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El lugar de la violencia: La ética literaria de Kafka
El lugar de la violencia: La ética literaria de Kafka
El lugar de la violencia: La ética literaria de Kafka
Libro electrónico422 páginas6 horas

El lugar de la violencia: La ética literaria de Kafka

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Bajo el rótulo de «inquietud de desciframiento», El lugar de la violencia
horada líneas de campo, desvíos y callejones sin salida de la literatura de
Kafka, ahí donde el orden estriba en la inseguridad en el uso de los signos
y penetra el campo de fuerzas entre el poder y el símbolo. La
escenificación de la violencia aparece no como mera reproducción de
formas de dominación, sino como médium del sufrimiento donde las
heridas proporcionan un lenguaje y articulan vínculos entre soberanía y
sometimiento, exceso y prohibición, tabú y transgresión. Así la imagen de
la violencia es un encuentro entre formas de saber, poder, formación de
símbolos y juicios morales, desde la cual surge la génesis de la imagen
literaria y los conflictos paradigmáticos en torno a las formas de
dominación y técnicas de castigo. Asimismo, surge un programa en que la
literatura de Kafka se legitima y reacciona al carácter coercitivo de la
realidad por medio de la puesta en escena de las palabras que se
direcciona a su ilegibilidad; un desequilibrio que para Vogl, termina por ser
condición previa de una ética literaria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2023
ISBN9789566203247
El lugar de la violencia: La ética literaria de Kafka

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    El lugar de la violencia - Joseph Vogl

    El_lugar_de_la_violencia.png

    Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2023-A-1211

    ISBN: 978-956-6203-23-0

    ISBN digital: 978-956-6203-24-7

    Imagen de portada: Franz Kafka, A Beggar and a Generous Man (1906).

    Max Brod Archive/The National Library of Israel

    Diseño de portada: Paula Lobiano Barría

    Corrección y diagramación: Antonio Leiva

    Traducción: Niklas Bornhauser Neuber

    Ort del Gewalt

    © 2010, diaphanes, Zúrich-Berlín

    Todos los derechos reservados

    De la traducción © ediciones / metales pesados

    E mail: ediciones@metalespesados.cl

    www.metalespesados.cl

    Madrid 1998 - Santiago Centro

    Teléfono: (56-2) 26328926

    Santiago de Chile, mayo de 2023

    Diagramación digital: Paula Lobiano Barría

    Impreso por Salesianos Impresores S.A.

    Índice

    Introducción

    I. Pseudomimesis

    Escenas reflejadas

    Cuerpos bellos

    Mimesis y sospecha

    II. Economías

    Bendemann, Edipo y Leviatán

    Circulación: euforia y falta

    Caminos por el desierto

    III. Una ética literaria

    La ley de la interpretación

    Genealogía y disputa

    Límite de la comunidad

    Referencias bibliográficas

    Introducción

    La literatura de Kafka ha comprometido la lectura en su elemento inquieto e impaciente y, al mismo tiempo, ha estrechado y totalizado el espacio del leer. La amplitud interna del narrar, la tensión entre experiencia y sentido en la que el tiempo parece estar suspendido, puede que retorne como tiempo del recuerdo, del rememorar y de la contemplación, y favorece la lectura incluso en tanto aplazamiento sereno de lo real; en Kafka, esta amplitud interna del narrar está comprimida en un borde estrecho en el que las palabras jamás son libradas del significar y los significados no convergen en el horizonte conjunto del sentido. El atraso del lector respecto del texto y el atraso del texto respecto de la realidad, aquí se colocan uno al lado del otro y documentan un volverse escaso del tiempo que es el tiempo de esta misma literatura y que intensifica a la letra, el sonido del enunciado literal, la literalidad, palabra por palabra, de la palabra. En la inquietud del desciframiento y la inquietud de la interpretación se condensa la intransitividad de la literatura, convirtiéndose en una experiencia de la impotencia que, más allá de los significados, quiere pasar hacia las cosas, más allá del texto quiere pasar a la acción y se soporta a sí misma como un «engagement fallido»¹. La pregunta corriente «¿qué significa esto?» que se ha convertido en el emblema de esa literatura y que atrae, ata y rechaza al canon de las interpretaciones, con esto toca la contradicción fundamental: sin exterior, separada del actuar y como arribo que nunca arriba, la literatura está condenada a mentar al mundo y a pesar de ello siempre y solo remitir a ella misma, a su historia y su lectura. En este lugar, la falta que hace surgir la literatura se encuentra con la pérdida que es la misma literatura, y motiva a una búsqueda de conjunciones y transgresiones en las que el hablar se detiene y el discurso se interrumpe a sí mismo: como si todo ya hubiera sido dicho, como si nada aún haya sido dicho, como si finalmente pudiera comenzar otro inicio, otra historia.

