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El tiempo perdido
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Libro electrónico201 páginas3 horas

El tiempo perdido

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Otra manera de pensar «el tiempo perdido», contra los nuevos melancólicos que piensan que pueden recuperar el objeto perdido y volver a una Edad Dorada que no ha existido y no existirá nunca.
Habitamos un tiempo crepuscular: crisis económicas, guerras, pandemias, malestar cultural... Asistimos al auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor, incapaces de efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. En todos ellos se observa un repliegue de impotencia reaccionaria, agravio y resentimiento. Y, por encima de todo, una necesidad punzante: volver a casa.
Hoy, se da una respuesta melancólica a ese malestar que recorre la derecha y la izquierda. En El tiempo perdido, con la ayuda de Proust y algunos filósofos y filósofas, Clara Ramas nos propone una salida diferente. El melancólico se aferra al objeto amado y quiere volver a una Edad Dorada —la patria, el orden, los roles de género y de clase, la vida mejor de nuestros padres, la Transición, la Tradición—. Pero el retorno es imposible para nosotros, seres finitos, hablantes y modernos. Estamos siempre de camino, pero nunca del todo en casa. Pese a todo, quizás existe una milagrosa posibilidad de «recobrar el tiempo», pero ciertamente no será la que prometen los nuevos melancólicos y las fuerzas reaccionarias.
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento8 may 2024
ISBN9788419558909
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    El tiempo perdido - Clara Ramas

    1

    ACELERACIÓN Y LA CANCELACIÓN DE NUESTRA EXPERIENCIA

    Bajo cierto punto de vista, en 2024 el reino de Dios está ya realizado en la Tierra. A saber, bajo el punto de vista de la disponibilidad del mundo. Aparentemente, no queda ni un milímetro de materia que se nos resista. Las algas microscópicas del océano más profundo, la aldea más recóndita en las cumbres del Himalaya, los millones de transacciones bancarias que ocurren cada segundo: todo ello puede ser conocido, calculado, medido, observado, y en tiempo real. Lo lento y lo rápido, lo nuevo y lo viejo, lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño. Todo ha sido medido y registrado, todo está comprimido en paquetes de datos, todo es accesible y disponible. Ello, parece, nos garantizaría una suerte de reino de la abundancia. Después de todo, podemos estudiar la geología de cuerpos celestes o conocer la reproducción de elefantes en el sudeste asiático. Podemos, incluso, viajar a Tailandia para conocer a estos o participar en un proyecto científico que estudie aquellos. Lo primero proporcionará, además, publicaciones de Instagram, un capital socialmente más relevante que publicar papers sobre lo segundo. Parece que tenemos al alcance de nuestras manos un repertorio de experiencias como nunca antes en la historia de la humanidad. El mundo es nuestro.

    Y, sin embargo, puede que, bien al contrario, afrontamos una pobreza sin precedentes que lleva forjándose desde hace un siglo, una pobreza muy peculiar que no es una pobreza de objetos. En 1933, el filósofo Walter Benjamin escribió sobre una nueva y sobrecogedora «pobreza de la experiencia», fruto de la guerra mundial:

    […] la gente regresaba enmudecida […] no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles […] porque jamás ha habido experiencias desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano […] Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es solo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie4.

    La causa de esta implosión del modo de estar en el mundo vigente hasta aquel momento fue la guerra mundial. Generaciones enteras de jóvenes se habían lanzado a las trincheras buscando la pureza de una experiencia por fin auténtica: la intensidad de una experiencia que sacudiera la inercia de la aburrida vida burguesa. Lo que obtuvieron no fue una experiencia más auténtica, sino un mutismo cercano a la muerte, cuando no la muerte misma.

    El ensayo de Benjamin se titula Experiencia y pobreza, y fue escrito hace casi un siglo. Podemos aventurar una hipótesis. ¿Es acaso posible que hoy, un siglo después, en el siglo de la aparente abundancia, de la aparente disponibilidad del mundo, del aparente triunfo de la ciencia y la tecnología, de la aparente conectividad total mediante internet y las redes sociales, precisamente en este siglo debamos registrar una similar pobreza? ¿Acaso sería esa pobreza más invisible, menos estrepitosa que la que resultó de una guerra mundial, pero por eso mismo más presente? En este caso, la conmoción de nuestra experiencia respondería a la crisis ecológica, el capitalismo financiero, la inestabilidad geopolítica y la crisis económica sistémica. La gravedad es tal que quizá ya no sea simplemente que nuestra experiencia sea pobre, más pobre, de modo que la diferencia sea de grado; sino que la experiencia se ha vuelto imposible. Quizá nuestra experiencia ha sido directamente cancelada. Quizás enfrentamos una cancelación de la experiencia.

