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De la tradición a más allá de la posmodernidad: Historia de la ópera de los siglos XX y XXI
De la tradición a más allá de la posmodernidad: Historia de la ópera de los siglos XX y XXI
De la tradición a más allá de la posmodernidad: Historia de la ópera de los siglos XX y XXI
Libro electrónico759 páginas10 horas

De la tradición a más allá de la posmodernidad: Historia de la ópera de los siglos XX y XXI

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La ópera "no es una reliquia del pasado"; es un mundo vivo en el que se reflejan los cambios culturales y sociales. Así lo demuestra Tomás Marco en esta ambiciosa cartografía mundial del género que recorre el último siglo y cuarto, aproximadamente, de su historia. De Puccini, Strauss y Janác?ek hasta Pedro Halffter, Michel van der Aa, Toshio Hosokawa o Rachel Peters, pasando por Schönberg, Britten o Stockhausen, a lo largo de estas páginas asistimos, fascinados, a la disolución de su forma decimonónica hasta sus mutaciones más experimentales. No se había escrito antes una obra de esta envergadura sobre la ópera de nuestros días. "Durante el siglo XX, todo, sometido a una presión tremenda, saltó por los aires. Fue una lucha sin cuartel. Había que encontrar nuevos caminos que permitieran la supervivencia del género. Se siguieron viejas fórmulas, se crearon otras nuevas, algunos creyeron que la ópera estaba muerta, que ya no servía, y se negaron a componer obras líricas; otros -la mayoría- aceptaron el reto y consiguieron en algunos casos resultados formidables. Fue un siglo de enfrentamiento entre tradición y modernidad, un siglo de incertidumbre, descubrimientos, fragor y pérdidas", explica Xavier Güell en el prólogo. Con esta detallada crónica de la ópera moderna y contemporánea que permite comprender las entretelas de esas metamorfosis, tanto el versado en la materia como el aficionado curioso realizará un viaje de descubrimientos que no le dejará indiferente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 oct 2023
ISBN9788419738400
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    De la tradición a más allá de la posmodernidad - Tomás Marco

    Prólogo

    ¿Por qué decimos que nos gusta la ópera cuando no la conocemos?

    Miércoles, 16 de mayo de 1906, siete de la tarde, Teatro Estatal de Graz. Richard Strauss, desde el podio, da la entrada final a Marie Wittich, la soprano que canta Salomé: «Dicen que el amor tiene un sabor amargo, qué importa eso ahora, qué importa, yo he besado tu boca, Jokanaán, yo la he besado.» La luz roja de la luna cae a plomo sobre ella. Herodes llega hasta lo alto de la escalinata y exclama: «¡Matad a esa mujer...!».

    Cae el telón.

    Strauss está enfadado con Marie Wittich porque se ha negado en el último momento a bailar la danza de los siete velos y han tenido que pedir a una bailarina del elenco del teatro que la sustituya. Sin embargo, la función ha ido bien y no ha habido más contratiempos. Mira el reloj. Las siete y cuarto. Si se da prisa, esa noche podrá jugar una partida de skat. Volverá a ganar, como de costumbre. No hay quien le pueda en ese juego de cartas. Antes, llamará a Pauline, su mujer, para contarle las incidencias del día. De pronto se sobresalta. ¿Por qué no aplaude el público? ¿Es que no ha gustado Salomé? Han pasado más de dos minutos desde el final de la obra y el silencio en la sala es absoluto. Strauss se da la vuelta y ve a los 1.200 espectadores que abarrotan el Teatro Estatal de Graz petrificados en sus butacas, sus caras reflejan perplejidad. De repente, Giacomo Puccini, que ha llegado de Torre del Lago poco antes de que diese comienzo la representación, se levanta y grita tres bravos. Es la señal. El público se pone en pie e irrumpe en una ovación cerrada: algunos lloran, otros se persignan debido a la obscenidad sacrílega de la obra, pero no por eso dejan de aplaudir. Alban Berg, en un palco del anfiteatro, comenta a su maestro Arnold Schönberg: «La sombra de Wagner está muy presente.» «Sí, pero hay diferencias sustanciales», lo corrige Schönberg, que es el único que no se ha levantado del asiento. El compositor Alexander von Zemlinsky interviene: «¿Qué queréis que os diga?; la verdad es que me hubiera gustado ser el autor de esta obra.» A Gustav Mahler, también presente en la sala, que desde hace meses trata de persuadir a los responsables de la censura que le permitan dirigir Salomé en Viena, también se le saltan las lágrimas. Es un éxito que considera suyo. Ahora está seguro de que la Ópera Imperial acabará por ceder. ¿Dirigirá él Salomé? Eso no le importa, lo importante es que su admirado y en el fondo querido rival ha tenido un éxito extraordinario. Alma, su mujer, aplaude con un entusiasmo no menor que el resto de espectadores, pero en su interior siente una profunda desazón: ninguno de los estrenos de su marido ha conseguido un triunfo parecido. (¿Por qué Mahler, el mejor director de ópera de su tiempo, el reformador del arte escénico, el compositor de diez sinfonías que transformaron el curso de la música, no escribió ópera? ¿Quién puede responder a eso?)

    En esa tarde del 16 de mayo de 1906 en la que el viejo sueño de Wagner, la obra de arte total, volvió a hacerse realidad, se reunieron cinco compositores esenciales en la historia de la ópera del siglo XX, como si supieran que ese día daba comienzo una andadura que rompería con todo lo anterior.

    Giacomo Puccini, el dandy italiano con sombrero ladeado y permanente cigarrillo en la boca, el amante de las mujeres que temía los escándalos, el conductor de automóviles rápidos –dos veces el exceso de velocidad estuvo a punto de costarle la vida–, el compositor cuyas óperas exponían los sobresaltos de una época –el tiempo de los asesinos, como diría Henry James– que ya en 1900, con el estreno de Tosca, dejó sin aliento a espectadores de medio mundo, y cuyo poder dramático y mórbido lirismo se manifestarían más tarde en La fanciulla del West, el Tríptico y Turandot.

