaciones durante una estadía en Inglaterra entre 1710 y 1711¹. Allí reunía, de manera un poco desordenada, descripciones y comentarios sobre los partidos políticos, la religión, la educación o la reciente unificación con el reino de Escocia. Es que, para sus vecinos continentales, Gran Bretaña era un país curioso. Tras décadas de violentas guerras civiles y amargas luchas confesionales, había establecido un régimen político novedoso, que limitaba las prerrogativas de sus reyes y garantizaba la representación en el gobierno de las clases propietarias. Además, había instaurado la tolerancia religiosa para los protestantes de cualquier denominación y había puesto fin a la censura previa de la prensa en 1695. Era un imperio incipiente, donde el comercio colonial y la trata de esclavos adquirían cada vez mayor relevancia económica, y los sectores mercantiles disputaban con relativo éxito la hegemonía política a los terratenientes. Se trataba de un régimen oligárquico y profundamente desigual, pero a los ojos de muchos contemporáneos era una tierra de riquezas y libertades extraordinarias: una nación moderna que experimentaba con formas de organización política, religiosa y económica novedosas.

    Sin embargo, para muchos de esos mismos observadores, Gran Bretaña, y en especial Inglaterra, era una nación melancólica. Los ingleses tienen todos una inclinación a la melancolía, decía Le Sage². Ésta

    les hace abrazar y defender obstinadamente ciertos partidos y ciertas opiniones todos los días. Pero el efecto más triste de esta melancolía es el número prodigioso de aquellos de todas las condiciones que se ahorcan y se dan muerte todos los días³.

    Varios viajeros comentaron sobre esa predisposición particular. En otro libro, que se publicó en 1725 pero que registraba las observaciones de un viaje realizado a fines del siglo XVII, el pietista suizo-alemán Beat Ludwig von Muralt hizo un comentario similar al de Le Sage. Luego de describir el sórdido espectáculo de las ejecuciones de criminales en Tyburn, Muralt acotaba que los ingleses se dan la muerte a sí mismos tan fácilmente como la reciben. De hecho, decía, no era extraño oír sobre personas de ambos sexos que se despachan, como dicen ellos, generalmente por razones que nos parecen una nimiedad⁴. Con cínica ironía agregaba que antes se ahorcaban mucho; actualmente, la muerte más al uso es cortarse la garganta⁵. También Voltaire, hacia 1728, comentaba acerca de esta inclinación de los ingleses, que ellos atribuían al viento del este, y refería el testimonio de un famoso médico de la corte, quien decía que en los meses de noviembre y marzo, cuando ese viento soplaba más regularmente, se colgaban por docenas y una negra melancolía se extendía por toda la nación⁶. En 1745, el abad Jean-Bernard Le Blanc decía que los ingleses tenían un hábito melancólico que les impide estar jamás contentos con su suerte, y los hace del mismo modo enemigos de la tranquilidad y amigos de la libertad⁷. A fines del siglo, el dramaturgo español Leandro Fernández Moratín registraba en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra: Convienen todos en que el suicidio es muy común en Inglaterra: las circunstancias exaltan el temperamento melancólico de esta gente, y a fuerza de raciocinar, concluyen que es necesario matarse⁸.

    Muchos británicos compartían esa misma opinión. En 1712, el escritor y publicista inglés Joseph Addison consideraba a la melancolía una especie de demonio que asolaba la isla y, en 1733, el médico escocés George Cheyne se referiría a una serie de trastornos vinculados con esa enfermedad, precisamente, como The English Malady (el mal inglés). Varios de esos testimonios vinculaban la melancolía del pueblo inglés con su forma de gobierno y su cultura cívica, a las cuales veían como rasgos distintivos de su modernidad.

    Este libro trata sobre la relación entre melancolía y modernidad. Es un libro de historia, que se interroga por la génesis y el desarrollo de términos, conceptos y significados acerca de ambos fenómenos, así como también sobre las disputas en el marco de las cuales aquellos surgieron. Para hacerlo, se concentra en un contexto específico y acotado: Gran Bretaña entre 1660 y 1750. Allí, lo moderno era un asunto en disputa. Se discutían sus vínculos con la antigüedad, el lugar de la religión y el entusiasmo en una sociedad civilizada⁹ y la legitimidad de las nuevas formas de conocimiento. Por entonces, también, el viejo concepto de melancolía entró en crisis y dejó espacio para la proliferación de palabras y teorías nuevas que contribuirían a transformar los modos de entender y hablar de las enfermedades mentales. Era, finalmente, un período durante el cual los propios contemporáneos reflexionaron acerca de los vínculos entre melancolía y modernidad. De hecho, argumentaré que la noción del mal inglés surgió en buena medida como efecto de la búsqueda de un vocabulario para dar cuenta de una experiencia percibida como excepcional: la modernidad inglesa. Se trata, por lo tanto, de un marco fecundo para estudiar la relación entre ambos fenómenos, no a partir de categorías filosóficas o sociológicas construidas a posteriori, sino mediante un estudio histórico riguroso de sus primeras conceptualizaciones.

