Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba
El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba
El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba
Libro electrónico734 páginas10 horas

El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La Universidad tiene la necesidad de homenajear a sus maestros y este libro intenta aproximarse a uno indiscutible, Mario Hernández Sánchez-Barba; a su condición de profesor, a los temas que han sido objeto de sus investigaciones, al teórico de la historia, al americanista, al estudioso de la milicia, al divulgador, al conferenciante, al hombre… universitario, padre de familia, cristiano profundo, patriota racional y sincero monárquico.

Don Mario ha escrito decenas de libros e incontables artículos, ha pronunciado conferencia tras conferencia, ha dirigido un centenar de tesis doctorales, ha impartido clase a miles de alumnos; ha editado obras; ha fundado y dirigido revistas, ha publicado en la prensa diaria… En definitiva, ha desarrollado todas las facetas propias del universitario. Por todo ello estamos en deuda con él, y publicamos este libro, que poco aporta a su ingente obra.

Este título no tiene como finalidad dar a conocer la obra de don Mario, ni recuperarla, prolongarla o comentarla, se edita por necesitad. La universidad, en su sentido más genérico, tiene la necesidad y la obligación de homenajear a sus maestros no solo por los indiscutibles méritos de estos; como institución milenaria basada en la tradición no de una enseñanza, sino de un espíritu, de una actitud intelectual, debe hacerlo por su propio bien. La supervivencia de este gremio de hombres libres se fundamenta en el reconocimiento de la jerarquía del saber, garante de la función de servicio social que la universidad debe satisfacer.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UFV
Fecha de lanzamiento15 mar 2019
ISBN9788418360084
El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba

Relacionado con El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Arte para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El tiempo histórico de Mario Hernández Sánchez-Barba - Mario Hernández Sánchez-Barba

    CAPÍTULO 1

    Aprender de la historia, enseñar con la vida

    José Manuel García Ramos

    Universidad Complutense de Madrid

    José Ángel Agejas Esteban

    Universidad Francisco de Vitoria

    Reconocer los méritos de un compañero tras una vida dedicada en cuerpo y alma a la Universidad tiene mucho del cumplimiento de lo debido, pero más aún de lo gratuito que surge de la admiración. Porque una vida entregada de lleno a la universidad se compone de un conjunto de aspectos muy variado, en los que don Mario ha destacado por igual: seriedad y rigor en la investigación, dedicación y entrega en la docencia, amistad y generosidad con los compañeros. Si la Historia es maestra de la vida, de acuerdo con la conocida sentencia de Cicerón, don Mario ha hecho de su vida dedicada a la Historia también un magisterio. Poco más tendríamos que añadir a este reconocimiento. Nos atrevemos a glosar brevemente estas tres dimensiones de su quehacer diario durante décadas: la dedicación de una vida.

    Conscientes de nuestra limitación, al no ser historiadores, nuestro comentario no será como el de quien trata su obra desde la óptica del experto, sino como el del aprendiz que no se cansa de atender y entresacar de su enseñanza esas lecciones inolvidables que destacan en el auténtico maestro: las lecciones de y para la vida.

    SERIEDAD Y RIGOR EN LA INVESTIGACIÓN

    Y, como universitario, nos ha enseñado a investigar con seriedad y rigor. En un momento en el que parece que la investigación se reduce a publicar o fenecer, sin que, en muchas ocasiones, haya nada relevante que decir, don Mario supo siempre aportar una mirada propia sobre el objeto de su estudio, sobre la Historia. Mirada propia, síntesis de distintas aportaciones, que, en lo esencial, trató siempre de responder al quehacer del científico que no solo se acerca a un ámbito de la realidad para medirla, documentarla, datarla…, sino, sobre todo, para comprenderla. La fragmentación de las ciencias que ha pulverizado el saber humano en micropartículas inconexas necesita de maestros que ayuden a recomponer el saber.

    Parecería que, en el caso de la Historia, el peligro de fragmentación tendría que ser menor que en otros saberes, pues, al menos, se supone que quien la estudia busca la coherencia de la narración de los hechos documentados. Sin embargo, no es del todo así: también la Historia ha corrido el peligro (en particular, durante la segunda mitad del siglo pasado) y ha sufrido el infortunio de caer devorada por las ideologías y por sus proyectos totalizadores. Recopilar datos y acontecimientos sin un hilo conductor que los dote de sentido es anticientífico; pero no lo es menos la alternativa buscada por otros de fabricar un hilo conductor en el laboratorio del ideólogo de turnos que los hilvane para forzar, de manera interesada, un significado impuesto desde fuera. Así que siempre hemos encontrado en el quehacer científico de don Mario un ejemplo de veracidad, que significa hacer de la verdad profesión de vida o, de la vida, profesión de verdad. Tres son los rasgos que, vistos desde el rigor del quehacer científico (aunque fuera del particular del historiador), nos gustaría destacar aquí.

    SU VISIÓN DE LA HISTORIA: SU NATURALEZA COMO RELATO SIGNIFICATIVO

    El primero de estos rasgos que encontramos en sus escritos sobre la ciencia histórica es su esfuerzo por identificar claramente la naturaleza de la Historia como ciencia. Si siempre se ha corrido el riesgo de reducir la Historia a un grupo de narraciones (de historias, así, con minúscula), de eventos o de recopilaciones de datos, con la fragmentación de los saberes a la que acabamos de aludir no han faltado algunos historiadores para los que esto podía llegar a plantearse incluso como el ideal científico.

    En sus escritos sobre teoría de la Historia siempre ha buscado que quedara claro que la razón de ser de la Historia es dar cuenta del acontecer humano de forma significativa. Veremos en el tercer rasgo la cuestión del fundamento antropológico. Baste con señalar aquí que el tipo de conocimiento al que aspira el historiador implica, precisamente, dicho fundamento. Y no un fundamento antropológico «general», por así decir, sino del ser humano concreto. De aquel que con su libertad decide, actúa, se relaciona, tiene conciencia de sí, de sus acciones y del tiempo que vive. ¿Qué ha de hacer el historiador? Tratar de comprender eso para contarlo. La vida misma, vaya. Así, en uno de sus ensayos, afirma:

    la historia es acumulación de las experiencias de la humanidad, pero el conocimiento de tales experiencias pertenece, por entero, a la ciencia histórica, cuyos objetivos están dirigidos, precisamente, a conseguir un alto grado de comprensión respecto a los impulsos humanos, institucionales y sociales, promotores de la dinámica. Pero de un modo específico, que no consiste en facilitar ninguna fórmula de solución a nadie, ni tampoco en eximir a nadie de la responsabilidad de su libre decisión, su libre opinión o su libre opción (Hernández Sánchez-Barba, 1978, p. 9).

