Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas
Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas
Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas
Libro electrónico426 páginas5 horas

Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

No tengo duda: es más importante que nunca leer Conversaciones en el desierto. Es uno de los pocos libros de los tiempos recientes que verdaderamente ayudan a entender y permiten ver bajo una nueva luz nuestra crisis de seguridad. No es un libro de denuncia, no es un libro más sobre el narco ni sobre la delincuencia. Conversaciones en el desierto e
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2023
Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas
Autor

Natalia Mendoza Rockwell

Natalia Mendoza (México, 1981) es antropó loga y ensa­yista. Estudió relaciones internacionales en El Colegio de México y un doctorado en antropología en la Uni­versidad de Columbia. En 2015 recibió la beca de investi­gación posdoctoral del Centro Hannah Arendt. Su trabajo de investigación combina el análisis etnográfico, la filo­sofía política y las teorías del lenguaje. Actualmente es profe sora­investigadora en la Universidad de Fordham y tra baja en un proyecto de investigación sobre los regíme­nes territoriales de la ilegalidad.

Relacionado con Conversaciones en el desierto

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para Conversaciones en el desierto

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Conversaciones en el desierto - Natalia Mendoza Rockwell

    Introducción

    Este libro es un esfuerzo por sintetizar lo aprendido durante años de observación y trabajo de campo en Altar, Sonora, el pueblo de mi familia paterna. El lector encontrará una selección de preguntas e intereses que puede parecer arbitraria: el espacio público, los automóviles, la cultura ranchera, las peleas de gallos, el rechazo a la gente del sur, las reacciones ante la ostentación, la mala suerte y el dinero sucio. Tienen en común ser maneras, aunque a veces oblicuas, de observar e interpretar la organización local del narcotráfico y la migración indocumentada en un pequeño pueblo fronterizo. Cada uno de estos temas permite entender un aspecto de un orden social local que comenzó a transformarse de manera abrupta a partir de la década de 1990, y que veinte años más tarde se había convertido en un lugar notablemente más violento, vigilado y fragmentado. Esta segunda edici ó n del libro a ñ ade al texto original de 2005, un ep í logo compuesto por textos escritos en 2012 que dan cuenta de esa transformaci ó n.

    El supuesto básico de este trabajo es que la delincuencia, al igual que cualquier tipo de transgresión, siempre significa cosas y es objeto de elaboraciones culturales. Nos resulta más escandaloso el asesinato de un niño que el de un rey injusto; vender cocaína en la puerta de las escuelas nos parece peor que ser un campesino humilde y sembrar una hectárea de marihuana. La delincuencia remite en primer lugar a la ley; tiene una definición legal, pero a ésta se añaden muchas otras consideraciones morales, pragmáticas, políticas y más. Estas valoraciones son siempre múltiples y con frecuencia contradictorias; cambian histórica y espacialmente, de tal forma que es posible hacer la historia y la geografía de las elaboraciones sociales sobre modos específicos de delincuencia o criminalidad.

    El caso del tráfico de drogas es particularmente complejo. En primer lugar porque las valoraciones que de él tenemos varían ampliamente. Las opiniones recopiladas en este libro van desde la expresión de un rechazo moral absoluto —que con frecuencia equipara el narcotráfico con el envenenamiento— hasta una defensa explícita y argumentada de la actividad. Además, el tráfico de drogas implica siempre una movilización colectiva, en su organización, en su práctica, en sus consecuencias; es un fenómeno masivo, con una fuerza económica enorme que logra afectar todos los ámbitos de la vida. En el norte de México, el narcotráfico es un fenómeno relativamente visible y comentado, con una estética identificable y con una distribución espacial fácil de rastrear. Por consiguiente, es mucho más claro el desarrollo de formas culturales, de significados y prácticas propias, que en el caso de delitos que se llevan a cabo de manera individual.