    2. Melancolía y modernidad

    ¿La modernidad causa melancolía? ¿La modernidad es en sí misma melancólica? Estas preguntas y otras similares aparecen frecuentemente en los diagnósticos sociales que hacen algunos profesionales de la salud y sociólogos¹⁰, en informes de agencias internacionales¹¹ y en los medios de comunicación¹². Quienes plantean estos interrogantes a veces recurren a nociones más recientes, herederas parciales de la historia semántica de la melancolía, como depresión, trastorno bipolar o trastorno de ansiedad. Y, a menudo, las vinculan con alguna característica distintiva de las sociedades modernas: el capitalismo, el desarrollo económico, la vida urbana, el individualismo, los hábitos sedentarios o el cambio tecnológico. Algunos filósofos y críticos literarios han querido ver a la melancolía o la depresión —en sus formas más leves— no como enfermedades, sino como disposiciones afectivas positivas para habitar, criticar e intervenir políticamente en la modernidad¹³. En su conjunto, estos abordajes expresan preocupaciones y concepciones diversas acerca de la salud y las enfermedades mentales, y también de la percepción del paso del tiempo, el cambio histórico y la velocidad de las transformaciones sociales.

    ¿Por qué la melancolía —una palabra cuya etimología delata inmediatamente un origen griego antiguo— tendría alguna relación con la modernidad? La pregunta plantea dos problemas históricos. Por un lado, cómo surgieron y se transformaron esos conceptos a lo largo del tiempo, y, por otro, qué tipo de representaciones se desarrollaron acerca del vínculo entre ambos fenómenos. Si bien se ha escrito mucho acerca de la historia de la melancolía —y el interés al respecto se ha renovado en los últimos años—, pocos historiadores se preguntaron por su vínculo con la modernidad. Además, quienes lo hicieron sólo tomaron uno de los dos conceptos como objeto de indagación histórica y al otro lo consideraron o bien como un dato, o bien como una categoría de análisis.

    Algunos autores estudiaron las transformaciones que introdujo la modernidad europea en la historia del pensamiento y vieron a la melancolía como un efecto espiritual, un epifenómeno de aquellas. Desde este punto de vista, la multiplicación de referencias a ella en las fuentes y el incremento de las meditaciones acerca de la mutabilidad de todas las cosas, la decadencia del mundo y el fin de los tiempos parecían verificar una epidemia de melancolía en Europa. Ésta habría derivado de las incertidumbres provocadas por la ciencia moderna, de la conmoción del orden que produjeron las transformaciones liberadoras del Renacimiento, de la crisis general del siglo XVII o del proceso de confesionalización¹⁴. Sin embargo, como se verá a lo largo del libro, la profusión de referencias a la melancolía no puede ser entendida como un reflejo automático de un estado de ánimo.

    Otros estudios, en cambio, indagaron en el desarrollo histórico de la idea de melancolía y cómo ella fue capaz de expresar los rasgos distintivos de la experiencia vital moderna. Eso supuso partir de una concepción a priori de cuáles eran esos rasgos. El ejemplo más notable es Saturn and Melancholy de Erwin Panofsky, Fritz Saxl y Raymond Klibansky. En sus consideraciones acerca del Renacimiento, desde Francesco Petrarca en adelante, los investigadores del Instituto Warburg se refieren al surgimiento de una noción moderna de genio vinculada con la melancolía y con una experiencia de vida excepcional de los artistas renacentistas¹⁵. De la situación intelectual del humanismo —es decir, de la conciencia de libertad experimentada con un sentido de tragedia—, decían, surgió una noción del genio que más urgentemente que nunca demandaba emanciparse en la vida y en las obras de los estándares de moralidad ‘normal’ y de las reglas comunes del arte¹⁶. Esta perspectiva resultó muy influyente. Margot y Rudolf Wittkower la profundizaron en su estudio del genio. Allí, por ejemplo, describían la melancolía del pintor y monje flamenco Hugo van der Goes como consecuencia de la contradicción entre el mandato de austeridad monástico y el ejercicio de un arte que le confería fama y privilegios excepcionales¹⁷. Por su parte, José Emilio Burucúa encontró en los paratextos de la Anatomy of Melancholy de Robert Burton los orígenes de una sensibilidad moderna acerca de la melancolía como una estructura psíquica, transida de la contradicción entre el deleite y la amargura, que es la respuesta a la frustración de un proyecto o sueño de actividad transformadora en el mundo¹⁸.

    Los primeros trabajos de los miembros del Instituto Warburg también influenciaron a Walter Benjamin, quien reflexionó en diversas oportunidades acerca de la relación entre melancolía, modernidad y conciencia histórica. En su estudio sobre el Trauerspiel, en sus análisis sobre el spleen de Baudelaire y en otros ensayos más breves llamó la atención sobre la dimensión afectiva de la relación con el pasado y sobre la capacidad de la melancolía de reponer el sentido profundo de la experiencia empobrecida por el desarrollo de la técnica¹⁹. En las últimas décadas, el renovado interés en sus obras contribuyó a la producción de nuevas reflexiones estético-filosóficas acerca de la melancolía y su papel en la literatura modernista, las vanguardias artísticas, la resistencia a la cancelación del futuro en el realismo capitalista o el duelo por la derrota del comunismo²⁰.

    En el contexto académico latinoamericano, otro autor que se ha preocupado por la relación entre melancolía y modernidad es Roger Batra. El antropólogo mexicano interpretó a la melancolía como una estructura mítica de alto poder metafórico: un modelo abstracto que permitía explicar el sufrimiento mental y, a la vez, dar sentido a una experiencia íntima e individual. Esa dimensión metafórica, capaz de tender puentes entre el microcosmos del sujeto y el macrocosmos social, habría sido la principal supervivencia de la melancolía en la cultura moderna e, incluso, en el discurso científico²¹. En un libro más reciente, el autor sostuvo que la modernidad recibe y absorbe a la vieja melancolía²². Desde su punto de vista, la presencia generalizada de este mal en la actualidad se asocia, al igual que en el Renacimiento y el Romanticismo, con una crisis en el sentido de la historia y la percepción de una realidad fracturada e incoherente. Ante eso, señala en tono benjaminiano, la melancolía envuelve con su aura negra los fragmentos, los ilumina a todos con una luz saturnina y, con ello, les da una apariencia de unidad²³.