    Richard Strauss, el hijo de una familia de ricos cerveceros, el hombre de hielo incapaz de conmoverse ante los conflictos de su época, el compositor que podía escribir una canción en veinte minutos, el que sería presidente de la Cámara de Música del Tercer Reich y el autor, en fin, de quince óperas que lo sitúan –no hay nadie que me pueda convencer de lo contrario y que me perdonen Puccini, Janáček y Britten, entre otros– en la cumbre más alta de la ópera del siglo XX. Escuchen si no el final de El caballero de la rosa, y díganme si estoy o no en lo cierto. Pero más allá de lo bello, de lo sublime incluso, de este final, su cuarta ópera, Elektra, refleja mejor que ninguna otra el terror de un tiempo que se vio obligado a tragarse su propio vómito.

    Arnold Schönberg, el compositor más influyente del siglo y el peor entendido. ¿Cómo es posible que partituras que tienen más de cien años, obras maestras como La espera o las Cinco piezas para orquesta sigan siendo consideradas difíciles, incluso para aquellos que creen ser melómanos? La música de Schönberg está entre las más expresivas que jamás se hayan escrito. Desde La noche transfigurada al Trío para cuerdas, desde las Variaciones para orquesta a El superviviente de Varsovia, desde el Concierto para violín al Tercer cuarteto de cuerda, todas tienen un violento contenido emocional y es así como hay que entenderlas. Schönberg inventó la técnica serial con objeto de mantener la expresividad en circunstancias en que la tonalidad había llegado a tal agotamiento que solo podía generar líneas melódicas blandas como las de Rajmáninov o Fauré. Por su firmeza, el serialismo fue capaz de restaurar la necesaria tensión que se había evaporado de la tonalidad. Terminó el segundo acto de Moisés y Aarón –uno de los grandes logros de la ópera del siglo XX– en casa de su discípulo Robert Gerhard, en Barcelona. Después, emigró a Estados Unidos y estuvo casi veinte años intentando acabar su Moisés. No lo consiguió. Y sufrió por ello. Vivía en Los Ángeles, cerca de Stravinski. Este lo ninguneó sin recatarse, empero, de utilizar el sistema dodecafónico una vez muerto Schönberg en 1951. Thomas Mann también utilizó la teoría serial en su novela Doktor Faustus –excepcional personaje el de Adrian Leverkühn–, pero omitió el nombre del padre del invento en la primera edición del libro. En la segunda se vio forzado a añadir de mala gana una pequeña nota a pie de página en la que decía que la teoría musical del libro se debía a un viejo profesor alemán llamado Arnold Schönberg. A eso se le llama ingratitud. Pobre Schönberg: al final, como si fuera un estudiante recién salido del conservatorio, tuvo que arrastrarse ante la Fundación Guggenheim para rogar que le concedieran una beca que le permitiera acabar Moisés y Aarón. No se la dieron.

    Una vez oí decir al gran director de orquesta Jascha Horenstein que en el fondo Arnold Schönberg era un aldeano; Anton von Webern, un pobre hombre, y que el único que tenía verdadero vuelo era Alban Berg. No son palabras que se deban tener en cuenta, pero sí es cierto que las dos obras dodecafónicas que más han conmovido al público desde su estreno han sido Wozzeck y el Concierto de violín de Alban Berg. Y esto no es extraño porque el sistema serial permite exacerbar sentimientos, llevar las emociones al límite. La segunda e inacabada ópera de Berg, Lulú, es otro de los grandes aciertos del siglo. En Venecia dimos –yo formaba parte del jurado– el León de Oro de la Música a Friedrich Cerha, excepcional compositor –sobre todo de ópera– con quien tuve el placer de compartir una velada en la que hablamos de su trabajo para terminar el tercer acto de Lulú. Recuerdo que cuando nos despedimos me dijo: «Sin dominar el arte del plagio no hubiera podido acabar Lulú. Ya sabe lo que dijo Stravinski: El verdadero compositor no copia, roba.» Hoy, ninguna producción de Lulú se presenta sin el tercer acto de Cerha, cuyo reciente fallecimiento –era un joven de 97 años– me llenó de nostalgia al pensar que, para mí, esos años en los que viví tan de cerca la creación escénica no volverían.

    El quinto compositor que estuvo presente en el estreno de Salomé en Graz –es probable que también estuviera Adolf Hitler con diecisiete años–, fue Alexander von Zemlinsky. Medio judío, masón, cosmopolita, director de orquesta, cuñado y mentor de Schönberg, enamorado de Alma Mahler y magnífico autor dramático, Zemlinsky es otro de esos casos que también irritan. ¿Por qué no se programan más sus óperas? Son formidables. ¿Por qué la mayoría de teatros, alentados por espectadores satisfechos de su aburguesamiento y programadores dispuestos a satisfacerlos, se empecinan en repetir una y otra vez las dos docenas de óperas más conocidas, sin tener en cuenta que existe otro repertorio magnífico? ¿Cuántas Bohème, Carmen, Traviata, Aida y La Flauta mágica tendremos que seguir soportando –ya sé que son obras excepcionales– hasta que nos permitan abrir espacios donde respirar aire fresco? Este libro trata de eso. Es una lanza proyectada desde el conocimiento que nos advierte que hay que saber lo que se ignora. Casi estoy tentado a decir que es una obligación más moral que estética. Exagero, lo sé, pero en lo que sí que creo es en que cada golpe de cincel, cada pincelada en el lienzo, cada palabra escrita, cada nota compuesta por seres que se han dejado la piel durante años en el proceso de creación, merecen ser atendidos, ya que sus voces también son nuestras. Forman parte de nosotros en la medida en que sus logros y fracasos por interpretar el mundo y verterlo en la propia obra nos tocan de cerca. Somos lo que escuchamos, lo que leemos, lo que vemos. Y cuanto más escuchemos, leamos y veamos, mejores seremos. Zemlinsky, insisto, es un autor dramático de primer orden, baste para comprobarlo escuchar sus óperas La tragedia florentina y El enano –retrato despiadado de su relación con Alma Mahler–, sobre textos de Oscar Wilde.