    El propósito principal de este libro es describir el lugar que ocupa el tráfico de drogas en el orden local de Altar, Sonora; concretamente, la estructura normativa y social en la que se ha insertado. Originalmente me planteé tres preguntas básicas y a partir de ellas organicé gran parte de las entrevistas y notas de campo: ¿El narcotráfico es aceptado localmente como una forma legítima de ganarse el sustento? ¿Qué posición ocupan las personas dedicadas al tráfico de drogas en las jerarquías sociales locales? ¿Cómo funcionan los controles sociales comunitarios contra el tráfico de drogas? Tal vez valga la pena adelantar que no hay un modelo sencillo que explique la relación de la comunidad con el tráfico de drogas; todo depende y todo está en discusión. Hay en Altar, por así decirlo, un conjunto de conversaciones en marcha sobre cómo entender y qué hacer respecto al narcotráfico y la migración. Mi propósito, entonces, es mostrar en qué términos se discute, a partir de qué supuestos y con qué preocupaciones. Me interesa también ver hasta qué punto ese discurso normativo se ve confirmado o no por un conjunto de prácticas sociales observables.

    Para interpretar tanto el discurso como las prácticas relacionados con el tráfico de drogas es necesario hacer una narración detallada de la vida local; y eso por una razón: no existe una relación de exterioridad entre el crimen organizado y la sociedad local. Ésa es otra de las afirmaciones de este libro: el narcotráfico es mucho más que uno, dos o diez grupos criminales, no se alcanza a entender si se le ve como un fenómeno criminal aislado. Para entender a fondo las transformaciones sociales y culturales que ha traído consigo el tráfico de drogas hace falta una mirada etnográfica detallada que muestre cómo ocupa el espacio, cómo altera las jerarquías sociales y políticas existentes, cómo transforma las formas locales de intercambio y reciprocidad, y cómo administra la violencia.

    En 2005 en Altar era posible observar una relativa normalización del tráfico de drogas, pero también una serie de mecanismos comu­nitarios para controlarlo, rechazarlo o neutralizarlo. Mi interés por la di­mensión cultural del tráfico de drogas no implica que recurra a la cul­­tura como explicación. No pretendo decir que la proliferación de esta actividad se explique por una suerte de afinidad o propensión cultural. Lo que me interesa mostrar es que, independientemente de las explicaciones históricas, económicas o geográficas que podamos encontrar para la proliferación del tráfico de drogas en el norte de México, es crucial entender las formas y los significados que le permiten arraigarse localmente.

    La investigación etnográfica y la teoría antropológica permiten examinar aspectos de la violencia y la ilegalidad a los que difícilmente se puede tener acceso con otros métodos: la serie de transacciones informales que sostienen estas economías, las razones y los deseos que llevan a alguien a participar en esta actividad, las modalidades específicas con que se ejer­ce el control territorial, por dar algunos ejemplos. La etnografía per­mite, sobre todo, mostrar la naturaleza infinitamente porosa de lo que llamamos crimen organizado, y poner en duda la imagen mediática que muestra los cárteles como organizaciones impermeables y ajenas. Narcotráfico es, por supuesto, el mundo, acentuado por los medios masivos de comunicación, del Chapo Guzmán o de cualquier otro capo, de los organigramas de lugartenientes y sicarios, sus encuentros y desencuentros con la autoridad y sus crecientes recursos tecnológicos y armamentísticos. Narcotráfico es también el mundo de los burreros¹ que cargan veinte kilos de marihuana a través de la frontera sin averiguar a quién pertenecen; o el de una pareja que para reunir el dinero necesario para organizar su boda decide pasar cincuenta kilos de marihuana escondidos en el compartimento secreto hecho en casa de la cajuela de una vieja camioneta pick-up.

    Tal vez más importante que lo que un análisis así nos pueda decir sobre el tráfico de drogas es lo que nos permite entender sobre las sociedades rurales del norte de México, la existencia cotidiana del Estado mexicano y las formas en que se ejerce la ciudadanía en una región fronteriza. En torno al narcotráfico se condensa tal cantidad de discusiones —respecto al trabajo, el dinero, la familia, la salud y la justicia— que resulta ser un buen camino para entender procesos más amplios, como la forma en que se asigna localmente un contenido a lo tradicional y lo moderno, la relación que se establece con el dinero y los bienes de consumo, o los significados que se atribuyen al riesgo, la violencia y la muerte.