    Todos estos trabajos suponen formas distintas de abordar la relación entre melancolía y modernidad que no son excluyentes entre sí y que coinciden, antes que nada, en afirmar que tal vínculo existe. Sin embargo, las dificultades se advierten al intentar reconciliar la diversidad de contextos históricos a los que hacen referencia: de la Italia de Petrarca en el siglo XIV al París de Baudelaire en el XIX, o desde la Europa anterior a la Paz de Westfalia hasta la de entreguerras. Cabe preguntarse si hablan de la misma modernidad y la misma melancolía.

    La historia intelectual de la melancolía se caracteriza por varios renacimientos: redescubrimientos sucesivos de un saber acumulado por siglos, que despierta la curiosidad y la creatividad de pensadores y artistas. Basta pensar en Marsilio Ficino y su recuperación de Platón y Aristóteles en el De vita libri tres (1480-1489) o en la exhaustiva recopilación erudita de Robert Burton en la Anatomy of Melancholy (1621). Max Pensky comentó que cada época, cada discurso, aparentemente, puede reclamar ser el que representa el corazón de la melancolía²⁴. Así, hay autores que han afirmado que el Renacimiento es la era dorada de la melancolía²⁵ y otros que han dicho lo mismo sobre el Barroco²⁶. De hecho, las obras mencionadas de los primeros miembros del Instituto Warburg y de Benjamin pueden enmarcarse en un nuevo Nachleben de la melancolía en la Europa de entreguerras, que también tuvo su manifestación en las vanguardias artísticas, especialmente italianas y alemanas²⁷. Sin embargo, estas vueltas a la vida sucesivas no fueron siempre iguales entre sí. Este es uno de los argumentos centrales de este libro: que entre la acedia de Petrarca y el spleen de Baudelaire mediaron una serie de transformaciones sustanciales en los sentidos acerca de la melancolía que dificultan su equiparación.

    El concepto de modernidad presenta dificultades aún mayores para los estudios históricos, pues en él se superponen en tensión estratos de significado producidos por actores del período estudiado y diversas elaboraciones teóricas posteriores surgidas de las humanidades y las ciencias sociales. A lo largo del siglo XX hubo reflexiones y debates muy intensos sobre el asunto que se concentraron en distintos aspectos: el desencantamiento y la racionalización del mundo²⁸, la idea de progreso —ya sea como secularización de la escatología cristiana o como una concepción del tiempo legítimamente novedosa²⁹—, o la existencia de una experiencia distintiva del cambio histórico³⁰, sólo por nombrar algunos. Todos estos sentidos forman parte del concepto de modernidad y vienen acompañados, además, de sus cronologías y sus umbrales. ¿Cuándo empieza la modernidad? ¿Con el Renacimiento, la conquista de América, la imprenta, la Reforma, el capitalismo, la Revolución Científica, la Ilustración, la industrialización o la Revolución Francesa? Si la lista tiende a prolongarse indefinidamente es porque, como advirtió Marshall Berman, uno de los rasgos característicos de la experiencia moderna es que las personas que se encuentran en el centro de esta vorágine son propensas a creer que son las primeras, y tal vez las únicas, que pasan por ella³¹.

    Frente a tal complejidad, la solución menos satisfactoria es asumir al concepto como autoevidente y suponer que autor y lector comparten criterios acerca de qué es la modernidad. Más peligroso aún para el trabajo que aquí se propone sería imaginar una comunidad de sentido entre el historiador y sus fuentes³². Al respecto, John Pocock ha señalado que el término "modernity no era muy utilizado en el siglo XVIII, pero sí lo era el adjetivo modern, aunque aún no había dado a luz a un sustantivo abstracto u alcanzado la peligrosa dignidad de un concepto³³. Esto no quiere decir, como muestra este autor, que no existiera una percepción de historicidad: de vivir en una época cualitativamente distinta de las anteriores, calificada como moderna". Pero esa época no era concebida del mismo modo que lo sería en los siglos XIX y XX.

    Este es, por lo tanto, un estudio de la relación entre melancolía y modernidad a partir del vocabulario y los sentidos disponibles entre 1660 y 1750. Esto implica reconocer que ninguno de los dos términos era unívoco ni existía un consenso sobre su significado, sino que eran objetos que podían ser apropiados con fines polémicos diversos. La palabra modernidad aquí, entonces, no se emplea como un concepto con los atributos que adquirió en los últimos doscientos años, sino como una forma de denominar aquellos tiempos modernos que los británicos de fines del siglo XVII y principios del XVIII empezaban a percibir como distintos de otros anteriores. Se trata, entonces, de entender los sentidos del ser moderno y la melancolía para ellos, más que para nosotros. Pues de esa comprensión puede brotar una mirada crítica sobre los diagnósticos actuales de los males del siglo.