    Se trata de comprender las acciones humanas como propias de sujetos que actúan libremente en un contexto y de dar razón de estas de un modo sintético e integrador. Lo cual sitúa de manera explícita a la Historia en un diálogo activo con el resto de saberes y de ciencias denominadas humanas o sociales. A nadie se le escapa la dificultad de poner en juego un modo de entender la Historia en el que se quiere dialogar y no solo tener en cuenta datos, sino modos de hacer de otras ciencias. No nos cabe duda de que el carácter unitario e integrador que don Mario atribuye a la Historia le corresponde, con toda razón, a cualquier ciencia que se ocupe de ámbitos del ser y del obrar humanos.

    La misma complejidad del ser humano, ha hecho precisa la instrumentación de las llamadas «ciencias del hombre», cada una de las cuales se inclina e interesa por un sector específico del mismo. La Historia, al aprovechar e incorporar estos métodos, no renuncia a su esencial objetivo integrador y unitario, que consiste en el conocimiento de la experiencia humana en el tiempo; pero no ha tenido más remedio que conocer y asimilar los resultados de cada una de esas ciencias, con objeto de disponer de un amplio repertorio de posibilidades que le permitan un más riguroso conocimiento de esa temporalidad problemática que inscribe el hombre en cuanto permanencia y cambio, vigencia y mutatividad. (Hernández Sánchez-Barba, 1978, p. 9).

    Todo el rigor con que se aplica cada ciencia por separado en conocer el quehacer humano desde la óptica particular de sus objetos material y formal se ha de aplicar también en el necesario diálogo entre ciencias, o nos estaremos dejando fuera de la mirada del experto aspectos de lo real plenamente significativos para una mejor comprensión de la acción humana. No se trata, por tanto, solo de que los historiadores amplíen el horizonte de su método, sino de que todo investigador comprenda que su ciencia ha de ser un relato significativo, no una mera acta notarial. Los datos y el sentido no están reñidos. Ver cómo entran en diálogo es una de las tareas más apasionantes de las ciencias en este preciso momento de la universidad. Esta es la primera lección que nos gustaría destacar del rigor con el que don Mario ha trazado siempre el límite del objeto de la ciencia, la definición de su naturaleza.

    FUNDAMENTOS CRÍTICOS: LA CUESTIÓN DEL CONOCIMIENTO NO IDEOLÓGICO

    Aprender de ese modo de hacer ciencia ayuda a superar muchos de los límites del reduccionismo del uso de la ciencia como ideología. En este sentido, la ciencia puede ser reducida ideológicamente mediante la utilización de una ideología determinada como nexo para unir los hechos y los datos con el fin de imponerles un significado del que la realidad carece (algo a lo que ya hemos aludido un poco más arriba). O la ciencia también puede ser convertida en ideología, cuando utilizamos los resultados de un determinado conocimiento teórico como sustitutos de la realidad y no como aproximaciones a ella. Este peligro está muy presente en la mayoría de nuestros contemporáneos. Y eso porque tienen realmente miedo a la inteligencia y a la libertad. Esto es, miedo a lo que la verdad puede desvelarnos sobre la realidad del mundo y del hombre, y miedo a las decisiones que tomemos en consecuencia. La ideologización de la ciencia, como sucedáneo que es, puede provocar una impresión tranquilizadora. Sobre todo porque nos ahorra pensar por nosotros mismos y asumir las consecuencias de ese esfuerzo por comprender. Ideologizamos la ciencia cuando dejamos que sean sus medios y métodos los que piensen por nosotros. Ya nos ponía en guardia Guitton al advertir lo siguiente:

    Este último peligro es el de nuestra época, siempre matemática y que después de Descartes siempre ha tenido la tendencia a confundir el proceso de la mente con el de la naturaleza. Muchos elementos preparan el pensamiento y, sin embargo, no lo son. No es pensamiento más que cuando los domina y piensa en él mismo, o mejor, entra en contacto y en amistad con el ser del cual extrae la estructura propia (Guitton, 2000, p. 130).

    Si la Historia es maestra de la vida, se debe también, entre otras cosas, a que, cuando estudia las acciones humanas, estudia al ser humano en acción, y, por tanto, habla de lo que somos, no solo de lo que hicimos. Este sería un tercer modo de reducción ideológica de la Historia, después de los otros dos que ya hemos apuntado: el uso de esta desde cualquiera de los sistemas ideológicos del siglo pasado o desde el cientificismo. Don Mario ha denunciado con toda claridad y ha analizado con todo rigor esta tentación que tenemos cuantos vivimos en este momento de la Historia de reducir la consideración del tiempo a la actualidad, a lo último, cediendo a la contemporaneidad que deriva en un inmanentismo reductor. Pongamos un ejemplo: una viñeta aparecida en un diario español representaba a una persona mirando la pantalla del ordenador debajo del siguiente lema: «Absortos en la actualidad, olvidaban el presente». Seguramente el virus en la manera de mirar que ahí se destaca sea el que ha invadido el quehacer científico y, en particular, el que lo ha hecho en el modo de considerar las dimensiones temporales del existir humano.

    La necesidad, cada vez más urgente, ya no solo de prevenir, sino incluso la posibilidad de influir sobre el futuro y asumirlo, constituye la más decisiva caracterización de lo contemporáneo. El hombre actual cree actuar, primordialmente, en razón de auténtico saber y esta suposición tiene su base en el ensoberbecimiento que le ha dado la ciencia y la técnica; sin embargo, la evidencia de la convicción científica no se basa en el saber, sino en las sensaciones que acompañan a este que, a su vez, se encuentra en estrecha relación con la espera del porvenir; […] Es que la confianza en el saber se encuentra permanentemente desbordada por el incesante desarrollo de la ciencia que relativiza constantemente el saber (Hernández Sánchez-Barba, 1973, p. 38).

    Para el historiador es clave que la mirada sobre el pasado arroje luz sobre las otras dimensiones de la temporalidad (presente y futuro) en las que el sujeto se desarrolla, vive, actúa. Y, precisamente, si esa mirada es científica, no generará voluntad de poder, de control, de dominio, sino todo lo contrario: luz para que la libertad actúe. Que la investigación arroje luz debería ser el objetivo primordial de todo universitario y, por tanto, del modo de hacer ciencia. Algo que don Mario ha hecho y que hemos aprendido de su enseñanza, sin duda.

    LA HISTORIA, CAMPO DE JUEGO DE LA ACCIÓN DEL HOMBRE

    Llegamos así a la última cuestión que nos gustaría señalar como más relevante en el modo de plantear con seriedad y rigor la investigación: la atención al fundamento antropológico de la ciencia y, en particular, claro está, de la ciencia histórica. Ya señalábamos más arriba que, en su definición de la naturaleza de la Historia, está implícito entender que se ocupa del quehacer humano, de las experiencias significativas de los hombres, no de la humanidad, por cuanto no existe la humanidad en abstracto, sino seres concretos que viven, actúan, deciden.