    Unas horas antes de que diese comienzo la representación de Salomé en Graz, Mahler y Strauss fueron a merendar a las afueras de la ciudad. Hablaron de Beethoven, de Goethe, de la imposibilidad de estrenar Salomé en Viena, y supongo que de muchas cosas más. Como siempre, discutieron. Si uno decía blanco, el otro, negro. Pero estaban de acuerdo en una cosa: Salomé iba a ser la llave que abriría la puerta a un nuevo arte escénico de consecuencias imprevisibles.

    La historia de la ópera es breve. Tiene solo cuatro siglos. Es por tanto asumible conocer bien ese corto período que empieza con el estreno en Mantua, el 25 de febrero de 1607, del Orfeo de Monteverdi y se extiende hasta nuestros días.

    Cuatro siglos, de los cuales el último es esencial porque todo el recorrido previo se concentró en él y acabó por estallar. Para comprobar lo que digo, me gustaría que escuchasen y comparasen Fidelio de Beethoven, escrito en 1805, con cualquiera de las óperas compuestas a finales del XIX: Andrea Chénier de Umberto Giordano (1896), La bohème de Giacomo Puccini (1896), La novia del zar de Rimski-Kórsakov (1899)... En esos cien años, como en cualquier otra época, hay obras buenas y menos buenas, pero todas ellas tienen parámetros comunes, sus cauces están protegidos por fuertes barreras. Escuchen ahora la Tosca de Puccini, de 1900, y compárenla con la segunda versión de la ópera de Helmut Lachenmann La cerillera, de 1999, o con Domingo de luz, última ópera de la heptalogía Licht de Karlheinz Stockhausen, escrita entre 1998 y 2003. Podrán comprobar entonces cómo, durante el siglo XX, todo, sometido a una presión tremenda, saltó por los aires. Fue una lucha sin cuartel. Había que encontrar nuevos caminos que permitieran la supervivencia del género. Se siguieron viejas fórmulas, se crearon otras nuevas, algunos creyeron que la ópera estaba muerta, que ya no servía, y se negaron a componer obras líricas; otros –la mayoría– aceptaron el reto y consiguieron en algunos casos resultados formidables. Fue un siglo de enfrentamiento entre tradición y modernidad, un siglo de incertidumbre, descubrimientos, fragor y pérdidas, pero lo mejor de ese tiempo es sin duda uno de los vértices de la creación musical, y conocerlo, una de las mayores experiencias vitales y estéticas.

    Yo tuve la suerte de tratar a muchos de sus protagonistas. Recuerdo con especial cariño a Stockhausen. Juntos proyectamos la Casa Museo Karlheinz Stockhausen, un centro de difusión musical donde se pudieran consultar sus partituras, libros, cartas, películas, grabaciones, diseños, dibujos..., en el que además se organizaran conciertos con sus obras y se creara una academia de interpretación contemporánea que reuniese durante los veranos a profesionales y aficionados venidos de todo el mundo. Teníamos los medios y la sede a las afueras de Lisboa. Pero no pudo ser. Tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, Stockhausen declaró: «Lo que ha ocurrido allí es la obra de arte más grandiosa que se haya visto jamás.» Después se retractó, alegando que no se habían entendido bien sus palabras. No le sirvió. Cancelaron sus contratos. Y los patrocinadores de nuestro proyecto se retiraron.

    Tomás Marco, autor de este libro indispensable para todos aquellos que quieran conocer a fondo la ópera de los siglos XX y XXI, fue alumno de Stockhausen. Grande como él, de gestos generosos y mirada intensa, Tomás es capaz de componer una sinfonía, escribir un libro y dar no sé cuántas conferencias en solo un par de meses. Es difícil saber de dónde saca tiempo. Su frenética actividad le ha permitido elaborar un espléndido catálogo de más de cien obras, incluidas siete óperas, y ser una de las personalidades indiscutibles de la música española. Pero es que, además, a él no solo le interesa su propia música, sino también la de los demás (en eso no se parece a Stockhausen). Su defensa militante de la música española contemporánea ha sido decisiva para que esta sea cada vez más valorada tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.

    El reto que se ha propuesto en este libro ha sido abrir nuestro horizonte musical con objeto de comprender que la ópera de los siglos XX y XXI es algo que merece la pena conocerse. Aquí está todo. No hay un solo compositor que haya escrito y estrenado una ópera desde 1900 hasta 2022 que no esté presente. Y eso tiene un gran valor también porque resulta interesante como lectura ligera, más allá de que sea imprescindible como obra de referencia. Es un libro de consulta pero también de descubrimiento, un libro que disecciona con la precisión de un cirujano la cartografía de un tiempo musical complejo, un libro que invita a la reflexión y proporciona entretenimiento, un libro que presenta con imparcialidad lo bueno y lo menos bueno. ¿O es que acaso solo debe conocerse lo mejor? De lo malo muchas veces se aprende más que de lo bueno; uno y otro forman parte –lo he dicho ya– de una aventura –la nuestra– que debe ser asumida en su integralidad. La música es un arte del tiempo. Por eso este libro debe leerse despacio, y combinar su lectura con la audición de las óperas que vamos descubriendo (las plataformas digitales permiten acceder a prácticamente todo lo que ha sido grabado). Yo confieso que a algunos de los compositores que se mencionan aquí no los conocía. ¡Y eso es formidable! Porque lo importante no es lo que conoces sino lo que desconoces. Ahí está el reto. El interés es el mejor instrumento que tenemos para avanzar, para llegar al límite como diría mi amigo Eugenio Trías. Y saber que hasta el último día de nuestras vidas podremos seguir aprendiendo es un estímulo que nadie nos puede quitar.

    El tránsito de Verdi a Puccini. ¿Cómo se podía suceder a Wagner? Ese creador solitario que fue Leoš Janáček. París como convergencia. El paradigma de la ópera moderna. El europeísmo español. Componer en la Alemania del Reich. La ópera soviética. La sombra de Britten. La burbuja americana. El difícil despegue español. El Círculo de Darmstadt. El caso Stockhausen... Ya es suficiente..., por favor, continúen ustedes.