    3. Significados y usos de la melancolía

    Toda historia es una apuesta interpretativa: un esfuerzo por comprender mejor un problema, poniendo el foco en un aspecto que otras historias anteriores dejaron en penumbra. La de la melancolía ha sido narrada muchas veces. Por erudición y elocuencia, Saturn and Melancholy de Klibansky, Panofsky y Saxl se convirtió en una referencia ineludible y, en buena medida, estableció el relato convencional. Desde entonces, otros estudios generales que partieron, sobre todo, de la historia de la literatura o de la medicina relativizaron la centralidad que tenía en Saturn and Melancholy la tradición peripatética que vinculaba la melancolía con el genio e incorporaron información valiosa sobre autores y períodos no trabajados por ellos, pero preservaron en buena medida la narración básica³⁴. Por su amplitud temporal, estas historias generales se ven obligadas a seleccionar testimonios que resultan relevantes a partir de una mirada retrospectiva y, como consecuencia, tienden a reproducir un recorrido geo-temporal convencional donde Europa occidental permanece como centro de gravedad: comienzan en la Grecia antigua, algunos se ocupan de los médicos árabes medievales como custodios del saber clásico y, a partir del Renacimiento, se concentran en Italia, Francia, Alemania y Gran Bretaña. Por otro lado, suelen rastrear el despliegue de la idea de melancolía a lo largo de los siglos como una sucesión de sentidos evolutiva y poco conflictiva³⁵. Así, dejan de lado los contextos y las disputas particulares en los cuales los enunciados adquieren sentido. Al respecto, Angus Gowland sostuvo que, aunque existen muchos estudios sobre los aspectos no médicos de la melancolía, se le ha prestado poca atención sostenida a los contextos específicos en los cuales esos aspectos se vuelven significativos, o a las variedades de usos que se le dio al concepto de melancolía en esos contextos³⁶.

    Contemplar esos relatos generales desde un rincón acotado del espacio-tiempo tiene sus límites, pero también ofrece otras posibilidades. La apuesta de este libro es observar la melancolía y su vínculo con la modernidad desde un enfoque doble: sincrónico y diacrónico³⁷. El enfoque sincrónico supone prestar atención a los contextos en los cuales los términos eran usados no sólo para describir la realidad sino también para intervenir en ella³⁸. Es una perspectiva pragmática que toma en cuenta la dimensión polémica de los enunciados, es decir, el modo en que los sujetos se apropian de palabras, significados, topoi e imágenes, en el marco de luchas de representación en las cuales se definen identidades colectivas, se disputan los límites legítimos de campos sociales y se construyen tradiciones selectivas en función de las cuales interpretar la historia³⁹. Desde este punto de vista es posible ver a la melancolía, al mismo tiempo, como una arena de disputas y como un arma conceptual de combate (Kampfbegriff)⁴⁰.

    Si el contexto inmediato es especialmente significativo para dar cuenta de los usos del vocabulario de la melancolía, el análisis histórico no puede limitarse a esa dimensión y al presente de la enunciación, porque el acto de habla opera sobre universos significativos construidos en un plazo mucho más amplio. Esto es especialmente cierto en el caso de la melancolía: una palabra nacida en Grecia hace más de dos milenios, que se transliteró al alfabeto latino y de allí se exportó a las lenguas vernáculas casi sin alteraciones⁴¹. Sin embargo, como decía Marc Bloch, para desesperación de los historiadores, los hombres no tienen el hábito de cambiar de vocabulario cada vez que cambian de costumbres⁴². La persistencia de un vocablo a lo largo del tiempo no es indicador de una continuidad de significado ni de experiencia. De allí la necesidad de una mirada diacrónica que sea capaz de observar en los conceptos la contemporaneidad de lo no-contemporáneo. Es decir, atender a los estratos de sentido procedentes de períodos históricos distintos que los componen⁴³.

    Este libro propone que entre 1660 y 1750 se produjo una crisis del concepto de melancolía y surgió un vocabulario nuevo. Esto supone tomar en consideración no sólo los usos y significados de uno o más términos por separado, sino las relaciones entre ellos. La unidad de análisis no será, entonces, la palabra o el concepto, sino el objeto discursivo de la melancolía. De modo similar a cómo Michel Foucault consideró la locura, la melancolía puede ser vista como un objeto construido por una variedad de discursos: médicos, teológicos, literarios y filosóficos⁴⁴. Ese objeto incluía el concepto de melancolía, pero también otros como spleen, vapours, hypohondria, etcétera. Todos integraban el mismo campo semántico, pero los tipos de relaciones entre sí eran inestables: en distintos contextos podían ser de sinonimia, hiponimia o meronimia. Cada concepto implicaba diferentes definiciones e ideas sobre cómo tratarlos. Además, el objeto estaba conformado por tópicos recurrentes, como la asociación de la melancolía con el genio o su vínculo con el entusiasmo.

    Más específicamente, propongo pensar la melancolía como un objeto polémico: un objeto discursivo que era, al mismo tiempo, escenario de disputas y arma retórica. Durante la modernidad temprana no existía un consenso estable sobre la definición de la melancolía, su origen, cómo debía tratarse, si tenía algún tipo de relación con lo trascendente y, en tal caso, cuál. Esa inestabilidad semántica alcanzó un punto crítico en el período que abarca este libro, cuando se abandonaron las teorías antiguas sobre la enfermedad y se multiplicaron las explicaciones y los nombres nuevos para el fenómeno. Esta pluralidad de sentidos contradictorios procedentes de momentos históricos diferentes producía una ambigüedad: en distintos contextos, caracterizar a una persona como melancólica (o esplenética, o vaporosa, o hipocondríaca) podía ser un insulto o un elogio. Es decir que, en tanto el objeto discursivo de la melancolía era un escenario de disputas por el sentido, podía ser empleado como un arma retórica (aunque no siempre lo era). Esto supone, claro, un distanciamiento significativo con respecto a la propuesta foucaultiana pues, allí donde el filósofo se preocupaba por las determinaciones extra-subjetivas que establecían las condiciones de aparición y dispersión de enunciados, a mí me interesan, en cambio, los usos y apropiaciones que los sujetos hacían del objeto discursivo en un contexto específico y con unos fines particulares.

