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Anatomía de un secreto
Anatomía de un secreto
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Libro electrónico399 páginas5 horas

Anatomía de un secreto

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Anatomía de un secreto es una novela contemporánea si fijamos su marco temporal no solo en el periodo de los sesenta del pasado siglo, sino también en el que conforma la sociedad barcelonesa desde los albores del S. XX. Barcelona, siempre Barcelona en Lozano de Fortuna. Su rica y, muy a menudo, trágica historia (burguesía dominante, inmigración que sostiene el entramado económico y el lumpen mafioso, masonería y policía política, sostén de toda dictadura…) permite muchas aproximaciones que se ven reflejadas en cada uno de sus personajes: Quin, el protagonista, emigrante, a la postre, evoluciona y progresa con rapidez, como corresponde a un joven universitario que, no por tal condición, sino por su sagacidad y atractivo personal, asciende en la escala social y profesional consciente del precio que ha de pagar: entrar de lleno en un mundo que pareciera limpio y transparente, mas corrompido e inmisericordemente desgarrador. Quin podría decir como el verso de Luis E. Aute: No sé si voy o vengo de algún sitio donde nunca estuve», tal es la volubilidad del joven abogado (que admite y utiliza sin rubor alguno para medrar).
En todo caso, el valor literario del personaje es innegable; es como el río que posee en lo más profundo de su esencia el movimiento (requisito indispensable que debe atesorar todo protagonista que se precie, y también la trama, el nudo)… «y andar por tu vereda es la sorpresa» (Juan Bautista Bertrán).
La obra es más que una recopilación de hechos y vivencias de unos seres de ficción: es también una aventura, un manifiesto, la acción vital directa como vehículo que el autor utiliza para lanzar algunos dardos a modo de reflexiones: «No lo sé, pero no soy nadie para juzgar hasta dónde debe llegar la promesa de uno para una y hasta que la muerte nos separe»; «la libertad individual es aherrojada por las normas que convienen a la sociedad».
Convencido estoy de la conveniencia de que el lector construya desde el primer capítulo un esquema mental de la obra, partiendo en gran medida de lo que le sea sugerido por un acertado título: le será casi necesario para ir fijando en la estructura hechos y personajes que van (con claridad) y vienen (con sorpresa).
Barcelona, siempre Barcelona en el autor —marino, por más señas—:
«Mar y puerto son el oro del que vive Ciutat Vella.
Sin nada que lo defienda, y en tiempos ganao a la mar,
el barrio de pescadores tiene la playa a su vera».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 abr 2024
ISBN9788410683839
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    Anatomía de un secreto - Lozano de Fortuna

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Lozano de Fortuna

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-383-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    A modo de presentación

    En el frontispicio de este relato deben aparecer las tres palabras que en nada lo modifican, acaso sí lo perfilan, y en todo caso lo vertebran: amor, mar y secreto. Mi opinión, que no tiene por qué ser mejor que la de los lectores, es que en medio de un apacible marco marino se desarrollan por igual esta oda al amor y este canto al secreto.

    Todos sentimos, y no quiero ser ni parecer dogmático, la esencialidad de nuestra historia en el rincón más íntimo del alma. Y en este bello rincón de Barcelona, rememoro el pasado al que quiero separar de su cómplice, el olvido, que con su opaca e inexorable pátina siempre lo cubre; y lo hago en tiempo presente y con las mismas palabras que en su día fueron vida; palabras nunca inocentes o quizás no inocentes del todo, y menos si van acompañadas de los gestos que las aprueban y amplifican.

    Es otoño. También el de mi vida. En la terraza del club náutico de esta marina ciudad que me vio nacer, tengo a mis pies un manto de hojas secas que el viento esparce y desordena; y frente a mí, la verde lámina de agua que el tráfico portuario rompe y ensombrece, mientras vuelan las costeras y gritonas gaviotas que reflejan y multiplican los charcos de la lluvia.

