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Los fantasmas de la cabaña noruega: Ensayos sobre Ludwig Wittgenstein
Los fantasmas de la cabaña noruega: Ensayos sobre Ludwig Wittgenstein
Los fantasmas de la cabaña noruega: Ensayos sobre Ludwig Wittgenstein
Libro electrónico430 páginas7 horas

Los fantasmas de la cabaña noruega: Ensayos sobre Ludwig Wittgenstein

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La contribución de Isidoro Reguera a los estudios sobre el pensamiento y la persona de Ludwig Wittgenstein es excelente y extensa. Se trata de uno de los primeros introductores de Wittgenstein en España, ha publicado tres libros monográficos sobre su filosofía, es su voz al español más notable (ha traducido ocho libros suyos), ha pronunciado docenas de conferencias sobre él, ha organizado numerosos congresos en torno a su figura, ha dirigido y participado en grupos de investigación sobre su obra y su tiempo En resumen, ha consagrado a él buena parte de su vida intelectual. Afirma que Wittgenstein no es capaz de ordenar el lenguaje de otro modo que como él mismo es lenguaje. Esto también es cierto de Reguera. Su estilo deja traslucir una verdad cuya lógica no resulta tangible. Sigue el consejo de Wittgenstein y se guarda de un pathos razonable cuando escribe filosofía. Consciente de que ordenar el pensamiento es una tarea condicionante, limitadora, se sirve del abismo del lenguaje, de su lenguaje, de su uso privado de este, que es también él mismo. El lector descubrirá que estas páginas no solo hablan de Wittgenstein, sino que a menudo se separan de él para echar a andar solas. Reguera piensa problemas contemporáneos sirviéndose del sólido andamiaje que procura la filosofía de Wittgenstein. Es el suyo un pensar una y otra vez lo mismo, como hacen los grandes; y mientras sin cesar lo rodea, crea un sinfín de geografías sintácticas, a veces sorprendentes, que al tiempo que logran alcanzar su objetivo a bocajarro, lo arropan, sin llegar a despojarlo de sus velos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2017
ISBN9788416770892
Los fantasmas de la cabaña noruega: Ensayos sobre Ludwig Wittgenstein
Autor

Isidoro Reguera Pérez

Isidoro Reguera es catedrático de Filosofía de la Universidad de Extremadura desde 1984. Antes contratado y titular en la Complutense de Madrid desde 1975. De formación alemana, ha sido traductor e introductor de Ludwig Wittgenstein, al que además ha dedicado tres monografías, y Peter Sloterdijk en España. Fuera de la Universidad, ha ejercido la crítica de libros en Diario 16, ABC y, desde hace veinte años, en El País. Conferenciante, investigador y profesor invitado en centros y universidades de Alemania y EE.UU, ha dirigido importantes proyectos sobre temas como la Modernidad vienesa o la divulgación de la ciencia y la tecnología, y ha participado en otros muchos. Tras especializarse en la mística alemana, estos mundos (la crítica de la razón, la estética, la filosofía contemporánea y la divulgación científica y tecnológica) han centrado principalmente sus intereses. Entre sus numerosas publicaciones destacan La miseria de la razón (1980), La lógica kantiana (1989), El feliz absurdo de la ética (1994), El tercer mundo popperiano (1995) o Ludwig Wittgenstein (2002).

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    Los fantasmas de la cabaña noruega - Isidoro Reguera Pérez

    De la lógica inextensa al animal salvaje

    El Wittgenstein de Isidoro Reguera

    La contribución de Isidoro Reguera a los estudios sobre el pensamiento y la persona de Ludwig Wittgenstein no necesita introducción, por excelente y extensa. La manera más sencilla de responder a la pregunta de qué es lo que ha hecho Reguera sobre Wittgenstein es preguntarse qué es lo que no ha hecho. La respuesta al primer interrogante necesariamente va a quedarse corta: uno de los primeros introductores de Wittgenstein en España, ha publicado tres libros monográficos sobre su filosofía, es su voz al español más notable (ha traducido ocho libros suyos), ha pronunciado docenas de conferencias sobre él, ha organizado numerosos congresos en torno a su figura, ha dirigido y participado en grupos de investigación sobre su obra y su tiempo… En resumen, ha consagrado a él buena parte de su vida intelectual.