    El filósofo italiano Giorgio Agamben ha comentado a propósito del citado pasaje de Benjamin que hoy ya no hace falta una guerra mundial: la pacífica existencia cotidiana de una persona en una gran ciudad basta para efectuar una tal destrucción de la experiencia5. Uno de los fundamentos de la revolución moderna es que la existencia de la gran ciudad acabará transformándonos a todos en sujetos urbanos. Las ciudades medievales, incluso las industriales, poseían límites, materializados en barreras físicas como murallas, ríos o fosos. Dichos límites custodiaban la diferencia entre lo urbano y lo no urbano. Pero las ciudades contemporáneas carecen de límites. Por ello, todo lo no urbano es hoy «todavía no» urbano: si no lo es ya, está siempre en trance de serlo. Este es el poder de la ciudad, como tejido abierto a la vez que complejo: convertirnos a todos en sujetos urbanos. Por eso, una ciudad no es solo una unidad espacial, económica o social: es también una instancia política. Como ha afirmado el sociólogo Emmanuel Wallerstein, una ciudad es una acción política en el sistema mundial. El desarrollo de la ciudad, como es sabido, acompaña al desarrollo del capitalismo. Así pues, incluso nuestra existencia cotidiana tiene como condición de posibilidad un régimen de capitalismo global. En el ordenador con el que escribo estas páginas se decanta toda la historia del capitalismo, el colonialismo y la explotación de recursos naturales de los últimos cuatro siglos. Pero el objeto es mudo y nosotros ciegos. Nos faltan ojos para leer el código en que están escritos la explotación de la fuerza de trabajo, el expolio de materias primas y la guerra comercial que han producido esta mercancía llamada «ordenador de mesa».

    Nuestra experiencia está cancelada. Lo está, por supuesto, el propio futuro, la esperanza del futuro, pero para empezar porque ni siquiera podemos acceder a nuestro presente. Hay entonces una cancelación que afecta a nuestra capacidad de comprensión. Hoy en día, nos es tan imposible señalar a los responsables de la crisis climática como conocer los beneficios de los gestores del capitalismo financiero mundial o delinear las estrategias políticas que podrían subvertir el modo de producción capitalista. Es por ello que nos hallamos instalados en una suerte de erosión permanente del significado. El mundo es demasiado grande, demasiado complejo. Nos sentimos desorientados y los viejos códigos ya no sirven para contarnos a nosotros mismos dónde estamos. Ni dónde estamos ni dónde podríamos estar. De ahí el afortunado concepto de Fredric Jameson retomado por Mark Fisher, «realismo capitalista»: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La omnipresencia del capitalismo es tal que no es solo que lo consideremos la única opción económicamente viable, sino que ni siquiera podemos imaginar una alternativa. Ello remite así a una fatiga de la capacidad de proyectar. La imagen ha perdido su poder. Solo con la distorsión, escribió Francis Bacon, puede restituirse la realidad de la imagen6. De aquí la implosión de los cánones formales en nuestros modos de representar.

    Es por ello, en una palabra, que para nosotros, tardíos habitantes de los siglos XX y XXI, la sensibilidad vanguardista constituye una suerte de clasicismo7. Comprendemos mejor la fragmentación y la deformación que la serena belleza clásica. Nos identificamos mejor con el frenesí del primer capítulo de Breaking Bad que con la Venus de Milo. Se ha invertido la carga de la prueba. Son la paz, la justicia, la verdad y la belleza lo que deben probar sus pretensiones de legitimidad: el caos y la distopía van cada vez más de suyo. Los primeros, cuando se enuncian en voz alta, carecen desde luego de fuerza de

    ley. Existen más bien como frágil versión oficial de unos hechos que todo el mundo reconoce, al menos para su fuero interno, como terribles. Esos hechos terribles son nuestra simple y desnuda cotidianidad: pandemias, crisis económicas, guerras mundiales, emergencia climática.

    En ese contexto, toma relieve cierta relación con el tiempo. Estos fenómenos de precariedad, incertidumbre, crisis sucesivas, guerra y emergencia climática convergen, como un haz de rayos, en un mismo foco: nuestra vivencia del tiempo. Esta pobreza de la experiencia que ya detectaron Benjamin y Agamben, que explota tras la catástrofe de la guerra mundial y se convierte hoy para nosotros, habitantes de la gran ciudad, en la cancelación de nuestra experiencia, supone también una cancelación del tiempo. Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo

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