    Al final, y como signo de esta mediación imposible, se encuentra la imagen de la violencia. Esta imagen que la literatura de Kafka empalma con géneros hipertróficos, con la novela criminal y de aventuras, con Sade y Sacher-Masoch, al igual que con la genealogía nietzscheana, atraviesa al narrar en diferentes giros, como irrupción repentina y dolor eternamente duradero, como origen y ejecución de la ley, como acto teatral, como lenguaje secreto del cuerpo y como constelación social compleja. En estas imágenes de la violencia siempre se podrá reconocer una mera copia [Abbild]², una copia de daños, de formas de dominación, de disciplinamientos y de técnicas punitivas con las que el texto se ancla en el espacio histórico. Asimismo, un momento de expresión: la violencia como motivo de un fantasma, menos reproducción que médium de un lenguaje del sufrimiento, en la que las heridas no-específicas, amenazas indeterminadas y un dolor que carece de cuerpo se proporcionan un lenguaje unívoco y articulan vastos entrelazamientos de soberanía y sometimiento, exceso y prohibición, tabú y transgresión. Y no por último, esta violencia que escande los textos y las anotaciones de Kafka, ya sea como imagen verista, ya sea como maquinación secreta, caracteriza una relación del lenguaje literario consigo mismo: una compulsión a transgredirse a sí misma y volverse auténtica, a atravesar el delgado piso del relato y consagrarse a una «realidad más real» en la que la violencia, la muerte, la sexualidad y el deseo, de manera excéntrica y monótona a la vez, amenazan al calmo y representativo orden de las palabras.

    En la medida en que la violencia se manifiesta como intervención en las relaciones morales [sittlich]³ constituyente y modificador en los límites de estas, su imagen entrega una impresión fiel y al mismo tiempo invertida. Muestra la economía moral no con sus demandas, sino en su socavamiento; no en su ámbito de validez, sino desde sus bordes. La imagen de la violencia ritualiza un encuentro íntimo e indescifrable entre formas de saber, poder, formación de símbolos y juicios morales, y con esto se convirtió en motivo y punto de partida de este trabajo. A partir de aquí se derivan sus aspectos esenciales: génesis y posibilidad de la imagen literaria; conflictos paradigmáticos en los cuales la motivación interna del acontecer épico se propaga a la forma de aquel; y una programática implícita con la que la literatura de Kafka circunscribe el horizonte de su legitimación y reacciona al carácter coercitivo de la realidad. De acuerdo a esto, los capítulos individuales documentan diferentes momentos de uno y el mismo movimiento, en el que una pregunta inicial –la pregunta por la pragmática de los signos y su encadenamiento– se renueva una y otra vez. Dicha pregunta comienza con las formas de la escenificación que al mismo tiempo de la ficción deja al descubierto las instrucciones productivas a las cuales la sugestión de una segunda realidad sucumbe en el acto del narrar; luego, toca una experiencia económica que alcanza la misma materialidad del texto y exige una unidad de teoría de los valores y de los signos, y finalmente desemboca en una pregunta por la forma y el lugar de aquello que, en tanto lengua extraña, habla desde los textos y así desafía a una heterología, una doctrina de lo otro.