    Afirma que Wittgenstein no es capaz de ordenar el lenguaje de otro modo que como él mismo es lenguaje. Esto también es cierto de Reguera. Recuerdo todavía cuando lo leí por primera vez. Su estilo es duro, áspero, altamente reconocible; deja traslucir una verdad cuya lógica no resulta tangible. Reguera tiende a frases más allá de toda medida, circundadas precisamente por esa desmesura. Ciertamente sigue el consejo de Wittgenstein y se guarda de un pathos razonable cuando escribe filosofía. Consciente de que ordenar el pensamiento es una tarea condicionante, limitadora, se sirve del abismo del lenguaje, de su lenguaje, de su uso privado de este, que es también él mismo. Es característica su inclinación a la repetición, y es que repitiendo parece alcanzar algo que no se puede decir de otra manera; porque la repetición no siempre es idéntica, sino que admite variación, es como ir acercándose a un punto infinito desde ángulos muy cercanos, como ir cercando lo indecible. El lector descubrirá que estas páginas no solo hablan de Wittgenstein, sino que a menudo se separan de él para echar a andar solas. Reguera piensa problemas contemporáneos sirviéndose del sólido andamiaje que procura la filosofía de Wittgenstein. Es el suyo un pensar una y otra vez lo mismo, como hacen los grandes; y mientras sin cesar lo rodea, crea un sinfín de geografías sintácticas, a veces sorprendentes, que al tiempo que logran alcanzar su objetivo a bocajarro, lo arropan, sin llegar a despojarlo de sus velos.

    ¿Por qué es tan importante la cabaña noruega? Porque allí se gestaron el Tractatus y las Investigaciones filosóficas, es decir, allí cobró forma tanto el primer Wittgenstein como el segundo. Wittgenstein se fue a aquel lugar remoto a pelear con todos los fantasmas imaginables: los lógicos, los de la carne, los religiosos y los de carne y hueso. Además, sus estancias noruegas ponen de relieve el otro lado del pensamiento y de la vida de Wittgenstein: que detrás de una filosofía de corte analítico, cuyo principal motor es el análisis del lenguaje, hay una radical tensión religiosa, humana, profundamente humana.

    Los artículos aquí reunidos manifiestan tanto un conocimiento exhaustivo de la filosofía de Wittgenstein como la comprensión del profundo calado que tienen en aquella textos que incluso hoy en día son interpretados como marginales. Ese es el caso de sus diarios, cuya publicación no solo fue retrasada por sus albaceas literarios, sino que incluso se intentó evitar que viera la luz. De igual modo, uno de estos artículos versa sobre apuntes que los alumnos de Wittgenstein tomaron de unas lecciones que este pronunció en Cambridge en los años 30. Reguera nunca olvida que para Wittgenstein una filosofía es un modo de vida, que la filosofía que practicaba era cuestión de temperamento, su idea de que el trabajo en filosofía es más bien trabajo sobre uno mismo, sobre la propia concepción de las cosas, que, después de todo, lo que Wittgenstein buscaba era ser decente y que en esa búsqueda felicidad y alegría se traducían en imperativos morales. Tampoco pierde de vista la idea wittgensteiniana de que es la vida la que impone los conceptos, la que es capaz de resolver o disolver, en última instancia, las preguntas.

    Cuando Reguera reflexiona sobre Wittgenstein tiene como horizonte la pregunta de este acerca de cómo podía ser un lógico si todavía no era un hombre. Desde esa pregunta se enfrenta a su filosofía, al igual que hizo el propio Wittgenstein. Así sucede en los dos artículos que encabezan la selección, primero para explicar la génesis del Tractatus y después para dar cuenta de la tensión religiosa que está detrás de las Investigaciones filosóficas. En ambas ocasiones, Reguera nos muestra a un Wittgenstein a la espera de un cambio de vida que tuviera un impacto sobre su pensamiento, a alguien que combate primero con la lógica y después con las imágenes filosóficas burlonas más enquistadas como si de un campo de batalla se tratara. Preocupado por el desarrollo de su obra, no menos lidió Wittgenstein con Dios. Reguera hace bien en dejar atrás las discusiones sobre la existencia o inexistencia de religiosidad en Wittgenstein para concentrarse en los hechos: Wittgenstein le escribe a Dios, le pide que le dé ánimos, que lo redima de sus pecados, que le haga mejor hombre, que por encima de todo le dé fuerzas para acabar su obra. ¿Acaso cabe preguntarse si es irreligioso Wittgenstein?, interroga Reguera a la luz de ese entramado de hechos. No nos olvidemos: la fe comienza con la vida, no hay teoría alguna que valga. De ese modo, Reguera ofrece una salida a la generalizada interpretación dualista de la escisión planteada por Wittgenstein entre hechos y valores: los valores serían como vivencias personales, y la religión una descripción de hechos efectivos.