    Estoy dispuesto, me digo, a abrir de par en par la puerta a las palabras pero no a todas, solo a aquellas envueltas por las voces transparentes que horadan la penumbra primigenia y conforman el bosque de los signos. Me refiero a los signos habitados que, igual que los navíos, siempre llevan su carga en las bodegas: claros significados, de los que son tan solo frágiles significantes que se pierden en medio de la niebla de los puertos o en pecios de memoria naufragada. Ah, palabra, no debes ufanarte de tu poder simbólico, por mucho que contengas la magia evocatoria del ronco son del viento, la espuma de la mar cuando rompe en las rocas, el rítmico latido de las olas y el color del crepúsculo al nacer o el que tiene al morir entre las sombras, porque el tiempo, ese ladrón universal que todo lo avejenta, en ti, palabra, hace mella, te gasta, difumina contornos revelados sin atender a la carne o al espíritu, sin que puedas invocar tu redención si te juzgan, palabra, por tu música, sin pensar en tus luces o en tus sombras. Bajo el sol amarillo de la luz y la pálida luna de las sombras cada palabra es una herida abierta. Y aquellas que dejaron de sangrar son viejas cicatrices que la memoria olvida.

    Y sí, reafirmo lo dicho. Las palabras jamás son inocentes, ni siquiera en los sueños, porque es falso que el viento se las lleve. Sus ecos naufragados en el mar del olvido están aletargados, latiendo en un rincón de la memoria esquiva. Ansían regresar y corregir las dudas que sembraron con artera elocuencia a plena luz del día. Y vienen revestidas con extraños ropajes, al son de tantas músicas exóticas, en un intento firme de mostrar el pasado que acaso no existió. Se apoyan en los gestos —el silente decir— que usamos al hablar, ademanes, sonrisas y miradas mucho más persuasivos que ellas mismas.

    Y qué decir de la memoria, que vuelve con agravios de un tiempo legendario, pujante, acechando el latir de los tibios rescoldos que han sido convertidos en llamas avivadas por nuevos argumentos que cambian y retuercen las historias. Y viene en guerra abierta con los ámbitos plenos de discordia, y se ahonda en un mundo imaginario, hurgando en sus entrañas, en busca de la cruel metamorfosis de figuras grotescas que en lúgubre cortejo pretenden implantar su irresistible seducción verbal.

    Sí, he tildado el texto como un canto al secreto; sí, a ese secreto que entre los dos crepúsculos vividos, el nacer y el morir, oculta su existencia, y ahora se revela ante una luna agónica que escucha cómo lanzo la voz hacia la dicha. En esta nueva luz jamás hollada, ruedan hacia el abierto amanecer, los sonidos tan plenos de sentido que rompen los silencios de los nombres envueltos por la música ondulante de la voz que solloza en la garganta y que empuja la lengua hacia la vida.

    En este tiempo gregario y complaciente que celebra el éxito de lo público, diré que me gusta el intimismo y el secreto en los relatos; un secreto que tiene el poder de excitar a los distantes, de sugerir el anhelo de los próximos y de causar la admiración de los extraños.

    Sí, y también de una oda al amor. Qué podría añadir a la ilusión que con tenue levedad tan delicada como el sol que tangencia el horizonte, arriba de lugares casi ignotos hasta el cielo feliz de una sonrisa. Quiere ver cómo despiertan los cuerpos virginales velados por la espuma de la mar, ante el pulcro contraluz crepuscular que conforma la luz con las siluetas. Y viene hasta nosotros sobre olas, al viento la melena acariciante, como el ala de un pájaro, tan leve, que apenas se distingue como cierta. Pero el corazón, arboleda riente, a pesar de tener sus ojos cincelados de silencio, conoce la melódica ilusión cuando pasa silente por los sueños: una débil cintura que se quiebra, ese pecho indefenso que palpita, unas piernas sedosas que se agitan entre curvas sutiles que se encrespan… Poco importa sentirla como cierta, pues los labios gozosos armonizan acordes de sonatas cristalinas que la hacen real porque se ama.

    Sí, te lo prometí y cumplo la promesa que te hice; sí, mujer, a ti que me amaste, y a la que amé, más allá de la vida. ¡Rescátame!, sentí que me pedías. ¡Rescátame de los brazos marchitos del olvido!, sentí que me rogabas. Sí, amor, sí, no permitiré que ese negro laberinto me atenace, me ciegue el corazón con palabras de barro, porque mi ardiente memoria avivará las secretas tinieblas de un silencio, que no quiere albergar ni tu cuerpo de luz ni el temblor de mis sueños.