    Si el privilegio de la literatura reside, no en última instancia, en aprovechar la autonomía –concedida desde la estética clásica, también de manera no sólida, incluso poco seria– y rebatir las reglas mediante excepciones, las leyes mediante ejemplos, los enunciados mediante imágenes e imágenes mediante contraimágenes hasta el límite de la comunicabilidad, entonces su pretensión ética se alía con los lados destructivos de la crítica. La posibilidad ética de la literatura reside en su indiferencia moral, y donde ella genera una relación esquemática con la realidad, esta es de naturaleza inductiva. En este vacío, en este estado cero, la literatura en la ladera de la ética kantiana desprende el ser del género de su determinación moral y trabaja sobre la figura del hombre como variable, como factor experimental. Sin lugar a duda, también la literatura de Kafka es tocada por la forma postulativa del ethos expresionista: «Responsabilidad» es el título que Kafka, por un corto tiempo, sopesó como título de la colección de El médico rural, y aun en el gesto de tomar vuelo de sus protagonistas, en el gesto de la inutilidad y del «en vano» se dibuja la sombra de un «nuevo hombre». Cada auge ideal, sin embargo, es respondido con un estancamiento irreversible, y el material de la renovación, en el mejor de los casos, es recogido de restos proscritos. La claridad de las proposiciones morales se opone a su ilegibilidad en la experiencia, y este dese­quilibrio, este desplazamiento de los continentes no se convierte en obstáculo, sino en condición previa de una ética literaria. Se trata no de fuente, verdad y origen de la ley, sino de su modo de funcionamiento y de una idea de comunalidad que se cristalizará menos alrededor de un bien común, una coincidencia universal y un inventario imperdible, que alrededor del registro exacto de los quiebres, las pérdidas y los lugares dañados. Por lo tanto, este trabajo no aspira a la reconstrucción de una unidad, sino que sigue las líneas de campo, los desvíos y los callejones sin salida de la literatura de Kafka en búsqueda de algunos bloques de construcción en los que el orden simbólico se retraduce en la inseguridad en el uso de los signos, el lenguaje literario surge de los productos de descomposición de las reglas y de la comunicación y penetra el campo de fuerzas entre el poder y el símbolo⁴. No sigue a la transparencia de la imagen, sino al acontecimiento y al material histórico de su producción; no a la conciencia de las figuras, sino a la axiomática de sus movimientos; no a la objetivación del sentido, sino a las fuerzas que avalan la puesta en escena de las palabras y la continuación del texto.

    Escenas reflejadas

    En Miss Sara Sampson de Lessing, la pregunta por la culpa y la inocencia, el dramatismo de desliz, arrepentimiento, castigo y misericordia, que guía el trágico embrollo del acontecer sobre el escenario, es traslapado por una discusión de otra índole, completamente diferente, en la que se refleja el mismo drama. Porque el juego de roles de una Marwood cuyo arte de la seducción consiste, no por último, en cambiar las máscaras de la pasión, la ternura, el amor, la bondad y la infamia, y finalmente interpretarse a sí misma como otra, se opone a la «inocencia» de Sara Sampson, cuyo semblante, de manera nítida, franca y sin disimulo alguno, refleja las emociones. Con esto, el conflicto entre ambas mujeres y, de la misma manera, el conflicto interno de Mellefont que sustrae su amor de una de ellas para dedicárselo a la otra, es al mismo tiempo una pugna entre diferentes formas de la teatralización: por un lado, el juego soberano, el fingimiento y la representación en cierto modo feudales, la fabricación de una persona que prepara su aparición y siempre actúa en cuanto sale al escenario; por otro lado, la manifestación involuntaria, el semblante y el gesto que nada ocultan ni podrían ocultar nada, el juego franco y la expresión animada cuya virtud –burguesa– consiste en su autenticidad. Esta confrontación, a través de la que el Trauerspiel de Lessing representa la transición de la tragedia clasicista –la escenificación de los afectos– hacia el Trauerspiel burgués –el drama de la empatía–, finalmente lleva a problemas dramatúrgicos que culminan en la presentación artística de lo íntimo, en la escenificación de mociones auténticas. En esto se trata no solamente de la reproducción de sensaciones diferenciadas en el escenario, tal como fueron descritas por Lessing en la tercera y cuarta piezas de su Dramaturgia de Hamburgo, sino sobre todo de la sugestión de un develamiento creíble de lo más íntimo. En este sentido, Lessing ha hecho que la verdad de su Miss Sara Sampson en un lugar central dependa de una escena que podría leerse como mise en abîme de esta pieza de teatro. El padre de Sara, sir William Sampson, que persiguió a la pareja en su huida y se alojó en la misma posada, el escenario de los sucesos, quiere, sin haber sido reconocido aún, y mediante un sirviente, entregarle a la hija una carta conciliatoria en la que promete hacer posible el matrimonio entre ella y Mellefont. Pero esto bajo una condición: que la hija responda a su amor paterno con un amor recíproco inquebrantable y aún no se haya alienado de su virtud originaria. Por ello le da al sirviente el siguiente encargo:

    Ve ahora y haz lo que te dije. Pon atención a todas las caras que ponga cuando lea mi carta. En el corto alejamiento de la virtud aún no puede haber aprendido el fingimiento, en cuyas larvas solo el vicio arraigado busca refugiarse. Leerás toda su alma en su rostro. No dejes que se te escape ningún rasgo que pudiera indicar acaso una indiferencia hacia mí, un desdén hacia su padre. Si hicieras este infeliz descubrimiento y si ella ya no me ama; en ese caso espero que finalmente pueda hacer de tripas corazón y dejarla a merced de su destino⁵.

    Este examen, que Sara Sampson finalmente aprueba tanto bajo los ojos del sirviente como los del público y que lleva a una primera peripecia, es más que una mera artimaña dramatúrgica que ha de garantizar la credibilidad de la protagonista. La ausencia de cualquier duda de las mociones involuntarias y su respectiva escenificación, a la que apunta esta secuencia, puede ser entendida más bien como un foco de la poetología del teatro burgués. Porque el espectador que presencia el encuentro del sirviente Waitwell con Sara Sampson, que lee la carta del padre, ahora se convertirá en testigo de una escena cuyo objeto es la misma calidad y condición de testimonio. Basta con un leve desplazamiento del acento para subrayar lo espectral de este instante: una persecución voyeurista, un desvelamiento y un fallo que se basa no en la acción, sino en la expresión involuntaria, el signo auténtico de la mímica, el detalle delator para la decisión sobre culpa e inocencia, reconciliación y repudio. Con esto, sobre el escenario se ha abierto sobre un escenario, un espacio de significación del todo distinto, en el que no se actúa ni se interpreta, sino que se observa, con la violencia de una mirada indiscreta que, en la frontera entre lo oculto y el desocultamiento, penetra un espacio secreto de signos no-intencionales, que escenifica lo íntimo, lo vuelve legible y caracteriza al mismo escenario como un lugar de la confrontación entre la intimidad y el hacer pública dicha intimidad. De este modo, no solo se ha desplazado el interés desde la mimesis dramática desde la acción hacia el actuante y su psicología, sino que, al mismo tiempo, se ha modificado el carácter del acontecimiento sobre el escenario, que no solo consiste en la acción y sus consecuencias, sino en un pseudoacontecimiento, una pseudoacción: en la misma acción del desvelamiento.

    En la medida en que la sociedad burguesa se despliega en un campo de tensión entre lo público y lo privado, el teatro se convierte en instancia y paradigma de su comprensión de sí⁶. De la misma manera en que sobre el escenario se escenifica el encuentro con la intimidad del personaje, así la institución del teatro escenifica el encuentro del público consigo mismo. La reformulación, de parte de Lessing, desde la estética del efecto, de las categorías aristotélicas de eleos y phobos como «compasión» y «temor» retrata inmediatamente esta pretensión del teatro burgués: en tanto compasión con el héroe y «temor ante nosotros mismos», estos momentos presuponen una «semejanza con la persona sufriente» sobre el escenario, una «igualdad»⁷ que, al mismo tiempo, pone y supera la grieta entre escenario y proscenio, entre espectador y pieza de teatro. Por un lado, el espectador, como consecuencia de lo anterior, según dice Peter Szondi, permanece «silencioso, con las manos atadas, paralizado por la impresión de un segundo mundo»⁸; por el otro, entiende al actor como un sustituto de sí mismo y es movido de manera singular, agitado, carente de lugar y escindido, observador y actuante, espectador y objeto de la mirada, a la vez: probablemente, el efecto más importante de la catarsis trágica. En el marco de esta programática y con este escenario sobre el escenario, con la mirada de Waitwell que lee las mociones más íntimas en la cara de Sara Sampson, el espectador se convierte en su propio observador y se experimenta de acuerdo a un procedimiento dramático del desvelamiento. De tal forma, bajo el signo de la probabilidad psicológica y la efectividad moral, finalmente se ha conformado un concepto de mimesis orientado tanto estética como didácticamente, que regula la producción del carácter y el despliegue del acontecer dramático y que continuará influyendo como fenómeno liminar en varios sentidos: asentado en el umbral entre el escenario y el proscenio, entre la intimidad y lo público, entre la creación de la ilusión y el desvelamiento, entre el observar y el vivenciar.