    Todo universitario, como todo historiador, «tiene que ser humanista, pues la historia parte del hombre, debe su dinamismo al hombre y su conocimiento y explicación corresponde al hombre» (Hernández Sánchez-Barba, 2019, p. 39). ¿Hay alguna ciencia o saber que no esté hecho por el hombre? ¿Acaso hay alguna ciencia que no responda a un modo particular de acercarse al hombre para entender la realidad, al menos un aspecto de la misma y bajo un prisma determinado? ¿Cuáles son los intereses que han generado ese prisma? ¿Cuáles, los ideales? ¿Qué ambiciones? Aunque está claro en qué sentido afirma aquí que el historiador tiene que ser humanista, no podemos olvidar que en toda ciencia está la pregunta del hombre que la hace y por el hombre al que sirve e interesa. Hay un humanismo presente en toda investigación. Hacerlo explícito es la primera responsabilidad del buen científico.

    Nos quedan por señalar dos aspectos de la antropología que subyacente a la Historia, tal y como él la entiende, aportan nueva luz sobre las ciencias que, en el siglo XXI, se acercan al ser humano: entender al hombre como un ser futurizo —neologismo que el filósofo Julián Marías consiguió que se introdujera en el diccionario de la RAE y que consideramos, además de atinado, muy gráfico— y como un centro dinámico de relaciones. Son dos rasgos de una antropología plenamente actual que destacan en esa antropología que subyace en el hacer Historia de don Mario y como enseñanza para todo investigador. Comentemos cada uno de ellos por separado.

    Tanto el pensamiento personalista como, de algún modo, el existencialista del siglo XX han destacado esa dimensión anticipadora del ser humano. Las personas vivimos en el presente como capaces de anticipar, de proyectar, de mirarnos como existentes en un tiempo que aún no existe, pero en el que podemos considerarnos como realmente viviendo. Es esa capacidad de anticipación la raíz de la creatividad humana, de hacer posible que algo suceda, de movilizarnos para ponernos en juego imaginando lo por venir. Así, señala:

    En realidad, el hombre está siempre en una constante actitud de anticipación de lo venidero mediante el establecimiento de metas para sus planes, en sus temores y aperturas de esperanzas, y también, desde luego, y primordialmente, en virtud de su voluntad y actividad creadora. Esta actitud práctica del hombre, este ejercicio permanente de su posibilidad para el que se apoya en la experiencia, reviste una importancia suprema de seriedad y sería un tremendo contrasentido si lo que se acerca temporalmente no fuese algo real, en su pleno valor de tal (Hernández Sánchez-Barba, 1973, p. 37).

    Desde luego que la Historia entendida desde esa antropología ofrece un conocimiento que va más allá de la mera constatación de datos y hechos, que integra saberes (como ya hemos dicho) y que, además, ofrece claves para ampliar la racionalidad hacia modos de comprensión de lo humano, de explicarlo con sentido, de proyectarlo hacia su desarrollo, y por tanto, de integrar su dimensión de plenitud en lo que está por alcanzar a la luz de lo realizado. Dinámica de apertura en la que debemos considerar también otra característica clave para una antropología integral: comprender que la persona es un sujeto, sí, pero también un ser relacional.

    Antes que los hechos y los datos está el hombre, pero el hombre entendido como un centro dinámico de relaciones: se siente impulsado a crear, transformar, establecer, interpretar consigo mismo, con los otros hombres y con el mundo; se relaciona con el espacio, con la temporalidad, con la experiencia, en procesos de decisión, acción y pasión. Ello promueve una complejidad e intensidad al eje relacional y nos sitúa en presencia de categorías, niveles, núcleos de relación, actitudes individuales y comunitarias de la más diversa índole (Hernández Sánchez-Barba, 1991, p. 35).

    La mentalidad cientificista en la que estamos inmersos y que, como decíamos antes, nos acosa por todos lados, puede hacernos más difícil todavía la comprensión de la persona desde su dimensión de relacionalidad y no solo desde su carácter individual. Sin embargo, no debemos olvidar que lo relacional es lo propio del ser personal. Ningún sistema químico, físico o biológico puede organizarse desde la propia relación entre los individuos que lo forman. Su finalidad será siempre añadida desde fuera de la suma coordinada de los elementos. En cambio, es la relacionalidad humana la que da pie a la socialidad.

    Solo la naturaleza humana puede ser «personalizada». Esto es, asumida de forma consciente y libre para tender a su propia realización. Así, la unidad en plenitud entre los distintos miembros de la especie humana no se da, simplemente, por el mero hecho de que todos compartamos la misma condición na-tural, sino en la medida en la que cada uno encarna lo humano en relación con los otros. De este modo, a cada sujeto se le hace patente cómo su libertad ha de integrar todas las dimensiones de su ser. Integración que será plena solo en la medida en la que se haga en apertura a los demás: porque es en esa relación en donde descubrimos tanto lo que somos como lo que estamos llamados a ser. Todo verdadero fundamento antropológico para una ciencia ha de saber integrar esta dimensión en su voluntad de dar razón del objeto de su estudio.

    DEDICACIÓN Y ENTREGA EN LA DOCENCIA

    Para este breve y sentido reconocimiento nos hemos detenido con algo más de detalle en señalar aquellas aportaciones que, a nuestro juicio, han hecho del magisterio de don Mario un punto de referencia ineludible, no solo para historiadores, sino también para profanos que, sin embargo, deseen desarrollar sus respectivas ciencias desde una visión realmente sapiencial de la investigación. Nos quedan por señalar dos elementos más de su magisterio: docencia y comunidad.

    Hay dos textos de dos grandes maestros que sintetizan bien esa dedicación y entrega de quien no se limita a investigar para aumentar la ciencia, sino para comprender la realidad y ayudar a otros a que la comprendan. La comunicación del saber, no la mera difusión, lleva a los discípulos al deleite con lo aprendido, a gustar la Historia, y, con ella, a gustar la manera de ser hombre y de servir a la sociedad descubierta por medio de ese estudio y de esa comprensión de lo humano. Dice Steiner:

    La libido sciendi, el deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra. […] Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría. Hasta en un nivel humilde —el del maestro de escuela—, enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente (Steiner, 2004, p. 173).