    ¡Adiós, amor, adiós!, te despediste camino del poblado desierto de la nada o del feraz oasis de la dicha, sin saber que mis lamentos te buscan por la mar, aunque te oculten las sombras que palpitan con grave dignidad y te aceptan cual eres. Sí, cielo, sí, está grabado tu nombre en el tablero y lloro ante la opacidad del día que prende, indiferente, una rosa marchita, preludio de la muerte que te lleva. Los febriles recuerdos que me habitan serán siempre mi muro defensivo.

    ¿Dónde estás, amor, dónde estás?, clamo desde entonces. Te veo entre las nubes, moviéndote en la brisa, feliz el rostro amado que al mismo sol deslumbra. Y rozo tu mejilla sonrosada con ansias de seguir en este ensueño donde quiero poner el límite a la vida. En el alto silencio te acechan mis caricias, y puedo dibujar tus rasgos de memoria: ¡Oh qué hermosas laderas! ¡Oh qué breve cintura!, que me ofreces con risa cantarina y encienden mi pasión de lluvia torrencial al mirarme en tus ojos de silencio, donde al cielo me elevas suspendido de tu beso.

    Lozano de Fortuna

    Otoño, 2023

    Casi 1000 palabras y un poema por tu secreto

    Lozano de Fortuna no descansa. No os engañe su estampa habitual, sentado a la mesa de un restaurante de los muchos que conoce y disfruta o en la terraza del club náutico de su ciudad natal en donde empezó a escribir esta novela. Su aparente hieratismo contemplando el paisaje marino es una ilusión, porque un verdadero océano embravecido está siempre en su interior. Y los pensamientos que va a ir desgranado en forma de palabras fluyen, una vez más, infatigables.

    La palabra al principio ya existía. «Y dijo Dios, hágase la luz». Así también en esta historia que comienza describiendo las palabras: «Al igual que las naves que en sus bodegas llevan mercancías, tú transportas significados claros de los que tan solo eres frágil significante». Las palabras pasan por el horizonte de su memoria y él las va iluminando, componiendo, encajando, con la laboriosa precisión del orfebre.

    Mi amigo cuida las palabras, las alimenta, las paladea, las regala con suma generosidad (como hace casi con todo en la vida) precisamente porque conoce su importancia. Una palabra de más o de menos puede cambiarlo todo: un amor, una guerra, un descubrimiento, una traición, un testamento…

    Malditas sean las palabras porque hasta para maldecirlas tenemos que utilizarlas. Y digo yo, ¿quién sería el cretino que dijo eso de que una imagen vale más que mil palabras? Alguien que no ha leído un soneto de Quevedo, una acotación de Valle Inclán o una redondilla de Lope, está claro.

    Por eso hay que disfrutar de un texto escrito por alguien que conoce el justo valor de lo que dice, un auténtico artesano de este gozoso oficio. Su pasión por la lectura la traslada a sus escritos. Cuando nos habla de dos crepúsculos y de nacer / morir oímos ecos del mismísimo Calderón. Y cuando sitúa en medio de ellos la esencia de lo vivido sabemos que estamos ante una gran historia.

    Amor, mar, memoria, son los cimientos recurrentes en su amplia literatura. Aquí el mar pierde importancia para centrar la atención en los acontecimientos. Barcelona es el lugar elegido, recordado, la Nada de Carmen Laforet. Y es una Barcelona que a pesar de que vivía de espaldas a la mar huele a salitre y propicia los sueños de los besos en el rompeolas. Pero solo va a ser el marco ideal de los personajes y su devenir. Amor, memoria, secreto van a guiar nuestros pasos. Sí, una nueva palabra conforma este nuevo trío que vertebra la obra.

    A los futuros lectores me dirijo. Podemos sentirnos elegidos. Nos van a contar un secreto con toda la carga emocional que conlleva eso. Anatomía de un secreto es el epígrafe que condensa todo. Título incitante, inspirador, incluso con dosis de provocación. Seremos confidentes y hasta podemos ser cómplices; es sin duda una posición comprometida.