    El segundo apartado de este volumen, más enfocado hacia el primer Wittgenstein que hacia el maduro, presentará como el mayor escándalo intelectual del s. XX las ideas del Tractatus de que de lo que no se puede hablar hay que callar y de que aquello de lo que se puede hablar (filosóficamente) carece de valor. Está compuesto por cuatro artículos que versan sobre al menos uno de los elementos de la trinidad que Wittgenstein identificó con lo místico: la ética, la estética y la religión. ¿Qué comparten estas? La mirada eterna, feliz. En estética no se ve un objeto del mundo, sino que este es superado, convertido en tipo, en modelo. En ética lo superado es el mundo. ¿Qué se supera en la religión? El propio sujeto se supera a sí mismo en una autoconciencia eterna. Como el ético y el estético, el sujeto religioso wittgensteiniano tiene sentimientos e intuiciones eternos. Es de ojo feliz. En particular, destaca el papel protagonista de la estética y del arte. Reguera siempre ha manifestado una comprensión extraordinaria de la dimensión estética de la filosofía de Wittgenstein: «Puede decirse que la misma obra de Wittgenstein está compuesta estético-literariamente. Es verdadero arte de pensar, arte libre de pensar, arte abierto de pensar» ¹. «Su (nuevo) estilo literario es la plasmación de su (nuevo) modo de filosofar: su lenguaje es esencial a su pensamiento» ². Si los dos primeros artículos de esta sección se concentran en el vínculo entre ética y estética, recurriendo a los Diarios secretos para llamar la atención sobre la singular mística de Wittgenstein, los dos últimos versan explícitamente sobre arte. «El arte de lo inefable» afirma con desparpajo que el urinal de Marcel Duchamp es algo místico. Al acercar el concepto al arte del siglo XX, lo libera de santerías y trastornos psicológicos. Asimismo, explica que lo animal del segundo Wittgenstein es lo místico del primero: lo oscuro, lo que no son los hechos, aquello sobre lo que estos descansan. Por tanto, la estética del segundo Wittgenstein también seguiría siendo religiosa. En «¿Qué pudo pensar Wittgenstein sobre el arte?», contra el ideal romántico, Reguera presenta al artista como aquel que por encima de todo es consciente de límites. Al tiempo que reflexiona sobre el arte repasa los aspectos fundamentales de la filosofía de Wittgenstein, de su análisis lógico gramatical. El pensamiento de Wittgenstein sobre arte es versátil, incluso contradictorio, disperso, en apariencia voluble. No se puede atrapar, es difícil darle forma, y con esa cosa informe se pelea Reguera, como en conversación con su igualmente indomable autor.

    Los dos textos que componen el tercer apartado analizan el enfoque analítico-gramatical del segundo Wittgenstein, su preocupación por el lenguaje. Lo que le interesó fundamentalmente fueron los actos de habla. Eso explica que se entregue con tanto afán al análisis de los juegos de lenguaje estéticos, religiosos o del color. El primer texto, la introducción a la traducción española de las Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa, pone de manifiesto que la estética wittgensteiniana es fundamentalmente filosofía del lenguaje sobre arte, separando estética y psicología. El lenguaje estético, donde el rol de la descripción es fundamental, interesa como acto de habla y no por su referente o por su significado. Asimismo, Reguera explica que Wittgenstein embestía contra el psicoanálisis porque como cualquier otro ejercicio de persuasión no puede ser científico. Reguera ya no habla de la religiosidad de Wittgenstein, sino de lo que este ha dicho desde la filosofía sobre la creencia religiosa. Las creencias religiosas son presentadas como incomparables y precisamente por eso equivalentes, actitudes frente a la vida, formas de vivir «coloristas», «apasionadas». Explica que Wittgenstein se limitó al análisis de los actos de habla religiosos, aunque fuera consciente de que tales actos de habla son una mera componente de acciones religiosas, de comportamientos religiosos, de prácticas sociales. «Los juegos de lenguaje del color» reflexiona sobre el filosofar vacío, o casi vacío, de Wittgenstein, pues el color le sirve de excusa para aclarar el juego de lenguaje del color, la lógica gramatical del concepto de color y arremeter contra fantasmas metafísicos característicos de ese entorno.

    Finalmente, en el último apartado se recogen artículos que reconsideran el concepto moderno de sujeto desde una perspectiva wittgensteiniana, tendiendo vínculos entre el primer y el segundo Wittgenstein, si bien prestando especial atención al concepto de lo animal de Sobre la certeza, al tiempo que le plantan cara a dos gigantes por lo general entendidos en oposición: racionalidad y relativismo. Los escritos de Reguera sobre Wittgenstein participan de una constante preocupación por lo oscuro, de una consciencia alerta y alertadora, de un no cerrar el ojo para evitar que se le escape lo profundo. Pero eso oscuro, es también cristalino: lo indómito del sujeto, lo que estaría detrás de todo, el fondo oscuro sobre el que ponemos orden a lo que nos rodea es precisamente lo más cotidiano, aquello que, por corriente, no cuestionamos, donde estamos inmersos como animales sociales, donde somos adiestrados, donde respiramos, la fuente de todo oxígeno social. A lo oscuro del sujeto se refiere Reguera por pasividad, un concepto suyo, que no de Wittgenstein, si bien tiene que ver con el Dios del Tractatus, con aceptar el modo de ser de las cosas, y con la diosa de la gramática del segundo Wittgenstein, con el entramado de prácticas humanas, en ambos casos con su peculiar religiosidad.