    Esa complicidad de una posibilidad trascendente es una de las mejores definiciones que pueden darse del quehacer docente. Quien no ha cejado en el empeño por comunicar y enseñar, como don Mario, es porque vive su labor con plena conciencia y pasión. Han sido miles los universitarios que han pasado por sus aulas, que se han educado con su enseñanza. Muchos también los que le reconocen como maestro en su quehacer de investigación y comunicación de la Historia. Y, aunque menos, como es lógico, pero no somos pocos, los que podemos considerarnos también, de alguna manera, discípulos suyos, por haber aprendido su amor por la docencia, por hacer al alumno partícipe del gaudium de veritate:

    Si uno quisiera penetrar de nuevo en uno mismo, uno notaría que las alegrías que gustan a nuestra edad madura en el campo de las letras o de las artes tienen que ver con aquello que, anteriormente, un maestro nos dejó ver levantando el velo de la costumbre, comunicándonos una admiración que él sentía, siempre nueva, en su corazón. No es tanto por lo que nos enseñó que nos instruyó, ya que, en verdad, lo hubiéramos podido encontrar en un libro. No, es que nos hizo penetrar en su emoción (Guitton, 2000, p. 23).

    AMISTAD Y GENEROSIDAD CON LOS COMPAÑEROS

    En muchos de sus escritos alude don Mario a la definición de universidad contenida en las Partidas de nuestro rey Sabio, como «ayuntamiento de maestros et de escolares». La investigación y la docencia son universitarias cuando con ellas se potencia la dimensión comunitaria de la universidad. Comunidad que implica la búsqueda de un bien compartido que no se alcanza nunca del todo, pero que no se deja de ambicionar. Los peligros de ideologización de la ciencia que apuntamos al inicio son casi los mismos que acechan al investigador para no crear comunidad. Porque en los tres subyace el cierre de la razón sobre sí misma, que no se abre a un horizonte de explicación compartido en el que los demás tienen también algo que aportar. La comunidad ofrece un buen antídoto contra las tentaciones de las ideologías, que no son más que expresión de soberbia intelectual. Descubrir la verdad implica ponerse al servicio de ella, no adueñarse de ella. El auténtico universitario se encuentra con la verdad, no la encierra en su mente y, menos aún, en una teoría al modo de un conjunto de enunciados autosuficientes, de un sistema que define la verdad en clave de consistencia, en vez de servir para el encuentro significativo con la realidad.

    Don Mario siempre se ha esforzado por hacer comunidad, por crear vínculos, por suscitar espacios en los que distintas disciplinas pudieran dialogar sobre las aportaciones particulares al quehacer común. Y, en ese trabajo comunitario, aprendíamos también el sacrificio, el esfuerzo, la lucha por compartir, al tiempo que encontrábamos aliento para no cejar en el empeño, ni ceder al desánimo.

    Los últimos años de su vida universitaria los emplea en la Universidad Francisco de Vitoria, en donde no solo ejerce su docencia con alumnos de grado y de postgrado, sino que también contagia a otros profesores e investigadores de su inagotable deseo por saber más y mejor, por investigar, por comunicar lo aprendido, en conferencias, seminarios, publicaciones… Concluimos este breve apunte como homenaje con una nota que él dedicó al quehacer universitario de Francisco de Vitoria, el ilustre dominico que da nombre a nuestra universidad, de cuyo buen hacer don Mario ha sido buen representante y del que todos debemos seguir aprendiendo como auténticos universitarios «en pos de la verdad»:

    Conocer es investigar; comprender es relacionar; comunicar es trasmitir el conocimiento de la realidad. El primer catedrático universitario que cumplió estas tres funciones desde su cátedra de Teología Prima de la Universidad de Salamanca, conseguida por oposición en 1527, fue el eminente dominico Francisco de Vitoria que investigaba para preparar sus clases universitarias, con objeto de transmitir la materia que explicaba con meridiana claridad. Conocemos sus ideas por los apuntes de sus alumnos, ejerciendo de este modo, en exclusiva, la docencia; por último, en conferencias públicas formaba rectamente la opinión pública de cuantos querrían ir a oír su opinión sobre temas de actualidad, mediante las famosas Relectiones. Esta tercera función quizás provenga del historiador griego Tucídides (c. 465-c. 395 a. C.), cuando afinaba el método comprensivo de la historia comprobando que «la mayor parte de la gente se siente más inclinada a aceptar la primera cosa que oye que a cargar con el problema de investigar en pos de la verdad (Hernández Sánchez-Barba 2007: 223).

    Como sintetizamos con nuestro título, el homenaje más sentido que podemos hacer a don Mario como universitario es, precisamente, el de reconocer, como hemos querido apuntar aquí, su vida como fuente de aprendizaje. Una vida plenamente universitaria, porque logra encarnar y comunicar en ella lo que aprende con su investigación. La Historia como maestra de la vida, sí. Y una vida, la de don Mario, como magisterio para la historia personal de cuantos le conocemos.

    BIBLIOGRAFÍA

    GUITTON, Jean (2000), Nuevo arte de pensar, Madrid: Encuentro.

    HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, MARIO (1973), Dialéctica contemporánea de Hispanoamérica, Madrid: Porrúa Turanzas.

    — (1978), El comentario de textos históricos, Madrid: Tébar Flores.

    — (1991), La conciencia histórica en la novela y el libro hispanoamericano, Madrid: Gremio madrileño de comerciantes de libros usados.

    — (2007), «La historia analítica en la dimensión de las ciencias humanas y sociales», Clio 76:174 (julio / diciembre 2007), Academia dominicana de la Historia, pp. 221-246.

    STEINER, George (2004), Lecciones de los Maestros, Madrid: Siruela.

    CAPÍTULO 2

    Verba magistri. Reflexiones a partir del magisterio de don Mario Hernández Sánchez-Barba sobre la perenne e insustituible potencia formativa de la lección magistral

    Salvador Antuñano Alea

    Universidad Francisco de Vitoria

    καὶ οἱ συνιέντες φανοῦσιν ὡς φωστῆρες τοῦ οὐρανοῦ

    καὶ οἱ κατισχύοντες τοὺς λόγους μου ὡσεὶ τὰ ἄστρα

    τοῦ οὐρανοῦ εἰς τὸν αἰῶνα τοῦ αἰῶνος

    Qui autem docti fuerint, fulgebunt quasi splendor firmamenti;

    et, qui ad iustitiam erudierint multos, quasi stellae in perpetuas aeternitates.

    Dan 13, 3

    Estas palabras de la profecía de Daniel nos revelan la trascendencia eterna que tiene la labor de los verdaderos maestros —aquellos cuya enseñanza se ajusta a la verdad y la justicia—. A imagen del único maestro, todo maestro —también el universitario— debe enseñar verbis gestisque. Y el medio más inmediato y natural de su magisterio es su exposición en el aula, donde se conjugan palabra, gesto y vida —pues no solo expone unos contenidos, sino que se expone él mismo—. Hay, por tanto, una relación directa entre la «justicia del maestro» y su carácter de doctus con las lecciones con las que «enseña a muchos».