    Y de compromiso también va la historia. Responsabilidad en el trabajo, en la formación universitaria, en las esperanzas depositadas por unos padres que se esfuerzan para ofrecer a su hijo la mejor educación. Empeño en las tareas encomendadas de una juventud esplendorosa que quiere cumplir todos sus sueños buscando el imposible equilibrio entre la madurez que se le exige y los vaivenes del corazón. Se trata de ser fiel a uno mismo a riesgo de traicionar la fidelidad a la amada. ¿O debo decir a las amadas?

    Tres mujeres van a centrar los anhelos del protagonista; y cuál de las tres más sugerente. María, la novia del pueblo, estudiante de arte dramático; Lourdes, la atractiva y madura viuda de su primo, y Anna, la hija del abogado que apadrinará a nuestro audaz joven en sus primeros logros.

    Un protagonista con ecos del Julien Sorel de El rojo y el negro de Stendhal (referencia que él mismo confiesa) y con el que comparte inteligencia, seducción y ambición. Anatomía de un secreto no quita protagonismo a Quin, su personaje principal; pero ya en el título nos insinúa que hay mucho más, como comprobarán pronto en sus páginas.

    Contrabando, masonería, espías, accidentes, asesinatos, un asomo de incesto, en un ritmo que va a más y que no deja tregua hasta la última palabra. Porque de eso se trata, de un escritor que ha seleccionado cuidadosamente no solo el secreto que nos va a contar sino cómo va a hacerlo: significantes precisos plenos de significados.

    Así, aunque el valor narrativo de la trama es innegable, hay muchos pasajes de esta novela donde se impone la prosa de alta intensidad. En las elucubraciones del joven Quin (escritor vocacional y amante de la poesía y el teatro) están las grandes referencias literarias de su alter ego y también un ritmo poético propio a la hora de decir, de crear a través del flujo continuo de su conciencia, de recordar que nos lleva al origen etimológico de esta palabra re-cordari (volver a traer al corazón), porque hay mucho de corazón en esta obra; la nostalgia de lo vivido, de lo soñado o imaginado en un momento vital donde todo está por llegar para el joven charnego. La época de las primeras veces de casi todo. La Barcelona de un tiempo que no volverá.

    Si bien es verdad que la música tiene valor ambiental en el texto y son numerosos los detalles artísticos que aparecen en sus páginas, podemos decir que la verdadera banda sonora son las referencias poéticas. La poesía desborda al protagonista cuando el sentimiento es tal que no puede ser expresado de otra forma. Poesías propias y homenajes a poesías ajenas pero integradas en su personalidad de tal forma que parecen haber sido creadas para ese preciso momento.

    Mantiene la intriga de una forma acertada, sutil, nada falseada. Las cosas no son lo que parecen y la tensión dramática es evidente. Y es siempre dominio de la técnica cuando parecen sencillas las cosas que no lo son. Cuando el lector se quiere dar cuenta, ya ha sido enredado en la trama.

    Estoy sufriendo mucho por no poder contarles el secreto, pero tendrán que llegar por su cuenta. El trayecto vale la pena hasta la última palabra. Lean y disfruten de cada uno de sus personajes. Todos ellos, memorables, podrían ser protagonistas de una novela propia tan llenos de vida están. El autor no olvida a ninguno, los individualiza, en definitiva, los hace humanos.

    Como única advertencia decir que una novela de iniciación requiere una mentalidad joven. Con las gafas de ver de cerca la palabra y lo humano que no las letras dejémonos llevar sin juicios ni prejuicios. Lope de Vega decía que no había cometido «más yerros que los del natural amor». He aquí una novela que desborda pasión en todas sus páginas con la fuerza del mismo Monstruo de la naturaleza. Dice su autor: «Las palabras jamás son inocentes, ni siquiera en los sueños, porque es falso que el viento se las lleve». Yo de lo que estoy seguro es de que estas dejarán su huella. Y así, cuando pienso en mi amigo sé que alguien con tal pasión no puede evitar escribir. Ruego para que no se temple su ánimo. Alguien con ese talento debe volver a la literatura una y otra vez, como las mareas, como una pasión incontenible. Y así me gustaría para cerrar estas breves líneas de poco más de mil palabras dedicarle un poema de Lope que me recuerda mucho a él.