    Ambos momentos, tanto el gesto del desocultamiento como la duplicación de espectador y actor, al mismo tiempo se encuentran en la intersección entre el teatro y la narrativa, tal como ha resultado desde la apología de la novela de Diderot⁹ hasta el teatro épico de Brecht, en confrontación recíproca de los géneros. Esto no solo vale para la metafórica del «ver», de la «perspectiva» y del «ojo», a lo largo de cuyo hilo rojo se ha vuelto a plantear reiteradamente la pregunta por la mimesis narrativa y que se ha plasmado, una y otra vez, en la respectiva formación teórica¹⁰, sino también para el motivo del teatro que puede ser considerado una pieza central de la tradición de la novela desde fines del siglo XVIII. Así, el theatrum mundi del acontecer del relato siempre dispone de un escenario en el que el héroe se experimenta y descubre a sí mismo. Ya el teatro de las marionetas que inicia y motiva el curso del desarrollo de Wilhelm Meister en la novela de Goethe, coloca al protagonista en el umbral entre el espacio del espectador y el escenario; es decir, en un lugar en el que encantamiento y desilusión se refuerzan mutuamente y provocan una «curiosidad satisfecha a medias» que solo puede poner a alguien «más tranquilo y más intranquilo»¹¹ a la vez. La novela de Goethe persigue de manera consecuente esta línea hasta aquella escenificación de Hamlet, preparada con ampulosidad, en la que, a través del ejemplo de Wilhelm Meister, la pieza de Shakespeare es aburguesada, convirtiéndose en escena familiar: el héroe sale al escenario y se interpreta a sí mismo. Porque cuando el espectro aparece sobre el escenario, Hamlet-Wilhelm lo contempla con «anhelo y curiosidad» y en las palabras de este –«Soy el espíritu de tu padre»– cree «advertir un parecido con la voz del padre». Nuevamente, ambas partes se intensifican recíprocamente; una vez desplazado a la fuerza de su rol interpretado, lo interpreta tanto mejor. Sobre este escenario, en el texto se abre otro escenario más, en el que Wilhelm Meister se escenifica y se mira a sí mismo, y en el que asiste a un desvelamiento que finalmente realiza sobre sí mismo. Su juego torpe, su susto y su moción involuntaria no son sino la cúspide de un efecto teatral e, inseguro de si ve máscaras o rostros, es justamente en el juego donde se vuelve semejante a sí mismo y es propulsado a «lados opuestos». La autenticidad y la ilusión se incrementan mutuamente y generan un espacio en el que el protagonista, al mismo tiempo, viene a estar ante y sobre el escenario, y así es movido de manera contradictoria hasta que finalmente, «durante la larga narración del espectro [modifica] tantas veces su posición», parece «estar tan indeterminado y desconcertado, tan atento y distraído», «que su juego genera una admiración general, así como el espectro estimula un horror general»¹².