    Por eso, la lección magistral ha estado presente en la universidad desde el principio, no solo porque es uno de los elementos que contribuyó a su origen, sino también por la enorme e insustituible potencia formativa que entraña. A lo largo de su dilatada y fecunda vida académica, el profesor Hernández Sánchez-Barba se ha servido muy principalmente de ella para ejercer su magisterio, de tal forma que, también en esto, es un modelo y un verdadero testigo de la riqueza educativa y transformadora que este medio supone.

    Por eso, ha parecido conveniente que estas líneas de cariñoso homenaje a don Mario sirvan también para reivindicar el valor de la lección magistral no como un recurso didáctico más entre otros muchos, sino como el principal método docente en la universidad junto con la tutoría. Para ello, distinguiremos primero lo que entendemos por «lección magistral» de otras cosas que nos parece que no lo son; expondremos después lo que nos parece que son los elementos básicos de ese método y, finalmente, comentaremos los efectos formativos que genera cuando se la ejerce con toda conciencia —como, sin duda, ha hecho don Mario siempre.

    QUÉ ES Y QUÉ NO ES LA LECCIÓN MAGISTRAL

    Hace casi diez años, en el marco de un acto académico solemne, el profesor Abellán-García impartió, concisa y redonda, «una lección magistral sobre la lección magistral»¹ en la que hacía una tenaz defensa de este recurso en «un tiempo en el que no solo aparecen nuevas metodologías que relegan la lección magistral a un segundo plano, sino que, además, la condenan definiéndola como algo muy distinto de lo que originalmente fue, restándole todo su valor y poder formativo».² Asumimos como válida la reivindicación que hace el teórico de la comunicación y queremos aportar también algún argumento más.

    Los que quieren «relegar la lección magistral a un segundo plano» o desean directamente eliminarla suelen justificar su posición diciendo que la lección es una «metodología anticuada», que es necesario «renovar los métodos», que «genera distancia e incluso desconexión entre el profesor y los alumnos», que al estar «centrada en el profesor» resulta necesariamente «monótona y pesada», cuando no «pretenciosa, soberbia y dogmática», que en el mejor de los casos es una «mera transmisión teórica de conocimientos» y por lo mismo no es «interactiva», sino que favorece la «pasividad en el alumno» y reduce al profesor a un simple «repetidor de datos»… Pero, si se mira en detalle la realidad, es muy fácil darse cuenta de que quienes hablan en estos términos desconocen con plenitud lo que es de verdad la lección magistral y, como dice Abellán-García, se refieren más bien a «algo muy distinto» y que no tiene nada que ver con ella. Es cierto que, a veces, las universidades contratan a personas que se limitan a repetir de modo mecánico una serie de datos sin ninguna preocupación intelectual, ni educadora verdadera y, en consecuencia, la relación formativa que se establece con los alumnos es sencillamente nula —cuando no contraproducente—. Pero, así como sería excesivo llamar a esas personas «profesores» y mucho más aún «maestros», lo que hacen tampoco puede llamarse, bajo ningún concepto, «lección magistral».

    La lección magistral no es algo anticuado, aunque es verdad que no es una metodología «nueva», sino medieval e incluso «antigua» —pues tiene su origen en la exégesis patrística, en la exégesis alejandrina y en la exégesis rabínica—. Pero lo antiguo no solo no es sinónimo de anticuado, sino que puede ser signo de algo original, auténtico, verdaderamente valioso, porque ha sido probado por el tiempo y sigue funcionando.³ Respirar es una cosa muy antigua, por ejemplo —y si alguien dejara de hacerlo solo porque lo considera anticuado tendría un serio problema—. Por otro lado, como explica muy bien Abellán-García, otras metodologías, que a veces se presentan como inventos recentísimos, son en realidad más viejas que la institución universitaria y que la misma lectio.⁴

    Los demás argumentos que suelen darse para descalificarla se refieren todos a la corrupción y degeneración de lo que es la lección magistral. Pero, entonces, para proceder con una lógica coherente y justa, hay que comparar realidades comparables: no vale poner en la misma balanza una mala lección magistral con un excelente estudio de caso, sino que debería contrastarse con algo que, en su género, tuviera un nivel análogo de calidad. Y sospechamos que, si la comparación se hace sobre el plano de la excelencia, y si se tiene en cuenta el fin de la formación universitaria, entonces ninguna otra metodología docente resulta tan valiosa como la lección magistral —salvo, acaso, la tutoría, y esto solo por la fuerte densidad de formación personal que esta última tiene—. Evidentemente, es mucho más difícil, laborioso y educativo preparar un excelente seminario que un curso mediocre o malo de lecciones magistrales. Pero, en igualdad de circunstancias, es, sin duda, mucho más arduo y exigente y formativo y provechoso —para el profesor y para los alumnos— preparar y realizar un curso sobre la base de lecciones magistrales que un seminario —entre otras cosas porque lo primero incluye y supera todos los elementos que puede tener el segundo—. De modo que el problema no es la lección magistral en sí, sino la pérdida del sentido de la excelencia.

    ¿Qué es, entonces, una lección magistral? En sentido estricto, es el estudio y la conversación que, sobre la base de la lectura de un texto escogido —por eso se llama lectio—, sostienen el maestro y los discípulos, bajo la guía del primero y con la participación activa de los segundos, para descubrir qué dice el texto, qué nos quiere decir, qué podemos decir nosotros sobre ello, cómo ilumina nuestra vida y qué debemos hacer a partir de su lectura —cómo nos transforma—.⁵ En sentido amplio, si tomamos la lectura del texto no de un modo literal, sino analógico, podemos entender que la lección magistral es la aplicación de esa misma metodología tomando como punto de partida no necesariamente un texto escogido, sino un hecho, un problema, una cuestión determinada o el tema particular de una asignatura. Sobre esta base, el profesor hace una exposición propia y más o menos extensa en la que sigue, sustancialmente, el mismo tratamiento de análisis, síntesis y relación que se aplicaría al texto.

    De este modo, la lectura del texto pone sobre la mesa un problema, una cuestión, una materia para la investigación, el estudio, el diálogo; en definitiva: el punto de partida para la búsqueda de la verdad. Por eso es necesaria la guía del maestro y que esta guía sea realmente magisterial: no se trata de una imposición dogmática, ni de un adoctrinamiento, sino de una labor que va haciendo crecer al alumno en su camino. Por eso, aunque el alumno no hable verbalmente, tiene que darse un diálogo interior de análisis, reflexión, relación y síntesis con lo que el maestro va planteando. El maestro está atento a ese diálogo que, sin duda, se expresa en la atención, el seguimiento y las miradas de los alumnos. De esta forma, en la lección magistral, se entra en la tradición viva, es un ámbito en donde la palabra se conjuga con la voz y la escucha, en ella se dan cita la inteligencia, la libertad y la emoción; es un acto de magisterio, pero también de discipulado, que pone en juego la creatividad y la imaginación, no menos que la responsabilidad y el compromiso.