    Pasé la mar cuando creyó mi engaño

    que en él mi antiguo fuego se templara,

    mudé mi natural porque mudara

    naturaleza el uso, y curso el daño.

    En otro cielo, en otro reino extraño,

    mis trabajos se vieron en mi cara,

    hallando, aunque otra tanta edad pasara,

    incierto el bien y cierto el desengaño.

    El mismo amor me abrasa y atormenta,

    y de razón y libertad me priva.

    ¿Por qué os quejáis del alma que le cuenta?

    ¿Que no escriba decís, o que no viva?

    Haced vos con mi amor que yo no sienta,

    que yo haré con mi pluma que no escriba.

    Juan Ángel Serrano Masegoso.

    I

    A bordo de mi flamante 600, en esta refrescante mañana que empieza a despedir al tórrido verano, me siento un hombre que persigue a su inevitable destino, que será, cómo no, el que entreteja los hilos en este trozo de vida que voy a consumir en esa gran puerto del mar por el que siento la fatal atracción que todo habitante del interior, ‘pastor’ en el argot de los mercante, experimenta ante el mar y, al igual que hiciera Borges, me interrogo: ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento / y antiguo

    ser que roe los pilares / de la tierra y es uno y muchos mares / y

    abismo y resplandor y azar y viento? Sí, había nacido en Barcelona; apenas con siete años mis padres decidieron volver a su pueblo natal; por lo tanto, mi origen capitalino quedó subsumido en los usos y costumbres de mi pueblo. No me hacía una idea de la ciudad, a la que pude volver unos breves días con motivo de un lejano viaje de estudios al acabar el curso de Preuniversitario, pero que truncó la muerte de mi abuelo materno. Un viaje que hubiera tenido un agridulce sabor de despedida, pues después se comprueba que las nuevas amistades de las facultades opacan las antiguas de bachiller. He decir que para mí todas la ciudades son esquinas de la Tierra habitadas por personas que siempre van de prisa dejando sus estelas imperceptibles por las viejas cicatrices que las surcan, algunas remodeladas por la cirugía plástica del urbanismo moderno, y en cuyos bordes se alinean casas señoriales o altivos edificios, al modo de la soberbia Babilonia, la de los jardines colgantes y la torre de Babel, esas obras señeras sepultadas bajo el árido desierto del olvido.

    He tomado conciencia de la soledad personal con la que tendré que hacer frente a los avatares que se me presenten en mi portuario destino. Se afianzará mi madurez al ejercitar mi libre albedrío, que me hace dueño y señor de mis actos y por tanto el único responsable de los mismos.

    Una sonrisa de serena complacencia aflora en mi rostro al pasar por Benidorm. Tan recientes los días que allí pasé con María. ¡Cuántas hermosas y saludables vivencias concentradas en un corto arco de tiempo! Se me van a hacer largos estos tres meses sin ella.

    Dejo atrás la ciudad que nos acogió al borde del mar y centro toda mi atención en captar la forma y los colores del variado paisaje que atravieso. Pasan los frondosos árboles en veloz y milagrosa carrera, como si vinieran a estrellarse contra mí y evitaran el choque frontal con continuos escorzos de última hora.

    Llego a mi destino en la hora crepuscular donde la luz todavía vence a las sombras que se avecinan. La inmensa avenida Diagonal me recibe con la locura de su laberinto circulatorio, así lo defino en este momento, y en no menor medida, con el fluido movimiento de la marea humana que la transita.

    De la viuda de mi primo no me acuerdo, más allá de una señora vestida de negro riguroso y a la que vi el día que lo enterraron. Ahora voy a su casa, así lo ha acordado con mi madre, una vez que di mi conformidad a venir a esta ciudad que según los criterios de mi padre y de mi padrino, don Enrique, era más adecuada para mi formación jurídica que la pasantía que pudiera hacer con mi padre. Sigo las indicaciones del plano que la viuda había incluido en su respuesta a mi madre. La ventanilla bajada confirma el ruido callejero, el olor perturbador de la circulación y la suave temperatura que propicia la cercanía de la mar, lejos de nuestro tórrido ferragosto, aunque no percibo, parafraseando a Nada: «Ni una ligera bocanada de humedad de la brisa marina». Busco entre los ecos de las calles que traman sus historias el eco de la mía. Con las luces encendidas llego a mi destino. Toco el timbre del telefonillo. Una voz de mujer se interesa por quién llama.