    De este modo, Reguera usa a Wittgenstein, su enfoque lógico, clásico, incluso modélico, son sus palabras, para enfrentarse al pensamiento posmoderno del fondo oscuro, pasivo, del sujeto. Pero cuidado: no para reclamar a Wittgenstein como uno de los importantes, primerísimos, de las filas de los posmodernos, como le ha sucedido tan a menudo al desafortunado Nietzsche. Descubre pasividad en conceptos insólitos, como el de límite o el de posibilidad. Pasivo es tanto el sujeto como punto metafísico del Tractatus como el animal social adiestrado en reglas joviales de las Investigaciones. Es tan atrevido como meritorio rescatar al ignoto sujeto metafísico del Tractatus para situarlo en el punto de mira de la crítica posmoderna del sujeto racional, en control de sí mismo y de lo que le rodea. Reguera nos hace viajar relajadamente de la lógica, pura e inextensa, a la gramática, anclada en formas de vida; de la forma general de la proposición a las palabras en tanto acciones en las que somos adiestrados. Así lo místico del primer Wittgenstein no queda lejos de lo oscuro de la naturaleza, de lo cotidiano de la vida: el enmarañado de reglas en el que somos adiestrados de las Investigaciones. El dios del Tractatus es el fondo de la vida oscuro, impenetrable, del segundo Wittgenstein: animalidad pura, salvaje.

    Reguera repite una y otra vez con Wittgenstein que allí donde el lenguaje supone un cuerpo pero no lo hay, nosotros terminamos hipostasiando un espíritu. ¡Que la filosofía no debe analizar el fenómeno, sino el concepto!, es decir, ¡el uso de una palabra! ¡Que la crítica filosófica no puede traspasar la esfera conceptual! La filosofía decente es un batallar contra imágenes que anquilosan el pensamiento, imágenes como las del yo y sus actos psíquicos, y en ese contexto la pelea fundamental es con la imagen tractariana del yo como espejo del mundo y del lenguaje, como punto inexistente y esencia de ambos. O como las del dolor.

    ¡Que el dolor no es más que un comportamiento y un modo de hablar! Simple gramática incorporada a acciones. Pero mejor que os hable él.

    Carla Carmona

    MUERTE, DIOS Y CAMBIO DE VIDA

    Cuadernos de guerra: Muerte y Dios en la génesis del «Tractatus»

    1. Filosofía y vida

    «Mis problemas personales aparecen en la filosofía que escribo» ³.

    No tienen razón las críticas —menos que alabanzas, desde luego— que recibió en su momento la publicación de las páginas de la izquierda de los cuadernos en los que el soldado Wittgenstein escribiera entre sus veinticinco y veintisiete años, durante la Primera Guerra Mundial, sus pensamientos. Se cuenta con tan pocos escritos suyos anteriores al Tractatus que cualquiera que ayude a comprender mejor la genealogía de esta obra capital de la filosofía del siglo XX ha de ser bien recibido. Sobre todo si se trata de un texto tan bello como éste por su inmediatez al espíritu —y a la carne— de un grande.

    La bibliografía wittgensteiniana hace ya años que ha hecho en general de «Wittgenstein» un objeto de estudio exangüe cualquiera, componiendo una intrincada maraña, encerrada ya en sí misma, de interpretaciones y críticas, cruzadas entre sí en todos los sentidos, que, y esto es lo peor, no siempre persiguen la veracidad hermenéutica, sino el halago de interesados pruritos académico-mundanos. Quizá esta asepsia escolar tenga un indudable interés metodológico en algún sentido, pero, desde luego, nunca encerrándose en sí misma, porque también lo tiene, sin duda, un punto de vista, complementario, más «existencial», digamos, como el que en este caso proporcionan estas páginas. Sobre todo en un hombre como el vienés, de ánimo filosófico muy peculiar y que concibió siempre la filosofía como filosofar, y el filosofar como una actividad ejemplarmente vital: la obra de un hombre.

    «La grandeza o pequeñez de una obra depende de dónde está el que la ha hecho», escribe, refiriéndose con ello a la talla ética y personal de un autor cualquiera ⁴. En este sentido escribe en 1931 sobre sí mismo: «La alegría que me producen mis pensamientos es la alegría que me produce mi propia, extraña, vida» (VB, 49). Porque en él fue acrecentándose la convicción, sobre todo después de los terribles avatares que evocan estos cuadernos y debido fundamentalmente a la experiencia de ellos, de que es en definitiva la vida, la práctica vital diaria, la que por sí misma impone los conceptos (id., 162) y resuelve, o disuelve, las preguntas: «No tengo claro en absoluto qué deseo más: si la prosecución de mi trabajo por otras personas o un cambio de modo de vida que haga superfluas todas estas cuestiones» (id., 117; cfr. 58). La vida impone el objeto del pensar, le da importancia y se la quita con sus cambios. La experiencia vital, la maduración personal —y esto es obvio— condiciona esencialmente el pensamiento, desde sus inquietudes a sus respuestas. También el pensamiento filosófico. Una filosofía conlleva —o más bien consiste en— un modo de vida. También en lo más abstruso de sus oficios. Y si no, es razón muerta. La razón muerta de un fantasma. «¿Cómo puedo ser un lógico si todavía no soy un hombre?», se pregunta en 1913 ⁵.