    Escogí Altar porque es un lugar que conozco bien, pero también porque ofrece una perspectiva privilegiada para entender la confluencia de la migración indocumentada y el narcotráfico. Es un municipio que por lo menos desde mediados del siglo

    xix

    ha sido lugar de paso de mercancías y personas. Hay en la memoria local relatos de gomeros y viejos traficantes de opio, en los que además se suele hacer referencia a los chinos que se asentaron en la región, a su persecución y a las muertes en el desierto de aquellos que buscaban cruzar a Estados Unidos. Hay también historias que cuentan las proezas y astucias de los traficantes de los años setenta y ochenta. Dentro de la genealogía local de bandidos, abigeato y contrabando, el narcotráfico contemporáneo es legitimado por algunos como continuidad, y criticado por otros como ruptura.

    Esta segunda edición del libro describe transformaciones que ocurrieron en dos periodos distintos. Los capítulos principales se mantienen, con correcciones menores, tal y como los escribí en 2005. En esos años, comparado con muchas otras ciudades fronterizas, Altar era todavía un pueblo relativamente tranquilo. Dentro de la cadena del narcotráfico, era predominantemente un lugar de burreros y algunos intermediarios exitosos, no era una plaza que se estuvieran disputando violentamente los capos de los cárteles. Aun así, cambios profundos habían comenzado a gestarse desde la década de 1990 cuando comenzó a crecer no sólo el volumen del contrabando sino también el consumo local de drogas. Desde la perspectiva local, uno de los cambios más significativos sucedió en esos años con la llegada de narcotraficantes de otros estados, sobre todo de Sinaloa, que transformaron por completo la vieja idea del contrabando.

    Pero sin duda el proceso que ha marcado de manera más profunda el orden local en los últimos veinte años fue el incremento en el paso de migrantes indocumentados. Este pequeño poblado comenzó a atraer la atención de los medios nacionales hacia finales de los noventa porque se convirtió en uno de los principales puntos de cruce de migrantes, mexicanos y centroamericanos, hacia Estados Unidos. Toda la economía del lugar se transformó en función de ese hecho. Es sobre todo la migración, y no el narcotráfico, lo que en 2005 producía en la población local la sensación de que todo el antiguo orden se estaba derrumbando; fue también la migración la que fue vivida en un principio como una amenaza directa a la seguridad. Esa preocupación es patente en el cuerpo del libro pero pasa a segundo plano en las entrevistas posteriores a 2010.

    El epílogo presenta argumentos y observaciones que resultaron de una segunda etapa de trabajo de campo en 2011. Para ese año, la región del desierto de Altar, así como el estado de Sonora en general, presenta­ba tasas de homicidio por encima de la media nacional y muy claramen­te por encima de las que se registraron en 2005. Formas espectaculares de violencia —torturas, desmembramientos, mutilaciones, etc.— se volvieron comunes y las relaciones locales se cubrieron con un manto de sospecha y desconfianza que no tenían en 2005. En el epílogo se busca describir y entender la serie de cambios locales que se registraron entre 2005 y 2011 y que explicarían la formación de un orden social dependiente de la violencia y de la existencia de un cuerpo permanente de sicarios, cobra-cuotas y vigilantes para su mantenimiento cotidiano. Acuñé el término de cartelización para describir el paso de una organización local y relativamente abierta del tráfico de drogas a un monopolio controlado por organizaciones regionales y mantenido por una burocracia asalariada que se encarga de administrar la violencia.