    —Soy Quin, el primo que esperabas.

    Cómo si hubiera pronunciado un conjuro la puerta se abre al momento. Sonrío. Me viene a la memoria la legendaria cueva que se abría con las mágicas palabras que resonaban en las páginas fatigadas por tantas noche de insomnio. El ascensor, de suave movimiento tan distinto a los traqueteantes de mi ciudad, se detiene en el piso marcado. Una señora y una chica abren la puerta un instante después; me estampan dos besos cada una en las mejillas. Quizás lo habrían hablado, y puede que hasta ensayado. Las mujeres son así de previsoras.

    —Hola, Quin, te estábamos esperando. Soy Lourdes y ella es mi hija Virtudes —dice la mayor que así se postula como la viuda de mi primo.

    Agradezco el recibimiento con una sonrisa sincera, y más al ofrecerme su plaza de garaje para mi coche. Me preceden camino de mi habitación que resulta ser amplia, limpia y muy ordenada: cama de cuerpo y medio, armario empotrado, mesilla de noche, mesa de estudio, flexo y dos sillas. No necesito más. Tengo que compartir con Virtudes el cuarto de baño; aunque hay otro en el dormitorio de la madre que utilizaría la hija caso de ser necesario.

    Bajo con la niña para estacionar el coche en el garaje del edificio. Muestra su adolescente incontinencia verbal al hablar de su madre. «Mi madre es muy buena…, sufrió mucho con la enfermedad de mi padre. Yo lo quería mucho…, siempre fue muy bueno conmigo. Es subdirectora en una oficina de La Caixa», responde cuando me intereso por dónde trabaja. «Es gallega, de Sada, y empezó en el banco Pastor de La Coruña, pero cuando se enteró de que La Caixa convocaba plazas en Barcelona, tomó el tren y se embarcó en un viaje agotador que no lo justifica la distancia, según ella, se presentó a las pruebas, las pasó y su destino fue la sucursal en donde mi padre era director. Al poco tiempo se casaron y en tiempo reglado vine al mundo». Dicho lo cual, continúa con una sonrisa: «No te quejarás, eh, que en dos minutos te he puesto al corriente de nuestras vidas».

    La madre viene con la cena y señala con el índice el sitio que debo ocupar en la mesa. Una amplia bata larga de tela fresca y de mangas anchas con grandes estampaciones en blanco y negro no logra ocultar el armonioso cuerpo que recubre. El pelo rubio como el trigo maduro lo lleva recogido en una gruesa cola que sujeta con un coqueto pasador. Es una mujer guapa, muy guapa diría, aunque su cara esté ensombrecida por la amargura que desprenden los ojos. Tiene aire de ama de casa más que de ejecutiva y conserva el encanto de su acento natal. Aparenta unos treinta y pocos años.

    Descubro, con sorpresa, que estoy mirando a mi prima como si fuera una profesora de instituto, de esas treintañeras que tanto nos atraían a los chicos de quince años. Y no puedo evitar imaginar lo mucho que me agradaría liberarla de la ausencia que leía en sus ojos. Hacerla sentir que la noche de los tiempos siempre pasa, por mucho que el errático presente lastre el devenir con la historia que duele en la memoria. Se cruzan las miradas y me ruborizo por estos pensamientos. Aparento naturalidad, pero creo que ella ha percibido algo que le ha resultado grato a sus ojos azules que reviven un instante de la muerte en la que están.

    La adolescente e irreprimible curiosidad de la hija hace su aparición en forma de preguntas directas: que si tengo novia, que si te llamo primo o por tu nombre, que si mi acento no es como el de su padre, que tengo el encanto de los chicos de provincias… y todo esto mientras pone la mesa. Me agrada mucho esta chica. Es muy natural, con aire de ciudad, muy bonica de cara, le saco un gran parecido con su madre, no muy alta y con las formas incipientes, sin madurar todavía. Mi madre me dijo que tendría unos quince años.