    La propia renovación filosófica que Wittgenstein produjo internacionalmente tiene o habría de tener mucho que ver, a ejemplo suyo, con un talante especial, con una modalidad peculiar de vivir el pensamiento, más allá, por supuesto, de los estereotipos banales de los «wittgensteinianos» ⁶. En el sentido de aquel viejo ideal de «vida teórica» de los griegos, que él recreó como nadie en este siglo, que entendía el pensar como una esencial unidad de teoría y práctica y que, sin santerías de ningún tipo, como simple búsqueda civil de la verdad, se parece bastante a un camino ascético —civil también, desde luego— de perfección. Está claro: «El trabajo en la filosofía es más bien el trabajo en uno mismo» (VB, 38). Frente a la exangüe asepsia del profesional de la escuela, que en la torre de naipes de su cerebro descarnado nunca llega a enterarse en el fondo, «en la profundidad» (id., 96), de nada, el auténtico interés y perspicacia de la ocupación filosófica radica en principio en ese compromiso personal y vital con el pensar. Su gravedad, también. Porque «nada hay tan difícil como no traicionarse a sí mismo» (id., 117).

    Para un trabajo intelectual de estas características hace falta el coraje de un grande. «El genio es arrojo en el talento… Tanto arrojo, tanta coherencia con la vida y la muerte» (79). De eso se trata: valentía para pensar dentro del grave contexto de la vida y la muerte.

    No cabrá a nadie duda alguna sobre la veracidad de facto en la persona de Wittgenstein de este talante filosófico que él predica y que entiende la filosofía y la vida como una y la misma coherencia personal. Ningún documento hay más explícito que las páginas en clave de los diarios de guerra para inspeccionar en este sentido su autoconsciencia. Resultan, así, patéticos, aunque imperdonables, los pruritos censores de los perros guardianes de su legado literario.

    2. Diarios

    «Echo mucho de menos a alguien con quien poder desahogarme un poco» ⁷.

    A fines de los años veinte el propio Wittgenstein se sorprende de que haga ya tanto tiempo —desde enero de 1917, por lo que se sabe, en que acaban a la derecha estos cuadernos— que no escribe un diario y ni siquiera sienta la necesidad de hacerlo. Había comenzado sus anotaciones personales durante los años de estudio en Berlín (1906-1908), hasta hacer de ello una costumbre que, con interrupciones, mantendría en ocasiones como ésta de la guerra.

    ¿Por qué siquiera llevaba un diario Wittgenstein? Él mismo confiesa que había parte de necesidad y parte de vanidad en ello, así como un deseo de imitar a su admirado Gottfried Keller o a Samuel Pepys, dos maestros en el género ⁸. Pero seguramente se debió, sobre todo, a su inveterada soledad interior y a la añoranza repetidamente confesa de un interlocutor amistoso y válido, a quien confiarse y con quien hablar a un cierto nivel de interés ⁹. Compensaría esta ausencia el cotidiano escribir sobre sí mismo, como sustituto de desahogos o sinceridades más personales. Y lo que en principio comenzó por un impulso más o menos espontáneo e íntimo fue convirtiéndose en su peculiar método de trabajo en filosofía: anotar sus pensamientos conforme surgían en un diálogo ideal con un interlocutor tácito, lo que de hecho significaba un forzado soliloquio. «Casi siempre escribo monólogos conmigo mismo. Cosas que me digo entre cuatro ojos» (VB, 147).

    De la época anterior a la Primera Guerra Mundial, por lo que sabemos, no se conserva ninguno de los diarios del joven Ludwig, y parece que existían muchos. Quizá fueran destruidos a finales de 1919 en Cambridge por expresa indicación suya a Russell en carta de 1 de noviembre desde Viena ¹⁰, o quizá en 1950, poco antes de su muerte, por orden suya también ¹¹. De la época de la guerra se conservan tres cuadernos manuscritos, localizados en 1952 por los albaceas literarios de Wittgenstein (Anscombe, Rhees y von Wright) en la casa de Gmunden de la hermana menor de Wittgenstein, Margarethe Stonborouh. En ellos anota a la derecha, en escritura normal, su «trabajo», es decir, sus consideraciones específicamente filosóficas, y a la izquierda, en clave —una clave muy fácil, sin mayores pretensiones: la a es la z, la b es la y, etc.—, comentarios personales sobre sus vivencias íntimas. Estas páginas de la izquierda, nada más, que aquí se publican, son el objeto de nuestro estudio. Las páginas de la derecha aparecieron en 1961, editadas por von Wright y Anscombe sin advertencia alguna de su parcialidad, con el título de Notebooks 1914-1916 ¹².