    Pero permítanme acabar con un último recuerdo. En febrero de 2008 invité a György Kurtág y a su mujer Martha para presentar un ciclo de su música en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Madrid. Kurtág me pidió un piano de pared lo más viejo posible para tocar su trascripción a cuatro manos de Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit de Bach. Los pianos del Auditorio eran nuevos, así que mi colaboradora, Rebeca Largo, tuvo que alquilar un viejo instrumento que finalmente fue de su agrado. Cuando el matrimonio Kurtág apareció en el escenario, sin apenas saludar, se sentó al piano de espaldas al público. Kurtág, con la mano izquierda, atacó en piano los cuatro mi bemol iniciales, y tres compases después entró Martha con otros dos mi bemol al unísono en la clave de sol. Fue sobrecogedor. Después del concierto fuimos a cenar a El Hispano en la calle Alcalá, y ahí el matrimonio Kurtág me contó su terrible experiencia durante los dos años que pasaron en Auschwitz. Sus padres y hermanos murieron en las cámaras de gas. «Un día –me dijo Martha–, no recuerdo bien por qué razón, György y yo pudimos tocar en un pequeño armonio; sabíamos que tendríamos poco tiempo antes de que los kapos nos mandaran de nuevo al barracón, así que interpretamos los tres minutos del Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit de Bach. Cuando acabamos, György me dijo: Si sobrevivimos, incluiremos esta pieza en todos nuestros conciertos.» Martha murió en 2019 a los 92 años. Pocos meses antes, Kurtág, que está a punto de llegar a los cien, estrenó en La Scala de Milán –yo estaba presente– la ópera Fin du partie, con texto de Samuel Beckett. Y entonces pensé que esos cuatro siglos de arte escénico tenían un largo camino por delante.

    La Historia de la ópera de los siglos XX y XXI de Tomás Marco es un libro indispensable para aquellos que están dispuestos a dejarse llevar a espacios desconocidos.

    ¡Feliz viaje!

    Hohwacht, 28 de mayo de 2023

    XAVIER GÜELL

    1

    La disolución de la ópera decimonónica

    El 30 de abril de 1902, el director de orquesta André Messager, entre lágrimas propias y una considerable división de opiniones entre los asistentes, concluía en la Ópera Cómica de París el estreno de Pelléas et Mélisande, la única ópera que realmente escribiera Claude Debussy (1862-1918). Años más tarde, Pierre Boulez declararía que con el do sostenido de la flauta de Prelude à l’après midi d’un faune (Preludio a la siesta de un fauno) del mismo Debussy, estrenada ocho años antes,¹ comenzaba la música moderna. Curiosamente, algunos tratadistas consideran que el ballet moderno nació con la coreografía realizada para esta misma música, unos años más tarde, por Vaslav Nijinsky para los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev.²

    Pelléas et Mélisande era, desde luego, una ópera muy singular y se parecía muy poco a lo que el público de entonces estaba acostumbrado. Por eso es muy tentador tratar de arrancar la historia de la ópera moderna con ella, y muchas veces así se ha hecho. La fecha casi coincide con el comienzo del siglo XX y la propia afirmación de Boulez reforzaría esa impresión. Sin embargo, no pienso que sea tan fácil situar en un momento concreto un cambio de tendencia operística. Por eso, aunque este libro va a mencionar principalmente óperas compuestas a partir de 1900, es simplemente una convención. Desde luego, tendremos que regresar y hablar más extensamente de Pelléas et Mélisande, pero no vamos a centrar en ella el nacimiento de una modernidad operística que es fruto de muchas circunstancias y que se da poco a poco y parcialmente en diversas obras y autores con considerables matices según los países.

    De hecho, si tomamos los múltiples estrenos que se realizan entre 1900 y el de Pelléas et Mélisande, solamente dos años más tarde, nos encontraremos con unos choques estilísticos que desencuadernan las ideas cronológicamente establecidas sobre el desarrollo musical de la última centuria larga. En el propio 1900 se estrena una de las obras icónicas del romanticismo verista francés, la Louise de Gustave Charpentier (1860-1956). Pero ese año ven la luz, entre otras, El zar Saltán de Nikolái Rimski-Kórsakov (1844-1908) o nada menos que la Tosca de Giacomo Puccini (1858-1924).

    En 1901, Richard Strauss (1825-1899) ya se ha pasado a la ópera con su Feuersnot (Necesidad del fuego)³ y Antonín Dvořák (1841-1904) culmina su extensa labor como operista con Rusalka. Y ya en el año de la ópera de Debussy, en 1902, Francia exhibe aún uno de los grandes títulos de Jules Massenet (1842-1912), Le jongleur de Notre-Dame (El juglar de Nuestra Señora), mientras Italia produce un apreciado título de verismo romántico con la Adriana Lecouvreur de Francesco Cilea (1866-1950) y un leve intento renovador con la Germania de Alberto Franchetti (1860-1942). Ese año, Felipe Pedrell (1841-1922) se topaba con el impenetrable muro español con La Celestina, una obra que solo llegaría a estrenarse, únicamente en versión de concierto, en 2022, y conseguía poner en escena Els Pirineus, eso sí, traduciendo al italiano el libreto original de Víctor Balaguer.⁴

    Desde la perspectiva de hoy, a nadie se le escapa que la sociedad occidental de finales del siglo XIX estaba cambiando al alborear el XX, tanto en el terreno científico como en el social y artístico. Es verdad que hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial ese cambio no se iba a producir de manera brusca, ya que fue al terminar la contienda cuando el mundo sí era fundamentalmente distinto. Pero a lo largo de los últimos años de un siglo y primeros de otro, las señales de cambio eran cada vez mayores. Incluso a nivel artístico la aparición de las vanguardias acabó siendo anterior a la propia guerra. Eso está claro en la evolución musical.

    LA ÓPERA COMO TEATRO

    Como la ópera es un género musical, es obvio que las mutaciones en la música tenían forzosamente que afectarle, pero es posible identificar diferentes evoluciones en distintos géneros dependiendo de su proyección social. La ópera es música, pero también es teatro, y este no estaba en menor ebullición que la música. Además, era un espectáculo; de hecho, se puede decir que a lo largo el XIX fue el espectáculo por antonomasia, de manera que su aspecto cultural no solo no desaparece, sino que en cierto modo se acentúa, aunque paradójicamente también lo hace su vertiente de entretenimiento.