    Debo hacer algunas aclaraciones metodológicas. Cuando se habla de cultura siempre está el problema de elegir el adjetivo que se ha de poner después: cultura mexicana, cultura popular, cultura campesina, y así sucesivamente. Si se parte de una idea esencial de cultura que busque la homogeneidad e ignore el carácter temporal de todo significado, cualquier adjetivo será inadecuado e implicará una generalización grosera. Si me permito hablar de cultura ranchera y de la cultura del tráfico de drogas, es porque con ello entiendo la producción histórica, siempre conflictiva y ambigua, de significados y prácticas. A lo largo de estas páginas, me preocupó mostrar que si bien existe en Altar un lenguaje compartido —una serie de supuestos y argumentos morales, de normas y prácticas que son la sedimentación de innumerables influencias—, ese lenguaje sólo provee los términos con los que se elabora un debate constante, una producción creativa de nuevas formas culturales.

    A diferencia de gran parte de los estudios sobre cultura fronteriza y narcocultura, éste presta atención sólo de manera marginal a artículos de consumo, como narcocorridos y narcopelículas. Creo que éstos son útiles para un primer análisis de la producción simbólica del tráfico de drogas, pero vistos fuera del contexto concreto en el que se producen y consumen pueden propiciar conclusiones descabelladas y explicaciones simplistas. Lo que me interesa es lo que podríamos llamar la cultura íntima de un poblado y su relación con el tráfico de drogas.²

    Para la elaboración de la primera parte de esta investigación en 2005, llevé a cabo trabajo de campo en Altar durante un año. En ese tiempo realicé entrevistas formales tratando de hacer una selección lo más heterogénea posible de los entrevistados: mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, maestros, esposas e hijos de personas dedicadas al tráfico de drogas, políticos, rancheros, ricos y pobres. Además de las entrevistas formales, registré un buen número de conversaciones informales y descripciones cotidianas de la vida en el pueblo en un diario de campo. La oportunidad de completar mi servicio social en el Ayuntamiento me permitió observar de cerca la vida pública y asistir a un buen número de reuniones políticas. Debo decir que la parte más importante del trabajo de campo, la que realmente me permitió pensar desde la perspectiva del nativo, como diría Malinowski, la llevé a cabo a los catorce años como estudiante de la escuela secundaria de Altar. Esa estancia, y haber regresado año con año, me han permitido seguir con detalle la transformación del espacio, de las normas y de las categorías sociales. Cuando regresé con el propósito de hacer trabajo de campo formal ya tenía cierto dominio de los modismos y estilos de habla locales, conocía los nombres y las biografías de un buen número de personas, y tenía una idea más o menos exacta de los códigos sociales locales. Además, el hecho de pertenecer a una familia local explica en gran medida el grado de intimidad que reflejan algunas entrevistas. Pero el hecho de ser, aunque fuese parcialmente, una muchacha del pueblo también significa que no pude llevar a cabo trabajo de campo en determinados espacios, en específico en aquéllos exclusivamente masculinos, como cantinas y billares.

    Al interpretar las entrevistas seguí un par de reglas básicas: no preocuparme por la veracidad de la información sino por la estructura moral que reflejaba; buscar la recurrencia de formas establecidas de abordar ciertos temas (géneros de habla) y tratar de sistematizar las características de su composición; interpretar las afirmaciones de las personas siempre a partir de un contexto determinado y, en general, prestar atención a lo que las personas estaban haciendo con sus palabras. Otra regla que traté de respetar fue no forzar lo dicho en las entrevistas dentro de un modelo cultural coherente, sino mantener el carácter conflictivo y ambiguo de las valoraciones de la gente tanto como fuera necesario. Aun así, me fue posible encontrar algunos argumentos y supuestos recurrentes que me permitieron ordenar e interpretar mucho de lo que vi y escuché.


    ¹ Señalé en cursivas los términos regionales o de la jerga propia de la actividad. Para una definición de su significado y precisiones sobre su uso, véase el Glosario.

    ² Así explica Herzfeld la intimidad cultural: Lo que me interesa argumentar aquí es la importancia de la intimidad cultural —del reconocimiento de aquellos aspectos de la identidad cultural que son considerados como una fuente de turbación frente al exterior, pero que proveen a aquellos que pertenecen a la comunidad la seguridad de una sociabilidad común, la familiaridad con las bases del poder que, en un momento dado, permiten a los ajenos, los que carecen de derechos, cierto grado de irreverencia creativa, y en otro momento refuerzan la propia capacidad de intimidar. La intimidad cultural es también un signo de seguridad colectiva. Véase Michael Herzfeld, Cultural Intimacy: Social Poetics in the Nation-State (New York: Routledge, 1997), 3. (Traducción mía.)