    Por el hecho de que entre el segundo y el tercer cuaderno haya un periodo en blanco de nueve meses, de que este último comience además a la izquierda el 28-3-16 entrecortadamente, de que después de él hasta la redacción definitiva del Tractatus en agosto de 1918 vuelva a haber otro vacío —de dos años— y, sobre todo, por el testimonio de Engelmann, que recordaba haber visto en esa fecha encima de la mesa de Wittgenstein siete cuadernos del mismo estilo —y no tres—, a partir de los cuales éste iba componiendo el texto definitivo del Tractatus ¹³, así como por el de Anscombe respecto a una última destrucción de manuscritos el año anterior a su muerte ¹⁴, por todo ello, digo, parece razonable suponer, como escribía von Wright en 1971 ¹⁵, que existieran otros dos o tres cuadernos del periodo que va desde junio de 1915 a abril de 1916, y otros dos o tres de la época de enero de 1917 a agosto de 1918, hoy perdidos; o, al menos, como este mismo autor manifiesta en 1982 ¹⁶, que existieran como mínimo otros cuatro de esa época de la guerra, sin especificar más, hoy perdidos y de carácter semejante a los que se conservan.

    El propio McGuinness era de parecida opinión en 1988 ¹⁷. Pero el reciente hallazgo de una lista referente a cinco manuscritos y dos tiposcritos de Wittgenstein, copiada en enero de 1917 por su hermana Hermine de otra idéntica que le enviara él mismo con indicaciones sobre el modo de proceder con ese material en el caso de su muerte (recién nombrado oficial en Olmütz, vuelve al frente ese mes de enero), después de análisis minuciosos, cambia completamente, según McGuinness, el panorama de los escritos anteriores al Tractatus y, por lo que ahora importa, hace innecesario y hasta aberrante «suponer que se haya perdido una gran parte de los manuscritos sobre cuya base se escribió el Tractatus» ¹⁸. Por lo tanto, si esto que McGuinness considera «altamente probable» fuera cierto, las «razonables» hipótesis de antes respecto a otros cuadernos perdidos no tendrían lugar ni sentido. Así, por ejemplo, el corte más abrupto, el que se da entre junio de 1915 y marzo de 1916, entre el segundo y el tercer cuaderno, así como parte también del posterior, estaría lleno por aquel «compendio a lápiz en hojas sueltas en forma de tratado», hoy perdido, de cuya existencia Wittgenstein informa a Russell en octubre de 1915 (BR, 74), y por sus sucesivas reelaboraciones, tanto a mano como a máquina, que compondrían hoy las 70 primeras páginas del llamado Prototractatus, un manuscrito que Wittgenstein compuso probablemente entre octubre de 1915 y julio de 1918, que von Wright encontró en Viena en 1967 y que contiene una versión primera, aunque esencialmente completa, del Tractatus ¹⁹.

    Sea como sea (a pesar de lo enrevesada que parece, esta hipótesis de McGuinness resulta seria y viable), de hecho nos quedan hoy los tres cuadernos, cuyas páginas en clave de la izquierda la gazmoñería de los ejecutores literarios de Wittgenstein, como decíamos, ha silenciado siempre, incluso en las diferentes ediciones de las de la derecha, cuando una alusión al menos a la existencia de ellas hubiera resultado obligatoria. Sólo mínimas referencias oscuras, hasta tácitas, como la que hacía von Wright en 1971 con estas palabras: «El contenido filosófico de los diarios, con mínimas omisiones, fue editado por Miss Anscombe y por mí y publicado en 1961» ²⁰. Muchos años antes, en 1954, había sido incluso más explícito ²¹: «En los diarios… una parte considerable del contenido está escrito en clave… La mayor parte de las anotaciones en clave son de naturaleza personal». Resulta un tanto pretencioso por parte de los editores dictaminar sobre el contenido filosófico o no, personal o no, sobre el interés o no de las páginas de la izquierda de estos cuadernos de notas, hurtándolas al juicio de los estudiosos. Yo creo que tienen mucho más interés —personal y filosófico, que es lo mismo— de lo que ellos creen, como intentaremos ver. Pero ya sólo por su sinceridad e inmediatez, repetimos, que no encuentra parangón alguno en toda la obra publicada de Wittgenstein, son un documento imprescindible para conocer la personalidad de un autor para quien la filosofía era una «cuestión de temperamento» (VB, 45). Incluso el pudibundo McGuinness, biógrafo «oficial» de Wittgenstein, bendecido y orientado por sus albaceas literarios, escribe respetuosamente en referencia a ellas: «Al leer algunos de sus puntos siente uno como si escuchara la confesión de un moribundo» ²².

    Sin enfatismos, pero sin complejos, estas páginas son el diario de un joven de veinticinco a veintisiete años que cuenta «su guerra», su batalla diaria con la vida y la muerte, la carne y el espíritu, sí mismo y los demás, y, por lo que nos interesa sobre todo, con su trabajo filosófico. Una guerra paralela a la Gran Guerra, que él eligiera voluntario como prueba de fuego de su carácter intelectual y moral, que para él eran lo mismo. Veamos.

    3. Antes de la guerra

    «¡Cómo puedo ser un lógico si todavía no soy un hombre!» (BR, 47).