    La ópera había nacido a principios del siglo XVII como un arte o espectáculo de Corte. Pero pronto los venecianos la convirtieron en un género más general y democrático, con los teatros abiertos a cualquier público de pago. Eso no impidió que durante todo el XVIII la ópera siguiera desarrollándose tanto en la cortes como en teatros abiertos y que, a la llegada del XIX, fuera adoptada como el máximo espectáculo cultural, social y de entretenimiento por la naciente burguesía, la cual se va imponiendo como fuerza social y económica a lo largo de un siglo caracterizado por el Romanticismo, en el que se pueden distinguir una primera etapa más revolucionaria y otra, posterior, más burguesa, cuando la sociedad hace suyo y domestica el ideario romántico primigenio.

    Pero que la burguesía reglara la vida social, y por tanto la ópera, no quiere decir que esta fuera un espectáculo exclusivamente burgués, ya que junto a los teatros de público general siguen existiendo –y de hecho son importantes para el desarrollo de nuevas ideas, como refleja el caso de Wagner– las óperas imperiales y reales. Y, además, a los teatros «normales» no solo asistía la burguesía, sino un público variopinto en el que se incluía a los intelectuales y a sectores del «pueblo». Es cierto que había espectáculos musicales similares, pero menos exigentes en medios y costes para públicos populares –la opereta francesa o austriaca, el sing­spiel alemán o la zarzuela española–, pero eso no quitaba para que los estratos sociales de los asistentes a la ópera fueran muy transversales, aunque perfectamente identificables según la situación y precio de las localidades.

    La existencia generalizada de teatros en toda Europa, con un público de pago, y el hecho de que la ópera fuera el único género musical que permitía a algunos (pocos) compositores vivir exclusivamente de su arte ha hecho generalizar la idea de que la ópera del XIX era un espectáculo autosuficiente. Eso no es así y fue tan deficitario como lo había sido siempre. Aparte de las subvenciones a los teatros de Corte, que ahora también solían ser con pago de entrada, la batalla por la subsistencia de los teatros de ópera decimonónicos está ya bien estudiada. Incluso en la propia literatura española⁵ existen ejemplos muy claros del funcionamiento de los teatros provinciales y de cómo, más allá de la taquilla, había que recabar fondos de muy diversas maneras para contar con compañías operísticas. Y hay estudios sobre cómo el juego pagaba los déficits de muchos teatros italianos, incluyendo la propia Scala milanesa. No es esta una materia para tratar en este libro, pero sí conviene señalarlo a la hora de prevenir contra la extensa falsa mitología que la ópera del XIX ha generado. Finalmente, tampoco hay que olvidar que, aunque en ese periodo el espectáculo operístico es entretenimiento, valor social e incluso reivindicación política,⁶ nunca perdió su categoría de arte, e incluso hubo una corriente que tendía a ver en ella la culminación de todas las artes o la obra de arte total, como el desarrollo del drama musical wagneriano pretende explícitamente.

    LOS MODELOS DEL XIX

    Durante al menos los sesenta años anteriores a la Primera Guerra Mundial, la creación operística europea estuvo dominada por la pugna entre los modelos italiano y alemán. Previamente, la nueva sociedad salida de la aventura napoleónica y el Congreso de Viena había tenido como ídolo casi exclusivo al olímpico Gioacchino Rossini (1792-1868). Dominó la escena italiana de su tiempo y luego, a la vez, la francesa, pero tras el estreno parisino de su Guillermo Tell en 1829, pasó los últimos treinta años de su vida sin volver a componer ópera.

    Escasos músicos pudieron obtener una difusión grande durante la arrolladora carrera internacional de Rossini. Las primeras obras de Vincenzo Bellini (1801-1835) se estrenarían con Rossini aún en activo y las más famosas, como Norma, después de su silencio, pero la muerte de Bellini, antes de cumplir los 34 años, interrumpió su ya brillante carrera. Tampoco Gaetano Donizetti (1797-1848) sobrepasó los cincuenta. Eso sí, en sus doce años finales produjo unas setenta óperas de todos los géneros, casi todas de éxito.

    Igualmente, en el mundo germánico los compositores de ópera posteriores a Mozart no obtuvieron resultados duraderos. Dejando aparte la única ópera de Beethoven (1770-1827), Fidelio, los sucesores no establecieron demasiada huella, pues las óperas de Louis Spohr (1784-1859) no se mantuvieron mucho, las de Heinrich Marschner (1795-1861) acabaron barridas por la ola wagneriana y solo ha permanecido una de las varias estrenadas por Karl Maria von Weber (1786-1826), Der Freischütz (El cazador furtivo). Del caso de Giacomo Meyerbeer hablaremos de pasada más adelante, cuando abordemos el área francesa. Y como excepción, mencionaremos la única ópera que fue un éxito duradero hasta la Primera Guerra Mundial y de la que hoy solo se recuerdan algunas arias: Martha, de Friedrich von Flotow (1812-1883), de cierto corte italiano y cuya primera versión fue un ballet.

    La realidad es que la mayor parte de la historia operística del siglo XIX, si se avanza en él algunos años, estuvo dominada por la doble presencia de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, dos autores muy diferentes entre sí, pero finalmente convergentes. Ambos nacen en 1813, Wagner un poco antes, el 22 de mayo, y Verdi el 10 de octubre, y ambos vivieron bastante años: Wagner alcanzó casi los setenta (1883), lo que para la época era una avanzada edad, y Verdi tuvo una ancianidad extraordinaria, hasta los casi 88 (1901). Sus vidas y desarrollos creativos mostraron un paralelismo muy claro. Verdi inicia su carrera con modestos resultados a partir de Oberto, conde de San Bonifacio y poco antes, con resultados peores, ya que se retira del cartel a mitad de la segunda representación, Wagner da a conocer La prohibición de amor. Luego vendrán años de trabajos duros y de triunfos crecientes para ambos, que acabarán acaparando la mayoría de las representaciones de los teatros europeos. Finalmente, el anuncio de sus últimos estrenos despertó un enorme interés no solo en el mundo musical de su época sino también en el ambiente cultural de toda Europa. La última mitad del siglo XIX está dominada operísticamente casi en exclusiva por estos dos compositores.

