El efecto de la soberanía
Por Joseph Vogl
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En este lúcido ensayo, Joseph Vogl sostiene que el poder financiero opera como un «cuarto poder», capaz de adoptar decisiones políticas fundamentales sin rendir cuentas a la soberanía popular. Este poder actúa de manera autónoma dentro del ejercicio gubernamental y determina el destino de nuestras sociedades en función de los intereses de preservación de la riqueza privada.
Vogl concibe el actual predominio de los mercados financieros como la manifestación de la continua economización de la gobernanza: un proceso histórico donde la relación entre lo político y la acumulación de capital genera lo que denomina «efectos de la soberanía». Una reflexión indispensable sobre los mecanismos ocultos del poder en las democracias contemporáneas.
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El efecto de la soberanía - Joseph Vogl
Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2025-A-5724
ISBN: 978-956-6426-00-4
ISBN digital: 978-956-6426-01-1
Imagen de portada: Camilo Ortega, 60.000 UF - puede ser tuya. Óleo sobre tela, 2025. Fotografía: Andrea González. Cortesía Galería Gabriela Mistral
Diseño y diagramación: Paula Lobiano B.
Corrección: Catalina Muñoz Colina
Traducción: Niklas Bornhauser
Der Souveränitätseffekt © Joseph Vogl
© 2015, DIAPHANES, Zúrich-Berlín
De la traducción © ediciones / metales pesados
Todos los derechos reservados
E mail: ediciones@metalespesados.cl
www.metalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, agosto de 2025
Impreso por DpiPrint Spa
Diagramación digital: Paula Lobiano B.
Portadilla El efecto de la soberaníaÍndice
Observación preliminar
I. Desdiferenciación funcional
II. Economía y gobierno
III. El poder señorial
IV. Apoteosis de lo financiero
V. El cuarto poder
VI. Reservas de soberanía
Bibliografía
Hitos
Página de copyright
Página de título
Índice de contenido
Introducción
Contenido principal
Bibliografía
Notas al pie
Observación preliminar
Las crisis económicas ofrecen la posibilidad para la realización de lo políticamente incómodo. Justamente los dramas más recientes en los mercados financieros han llevado a un estilo de gobierno cuyos procedimientos e instancias se distribuyen entre órganos estatales, organizaciones internacionales, bancos centrales [Notenbanken]¹ y empresas privadas. En la zona gris entre economía y política, los comités de expertos, gremios improvisados o consorcios informales conformados por actores políticos y económicos se han hecho cargo de los asuntos del gobierno y, con su política de estado de emergencia [Notstandspolitik], han sido legitimados para situaciones coercitivas y casos de excepción.
Sin embargo, esta situación no es ninguna novedad. Porque las dinámicas del capitalismo financiero moderno están acuñadas menos por la contraposición que por una coevolución de Estados y mercados, en la que se establecen y refuerzan dependencias recíprocas. Desde la aparición de individuos dispuestos a financiar, de manera privada, los presupuestos de los principados europeos, pasando por la creación de bancos centrales y créditos públicos, hasta el dominio actual de la economía financiera, se perfilan reservas de soberanía que poseen un orden y cualidad propios. La Modernidad ha engendrado no solo aparatos de Estado, consorcios que operan a nivel internacional, industrias financieras influyentes y mercados descentralizados. También se ha formado un tipo específico de poder que adopta una posición autónoma al interior de la práctica del gobierno. No es posible describirlo en su totalidad a través de estructuras políticas ni a través de operaciones y estrategias económicas, sino que se caracteriza por el actuar recíproco de ambos polos. En él, el presunto antagonismo entre autoridad política y capital se ha debilitado, suspendido o simplemente no posee una mayor influencia.
La efectividad y la historia de este tipo de poder es a lo que se dedica este ensayo histórico-especulativo, bajo la tesis de que en las finanzas modernas se concentra un poder decisional político que actúa al margen de las soberanías populares y que evita los procedimientos democráticos. En el curso de los últimos trescientos años se ha adoptado el carácter de un «cuarto poder» en el que es imposible separar la formación de poder de capital de la activación de capitales de poder. La dominación actual del régimen financiero, por consiguiente, es comprendida como la variación más reciente de una economización del gobernar que se manifiesta en acoplamientos agresivos entre ensambladuras políticas y capital privado, en el anudamiento eficiente entre mercado y poder. La oposición notoria entre economía y política resulta ser una leyenda del liberalismo que es insuficiente para comprender la génesis y la figura [Gestalt]² del ejercicio moderno de poder.