    Precisamente por esto, la lección magistral exige un elevado sentido de la excelencia en la búsqueda de la verdad —y solo será eficaz en la medida en que se realice de acuerdo con ese sentido y con esa intención—. No se trata, por tanto, de una actividad en la que el profesor «da un discurso» —por muy valioso que fuera el contenido de este mismo—, ni una «clase» en la que «imparte doctrina». Si lo que produce la intervención del profesor son comentarios del tipo «cuánto sabe» o «qué bien habla», pero no va acompañado del aprendizaje real por parte del alumno, esa intervención puede ser una magnífica conferencia, pero no es, ni mucho menos, una verdadera «lección magistral», pues la intención última de esta no es que el profesor exponga su ciencia, sino que él y los alumnos lleguen juntos al conocimiento de la verdad que libera.

    ¿CÓMO SE HACE? LA EXCELENCIA DEL MÉTODO

    Y esto ¿cómo se consigue?, ¿cómo se hace? Para que esa intención llegue a realizarse, la lección magistral sigue un método propio y adecuado a ese fin. Es importante tener en cuenta que hay muchísimos modos de «llegar a la verdad»: la experiencia vivida, los consejos de los mayores, la vivencia auténtica de una tradición —especialmente una tradición religiosa—, la contemplación del arte y, por supuesto, la vía mística… No estamos diciendo, por tanto, que la lección magistral sea el único, ni siquiera el principal, camino hacia la verdad. Pero sí decimos que es un método muy específico de la universidad que busca la verdad a través del «ayuntamiento de maestros y escolares para aprehender los saberes».⁸ La lección magistral nos parece, en este sentido, el método adecuado para buscar la verdad por el arduo camino de la ciencia en el espacio del aula. Por eso, el método no consiste en seguir unos pasos o aplicar una receta. No se trata de desarrollar un procedimiento y cumplir sus etapas. El método solo funciona si hay unos principios de integración que justifican el procedimiento. Y entre esos principios hay dos que resultan imprescindibles: la búsqueda de la verdad y el sentido de la excelencia —ambas, además, entendidas como servicio de caridad—. Teniendo esto suficientemente claro, vamos a comentar algunos elementos del método.⁹

    Lo primero que debe considerar un método es el fin que se pretende. Como el fin de la universidad es la verdad, es necesario ver qué han dicho de ella quienes parece que con mayor insistencia la han buscado. Por eso, la materia de lectura —lectio—, es decir, de estudio, son determinados textos escogidos —textus selecti— en virtud de su potencia para acercarnos a la verdad. Y lo mismo puede decirse de los temas, problemas, hechos o cuestiones sobre los que versará la lección: deben ser suficientemente relevantes en relación con la búsqueda de la verdad. Por eso, la selección de textos o temas tiene que ver también con el sentido de la excelencia: no da igual un autor que otro, ni un tema que otro, hay que seguir en esto la máxima jesuítica: quo melius illac —entendiendo, como es natural, que el melius, para serlo verdaderamente, tiene que ser lo mejor en las circunstancias concretas de tiempos, medios y personas…

    Por eso el sentido de la excelencia —la areté— determinará también la forma en la que el fondo debe ser tratado. Esto inscribe, necesariamente, la lección magistral en el arte retórica, de tal modo que una lección magistral debe ser siempre una (excelente) pieza oratoria. Y esto nos lleva a considerar la doble vertiente de aquel principio de la elocuencia latina: rem tene, verba sequuntur. Es necesario que el profesor se afiance bien en las ideas de fondo, en la solidez de la verdad que el texto —o el tema— pretende. Esto implica, por supuesto, un más que suficiente dominio de la materia de la que se va a hablar: requiere un conocimiento a fondo de la ciencia por parte del profesor. Si esto no se da, entonces todo lo demás es retórica vana y charlatanería.

    Sin embargo, el conocimiento de la ciencia es solo la condición necesaria, aunque no suficiente, para la lección magistral. Es cierto que, si se tiene, fluirán las palabras; pero el sentido de la excelencia debe llevarnos a buscar también aquí las expresiones más adecuadas para poder comunicar mejor —poner en común— la verdad que buscamos y sobre la que dialogamos. Convertir la lección magistral en un mero juego floral traicionaría su finalidad originaria —buscar la verdad, no el lucimiento del orador, ni tampoco el mero placer estético—. Si se es fiel a esa intención, se procurará la mayor precisión, definición y claridad posible, y, al mismo tiempo, que la belleza y la elegancia del discurso transparente la verdad y estimule a ella.

    Por eso es necesario que la lección magistral se estructure de modo coherente, lógico, consistente. Y también que las ideas se encarnen en imágenes, ejemplos, comparaciones; que se advierta que son ideas reales, que forman parte de la narrativa de la historia y que tienen implicaciones vitales para los oyentes. Esto lleva al profesor, como no puede ser de otro modo, a formarse en el arte retórico, no con finalidad sofística, sino como un servicio de caridad para la mejor comprensión del alumno.

    Y, por supuesto, está también la misma puesta en escena, lo que los tratados llaman la elocutio. Esta incluye, naturalmente, la pronunciación del discurso —clara, nítida, con densidad y volumen, bien vocalizada—; pero también los gestos, las manos, los ojos, la misma posición del cuerpo y la claridad del rostro, el lugar que se ocupa en el aula, la ropa que uno viste, el ánimo con que se está… Todo eso debe estudiarse y trabajarse, no para representar un papel falso, sino —¡todo lo contrario!— para actuar —en el doble sentido dramático y metafísico— como un verdadero profesor.

    Si se hace así, entonces la lección magistral pone en juego la inteligencia, la voluntad, la afectividad del profesor, de tal modo que lo convierte en un testigo vivo de la búsqueda de la verdad. Porque el testimonio¹⁰ tiene, como enseña don Javier Prades, distintos niveles: el de la información, el del compromiso y el de la confesión. Para cumplir el primero bastaría con que el profesor transmitiera de cualquier modo los conocimientos —por medio de unos apuntes esquemáticos y esenciales, por ejemplo—. Pero lo segundo y lo tercero requieren que se ponga todo él en juego, que viva y actúe —de nuevo en sentido dramático y metafísico— su búsqueda de la verdad, que la represente con sus palabras y su presencia. Y solo así resultará creíble.