    4. Experiencia y traducción

    Desde la Antigüedad hasta el día de hoy, la palabra melancolía se ha preservado sin más cambios que su transliteración a las lenguas vernáculas y alguna variación ortográfica. Además, a lo largo de esa extensa historia hubo una serie de tópicos recurrentes, como la asociación de la melancolía con el genio o, en tiempos más recientes, con la forma de vida en las ciudades modernas. Ante la pregunta de cómo explicar estas continuidades de tan largo plazo, las respuestas podrían orientarse hacia dos posturas extremas: una universalista y otra constructivista.

    En el primer caso, se puede pensar que se está ante un hecho natural: que determinadas condiciones objetivas de vida producen un mismo tipo de experiencia psicofísica que a lo largo del tiempo ha sido entendida de formas distintas pero que, en última instancia, preservan una identidad por tratarse de un único fenómeno universal. Así, algunos autores, como el psiquiatra Stanley Jackson, afirmaron que es posible escribir la historia de la melancolía como la de un síndrome clínico y concentrarse en la descripción de los síntomas y los signos en vez de en los nombres atribuidos a ellos. Desde su punto de vista, entonces, no solamente es posible ver una continuidad de largo plazo en la melancolía, sino que existe una notable consistencia y una notable coherencia del núcleo básico de síntomas entre aquella y lo que actualmente se define como depresión⁴⁵.

    La explicación opuesta, en cambio, supondría que se trata de un constructo cultural que se transmite y se transforma a lo largo de los siglos, independientemente de cualquier sustrato fisiológico. Jean Starobinski, por ejemplo, planteó que "bajo la aparente continuidad de la [palabra] melancolía, los hechos a los que se hace alusión varían considerablemente"⁴⁶ y que el paciente padece un mal, pero también lo construye, o lo recibe de su entorno, pues la enfermedad es un hecho cultural, y cambia con las condiciones culturales⁴⁷. Evelyn Pewzner, a partir de la psicología transcultural, sostuvo que las expresiones psicopatológicas de la melancolía lejos de ser idénticas en todas partes, presentan diferencias notables según las áreas culturales en las que se observan⁴⁸. Roger Bartra, por su parte, argumentó que el canon de la melancolía es una estructura simbólica análoga a un mito, cuyas transformaciones en la larga duración podrían explicarse desde una perspectiva evolucionista⁴⁹. Finalmente, Jackie Pigeaud sostuvo que la melancolía reveló al hombre como ser complejo, que sufre por el ensamblaje entre cuerpo y alma, y que por eso es una enfermedad de cultura y enfermedad culturizante⁵⁰.

    Por cierto, ninguno de estos autores propone un universalismo o un constructivismo extremo y reduccionista que cargue las tintas únicamente sobre la naturaleza o la cultura. Pigeaud, por ejemplo, se cuida de decir que bajo el concepto de melancolía existe una realidad patológica. Sin embargo, esta clasificación esquemática permite exponer los límites de un abordaje que presuponga un divorcio entre las construcciones simbólicas y la experiencia de la melancolía. Esta cuestión se vincula con la pregunta más amplia respecto de la relación entre el lenguaje (o las representaciones en general) y la experiencia afectiva.

    El tema, por supuesto, no es nuevo pero en las últimas dos décadas ha estado en el centro de las reflexiones de los historiadores de las emociones⁵¹. Ellos han buscado explicaciones que superen las dicotomías simplistas entre universalismo y constructivismo social o, más en general, entre naturaleza y cultura⁵². Es que, independientemente de la diversidad de enfoques y teorías, la condición de posibilidad de una historia de las emociones —y el consenso básico de sus practicantes— es que la experiencia emocional no es un fenómeno universal y puramente biológico, sino que interactúa de diversas maneras con pensamientos, ideas, creencias, hábitos, etcétera. Por eso, desde sus inicios, la historia de las emociones se preocupó por el lenguaje⁵³. William Reddy, por ejemplo, buscó un modo de trascender aquella dicotomía en la filosofía de John L. Austin. Propuso que existen unos enunciados, que llamó emotivos (emotive), que no son meramente constatativos ni performativos, que implican una traducción verbal de una realidad que existe más allá del lenguaje pero, a la vez, intervienen en ella y, así, permiten gestionar, explorar y navegar los sentimientos⁵⁴. Thomas Dixon, que estudió la evolución de las nociones de emoción y altruismo, enfatizó que el surgimiento de términos nuevos o de sentidos novedosos para palabras viejas puede alterar el modo en que las personas imaginan, experimentan y entienden sus vidas y que el vocabulario de las emociones tiene una dimensión reflexiva pues no sólo explica ciertos fenómenos, sino que les da forma y color⁵⁵.