    —Diremos a quiénes nos pregunten, que será toda la escalera y los comercios del entorno, que Quin es un primo de papá que ha venido a trabajar con su padrino, un abogado famoso amigo de sus padres —propone la madre, para interesarse al momento en dónde estaba el bufete.

    —De facturación millonaria —preciso con cierta vanagloria—. En Vía Augusta, cruce con avenida Diagonal.

    —No me extraña, es la zona más cara de Barcelona —responde con ese acento que tanto me gusta.

    Virtudes se está quedando fuera de la conversación.

    — ¿Tienes novia, Quin? —quiere saber.

    —Está en la edad de tener una relación seria —dice la madre.

    Y niego a María. Y no sé por qué lo hago. No es el momento de las confidencias, me digo, pero lo cierto es que silencio mi relación con ella. Y como el que hace un cesto hace ciento, miro jactancioso a las dos mujeres.

    —Este verano tuve una amiga en Benidorm, una sueca de un tour operador que dominaba cuatro idiomas. .

    — ¿Y practicaste alguno? —quiere saber Virtudes con toda su inocencia.

    —Sí —respondo ante la mirada inquisitiva de la madre, que baja los ojos al entender el lenguaje al que me refería.

    Terminada la cena, ayudo a la chica a quitar la mesa y llevo los platos a la cocina. La madre los lava y yo los seco, al igual que hacía en casa cuando volvía en vacaciones.

    La voz de Virtudes nos cerca de realidad.

    —Empieza Estudio 1. Dan La vida es sueño.

    —Ya vamos.

    Nos reímos ante la sincronía de la respuesta. Sentados ante el televisor guardamos el silencio preceptivo. Oímos el recitado de los versos de la obra inmortal, de la que declamo algunos versos en voz baja. En el primer descanso publicitario la hija quiere saber si he estudiado teatro o si era actor.

    —No, ni mucho menos. Quiero licenciarme en Filología Románica y dedicarme a la docencia universitaria, aunque por seguir la tradición de mi padre me he licenciado en Derecho y voy a hacer aquí la pasantía.

    En un descanso me intereso por lo que ella estudia.

    —Sexto de bachiller y quiero graduarme en Turismo —responde al punto, para continuar—: Estoy desde preescolar en Canigó, un colegio privado de formación cristiana, cuya dirección espiritual está encomendada al Opus Dei.

    Mientras hablo con la chica observo de reojo a la madre. La luz de la pantalla la ilumina vagamente. En la penumbra puedo ver sus labios gordezuelos que ni humedece; una boca cuyo contorno está en consonancia con la tristeza de sus ojos. Noto una ligera emoción en su rostro cuando escucha mis palabras de afectuosa complicidad.

    —A las madres todo les parece poco para sus hijos.

    —Qué bien conoces el amor de una madre —responde con esa voz que dialoga con facilidad.

    —A la mía la veo como madre y no como mujer.

    — ¿Y por ser madre ya no es mujer? —quiere saber.

    —La madre tiene como amor verdadero el que siente por sus hijos, mientras que la soltera lo tiene por el hombre del que espera tenerlos —respondo con ribetes psicológicos que no vienen al caso.

    —Entonces, ¿qué soy yo, según tú? Madre y viuda, que es lo mismo que decir casada y soltera al mismo tiempo, cuando tengo…

    —Tienes la edad que aparentas —sonrío. Me dirijo a Virtudes—: ¿A que tu madre parece una veinteañera?

    —Sí. Es mi hermana mayor —responde riendo.

    Me río. La madre, halagada, se suma a nuestras risas.

    —No me gustan las consejas del honor barroco. Nadie se casa con quien ama y todos están felices, porque se han comportado según los dictados del honor, un honor mal entendido, legal, pero no legítimo —digo molesto, a propósito de la obra que estamos viendo.

    — ¿Tú cómo la acabarías? —se interesa la madre.

    —Con el amor eterno entre Segismundo y Rosaura —respondo con una pasión en las palabras que acelera el latir de mi corazón.

    Una Virtudes somnolienta se despide.

    —Si quieres, mañana voy contigo a la universidad.

    —Gracias, primica. Y por cierto —acompaño la pregunta con un gesto de la mano—. ¿A qué hora se come en esta casa?

    —A las tres y cuarto, cuando llega mi madre.

    —Empiezo el trabajo a las

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