    En Verano tardío de Stifter, la escenificación de Shakespeare juega un rol parecido en cuanto a su carácter central. También aquí el acontecer sobre el escenario de repente se convierte en «la realidad más real»; también aquí mengua la línea divisoria entre autenticidad e ilusión, también aquí el escenario y el proscenio se acercan entre sí. Así, Heinrich Drendorf, que habitualmente solía evitar «contemplar la multitud de personas las vestimentas el enlucido las luces los rostros y otros semejantes en las salas repletas de personas», en la tarde de la presentación de la función de Lear toma asiento en la parte delantera de la sala con tal de poder seguir ante todo «los gestos y las caras que iban poniendo» los actores, para pronto «estar absorto en el curso de la acción»¹³. Pero no sería la misma pieza teatral sino un curioso epílogo dictado por el efecto de aquella, el que interviene como cesura en el transcurso del acontecer de la narración. Y esto sucede a través de un múltiple incremento, quiebre y reordenamiento de la constelación teatral. En el clímax del efecto dramático, hacia el final de la pieza y justo cuando Heinrich Drendorf se había «recuperado un poco», lanza «casi tímidamente una mirada a su entorno, en cierto modo, con tal de convencerme si es que me habían observado». Con su peculiar forma gramatical, esta oración mantiene en suspenso de qué quería convencerse Drendorf y, en todo caso, no dice: «… con tal de convencerme de que no me habían observado». Bajo la sugestión del teatro de la ilusión, el protagonista calcula –angustiosa o placenteramente– con miradas ajenas que pudieran reconocer y leer su «dolor» y su movimiento, sus propios gestos y ademanes. Así el espectador se convierte en actor, el espectáculo en la realidad más real del observador, o dicho de otra manera: su realidad se convierte en espectáculo que se continúa en otro giro más. Porque mientras «todos los rostros estaban dirigidos al escenario», en un palco de la planta baja Drendorf repara en una muchacha cuyo semblante está cubierto de lágrimas de conmoción y dirige «su mirada fijamente sobre ella». Lo que aquí hace de preludio de la ulterior historia de amor y dibuja de antemano un enmarañamiento que solo es descubierto paulatinamente, es el resultado de un efecto teatral que fue iniciado por «temor» y «compasión», poco a poco se desplaza desde el escenario hacia la sala de espectadores y en cuya secuencia las posiciones de observador y actor cambian en varias ocasiones y al mismo tiempo son dirigidas por un dramatismo de descubrimiento y encubrimiento: «Dado que los presentes», así dice de la muchacha del palco en quien recae la mirada, «se paraban alrededor y delante de ella, con tal de protegerla de la observación, sentí lo reprochable de mi actitud y desvié la mirada». Sin embargo, con esto recién se ha abierto la dramaturgia de los cambios de miradas. Más tarde, cuando Drendorf, atrapado por la muchedumbre del vestíbulo, se abría paso hacia la salida, «de repente» le pareció sentir «como si a mis miradas que estaban dirigidas hacia la salida, se les impusiera muy de cerca algo con tal de ser observado. Las retiré y, de hecho, tenía al frente de los míos a un par de bellos ojos, y el rostro de la muchacha del palco de la planta baja estaba del todo cerca del mío. La miré firmemente y me pareció que me miraba con amabilidad y me sonreía con dulzura»¹⁴. Este cambio entre lejanía y cercanía, entre mirar y ser mirado, entre actividad y pasividad, entre vivenciar y observar, entre develar y encubrir, que ha determinado la escena desde el ingreso de Heinrich Drendorf al teatro, aquí retorna, en densidad indisoluble, como clímax y cierre, y realiza una iniciación tanto estética como erótica cuya estructura va a seguir el transcurso de la novela. Los futuros amantes son capturados y llevados el uno hacia el otro en un espacio teatral, en un ensamblaje de mirada y contramirada, en el que se observan y leen, en el que se ocultan y se hacen confesiones mutuamente. En el dobladillo de una cortina en el que se entremezclan y confunden el observar y el accionar, la ilusión y la realidad, se impone un principio mimético que termina por ocasionar que Heinrich Drendorf, en los días después de su visita al teatro, de manera tan esquiva como decidida, «intente la imitación» y dibuje, una y otra vez, cabezas de muchachas¹⁵; y, al mismo tiempo, la duplicación de espectador y actor, la imposibilidad de disolver ilusión y desencubrimiento, secreto y confesión, que experimenta en sí mismo estando en el teatro, que comprende empáticamente al realizar sus intentos de dibujo y que finalmente se materializa precipitándose en el llamativo «como si» del mismo proceso del relato, se convertirá en uno de los escasos momentos de tensión de la novela de Stifter y determinará el arco de la trama desde «la posada de Asper» hasta «la posada de la estrella», o sea, per aspera ad astra.