    I. El espacio

    Altar es un pueblo parecido a muchos otros en el noroeste de México. No tiene esa íntima tristeza reaccionaria ¹ de los pueblos coloniales del Bajío mexicano. Perdura si acaso en algunos rincones una atmósfera de viejo oeste desplazado. Es un pueblo poco adornado, de construcciones relativamente nuevas y más bien austeras, donde viven entre siete mil y catorce mil personas. Altar es la cabecera de un municipio con cien kilómetros de frontera con Estados Unidos. Sin industria propia ni maquiladoras. Un pueblo con orgullo ranchero, pero con la mitad de las hectáreas de riego semiabandonadas. Gente con vocación de ganaderos: botas, sombrero y camioneta pick-up, pero con pocas vacas. Un lugar que los medios de comunicación nacionales, para total indignación de sus habitantes, han calificado de puertas del infierno, "pueblo de polleros y lugar donde el gobierno mexicano cruza las manos mientras narcos y polleros se ponen de acuerdo".

    Hasta hace poco tiempo, la mayor parte de la gente se conocía entre sí, y muchas veces a los padres y abuelos también. En Hermosillo no se vendían boletos de autobús para Altar, sino que tenía que pedírsele al conductor que, por favor, se detuviera junto a la iglesia. La gente notaba si uno repetía el vestido para dos bailes seguidos. Los domingos se iba a misa y se permitía a los jóvenes que se quedaran un rato paseando en la plaza. La gente podía reconocer un automóvil con solo escucharlo desde dentro de su casa, y aprovechaba esa habilidad para muchas cosas. Ahora, los habitantes del pueblo sólo atraviesan la plaza cuando les es indispensable: no por miedo, sino por pena, disgusto, incluso asco. Se pueden usar pantalones de mezclilla en los bailes. La mayor parte de los carros son desconocidos. Y en las taquillas de la Central del Norte en el Distrito Federal se ven letreros grandes que anuncian a Altar junto a destinos como Tijuana y Nogales. Nadie podría decir exactamente cuándo empezó a cambiar todo en Altar, pero la mayoría está de acuerdo en que para 1995 ya se notaban los primeros indicios.

    El aspecto físico de un lugar, la distribución espacial y la forma en que se habita no son variables prescindibles. Tienen una relación orgánica con la vida social, claramente con su dimensión material, pero también con la simbólica, y son datos fundamentales para la interpretación de cualquier formación cultural. Sería un error pensar que son sólo el síntoma superficial de una mutación que está en otra parte —en la economía, en las relaciones sociales—; la transformación del espacio puede ser, en sí misma, el origen, la causa, de un cambio en la vida social de un lugar.

    En el caso de Altar, esta premisa teórica adquiere aún mayor importancia porque es precisamente la transformación del espacio la que sus habitantes refieren con mayor amargura. Es la más obvia, la más dramática. Han cambiado el aspecto y la distribución urbana del poblado. Pero, sobre todo, se ha transformado la manera en que se circula,² las valoraciones que se atribuyen a cada lugar y las normas que rigen el comportamiento público y privado: se dejó de usar la plaza, se habita cada vez más en las periferias, y algunas cuadras en pleno centro del pueblo se convirtieron en lugares vistos como sucios, inmorales y peligrosos.

    La carretera

    El escudo municipal de Altar ostenta una carretera con dos camiones de carga y un autobús de pasajeros, que atraviesan un campo desierto en el que se ven una vaca, cuatro cactus y tres campos agrícolas. No es casual: la carretera define al pueblo. Lo hace diferente a los pueblos de arriba, más ensimismados, que han crecido poco y de manera ordenada, aunque estén situados a tan solo diez, veinticinco y cuarenta kilómetros por una carretera secundaria que sale de Altar.