    PARA QUÉ SIRVE LA LECCIÓN MAGISTRAL Y QUÉ CONSIGUE

    Si la lección es verdaderamente magistral, entonces resulta también indudable su valor formativo. Es cierto que depende en gran medida —y desde luego en primer lugar— del profesor. Pero no es algo que solo le implique a él, ni tampoco es cierto que el alumno la recibe de modo completamente pasivo. Porque, para empezar, normalmente la lección magistral forma parte de un curso, lo que significa que supone su relación y encuadre con otras actividades formativas —desde luego las tutorías, pero también lecturas, estudios, trabajos, exámenes…—. Esto implica que el alumno no llega a la lección con el alma en blanco, sino con una serie de conocimientos adquiridos, de expectativas, de juicios y de actitudes previos. Espera, desde luego, conocer algo nuevo, algo que tenga alguna relación con sus intereses, así como comprender lo que se le dice. Y, a poco inquieto que sea, sabrá seguir el discurso y dialogar interiormente con el profesor. Tanto que, quizá, en un momento se mueva a hacerlo también verbalmente —ya sea en la propia clase o al salir de ella o en una tutoría—. Si hasta la misma verdad revelada se alcanza por la escucha —fides ex auditu (Rom 10, 17).

    Está claro que la lección magistral interpela y estimula la inteligencia de los oyentes. Es sabido que el mero acto de lectura en soledad dinamiza todas nuestras capacidades intelectuales.¹¹ No hace menos la escucha atenta de un discurso, donde, además de la palabra, hay otros elementos que acompañan el pensamiento y lo refuerzan. Está claro también que un punto fundamental en la lección magistral son las ideas, los conocimientos, la ciencia…, lo que de alguna forma hace referencia directa y específica a la verdad. Si no se da esto, todo es palabrería hueca, de ahí la importancia que antes hemos resaltado del sentido de la excelencia en cuanto al imperativo de rem tene. Y si la lección magistral solo se ocupara de esto, ya sería bastante, porque ciertamente convoca nuestra memoria, la capacidad de análisis, de relación, de síntesis —tanto en el sentido de resumen de lo esencial como de asimilación personal de lo esencial—, de diálogo —con lo que esto supone de ponernos en lugar del otro, de comprender sus razones, de ampliar el horizonte de la nuestra.

    Pero la lección magistral no solo se ocupa de lo intelectual; se ocupa de esto de tal modo que hace que la verdad sea captada no solo por la inteligencia en un acto de comprensión intelectual desnuda, sino que viene revestida de belleza y proyectada hacia el bien. Al hacerlo así, la lección magistral estimula nuestra afectividad y reclama nuestra libertad: nos atrae por el asombro y el deseo y nos exhorta al compromiso. Impulsa, por tanto, la formación de la voluntad y la forja de una libertad auténtica: nos despeja el horizonte con la comprensión del bien verdadero, nos encuadra ese bien en el marco de una vida con sentido y en relación con el todo; encauza nuestra voluntad al estudio, a la dedicación, al compromiso de una existencia configurada así y medida de acuerdo con el bien. La belleza estética presente en la lección magistral —el esplendor de su forma—, por su parte, capta nuestros sentidos, toca nuestros afectos, golpea nuestras emociones y, mediante el asombro y el deseo, nos abre a una comprensión más amplia, viva, personal y muy humana. Así, en la lección magistral la belleza de la forma despierta el interés por el conocimiento y la comprensión —el fondo del conocimiento y la verdad—, y esto mueve al compromiso con el bien. Por eso, la lección magistral es, sin duda, un método excelente de formación integral: como las obras de arte, como las acciones heroicas, no nos deja nunca iguales, sino que nos enamora y nos desafía; tiene el poder de transfigurar nuestras vidas porque enciende nuestro entusiasmo, ilumina nuestro criterio y forja nuestra voluntad.

    A condición, claro, de que sea verdaderamente magistral. Es decir, de que esté suficientemente bien llevada. Porque también hay que decir que existe el riesgo de desequilibrarla. Y esto se manifestaría en vicios de la formación: si se desvincula la verdad de los otros dos trascendentales, se genera intelectualismo, racionalismo, dogmatismo; si se aísla el bien, se seguirá un voluntarismo y un moralismo; si solo se atiende a la belleza se caerá en esteticismo, emotivismo, irracionalismo, subjetivismo…¹²

    Lo que evita esta parcelación es algo que sobrepasa el arte de la oratoria y la misma ciencia del profesor: la integración de su propia vida. Por eso, la lección magistral magistralmente llevada es aquella en la que el profesor, lejos de representar un papel ajeno y distante, representa el suyo, se representa a sí mismo como profesor de esa asignatura en esa clase ante esos alumnos: asume con humildad y vive el papel de maestro. Representar puede, entonces, entenderse en dos sentidos. El primero, con una connotación negativa, como fingimiento hipócrita de quien actúa sin creer lo que hace —a estos habría que recordarles el duro juicio del Señor sobre la cátedra de Moisés (cfr. Mt 23, 2-4)—. Pero, afortunadamente, también hay otro sentido, mucho más noble y de resonancia metafísica —e incluso teológica—: re-presentar es volver a hacer presente, es, por tanto, traer aquí y ahora una presencia viva.

    Está claro que el primer sentido mata la vocación del profesor —y toda autenticidad humana—. Pero, si se asume el segundo sentido y se lo aplica a lo que el profesor hace en la lección magistral, entonces se puede ver la enorme potencia formativa que esta tiene. Porque, en efecto, con la fuerza de su voz y sus gestos, sus palabras nos re-presentan en primer lugar las realidades de las que habla —ya sea el texto que leemos, el autor que lo escribió, la idea que lo habita, el mundo y el contexto en el que fue generado, o la misma verdad que entraña—: invoca y convoca la realidad con la fuerza de su gesto y de su voz.¹³ Y, al hacer esto, en segundo lugar, nos pone delante de esas realidades para que podamos medir y contrastar nuestra vida a su luz, de modo que podamos ver el significado y la proporción —o desproporción— que guardan con nosotros: ¿somos menos o somos más que esas realidades? Lo cual es sacarnos de nuestra comodidad y llevarnos a una tierra extraña en la que —si somos honestos y dóciles— solo podemos aprender y crecer.¹⁴

    Y puede hacer esto porque, en la lección magistral, el profesor se re-presenta a sí mismo como profesor: a pesar de sus limitaciones y carencias, ha asumido el servicio —el ministerio, la diakonía— de la verdad y se nos muestra como magister: como el que ha llegado a ser más, el que ha crecido para poder ayudar a otros a crecer. Esta re-presentación de sí mismo trasciende sus palabras y sus gestos, trasciende su misma ciencia y hace de él un testigo vivo y creíble de la verdad.¹⁵ De esta forma, su vida da testimonio de lo que enseña y lo que enseña muestra el valor de su vida. Por eso, la lección magistral, si lo es verdaderamente, no puede ser nunca un lucimiento personal: es más bien la humillación de mostrar la propia desnudez, la propia fragilidad, la propia ignorancia que ha sido redimida por la verdad, con la intención de que se vea así, radiante, todo el esplendor de esa misma verdad que nos ha iluminado, elevado, transfigurado y salvado. En ese sentido ha enseñado Benedicto XVI sobre la labor de los maestros:

    La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar —que viene de educere en latín— significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone.¹⁶

    Quien haya asistido alguna vez a las lecciones magistrales de don Mario podrá reconocer sin dificultad que lo que aquí hemos comentado es lo que el gran catedrático de Historia de América ha realizado siempre en ellas: todas sus clases son verdaderas y magníficas lecciones magistrales y lo son porque son palabras de la lección magistral de toda su vida. En consecuencia, quienes hemos tenido el privilegio de escucharlo podemos dar testimonio de que don Mario es, sin duda, uno de esos docti qui ad iustitiam erudient multi.

    Enhorabuena, maestro, y gracias.

    ________________

    ¹ La lección magistral se pronunció el 27 de marzo de 2009 en el acto académico de imposición de becas a los alumnos de tercer curso de carrera, en la Universidad Francisco de Vitoria. En ella, se explicaba primero que la lectio había contribuido al origen de la universidad y que su éxito se basaba en que era una conversación que aunaba no solo al maestro con sus discípulos, sino a ambos con los autores de las grandes obras de la humanidad, de modo que la labor universitaria podía así integrarse en una tradición perenne y «alentar nuestro compromiso para edificar un mundo mejor». Todo esto se ejemplificaba con un comentario —una verdadera lectio— sobre la conocida frase de Bernardo de Chartres, de la que también tomaba el título. Al publicar posteriormente el texto, el doctor Abellán-García escribió una presentación que sirviera para entender el sentido de la lección magistral y su relación con «las raíces de la cultura europea». Álvaro Abellán-García Barrio (2012), «A hombros de gigantes», en AA. VV., Ratzinger-Benedicto XVI. The Idea of a University. II Conversaciones Universitarias, Madrid: Instituto John Henry Newman, UFV, pp. 275-289.

    ² Abellán-García (2012), p. 277.

    ³ «Intellectus supra tempus, decían los escolásticos: la inteligencia, en su profundidad, está por encima del tiempo. Es verdad que se despliega en el tiempo, pero no depende enteramente de él. De ahí esta importante consecuencia: el porvenir de la inteligencia no puede consistir en una inteligencia que está por venir, es decir, en una inteligencia completamente diferente, que se plantearía problemas absolutamente nuevos o que aboliría las cuestiones eternas. Solamente hay porvenir intelectual en la profundización de un determinado pasado: leer la Biblia, Homero, Proust…, pensar con Platón, santo Tomás de Aquino, Descartes… Ese es el mejor porvenir terrestre para la inteligencia y cualquier progreso soñado en términos de ruptura o de tabla rasa sería, en este caso, una regresión. La cultura es siempre la irrupción de lo intemporal a lo largo del tiempo. Retomando una terminología de Hannah Arendt, sus obras se inscriben en la duración humana, una duración que se distingue del ciclo biológico, de la evolución de las especies, de la antihistoricidad maniquea y también de la instantaneidad consumista». Fabrice Hadjadj (2014), Puisque tout est en voie de destruction (Réflections sur la fin de la culture et de la modernité), París: Le Passeur Éditeur; versión castellana de Sebastián Montiel: Puesto que todo está en vías de destrucción (Reflexiones sobre el fin de la cultura y de la modernidad), Granada: Nuevoinicio, 2016, p. 27.

    ⁴ Abellán-García (2012), p. 281.

    ⁵ «En la lectio divina y en el estudio monacal de las grandes obras de la antigüedad está el origen mismo de la Universidad y el origen de una de sus metodologías originales: la lección magistral. La lectura y el comentario de la Palabra y de las palabras, en una comunidad y en el seno de una tradición, inspirada por el amor que busca la Verdad en toda verdad, está, pues, en las raíces de la cultura europea. […] La cuestión metodológica, y el desarrollo de la metodología universitaria, evidentemente, no acaban aquí. Pero aquí se originan. Y conviene tener esto muy presente en un tiempo en el que no solo aparecen nuevas metodologías que relegan la lección magistral a un segundo plano, sino que, además, la condenan definiéndola como algo muy distinto de lo que originalmente fue, restándole todo su valor y poder formativo», Abellán-García (2012), p. 277.

    ⁶ «El origen más próximo de la lección magistral lo encontramos en la lectio medieval que consistía en lo siguiente: maestro y discípulos reunidos junto a una obra valiosa, original […]. El maestro no repetía mecánicamente unos apuntes amarillentos por el paso de los siglos […]. El maestro debía dar vida al texto, hacerle hablar a la inteligencia y al corazón de los discípulos de forma que aquella genialidad del pasado iluminara a los alumnos del presente, no solo en los nuevos retos de su profesión, sino en los misterios de su propia vida. Después, maestro y discípulos debatían en busca de respuestas que no solo ponían en juego su inteligencia, sino el destino de su generación y de las siguientes. El éxito de la lección magistral no era memorizar el contenido del texto, sino aprender a conversar con las obras valiosas para despertar nuestra humanidad, mostrarnos agradecidos por la grandeza de ser hombres y estar vivos, y alentar nuestro compromiso para edificar un mundo mejor», Abellán-García (2012), pp. 280-281.

    ⁷ Resulta cuando menos sorprendente que incluso un autor tan relevante como Don Finkel, tan acertado en general en su obra Teaching with your mouth shut (2000), Portsmouth (New Hampshire): Heinemann Educational Books, parezca plantear, sin embargo, de forma dilemática —y en ese sentido un tanto sofística— la alternativa: o lección magistral o aprendizaje del alumno (cfr. cap. 1; versión castellana de Óscar Barberá: Dar clase con la boca cerrada, Valencia: PUV, 2000, p. 33-ss.). Pero, si se atiende bien a la descripción de la docencia del que la ironía de Finkel llama «el gran profesor» y se tiene en cuenta lo que aquí proponemos —o lo que propone Abellán-García en su texto citado—, es fácil ver que el autor neoyorquiino se está refiriendo a algo más parecido a una conferencia que a lo que nosotros nos entendemos que es una lección magistral.

    Segunda Partida, título 31, leyes 1-11, Las Siete Partidas del sabio Rey don Alfonso el nono, nuevamente glosadas por el Licenciado Gregorio López del Consejo Real de Indias de Su Magestad, Impreso en Salamanca por Andrea de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1