    De este modo, en más de un sentido se ha designado un modelo mimético que, en el límite del dramatismo y de la épica, responde por la génesis de lo real y se refleja en una vasta reconsideración de momentos teatrales en la literatura narrativa del siglo XIX¹⁶. A través de esto se explica no solo el rol del héroe como figura central, su subjetividad problematizada y su desarrollo como centro «perspectivista», como «ojo a través del cual el autor ve el mundo», como «ángulo del rostro bajo el cual el autor ha ofrecido el fragmento del quehacer humano que recorta del todo»¹⁷, sino al mismo tiempo la determinación de la novela como búsqueda, como proyecto epistemológico¹⁸. Por consiguiente, la «sugestión de lo real», el realismo inmanente de la forma de la novela¹⁹ y, si se quiere, la ideología de lo real descansan en una testimonialidad fingida que aprovecha de jugar a dos estados de cosas complementarios: la identidad del héroe, que consiste en una unidad de vivenciar y observar, en la capacidad de introducirse a sí mismo como espectador y actuante, es decir de interpretar; y el mismo orden del relato que se organiza siguiendo el hilo conductor del develamiento progresivo y pone en escena a la verdad como desocultamiento logrado. Es decir, la realidad no es evidente ni dada. Por un lado, se constituye como el resultado de subjetivación en incremento que se define a través de la instancia de una testimonialidad ficticia; por otro lado, se constituye a través de un proceso de realización abierto, infinito, que sigue las huellas de un origen siempre encubierto. Con esto, el protagonista, en tanto figura ficticia, no solo retrata la realidad, sino que al mismo tiempo funciona como «instrumento para la fabricación de lo real», que a su vez no puede ser explicado por la vía del retrato o de la copia [abbildlich]²⁰: imagen y órgano para la producción de imágenes. La probabilidad de estas, no obstante, no reside solamente en la validez de remisiones y actos referenciales que a su vez trascienden los textos, ni en los efectos de un reflejo, sino en el gesto y la forma de un develamiento que reproduce la génesis de un espacio de significación y sitúa al protagonista (así como al lector) en un mundo que descubre y descifra poco a poco, descubriendo y descifrándolo, no por último, sobre o en sí mismo. Con esto, el relato en tanto diégesis no es mimético en sentido estricto. Más bien, mediante el recurso de patrones teatrales genera una ilusión de mimesis, una ilusión de representación, de imitación representante²¹. Testimonialidad, duplicación de vivenciar y observar y la realización de un protocolo del desvelamiento definen esta mimesis como una instrucción para la producción de la realidad, que contiene implicaciones tanto poetológicas como didácticas y que concierne a todos los momentos del texto narrativo: la consistencia de las figuras, el espacio en el que se mueven, la densidad del tiempo, la «autenticidad» de la realidad ficticia y la forma del acontecimiento narrado tanto como la instancia de su reproducción.

    El carácter escénico del mundo narrativo de Kafka, los arreglos precisos de puesta en perspectiva, diseño o arreglo óptico, enmarcamiento de escenas y carácter llamativo de los gestos ante este trasfondo no pueden ser explicados como meras metáforas teatrales²² ni como el resultado estilístico de su encuentro con el teatro yiddish en los años 1911-1912²³. Por un lado, el motivo del teatro ya en sus testimonios más tempranos figura como expresión específica de la experiencia social: «Si llegamos a parar en las cosas que no son precisamente adoquines o [el] Kunstwart²⁴», así escribe Kafka en febrero de 1902 a Oskar Pollak, «de repente vemos que tenemos vestimentas de máscara con larvas faciales, accionamos con gestos torpes (yo sobre todo, sí) y entonces de repente nos volvemos tristes y cansados» (Br 9); por otro lado, en los límites de la épica dramatizada y del teatro narrativo siempre ya está en juego la constitución de un «mundo en el texto», génesis y proyecto de un espacio significativo. Ya en uno de los textos más tempranos de Kafka, en el fragmento narrativo «Preparativos de boda en el campo», Raban, la figura principal, con la primera oración del texto y el primer paso que da, alcanza la apertura, el borde de un escenario:

    Eduard Raban avanzó por el pasillo, entró en la abertura del portal y vio que estaba lloviendo. Llovía poco.

    En la acera, ante él, había muchas personas que caminaban a distinto paso. A veces se adelantaba uno y cruzaba la carretera. Una niñita sostenía un cansado perrito en sus brazos estirados. Dos señores se hacían mutuas confidencias. Uno tenía la mano con la palma hacia arriba y la movía regularmente, como si sostuviera una carga en vilo. Se veía una dama, con un sombrero muy cargado de cintas, broches y flores. Y un joven con un delgado bastón pasaba deprisa, la mano izquierda, como si estuviera impedida, doblada sobre el pecho. De vez en cuando venían hombres fumando precedidos por pequeñas, rígidas y apaisadas nubes de humo. Tres hombres –dos sujetaban ligeros gabanes en el antebrazo– caminaban desde las paredes de las casas hasta el borde de la acera, contemplando lo que allí sucedía, y de nuevo se volvían hablando (H 7).