Esto da como resultado el recorrido de los siguientes capítulos. Todos estos se refieren a los escenarios de las zonas de indiferencia político-económicas, que están asociados a la conformación de órdenes políticos y sistemas económicos modernos. Comenzando de la caracterización de una política internacional de emergencia y crisis que arranca en 2008 (primer capítulo), se investiga el significado de la política económica para el saber de gobierno a partir del temprano siglo XVII (segundo capítulo). En un segundo paso, se presentan los estrechos pactos e implicaciones entre el fisco y las finanzas privadas. El elevado endeudamiento de las economías de principados y Estados europeos del Renacimiento en adelante llevó no solo a la creación y expansión de los mercados de capitales; la instalación de una «deuda estatal eterna» y las garantías del crédito público, también se vio acompañada de la formación de consorcios financieros fuertes y activos a nivel internacional. El funcionamiento del sistema financiero internacional está anudada con la integración sistemática de deudores e inversores privados al ejercicio del poder de gobierno (tercer y cuarto capítulo). Por un lado, se materializa el nexo entre el Estado y las finanzas en aquellas instituciones como los bancos centrales y nacionales que, desde el siglo XIX, ocupan un lugar precario, excéntrico y destacado en el actuar gubernamental (quinto capítulo). Por el otro lado, en la segunda mitad del siglo XX se han instaurado dinámicas en las que finalmente se realizó una transferencia flagrante de poder desde los gobiernos y Estados hacia los mismos mercados financieros (sexto capítulo). Competencias soberanas como la creación de dinero y la liquidez migraron hacia la esfera financiera y dictaron una situación en la que las estrategias del enriquecimiento privado mediante «efectos de soberanía» repercutió inmediatamente en el destino de economías nacionales y sociedades.
Capítulo I. Desdiferenciación funcionalEl otoño de las finanzas
Cuatro días durante el otoño norteamericano de 2008. La mañana del viernes, 12 de septiembre, el banco neoyorquino de inversiones Lehman Brothers estaba de cara a la bancarrota, lo que desencadenó una rápida secuencia de reuniones de crisis entre agencias de gobierno norteamericanas e inglesas, jefes de bancos centrales, grandes bancos internacionales e inversores privados. Ya en marzo de 2008, el banco de inversiones Bear Stearns, con garantías estatales de veintinueve millones de dólares, había sido obligada a la absorción por JP Morgan Chase & Co. Luego de que los bancos hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac en verano de 2008 habían sido salvados con cientocuarenta mil millones, el ministro estadounidense de finanzas Henry Paulsen excluyó la posibilidad de poner a disposición más dinero obtenido mediante impuestos para Lehman Brothers. La misma tarde del viernes, en la sala de conferencias del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, a los representantes de empresas bancarias norteamericanas y europeas –entre ellos, Bank of America, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Citigroup, Barclays, Credit Suisse, Deutsche Bank, PNP Paribas– se les aclaró la necesidad de una solución generada por la economía privada. Distintos inversores debían estar involucrados, los riesgos debían ser esparcidos. El Bank of America de Carolina del Norte y Barclays con sede en Londres se mostraron interesados. Entretanto, el consorcio de seguros American International Group (AIG) también notificó que tenía problemas de liquidez y en la mañana siguiente, el sábado 13 de septiembre, era reconocido que estaba en juego el «bienestar del sistema financiero global», según constató unos de los gerentes de un banco participante. Al mismo tiempo, el banco de inversores Merrill Lynch, también magullado en cuanto a lo financiero –por temor a que, después de un posible rescate de Lehman, la crisis pudiera extenderse al siguiente punto débil en el sistema–, buscaba participaciones adicionales de capital. Después de breves y secretas negociaciones fue absorbida por el Bank of America y con ello se prometía el acceso al negocio internacional de inversiones. Así que para un rescate de Lehman Brothers, el Bank of America ya no estaba disponible.
En el transcurso del sábado se hizo evidente que las pérdidas de Lehman eran más drásticas, y la necesidad de liquidez de la aseguradora American International Group (AIG) eran considerablemente mayores de lo que se había estimado. Adicionalmente, los esfuerzos de absorción de Lehman por Barclays en Londres no avanzaban. Si bien el banco británico pudo presentar un plan de financiamiento plausible, no obstante, para la aprobación de sus accionistas se requería cumplir con una exigencia impuesta por el derecho británico: necesitaba garantías de hasta sesenta mil millones de dólares que ningún inversor privado quería facilitar. El tiempo que quedaba hasta la apertura de la bolsa y el inicio del comercio del lunes empezaba a escasear. Numerosas llamadas telefónicas realizadas el domingo 14 de septiembre entre el Departamento del Tesoro de EE. UU., el Banco de la Reserva Federal de Nueva York, Barclays, el canciller británico de la Hacienda y la agencia británica de supervisión financiera, se tradujeron en que Londres insistiría en la aprobación de los aportes accionarios de Barclays y no consentiría el negocio sin la plena garantía financiera. Mientras que en Londres se presionaba por obtener una respuesta afirmativa y clara por parte de los norteamericanos, en los EE. UU. se echaba de menos una oferta sólida e inequívoca a la que pudieran reaccionar. Hacia el mediodía, la opción de Barclays se desbarató. La puesta a disposición de más recursos por parte del gobierno de los EE. UU. y la Reserva Federal seguía sin ser una opción y, acompañado de la esperanza de que los mercados financieros y sus actores, frente a esta situación crítica, debían estar preparados para la caída. Lehman Brothers de la noche del domingo al lunes 15 de septiembre de 2008 se declaró en quiebra³. Los bancos siempre son salvados el fin de semana. ¿O no?