    Al estallar la guerra el 1 de agosto de 1914 Wittgenstein venía de pasar casi un año, desde septiembre de 1913, en Noruega (Skjolden), atormentado por la idea de la muerte y de la desaparición con él de sus pensamientos filosóficos, excepto un corto espacio de tiempo, a principios de octubre, que estuvo en Londres, perseguido por esos fantasmas, para discutir con Russell tales pensamientos y dictárselos a un estenógrafo ²³, y las navidades, que las pasó, mal como siempre, incómodo y aburrido, en Viena con su familia (BR, 45, 48). Moore, además, lo había visitado del 29 de marzo al 14 de abril, y durante esos 15 días, urgido siempre por iguales demonios, el joven estudiante dicta sus pensamientos al famoso profesor de Ética ²⁴.

    ¿Qué hacía Wittgenstein en Noruega tanto tiempo, solo, con ese terrible interior, caracterizado en general por el miedo a la muerte —al suicidio— y a la pérdida de sus ideas, y que lo llevaría a alistarse voluntario en la guerra? «Mi jornada transcurre entre la lógica, silbar, pasear y deprimirme», escribe a Russell el 15 de diciembre de 1913 (BR, 46). Está claro, qué podía hacer allí un hombre así, que ya en el verano de 1912 había escrito desde el idilio familiar de Hochreith que «no hay nada más maravilloso en el mundo que los auténticos problemas de la filosofía» (id., 20): FILOSOFAR, es decir, en su sentido, vivir la tensión interior casi insostenible del pensar, en lucha consigo mismo, forzando su voluntad tanto o más que su intelecto (VB, 41) en busca de la requerida paz en la solución, o disolución, de los problemas. «Paz en los pensamientos. Esa es la meta anhelada de quien filosofa», escribirá todavía en 1944 (id., 87). En 1931 recuerda estos tiempos así: «Cuando estuve en Noruega en 1913-1914 tenía ideas propias, al menos eso me parece ahora. Como si entonces alumbrara en mí nuevos movimientos de ideas (pero quizá me equivoque). Mientras que ahora parece que sólo aplico los viejos» (id., 45). Un ambiente de tenso «trabajo», que la guerra no interrumpirá, en ese tremendo dilema de pensar o morir: «Pedí a Dios tener más entendimiento y que todo se me volviera claro por fin, o no tener que vivir más tiempo» (BR, 46). Tensión extrema del pensar en busca de paz y claridad en él: un círculo de locura y muerte —exactamente de eso— que Wittgenstein vive radicalmente.

    Si está David con él, como al comienzo, bien: «Pinsent se encarga de navegar mientras yo estoy sentado en el bote y trabajo» (id., 32). Y si no, también, porque, como de costumbre, prefiere la soledad, le hace bien, no podría soportar a la gente, vivir entre ella (id., 45), a lo que luego le forzará dolorosamente la promiscuidad de la soldadesca. Y en esa soledad crece en él una efervescencia interior que a menudo le hace temer por su razón —y su vida—. «Las posibilidades del tormento espiritual son indeciblemente espantosas (id., 49). La gran preocupación en todo ello es siempre el trabajo sobre sí mismo, que haga a uno apto y digno del pensar. Estas palabras a Russell describen muy bien la situación de aquellos meses: «El fondo de mi alma está en ebullición, como el fondo de un géiser. Y sigo esperando que alguna vez se produzca por fin la definitiva erupción y pueda llegar a ser otra persona diferente. Hoy no te puedo escribir nada sobre lógica. Quizá creas que es pérdida de tiempo pensar sobre mí mismo; pero ¡cómo puedo ser un lógico si todavía no soy un hombre! ¡Ante todo he de aclararme conmigo mismo! (id., 47).

    Miedo, pues, a que se pierda su esfuerzo intelectual, tanto por incapacidad como por muerte. Pero que es, sobre todo, miedo a sí mismo, es decir, a la autodestrucción que roza en su inmediatez a la locura o al suicidio ²⁵. Tormentos espirituales, depresiones, efervescencias anímicas, tensión íntima extrema; ése es el panorama interior de Wittgenstein en Noruega inmediatamente anterior a la guerra. «La lógica y otras cosas me atormentan hasta la muerte», escribe a Moore el 14 de febrero de 1914 (BR, 51). Pero no bastará eso, esas metáforas de la muerte, por más que estén erizadas siempre por ese miedo a sí mismo que la acerca a lo inmediato tanto física como psíquicamente. Habrá de enfrentarse crudamente a ambas cosas, a sí mismo y a su disolución, encerrándose sin remedio en esa peculiar dialéctica de los polos, que se definen y necesitan mutua y esencialmente, justo porque uno significa la negación del otro. «Un héroe mira a la muerte cara a cara, a la muerte auténtica, no sólo a la imagen de la muerte. Comportarse decentemente en una crisis no significa ser capaz de representar a un héroe, como en el teatro, sino ser capaz de mirar a la muerte misma a los ojos» (VB, 98). Eso es lo que buscará en el frente de batalla.