    Lo singular de esta tableau reside en la forma en que las acciones y gestos casuales se mientan a sí mismos y parecen haber sido escenificados, actuados. Una niña pequeña sostiene un perrito entre las manos tal como si sostuviera un perrito entre las manos; dos señores se hacen mutuas confidencias como si hablasen entre ellos; una dama usa un sombrero como si este atrezo quisiera decir: dama con sombrero; y tres hombres avanzan hacia el borde de la vereda para observar qué es lo que ahí sucede como si observaran y como si algo sucediera… Observación minuciosa y descripción consiguen forzosamente una especie de enajenación que convierte, la interpretación lúdica mediante, a cada detalle en lo llamativo y que sostiene un carácter expreso, insistente, tal como caracteriza el enunciado literal de las instrucciones de escena²⁵. En todo esto, el carácter performativo, esta desnaturalización, esta «disolución del suceder en lo gestual»²⁶ y la trasposición de lo gestual en la imagen, recuerdan elementos pantomímicos del drama moderno, influencias del teatro chino o la técnica del cine mudo, y hacen que uno piense en la programática del teatro épico. En todo caso, leyendo los «Axiomas sobre el teatro»²⁷ de Brod, Kafka constata una «insoportable humanización» del teatro hablado, cuyo fraccionamiento y relativización sería tarea del actor, «que porta alrededor de sí el rol prescrito de manera aligerada, deshilachada, ondeante» (T 204): un distanciamiento de texto de la pieza y rol, rol y actor, que convierte el «defecto» del teatro reclamado por Brod, del salto entre el plan poético y la representación sensitiva, en una virtud, es decir en un proyecto de la alienación y un argumento en contra de la empatía. A diferencia de lo previsto, por ejemplo, en el teatro épico de Brecht, la enajenación de las escenas narrativas kafkianas es superada justamente por el hecho de que las cautiva a ellas mismas y sigue ejerciendo una dialéctica del parecer incluso en el gesto mudo, ambivalente. No en vano Raban titubea en la entrada a su casa, en el umbral que ya traspasó: «La dama en el umbral de la puerta de enfrente, que hasta ahora había contemplado sus zapatos, muy visibles bajo su falda remangada, miraba ahora hacia él» (H 8). Este escenario en el que se desarrolla la trama épica de Kafka, y que es proyectado con la mirada del protagonista como espectador, no sabe de ramplas ni de cierres, no permite pensar en ningún punto de vista exterior, ninguna distancia, ninguna crítica²⁸. Raban, que recién todavía parecía ser un observador, el ojo a través del que el relato desarrolla esta escena, ya es un observado y lo fue desde un principio. Ya ingresó al espacio en el que las miradas ven y ponen signos, Raban ya interpreta la mirada «indiferente» de una mujer porque cree que él mismo está siendo interpretado: «Raban pensó que ella miraba asombrada» (H 8). De este modo, la mirada de los protagonistas de Kafka está atrasada respecto de una mirada que ya los aprehendió y que marca la presencia forzosa de un observador extraño: ser visto donde uno mismo no ve, ser visito antes de que uno mismo vea²⁹. Acaso incluso en la cama, en la que Josef K. es detenido, se sabe observado desde la ventana de enfrente «con una curiosidad del todo fuera de lo común» (P 7) y en el transcurso de esa escena se va reuniendo una verdadera «sociedad» (P 20), «espectadores» (P 24) que difícilmente van a faltar en uno de los escenarios siguientes y que una y otra vez acompañan la trama ulterior con miradas indiferentes y al mismo tiempo interesadas, con miradas casuales e impertinentes: «Era probable que permanecieran así antes de que K. hubiese abierto la puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se limitaban a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K. con la mirada, como se mira distraído durante una conversación. Pero a K. esas miradas le afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin separarse de la pared» (P 326). Así también en el Castillo; también aquí se abre inmediatamente, con la llegada de K. al pueblo, una escena expositora, un juego del que en el ulterior transcurso ya no es liberado: un agente del castillo, «un hombre joven, vestido como si fuese de la ciudad, con actitud de actor» hace su aparición y ya algunos de los campesinos en esta posada «habían dado la vuelta a sus sillas para ver y escuchar mejor» (S 7-8). Es decir, ver significa a la vez ser visto, los observadores son al mismo tiempo observados, y justamente esa reflexividad de la mirada coloca a las figuras de Kafka sobre un doble suelo, sobre el que todo espacio se reordena

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