Si bien la última crisis financiera ya había comenzado con el quiebre del mercado norteamericano hipotecario e inmobiliario en 2006 y los cuellos de botella del comercio de las bancas de internet desde 2007, fue después del «fin de semana de Lehman» que pudo escalar hasta convertirse en un colapso global del sistema. Lo que sucedió después es suficientemente conocido y condujo al reino de aquellas soluciones que desplazan y agudizan los problemas. La quiebra de Lehman implicó ochenta procesos de insolvencia en dieciocho países diferentes fuera de los EE. UU. Hasta fines del 2008, desaparecieron o fueron estatizados cincuenta y tres bancos. En los EE. UU., AIG fue apoyado con 182 mil millones de dólares por parte de la Reserva Federal. Washington Mutual y Wachovia quebraron; Bank of America y Citigroup fueron salvados mediante rescates financieros [bailouts], con la imposición de un programa de ayudas de un volumen de 700 mil millones de dólares; y después de la desaparición de Bearf Sterns, Lehman Brothers y Merrill Lynch, de los cinco grandes bancos de inversión de Wall Street solo quedaron Goldman Sachs y Morgan Stanley, los que, dentro de este contexto, solo pudieron salvarse mediante una transformación, improvisada con rapidez, en bankholdings bajo el paraguas protector del gobierno de los EE. UU. A continuación, colapsaron fondos internacionales de dinero, el comercio con títulos valor, la cotización de las acciones, los mercados de capitales y de crédito se derrumbaron, los intereses de créditos y las primas de riesgo subieron. Partiendo de los EE. UU., la espiral de agujeros de liquidez, aprietos de crédito, insolvencias, paquetes de rescate y contratos estatales de fianza se expandió hacia Asia, Europa y Latinoamérica. El colapso en los mercados financieros tuvo como consecuencia una serie de crisis fiscales y evolucionó hacia una notoria crisis económica mundial con un comercio mundial regresivo, el encogimiento de productos internos brutos, recesión, pérdidas por impuestos no recibidos, bancarrotas estatales y un creciente desempleo. Hasta las fallas tectónicas sostenidas en la eurozona, los efectos del fin de semana de otoño de 2008 se han perpetuado –por muy mediadamente que haya sido– y a través de la regla de oro presupuestaria, conocida como frenos del endeudamiento, programas de austeridad, privatizaciones, políticas contractivas en mercados laborales y sociales dictaron el actuar agudo de los gobiernos⁴.
Un suceso inaudito
En el 2007, a través de peritajes prominentes se le había diagnosticado al sistema financiero mundial una gran estabilidad, una salud robusta y buenas perspectivas en conjunto. El 10 de septiembre de 2008 importantes representantes de las altas finanzas, entre ellos Josef Ackermann, aún estaban plenamente convencidos de que no ocurriría un colapso como el de Lehman; y forzosamente, los sucesos de septiembre de 2008 se vivieron como el fin de la belle époque del capital financiero, como «Armagedón», «catástrofe del siglo», «temblor enorme», «línea divisoria de las aguas» y el «mayor melodrama» de la historia económica más reciente⁵. En todo caso, resulta llamativo que la decisión ominosa sobre la insolvencia de Lehman en principio no fue una verdadera decisión. Más bien, se impuso una ley de las consecuencias no intencionadas y con los acontecimientos entre el 12 y el 15 de septiembre de 2008 se entregó el material para una novela financiera, cuya dinámica adquirió un carácter kleistiano. Intenciones serias, esperanzas engañosas, estimaciones erróneas, circunstancias adversas e inconsecuencias. Una mezcla entre intereses comerciales, consideraciones públicas y políticas, reservas legales y presión para actuar, diferentes cosmovisiones, peripecias rápidas, malentendidos y terquedades evidentes dieron como resultado un formato acontecimental que hizo que los actores involucrados parecieran tan responsables como carentes de toda imputabilidad. Por mucho que el suceso inaudito de 2008 determinó el acontecer económico global, en su reconstrucción no se encuentra una razón confiable. A lo más, se podría reconocer en ello una clase de «irresponsabilidad estructurada», un actuar reiteradamente delegado que se distribuyó en diferentes porciones por sobre empresas privadas, bancos centrales y órganos de gobierno y en su actuar conjunto producía «acumulaciones imprevisibles de efectos, transgresiones de umbrales, irreversibilidades que ocurrían repentinamente»⁶. Finalmente, se recurre a la respuesta de que la decisión de aquel entonces era tan desafortunada como carente de alternativas y que encontró su expresión lógico-accional únicamente en el irrealis, según formuló a posteriori el entonces presidente de la Reserva Federal de los EE. UU., Ben Bernanke: «Si hubiéramos podido evitar la quiebra [de Lehman Brothers], lo habríamos hecho»⁷. De manera similar a cómo, al final de Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus, la voz de un dios desconcertado constata acerca del desastre de la Primera Guerra Mundial: «No lo quise [que ocurriera]». Uno de los protagonistas de septiembre de 2008 resumió lo ocurrido de manera concluyente: «No sé cómo pudo pasar esto»⁸.