    Sin embargo, ni las emociones ni su estudio se reducen a un problema del lenguaje, por eso otros autores han investigado el tema desde el punto de vista de las representaciones visuales, las prácticas, los sentidos, el género, la cultura material y la corporalidad⁵⁶. Esto llevó a Margrit Pernau e Imke Rajamani a sugerir que la historia de las emociones puede ofrecer a la historia conceptual un modelo teórico más sofisticado para explicar la producción semántica más allá del lenguaje en sentido estricto⁵⁷. El eje central de ese modelo es la traducción, que no implica la búsqueda de equivalencias de sentido pre-establecidas, sino una instancia creativa de negociación de la diferencia⁵⁸.

    La traducción es un aspecto crucial de este libro. Por un lado, porque plantea la pregunta de qué se puede traducir y qué no. Salman Rushdie escribió: para desentrañar una sociedad, mira sus palabras intraducibles⁵⁹. La traducibilidad de los conceptos afectivos o las pretensiones de excepcionalidad melancólica son una clave para conocer una determinada cultura: cómo se ven a sí mismas las personas que la comparten, qué aspectos valoran de ella, cuáles lamentan. En distintos contextos históricos, un colectivo creyó ser más melancólico que otros o tener un tipo de melancolía distintiva. En la Gran Bretaña del siglo XVIII se hablaba del mal inglés, pero en otros momentos fue posible referirse a una melancolía española, rusa o porteña. A su vez, algunas comunidades lingüísticas poseen términos que designan estados afectivos y que consideran intraducibles: saudade, morriña, Weltschmerz, enui, spleen, etcétera. Esto conduce nuevamente a la relación entre lenguaje y experiencia: ¿el hecho de que un concepto sea intraducible implica que la experiencia que comunica también lo es?

    La traducción no es una mera necesidad práctica, sino una herramienta de investigación. No se trata simplemente de que la historia implica una traducción entre pasado y presente⁶⁰, sino de que la transposición lingüística es en sí misma un instrumento de conocimiento. Umberto Eco afirmó que la traducción es siempre un desplazamiento, no entre dos lenguas, sino entre dos culturas⁶¹. Es un modo de poner en evidencia la diferencia. Según Peter Burke, esto es así porque la traducción supone un proceso de descontextualización y recontextualización, donde siempre hay algo que se pierde y que se puede analizar para establecer distinciones entre culturas⁶². Barbara Cassin, siguiendo a Wilhelm von Humboldt, sostuvo que se necesitan por lo menos dos lenguas para hablar una, y saber que es una lengua lo que hablamos, puesto que hacen falta dos para traducir⁶³. Esto recuerda la afirmación del historiador Ashin Das Gupta de que sin salir de la India, uno no puede explicar la India⁶⁴. El punto de partida de la traducción es la no comprensión, la cual procede de la confrontación de campos semánticos, sintaxis, herencias culturales e, incluso, equivocidades no superponibles⁶⁵. Es una práctica que supone el extrañamiento, ese antídoto eficaz contra el riesgo de dar por descontada la realidad del que habló Carlo Ginzburg⁶⁶.

    Este libro estudia, entonces, la relación entre melancolía y modernidad partiendo de las palabras, los conceptos y las representaciones disponibles en un contexto histórico particular, el de Gran Bretaña entre 1660 y 1750. El análisis busca dar cuenta de cómo en los usos concretos de esos objetos simbólicos se activaban y resignificaban estratos semánticos procedentes de distintos tiempos históricos en función de agendas polémicas específicas. Finalmente, propone una discusión acerca de la relación entre el cambio en el vocabulario y las ideas de la melancolía y la experiencia afectiva de la modernidad.

    5. Gran Bretaña entre antiguos y modernos

    Entre la Restauración de la monarquía inglesa en 1660 y mediados del siglo XVIII, confluyeron en Gran Bretaña dos procesos históricos: una disputa por el sentido, las características y la legitimidad de los tiempos modernos, y una transformación en las formas de entender y designar la melancolía. Esa confluencia tuvo lugar en una serie de espacios y prácticas sociales nuevos, que surgieron en ese período.

    A partir de la Restauración, comenzó a construirse un consenso en torno a la necesidad de conjurar para siempre el peligro de la guerra civil y edificar un orden político estable y duradero⁶⁷. El objetivo no era fácil de conseguir. Testimonio de ello son los sucesivos conflictos para asegurar la sucesión protestante, la hegemonía del Parlamento y la lealtad de los jacobitas⁶⁸. Si una faz de este proceso fue el establecimiento de un estado fiscal-militar cada vez más poderoso y de mecanismos violentos de represión y disciplinamiento para asegurar el imperio de la ley, la propiedad privada y la disponibilidad de mano de obra⁶⁹, la otra fue la conformación de una esfera pública que permitiera tramitar el disenso político, religioso y filosófico sin recurrir a las armas. Ésta se gestó en el marco de espacios de sociabilidad novedosos como los clubes, las asociaciones, las casas de café y las mesas de té —que no hicieron sino multiplicarse después de la Revolución Gloriosa de 1688— y mediante el desarrollo de una prensa periódica cuya circulación creció notablemente luego de la expiración de la Ley de Licencias en 1695⁷⁰. En esos ámbitos se forjó lo que Lawrence Klein denominó una cultura de la civilidad (culture of politeness)⁷¹: un programa ético, estético y epistemológico que buscaba reformar los modos de comportamiento, recuperar la naturaleza social del hombre que la guerra civil había puesto en duda y consagrar al comercio —que en el vocabulario de la época hacía referencia al intercambio tanto en su dimensión económica como social— como el nuevo estándar de la sociabilidad⁷². En este contexto, como se verá, la consagración de la conversación como ideal de convivencia e intercambio afectó la valoración de la melancolía como un estado que propiciaba el aislamiento y la incomunicación.

    Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la sociedad británica se transformó de manera muy significativa, por lo que es posible establecer allí un límite en el período de análisis. Amén de procesos generales bien conocidos como la revolución industrial, la derrota del último alzamiento jacobita en la Batalla de Culloden de 1746 o la nueva hegemonía imperial que siguió al triunfo británico en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), se produjeron una serie de cambios más específicos que afectaron las formas de entender y representar a la melancolía. Entre ellos cabe destacar, por un lado, el surgimiento de una cultura de la sensibilidad, que se caracterizaba por una preocupación e interés crecientes en las emociones y que se expresó, especialmente, en las novelas sentimentales de autores como Samuel Richardson, Henry Mackenzie o Jane Austen, pero que repercutió también en las ideas y representaciones sobre la religión, la sexualidad o la esclavitud, entre otros temas⁷³. Por otro lado, durante la segunda mitad del siglo XVIII se produjeron cambios significativos en las formas de entender y tratar las enfermedades mentales. Estos estuvieron vinculados, por un lado, con el surgimiento de un segmento específico de médicos especializados exclusivamente en salud mental y, por otro, con la proliferación en todo el país de asilos privados que experimentaron con nuevas técnicas terapéuticas. Entre ellos, el más conocido sería el York Retreat, fundado a fines del siglo por el cuáquero William Tuke, pionero del tratamiento moral⁷⁴.

    Dentro de este marco histórico general, hay un contexto específico en el que es preciso detenerse: la Querella entre los Antiguos y los Modernos. Este es el nombre con el que se conoce una discusión sobre los méritos relativos de la civilización grecorromana clásica y la europea contemporánea que se desarrolló en ambas márgenes del canal de la Mancha en la segunda mitad del siglo XVII. Lejos de ser una disputa aislada, los argumentos de los contendientes abrevaban en debates que se habían librado con anterioridad tanto en Inglaterra como en el continente y, a su vez, serían retomados en escaramuzas posteriores.

    La llamada Querelle des anciens et des modernes se inició en París en enero de 1687, cuando Charles Perrault leyó su poema Le Siècle de Louis le Grand ante la Academia Francesa. Allí comparaba favorablemente los logros de la época de Luis XIV con aquellos de tiempos del emperador Augusto. Este episodio desató un conflicto abierto entre dos partidos que se venían formando desde algunos años antes: los Modernos, cercanos a la Corona y defensores de los méritos intelectuales de su tiempo, y los Antiguos, humanistas más autónomos que se erigieron en paladines de las virtudes clásicas. Entre estos últimos se encontraban Nicolas Boileau, Jean Racine, Jean de La Fontaine y Jean de La Bruyère, mientras que junto a Perrault se alineaban Bernard de Fontenelle y Jean Desmarets de Saint-Sorlin.

    En 1690, parcialmente inspirado por los desarrollos continentales, William Temple publicó An Essay Upon Ancient and Modern Learning, e inició así las hostilidades en el teatro de operaciones inglés⁷⁵. El ensayo esgrimía una defensa de los Antiguos con énfasis en sus formas de conocimiento y en las letras clásicas. Entre estas últimas, y un poco al pasar, el autor destacaba como ejemplos de la mejor y más antigua literatura a las Fábulas de Esopo y las Epístolas de Falaris. La respuesta demoró cuatro años pero fue contundente. En 1694, William Wotton, un joven prodigio y miembro de la Royal Society, publicó un libro entero en contra del texto de Temple, Reflections Upon Ancient and Modern Learning, donde hacía una apología de las artes y las ciencias modernas⁷⁶. Al año siguiente, estimulada por los elogios dispensados por Temple, vio la luz una nueva edición de las Epístolas de Falaris a cargo de Charles Boyle, un joven estudiante de Christ Church, Oxford. El prólogo de la publicación incluía una acusación a Richard Bentley —erudito, teólogo natural y bibliotecario del Palacio de St. James— por haber impedido el acceso a unos manuscritos de las Epístolas. En 1697, a pedido de Wotton, Bentley escribió A Dissertation upon the Epistles of Phalaris —que fue publicada como apéndice en la segunda edición de las Reflections— donde demostraba mediante la crítica filológica que las Epístolas eran espurias⁷⁷. Mientras los ataques cruzados entre Boyle y Bentley continuaban, Jonathan Swift, secretario de Temple, escribió un relato satírico de la confrontación que sería publicado recién en 1704: A Full and True Account of the Battel Fought last Friday, Between the Antient and the Modern Books in St. James’s Library⁷⁸. La destreza literaria de Swift y la fama de su texto legarían a la posteridad un relato desembozadamente parcial de los acontecimientos y un nombre para inmortalizar el frente inglés de la querella: La Batalla de los Libros⁷⁹. Sir William, por su parte, era renuente a escribir una nueva respuesta. Finalmente lo hizo, aunque ésta sólo sería publicada póstumamente por Swift⁸⁰.