    Con mala conciencia de sí y de su vida hasta entonces, «Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada» (BR, 53), cansado de la inautenticidad, de las medias tintas, en febrero de 1914 (id., 50, 52) rompe con Russell, aunque éste no lo consiente, y en mayo (id., 55), con un tanto de petulancia en este caso, pero con sinceridad siempre, hace todo para que rompa con él Moore, cosa ésta que sí consigue de inmediato y que significará nada menos que tres lustros de distanciamiento del susceptible ético. La mezcla de rigorismo moral y orgullo patricio que manifiestan estos dos casos, de desprecio de sí y de egolatría a la vez (en las paralelas, respectivamente, de la vida y el pensar), dan razón, efectivamente, de la inmadurez confesa, en su propio sentido, del «filósofo» o del «lógico» Wittgenstein por entonces. En 1937 todavía encarece: «Hay que demoler el edificio de tu orgullo. Y esto exige un trabajo terrible» (VB, 55).

    Por estas breves sugerencias puede imaginarse el estado de crisis en que Wittgenstein llega a Viena a principios de julio de 1914: había roto con sus mejores amigos, su estado de ánimo era muy precario y lábil, y su vida, en general, carecía de sentido y de auténtico futuro. Todo llevaba a presagiar una tragedia o un cambio ²⁶.

    4. Voluntario

    «¡Soy alemán de los pies a la cabeza!» (25-10-14).

    De hecho, la Primera Guerra Mundial depararía la salida de esta encrucijada. El 7 de agosto se alista voluntario en ella como artillero. Años más tarde manifestó a su sobrino, Felix Salzer, algo que parece que repetía por lo demás con frecuencia: «La guerra me salvó la vida, sin ella no sé qué hubiera sido de mí» ²⁷. Pero también confesó en 1920 a su colega de escuela en Trattenbach, Martin Scherleitner, que se había alistado voluntario en la guerra para encontrar la muerte en ella ²⁸. Eso parece indicar también su valor suicida. Todo indica, en cualquier caso, que, de un modo o de otro, Wittgenstein encontró entonces en la guerra, mediada por el fantasma nada irreal ahora de la muerte, la ultima ratio de su existencia sin salida. «Sólo la muerte da significado a la vida», escribirá el 9-5-16 en el frente de Galitzia. Además de este juego de escarceo con la muerte hay otro aspecto, yo creo que mucho menos importante, de su decisión, el político, al que parecen subir de tono las palabras que hemos citado arriba del 25-10-14: «Ich bin ganz und gar deutsch!», escritas, sin embargo, en un contexto en el que Wittgenstein manifiesta su convicción respecto a la inferioridad de la raza alemana y su pena por su segura derrota. El hecho de que donara nada menos que un millón de coronas al ejército para el desarrollo de un mortero, sobre todo si se comparan con las cien mil nada más que entregó a Ludwig von Ficker para ayuda de artistas austríacos necesitados, puede también hacer pensar en un patriotismo militante. Que llegaría hasta militarismo si a ello se añade el grado de oficial de academia y las cuatro importantes medallas al valor con que acabó la guerra. Su aversión a las asociaciones pacifistas y sus duras críticas a Russell en este sentido, abundarían también en lo mismo.

    Pero no todo es como parece. Lo que a Wittgenstein asqueaba de las asociaciones pacifistas era sólo la fraseología, verborrea, sentimentalismo vacuo, pruritos personales y mendacidad acostumbrados de los ideólogos, en estas y otras empresas; no en vano él ha sido de hecho, con su teoría de la mostración y del silencio en esa primera época y con la de la circularidad e inconmensurabilidad de los juegos de lenguaje después, el crítico más radical del siglo de toda ideología en cuanto tal; y en su carácter, desde luego, no entraba la militancia en credo alguno y menos el amor a las congregaciones de adeptos y a su vocerío. Las medallas, por su parte, no fueron más que los frutos macabros de su desprecio suicida a la muerte. La academia de oficiales de Olmütz, algo obligado por las primeras medallas y un idilio merecido entre dos frentes. El asunto del mortero, el gesto patriótico, sin duda, de un patricio. Lo de sentirse «alemán», una exclamación sentimental muy sincera y sana… No hay razones de peso en esta época para hablar en absoluto de politización, militarismo o nacionalismo en sentido fuerte en Wittgenstein. En 1938, tras la anexión de Austria al Reich alemán, se nacionaliza inglés y se empeña de nuevo voluntariamente en participar en la nueva guerra como sea y hacer algo por su nueva patria: en este caso, servicios auxiliares en el «Guys Hospital» de Londres y de laboratorio en el «Royal-Victoria Hospital» de New Castle.

    Además de su empeño en el juego con la muerte son muchos probablemente los motivos que intervienen en la decisión de alistarse voluntario y muchas las lecturas que pueden tener los hechos apuntados. Se podría hablar en principio de una postura patriótica fundamental y muv generalizada, que la expresión de «patriotismo apolítico» ²⁹ describiría bien. En otro sentido, sus buenos amigos Sjögren

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