    Como este libro no trata fundamentalmente de esa época, no vamos a entrar a describir sus obras ni sus amplios méritos musicales, pero sí diremos que su aportación quedó sellada y validada bastante antes del final del siglo. La última ópera de Wagner fue Parsifal, y aunque la última de Verdi, Falstaff, viene once años más tarde, ambos autores ya habían entrado en la historia mucho antes, con lo que se hace vivo el problema de su sucesión. Una sucesión que no puede ser una simple continuidad, sino que implica cambios, y eso sí es pertinente para lo que aquí nos ocupa.

    Esta visión dual italogermánica es la que se suele dar entre la crítica de ambas vertientes y tiende a olvidarse de lo que ocurría en otros lugares que si en muchos casos podrían considerarse marginales, no lo era en el de una potencia cultural de primer orden como Francia. De hecho, ninguna ciudad italiana, austríaca ni alemana podía disputar a París un liderazgo cultural que por algo había llevado a Rossini a instalarse definitivamente allí.

    La ópera francesa de comienzo del XIX mostró algunos operistas notables como Luigi Cherubini (1770-1842), considerado francés, aunque hubiera nacido en Florencia. Los intentos fracasados de Héctor Berlioz (1803-1869) dejaron sin embargo óperas que no han cesado de generar interés, mientras que un lirismo de buena ley otorga a Charles Gounod (1818-1893) un honorable puesto en la ópera a lo largo del siglo y otros autores, como Ambroise Thomas (1811-1896), tuvieron éxitos menos duraderos. Pero sin duda el compositor francés más cotizado entre los años treinta y los sesenta, y el más representado hasta el fin del XIX, fue el alemán Giacomo Meyerbeer (1791-1864).⁷ Meyerbeer dominó el estilo de la llamada grand opéra, que fue muy del gusto de la gran burguesía, y obtuvo éxitos arrolladores como, entre otros, Los hugonotes. Meyerbeer fue vapuleado por los románticos alemanes; especialmente Robert Schumann (1810-1856) rayó en la mala educación: su crítica de El profeta fue una gran cruz negra para Meyerbeer. Quizá por ese motivo fue un compositor que dejó de tocarse casi totalmente en el siglo XX, y al que de pasada se le podía arrojar alguna impertinencia casi siempre sin haberlo escuchado. A menudo ha sido comparado con el pintor Jean-Louis Ernest Meissonier (1815-1891), que gozó por la misma época de un inmenso éxito entre la burguesía francesa y fue mucho más conocido que todos los pintores que hoy nos suenan más. Como Meyerbeer, no carecía en absoluto de un enorme oficio.⁸

    Más tarde se ha vuelto a recuperar parcialmente la obra de Meyerbeer, tras un absoluto ostracismo, y aunque es cierto que el género de la grand opéra está verdaderamente acartonado, era un compositor nada despreciable.

    Otros compositores franceses demostraron saber hacer ópera y consiguieron éxitos muy concretos para obras singulares, como en el caso de Georges Bizet (1838-1875) o de Camille Saint-Saëns (1835-1921), pero pienso que el compositor que juega en Francia un papel como el que se le ha otorgado a Verdi y Wagner es Jules Massenet (1842-1912). Aunque hasta los años sesenta no estuvo realmente activo, desde ese momento logró una serie de éxitos de notable calidad.

    Curiosamente, Massenet compuso dos óperas que continúan hoy vivas en los repertorios más estrictos, Manon y Werther, pero por mucho que se le programa, no se le suelen reconocer los méritos de operista de primera fila que sin duda tiene. Algunos otros de sus títulos merecerían atención, como la sensualidad de Hérodiade, el dramatismo de La Navarraise (La navarra) o la ambición, que ha sido tildada de wagneriana, de Esclarmonde, por no mencionar otras suyas que hacen –insisto en ello– que su papel pueda en cierto modo ponerse en paralelo al de Verdi y Wagner, al menos en lo que ahora nos va a interesar: la sucesión de ese momento y los esfuerzos por la continuidad o el cambio que exigirá casi de inmediato.

    La necesidad de un cambio –o, si se prefiere, de una evolución en la vida operística– es algo que se va haciendo evidente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. La había desde el punto de vista técnico-musical, pero de momento nos vamos a centrar en tres aspectos que no inciden directamente sobre la técnica compositiva: el libreto, la orquesta y la puesta en escena.

    LA IMPORTANCIA DEL LIBRETO

    Una ópera es una pieza teatral enteramente cantada, y eso afecta directamente a la técnica teatral, que tiene que adaptarse a las necesidades musicales. La obra teatral, preexistente o no, debe convertirse en un libreto para que sea practicable. Hay que decir que, en sus albores, la ópera funcionaba prácticamente al revés: lo importante era el texto, al que, una vez determinado, se agregaba una música que podía ser muy variable. El 27 de febrero de 1607, en la Corte de Mantua, el público asistió al estreno de la primera ópera de la historia,⁹ cosa que los asistentes ignoraban por completo. Ellos iban a disfrutar de un texto de Alessandro Striggio especialmente encargado para la ocasión, y que Claudio Monteverdi (1567-1643) la hubiera ilustrado musicalmente, por la simple razón de que era el músico en ese momento al servicio de esa Corte, se juzgaba como una circunstancia aparentemente menor.

    De hecho, el nacimiento, por imitación casi inmediata de lo sucedido en Mantua, de diversas óperas en las cortes de toda Europa se hizo también de esa manera. Así sucedió en España, cuya Corte era entonces la principal de Europa, ya que de las primeras óperas entonces creadas se conservan prácticamente todos los textos, y son de autores de primera línea, sin excluir a Lope de Vega o a Calderón, mientras que la mayor parte de las músicas se han perdido¹⁰ y en algunos casos incluso ignoramos quién fue su autor.

    Es cierto que la situación que acabamos de describir perduró algún tiempo en las cortes, pero la apertura de los teatros vene- cianos, algo que pronto se hizo también en otros lugares, cambió la situación, ya que al público de pago le interesaba la música y, sobre todo, los cantantes. La ópera se convirtió en un espectáculo musical, y lo no sustancial empezó a ser el teatro. En muchos casos se usaron textos teatrales que se habían ofrecido como tales, pero el inconveniente de una obra teatral es que es imposible ponerla entera en música, aunque solo sea por el hecho de que su duración se multiplica exponencialmente. Eso llevó a la aparición de los libretistas, adaptadores de esas obras para que se pudieran cantar. Enseguida se pusieron a escribir libretos originales o adaptados de varias obras.