    La Batalla de los Libros produjo, en palabras del satirista irlandés, riachuelos de tinta que siguieron corriendo por años luego de la muerte de Temple⁸¹. Después de aquellas escaramuzas, la querella continuó en otros frentes: las discusiones sobre los poemas homéricos y la traducción de La Ilíada de Alexander Pope; la controversia de los escenarios en torno a la moralidad del teatro inglés; la disputa de Richard Blackmore con los dramaturgos de Covent Garden o los conflictos en la corporación médica por la autoridad y la vigencia de la tradición hipocrático-galénica.

    La historiografía sobre la Querella también abrió cauce a ríos de tinta que, como advirtió Nicolás Kwiatkowski, siguieron un derrotero similar a otros estudios como el de la historia de la idea de progreso. Si en un primer momento se consideró a la Querella como una etapa crucial del desarrollo intelectual de la modernidad, la tendencia revisionista de las últimas décadas del siglo XX contribuyó a minimizar su relevancia mediante la búsqueda de orígenes más antiguos y describiéndola como una tempestad en una tetera⁸².

    Los primeros estudios sobre el debate de fines del siglo XVII lo caracterizaron como un momento heroico de emancipación del pensamiento respecto de la autoridad de los clásicos, que preparó el terreno para la Ilustración⁸³. Desde temprano se advirtió que varios de los argumentos esgrimidos tenían antecedentes en el Renacimiento⁸⁴. En Inglaterra, éstos se encontraban en las obras de Francis Bacon y en la disputa entre Godfrey Goodman y George Hakewill acerca de la decadencia del mundo⁸⁵. Sin embargo, a partir de la década de 1980, con la creciente desconfianza en el progreso, las indagaciones sobre los prolegómenos comenzaron a desdibujar el efecto disruptivo que había tenido la defensa de la modernidad en el pensamiento occidental⁸⁶. Los trabajos de este período se concentraron en los efectos que tuvo la Querella en los modos de entender la historia y la crítica literaria, así como su papel en el establecimiento de las bases para la distinción moderna entre artes y ciencias⁸⁷.

    Por entonces, Joseph Levine invirtió el énfasis de las miradas anteriores y argumentó que el eje articulador de la Batalla de los Libros no era el futuro sino la historia: los usos del pasado y los métodos para aprehenderlo. Según el autor, la novedad del episodio inglés fue la oposición entre wits y scholars. Es decir, entre, por un lado, los cultores de la retórica, las bellas letras, el saber civilizado (polite) y la historia como magistra vitae y, por el otro, los filólogos, anticuarios y filósofos naturales⁸⁸.

    En los últimos años, el interés en el tema no ha menguado. Nuevas publicaciones han indagado especialmente en la Querelle y enfatizaron la necesidad de entenderla en un contexto europeo⁸⁹. François Hartog hizo un aporte valioso al plantear la necesidad de atender al impacto de la confrontación con alteridades extra-europeas y sostener que la disputa entre antiguos y modernos debe ser estudiada en relación con una tercera categoría: la de los salvajes⁹⁰. De este modo, la historiografía reciente ayuda a descentrar temporal y geográficamente los acontecimientos de la Querella y la Batalla de los Libros al poner de relieve los antecedentes y la circulación de ideas y textos que les dieron lugar. Sin embargo, al mismo tiempo, estos estudios tienden a difuminar sus especificidades y sus vínculos con el contexto histórico más inmediato en el cual surgieron los debates. Por otro lado, estas contribuciones han ampliado el conocimiento sobre las concepciones del tiempo y los valores puestos en juego en la Querella, así como también han descripto detalladamente los aspectos de la modernidad que eran criticados o elogiados en uno u otro bando. No obstante, la historiografía no ha mostrado el mismo interés por sistematizar a partir de esa información cómo se concebía a la época moderna en cada refriega en particular⁹¹.

    En este libro pienso a la Querella como un contexto cultural específico. Este enfoque se ubica en el medio de dos extremos: aquel que considera ese conflicto como una dinámica universal o, al menos, recurrente, que puede encontrarse en múltiples períodos históricos y espacios geográficos; y el que se limita al acontecimiento puntual del debate filosófico-literario de la Batalla de los Libros. Desde mi punto de vista, este episodio particular se insertaba en ese contexto cultural más amplio atravesado por la necesidad de procesar los cambios profundos de la historia reciente británica y la percepción de una excepcionalidad con respecto a los otros países europeos y al lugar que comenzaban a adquirir el comercio colonial y el mercado financiero en su economía. Ese contexto no era un mero telón de fondo, sino que constituía un marco de referencia casi ineludible para los autores del período, incluso cuando no intervinieran explícitamente en la Batalla de los Libros. Era un universo de sentido suficientemente relevante como para imponer a los contemporáneos la necesidad de distinguir entre autoridades antiguas y modernas y, en muchos casos, el imperativo de explicitar una postura acerca de los méritos de unos y otros.

    Además, me interesa realizar un aporte al estudio de la querella al enfatizar la diversidad de posturas que podían convivir y entrar en conflicto dentro de cada uno de los bandos en disputa. Al alejarse del núcleo de contendientes bien definido de la Batalla de los Libros, se advierte que no existía un único modo de ser antiguo o moderno. Este aspecto fue hasta cierto punto anticipado por Levine. Él sostuvo que hacia 1700 era posible distinguir dos tipos de antiguos (en el doble sentido de los clásicos y sus defensores): quienes enfatizaban la filosofía y reivindicaban a Platón o Aristóteles, y quienes privilegiaban la retórica, a Cicerón y Quintiliano. En consecuencia, también identificó dos movimientos modernos: la revuelta contra la retórica clásica, que se volcó especialmente sobre el problema

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