    Altar_Sonora

    La carretera internacional que une a la Ciudad de México con Tijuana es, en general, una autopista cara y en buen estado. Sin embargo, setenta kilómetros antes de llegar a Altar, se reduce a dos carriles muy angostos, llenos de hoyos e irregularidades, y sumamente transitados por camiones de carga y autobuses de pasajeros. Esa carretera, que al llegar a Altar se convierte en un boulevard de cuatro carriles, es también el principal eje vial del pueblo, de tal forma que el tránsito local se mezcla permanentemente con el que va de paso. No hay hora del día en que no se vean camiones de carga y autobuses de pasajeros en el centro del pueblo. La carretera divide al pueblo por la mitad y pasa exactamente a un costado de la plaza central; desde el interior de la iglesia se oye siempre el ruido de los camiones que van de paso.

    El paso de la carretera por el pueblo tuvo los efectos radicales del ferrocarril en otras partes de México. No existía el antecedente del ferrocarril, porque la ruta Hermosillo-Mexicali, que fue inaugurada en 1947, dejaban a Altar, y a todos los pueblos ubicados en el cauce del río que lleva el mismo nombre, prácticamente aislados. En cambio, la carretera hace un rodeo poco práctico para incorporar Altar en el trayecto Hermosillo-Tijuana. Es un acontecimiento relativamente reciente, pues la carretera se construyó en 1955; la gente mayor todavía recuerda las dificultades que imponía el traslado hacia Caborca, a tan sólo cincuenta kilómetros, a donde ahora se va de compras cotidianamente. Los relatos nostálgicos de las grandes corridas de ganado hacia Mexicali, antes de la carretera y los cercos, se mantienen como corrientes subterráneas que nutren el orgullo de ser colonizadores del desierto.

    Industria y comercio

    Sobre una loma que se ve desde muchos puntos del pueblo, se exhiben las ruinas de un antiguo molino harinero hecho de ladrillo. Este molino fue el punto de máximo desarrollo industrial alcanzado por Altar: era un edificio de tres pisos, con maquinaria moderna que trabajaba de día y noche procesando el trigo de diversos puntos de la región, pero hace más de treinta años que está en ruinas a causa de un incendio. Actualmente, lo único que podría calificarse de industria son un par de tortillerías, queserías, una hielera y envasadora de agua purificada y un pequeño número de ladrilleras manuales.

    La mayor parte de los comercios se concentran en ambos costados de la carretera: el supermercado Pesqueira Hermanos, dos casinos (como se llama locamente a los salones de baile), una multitud de puestos semifijos, cuatro de los ocho hoteles grandes que hay en el pueblo, algunas refaccionarias y llanteras, doce expendios de cerveza y algunos otros comercios. La escuela secundaria y una de las tres escuelas primarias que hay en Altar también están situadas sobre este eje, y cuatro veces al día se instala una patrulla y tres policías municipales para ayudar a los niños a cruzar la carretera.

    Actualmente, se puede decir sin temor a equivocarse que la principal actividad económica del pueblo son todos los servicios prestados a los migrantes indocumentados que pasan por el pueblo. Muchas familias se han decidido a abrir casas de huéspedes, que ya suman 108 según los registros del Ayuntamiento. La mayoría son casas comunes parcial o temporalmente desocupadas por sus dueños, en las que se acomoda de manera más o menos precaria a los migrantes y en algunas ocasiones se coloca un letrero. Estas casas de huéspedes trabajan asociadas con uno o varios polleros o guías que les traen grupos de gente directamente un par de veces a la semana, dependiendo de la temporada. A los treinta o cuarenta pesos por persona que se cobran diariamente por el hospedaje, se suman las ganancias por venta de comidas y desayunos, comida enlatada o lunches para la travesía del desierto, y el pago por las llamadas de larga distancia.