    Desde mediados del siglo XVII a finales del XVIII el libreto era una cosa relativamente secundaria que servía para expresar en música altas ideas y sentimientos y para permitir la exhibición de los cantantes. Normalmente desarrollaban episodios parciales de poemas épicos, como Orlando furioso, de Ludovico Ariosto, o Jerusalén liberada, de Torquato Tasso, o pasajes mitológicos generalmente basados en los relatos de las Metamorfosis de Ovidio. Con menos frecuencia el origen eran pasajes bíblicos, que quedaron mejor para los oratorios. En la mayoría de los casos, el público conocía los libretos de óperas anteriores. Así fue cómo Pietro Metastasio se convirtió en el libretista más universalmente usado de todos los tiempos.¹¹ Algunos de sus libretos fueron puestos en música por varias docenas de compositores, incluso más de uno repitió el mismo en distintas ocasiones. En Viena sustituyó como poeta áulico del teatro a Apostolo Zeno, también prolífico libretista, y sus obras fueron usadas una y otra vez por todos los músicos de la época, incluyendo a Georg Friedrich Händel (1685-1759), Antonio Vivaldi (1678-1741), Christoph Willibald Gluck (1714-1787), Domenico Scarlatti (1685-1757) o Johann Adolf Hasse (1699-1783).¹² El mismo Mozart (1756-1791) lo usó para La clemencia de Tito.

    Pero para cuando murió Metastasio ya se notaban ciertos cambios en el gusto del público, que se empezaba a aburrir de los temas heroicos o mitológicos y quería una mayor cercanía con los temas que el teatro sin música trataba. Por otro lado, las técnicas compositivas barrocas habían dado paso a las del clasicismo, que se adaptaban mejor a otro tipo de teatro. Vuelven así las adaptaciones de obras teatrales contemporáneas, y el éxito sin precedentes obtenido por la asociación de Lorenzo da Ponte, como libretista, con Mozart, como músico, introduce definitivamente otro concepto de libreto.

    Rossini usó muy diversos libretistas, que en muchas ocasiones adaptaron para él obras teatrales modernas. Un caso evidente es el de Cesare Sterbini, autor del libreto de El barbero de Sevilla desde la obra homónima de Beaumarchais. Étienne de Jouy le confeccionaría para su última ópera, Guillermo Tell, una versión francesa de un drama de Schiller. Como se ve, el panorama del libreto había cambiado.

    Los compositores, en esta nueva etapa, tendían a buscar libretistas propios con los que pudieran entenderse y que subvinieran literariamente a sus necesidades teatrales. Vincenzo Bellini (1801-1835), desde Il pirata, solo quería colaborar con Felice Romani.¹³ Las relaciones entre libretista y compositor no eran fáciles y Bellini rompió con Romani tras las broncas provocadas por su penúltima ópera para arrojarse en brazos de Carlo Pepoli, para Los puritanos. La experiencia fue tan mala que Bellini proclamó que solo volvería a componer si era con Romani. La muerte inesperada del joven músico lo impidió.

    Gaetano Donizetti (1797-1848), que al principio llegó a usar a Metastasio, trabajó con Romani, pero también con otros de una generación más joven, por ejemplo Salvatore Cammarano, quien escribiría para algunos de los sucesores de Donizetti, como Saverio Mercadante (1795-1870) o Verdi.

    Wagner tuvo claro desde el principio que su idea del drama lírico y la nueva música exigía un libretista con las mismas ideas, y no encontró ninguno más cercano que él mismo. Se consideraba un buen escritor, incluso tanto como compositor, y según algunos especialistas contribuyó eficazmente al asentamiento del alemán moderno. En todo caso, lo que pretendía era realizar una revolución teatral tan grande como la musical, y además de manera unificada y conjunta. Él fue el único libretista de sus obras, aunque sus fuentes eran variadas. La prohibición de amar se basó en Medida por medida de Shakespeare y Rienzi en una novela de Edward Bulwer-Lytton.¹⁴ Luego se apoyó en la mitología germánica, en las sagas y en la literatura medieval alemana. Aun así, sus libretos eran absolutamente nuevos en el panorama de su época y significaron una absoluta transformación de lo que el libreto tradicional había representado para sus predecesores.

    Verdi no sintió en principio la necesidad de ser él mismo libretista y seguramente no les exigía a los textos más que la capacidad de narrar dramáticamente unos hechos y dejar lugar para el canto. Esto entrañaba una técnica especial que los libretistas del barroco no necesitaban, pues aunque los castrati pararan continuamente la acción e introdujeran toda clase de improvisaciones y lucimientos personales, eso no importaba a su público ni tampoco afectaba a una acción teatral que era casi una plantilla que el espectador solía conocer de antemano. Pero Verdi compone en pleno Romanticismo burgués y las reglas del juego habían cambiado.

    Para empezar, los libretos se alejaban de la leyenda y de la mitología para adentrarse tanto en la actualidad como en los hechos históricos y debían estar en el mismo ámbito que el teatro normal, el cual, no lo olvidemos, había sido una de las primeras propuestas de ruptura literaria del Romanticismo revolucionario. La famosa «batalla de Hernani»¹⁵ había cambiado para el futuro el rumbo teatral y, de paso, el del libreto de ópera. Solo catorce años después, Verdi escribiría una ópera sobre un libreto basado en esta obra (que perdió, al musicalizarse, la «H» inicial para convertirse en Ernani) pergeñado por Francesco Maria Piave, de quien ahora se hablará.

    En conexión con el teatro del momento, la ópera se llena de libretos que procedían de obras teatrales de todo el mundo. Por eso no es de extrañar que incluso famosos dramas españoles como los de Antonio García Gutiérrez o el Duque de Rivas acabaran convertidos en libretos.