    Además de las casas de huéspedes, hay ocho hoteles grandes y relativamente lujosos que albergan a los polleros, muchos de los cuales viven permanentemente en el pueblo, y a los migrantes dispuestos a pagar un poco más. La gente de Altar —junto con las personas de otras partes del país que llegan acompañando a la migración y se establecen temporalmente en el pueblo para vender sus servicios— ha ido creando toda la infraestructura necesaria para hospedar, alimentar, transportar y proveer de todo lo necesario a los cientos de migrantes indocumentados que llegan a diario. Las calles del centro y las orillas del boulevard principal están saturadas de puestos semifijos que venden comida y artículos idénticos: mochilas, chamarras, guantes y gorras de colores oscuros que permitan el camuflaje. También hay un gran número de casas de cambio y casetas para hacer llamadas de larga distancia.

    A pesar de ser un poblado pequeño, Altar tiene una gran densidad de automóviles. Se concentran sobre todo en el boulevard y en las cinco calles pavimentadas que lo atraviesan perpendicularmente y que constituyen el centro del pueblo. Aunque las distancias no son muy grandes, la gente camina relativamente poco, los que tienen automóvil lo usan incluso para recorrer tres o cuatro cuadras. Con el auge de la migración proliferaron también los taxis y las camionetas estacionadas en el perímetro de la plaza y en muchos otros sitios esparcidos por el pueblo. Estas vans, como se les llama localmente, recorren los ochenta kilómetros de terracería que van de Altar al punto fronterizo llamado Sásabe, con el objetivo de transportar al día, según los cálculos locales, entre trescientos y ochocientos migrantes indocumentados. Si a esto se suman los automóviles y camiones de carga que van de paso, se puede entender que Altar no es un pueblo que goce de tran­qui­lidad vial.

    La economía derivada del paso de migrantes se complica de maneras insospechadas. Hay enganchadores que se sitúan en la plaza esperando a que lleguen camiones cargados con personas deseosas de cruzar la frontera para ofrecerles los servicios de algún pollero. La mayoría de los migrantes ha hecho un trato con las personas que los ayudarán a cruzar la frontera desde sus lugares de origen, pero muchos aceptan los servicios de los enganchadores. También hay bajadores, que se dedican a secuestrar a grupos de migrantes y venderlos a un pollero a ciento veinte dólares cada uno. Hay también personas que se dedican a cobrar claves, es decir, a ir a una sucursal de Western Union en Caborca y cobrar, gracias a la disposición de una credencial de elector mexicana, un envío de dinero para algún migrante o pollero. A cambio de este servicio se cobran doscientos pesos.

    Espacio urbano y distinción social

    La manera en que las jerarquías sociales se expresan y distribuyen espacialmente en el territorio de Altar fue cambiando durante todo el siglo

    xx

    . Haciendo una cronología esquemática se puede establecer un primer periodo que va desde el Porfiriato hasta los años cincuenta, seguido por un segundo momento que va de los años sesenta a los noventa. Finalmente, de los años noventa a la fecha se puede hablar de un tercer periodo con cambios profundos.

    Hasta los años cincuenta, Altar estaba formado fundamentalmente por dos barrios: el de arriba y el de abajo, divididos por una calle que después se convirtió en el paso de la carretera Mexico-Tijuana. El barrio de arriba se encuentra más alto respecto a la dirección del flujo del río, lo que tradicionalmente implicaba mayor abundancia de agua. En este barrio vivían las familias más adineradas, con apellidos que hasta la fecha tienen resonancias aristocráticas en el pueblo y que al parecer eran férreos en su desprecio hacia los abajeños tripa seca. Todavía hace dos generaciones, la división social era sumamente rígida y tenía una distribución espacial muy clara. Las familias aristocráticas hacían sus propias fiestas, se casaban entre sí, y los niños abajeños les tiraban piedras a los niños del barrio de arriba que se adentraban en su territorio. Esta historia, que la gente recuerda y que sigue teniendo consecuencias, contradice la creencia común de que Sonora fue, desde sus orígenes, una tierra de igualados.³ Es cierto, sin embargo, que el barrio de abajo y el de arriba terminaron prácticamente por

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1