    El libreto ganaba acción, dramatismo, caracterizaba personajes y debía ser capaz de integrar arias y dúos sin que el espectador tuviera la sensación de que el argumento sufría un parón. Especialmente sensibles resultaban los concertantes, ya que en el teatro normal era imposible que varios personajes hablaran a la vez y en la ópera ese era un recurso eficacísimo. Y no digamos la presencia del coro, prácticamente obligada en la ópera y ausente desde los griegos en el teatro.

    Los libretos de Verdi empiezan a ser distintos de los de Rossini, Bellini o Donizetti gracias a una nueva generación de libretistas. Usó a Felice Romani en una ocasión (en Un giorno di regno) y a Temistocle Solera (1815-1878) en varias (Nabucco, I lombardi alla prima crociata, Giovanna d’Arco). Incluso llegó a trabajar con el ilustre Salvatore Cammarano (Alzira, Luisa Miller), que muere precisamente mientras le adapta Il trovatore, cuya finalización tuvo que confiar a Leone Emanuele Baldare.¹⁶ Pero desde que empieza a trabajar con Francesco Maria Piave, precisamente en Ernani, este se convertirá en su libretista preferido. Con él realizó once de sus veintiocho óperas, entre ellas dos de la llamada trilogía central (Rigoletto y La traviata). Un ataque al corazón impidió a Piave abordar también el de Aida, aunque aún viviría algunos años más.

    Con los libretos Verdi sufrió, al igual que luego veremos con otros aspectos musicales, el acoso del drama wagneriano que iba triunfando en Europa, y aunque hasta entonces nadie se había quejado de ellos, empieza a decirse que no tienen suficiente calidad literaria. De joven, Verdi podía hacer llorar de emoción a los espectadores italianos sometidos a la presencia austriaca con los coros de Nabucco y ser un acrónimo de los gritos unificadores liderados por el Piamonte.¹⁷ En su etapa media llegó a dominar todo el panorama operístico de Europa y en la final era una especie de mito viviente, pero también empezaba a ser visto por las nuevas generaciones como una reliquia del pasado o simplemente como un obstáculo para la evolución. Es en este momento que hace su aparición Arrigo Boito (1842-1918).

    Boito era un joven compositor y escritor italiano de enorme talento. Había nacido en 1842, precisamente el año en que se estrena Nabucco. Había guerreado con Garibaldi, formaba parte de un grupo artístico muy crítico con la intelectualidad italiana de su época y su primer contacto con Verdi fue desagradable, pues aludía a él de manera nada lisonjera en su poema de 1863 Alla salute dell’arte italiana. Pero como le reconocía como un gran compositor, acabó acercándose al Maestro al socaire de su condiscípulo Franco Faccio (1840-1891), que, aunque era compositor, se estaba convirtiendo en el mayor director de orquesta italiano del momento.

    Tras el fracaso de la primera versión de su ópera principal, de la que ya hablaremos, Boito se centró más en su labor literaria, ya que fue autor de varios poemarios, de obras de teatro tanto propias como traducidas¹⁸ y de hasta cinco novelas.¹⁹ Se dedica a escribir libretos,²⁰ los primeros para Franco Faccio y otros para Giovanni Bottesini (1823-1889), Luigi Mancinelli (1848-1921), Costantino Palumbo (1843-1928) o Alfredo Catalani (1854-1893), siendo el más famoso, fuera de los de Verdi, el de La Gioconda de Amilcare Ponchielli (1834-1886).

    Para Verdi escribiría el texto del Inno delle Nazioni para la Exposición Universal de Londres. Y le convence de que los libretos de sus óperas han de tener mayor ambición literaria. Para probarlo empiezan por una nueva versión de una ópera verdiana, Simón Boccanegra, basada en un texto de Antonio García Gutiérrez (como el de Il trovatore) sobre el que Piave había realizado un libreto que no acababa de funcionar. Boito la modifica, le da un mejor sentido dramático y la nueva versión acaba teniendo más éxito que la primera. Es la que se impone en los repertorios.

    Boito convence a Verdi, que había dicho que su última ópera era Aida, de que siga componiendo y le insinúa que no basta con tomar un argumento de las obras maestras, como las de Shakespeare, para dotar a las óperas de valor literario. El trabajo fue muy intenso y se dilató en el tiempo, pero dio como resultado dos de las más grandes obras maestras de Verdi y, sin duda, sus dos mejores libretos. Boito trabajaba a fondo incluso la misma estructura del drama shakespeariano, como lo demuestra su arriesgada presentación, maravillosamente tratada por el Maestro, de Otello. El siguiente texto sobre el bardo inglés funde en un personaje dos de sus obras, Las alegres mujeres de Windsor y Enrique IV. Falstaff será la última obra de Verdi y un prodigio de equilibrio y genialidad.

    LA ORQUESTA

    El problema del libreto que se planteaba en los nuevos tiempos de la ópera llegó incluso hasta el propio Verdi, pero en la misma época empezaron a manifestarse otros en los demás aspectos en que el género se iba desarrollando. Había un problema de lenguaje del que los italianos parecían librarse por su insistencia en los aspectos melódicos pero que afectaba a las formas musicales y a los desarrollos armónicos, tema en el que Wagner había avanzado mucho. Otro tanto ocurría con las orquestas de ópera, que parecían haber cristalizado en un estereotipo que se mantenía desde los tiempos de Rossini.

    Hay que decir que el problema de la orquestación de las óperas no se había planteado inicialmente. Los instrumentos tenían por objeto acompañar el canto, que era el que tenía mayor importancia. Monteverdi sustentó sus obras iniciales con los instrumentos de que disponía en la corte de Mantua y en casi todas partes se obraba de la misma forma. El desarrollo de buena parte de la ópera barroca circuló con versiones de la partitura vocal y un bajo cifrado al que se acoplaban los instrumentos disponibles. Pero poco a poco se fue desarrollando un prototipo de orquesta de ópera en la que eran fundamentales los instrumentos de cuerda y el clavecín para definir los bajos y sostener los recitativos. Con la llegada del clasicismo, las orquestas de teatro acabaron adquiriendo la fisonomía que cobraban las orquestas de los conciertos sinfónicos y a principio del siglo XIX se puede ya hablar de un estándar de orquesta de

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