Si el fin de semana de mediados de septiembre de 2008 puede ser considerado como un momento significativo, más conciso, en el transcurso del acontecer económico reciente, es decir, como una constelación crítica en la que se reúnen determinantes esenciales de esos mismos acontecimientos, esto se debe, no en último lugar, a que los procesos, procedimientos y agencias en él operantes pertenecen a aquellos factores que están involucrados inmediatamente en la formación de un poder de acción político-económico. Como sea que se interpreten estos acontecimientos a posteriori, ya sea como percance, motivo o desencadenante inesperado de la última crisis financiera global, no deberían ser recordados solo como un episodio bizarro con consecuencias imprevisibles. Lo que sucedió en septiembre de 2008, más bien debe ser comprendido como un juego decisional ejemplar, como diagrama de la elaboración, la secuencia y la lógica de procesos decisionales en el régimen económico-financiero. Un consorcio de actores públicos y privados, meetings improvisados, acuerdos secretos y una premura de tiempo dictado por los movimientos de los mercados financieros. Todo esto, desde 2008 en adelante, se ha convertido en un modelo, ha determinado el actuar gubernamental, así como el destino de economías nacionales y sociedades. Desde las negociaciones agitadas a propósito de la crisis de Lehman Brothers hasta la política europea de crisis adoptada pocos años después, es posible consignar una informalización de decisiones relevantes en la zona gris entre economía y política, una informalización de sus procedimientos y de sus instancias. Comités de expertos, gremios gubernamentales, comisiones, grupos de trabajos, las llamadas «troikas», «merkozys», etc., de facto habían asumido las tareas gubernamentales y eran legitimadas exclusivamente por situaciones especiales, acontecimientos extraordinarios, situaciones coercitivas o casos de excepción.
Estado de emergencia
Así, por ejemplo, en los EE. UU., en 2008 por primera vez se recurrió a aquel parágrafo de emergencia 13(3) de la ley del Banco Central, según el que la Reserva Federal en «circunstancias inusuales y urgentes» puede transgredir su espacio de acción legalmente definido y excepcionalmente puede apoyar a todos, sean individuos o empresas, con créditos públicos. El gobierno británico, luego de la bancarrota de los bancos islandeses, primero constató una «situación fuera de lo común», para luego aplicar leyes antiterroristas recientemente aprobadas y congelar el capital islandés extranjero. Incluso años después la llamada hoja de ruta [roadmap] para la estabilización de la eurozona fue anunciada apelando a situaciones actuales de peligro y el «telón de fondo de urgencia» asociado⁹. En una serie ininterrumpida de «momentos decisivos» y «muy decisivos», las referencias a situaciones de apuros y amenazas existenciales no solo se han convertido en la norma en el manejo internacional de crisis. Además de lo anterior, también se vieron acompañadas de una retórica del estado de excepción con la que se constataba, en versiones diferentes, que «tiempos de crisis» exigían «medidas de crisis», «circunstancias inusuales» demandaban «medidas inusuales» o, dicho de manera aún más aguda: que «en el equivalente económico-financiero a tiempos de guerra» forzosamente se debían activar «medidas bélicas de poder»¹⁰. Estas medidas extraordinarias –desde los servicios de rescate del gobierno estadounidense hasta las polémicas intervenciones del Mecanismo Europeo de Estabilización [MEE] y del Banco Central Europeo [BCE] operan, la mayor parte de las veces, en un espacio sin reglas, transgreden «líneas rojas» y se mueven, en conjunto, en el ámbito fronterizo de normas políticas y legales existentes. El proverbial «la urgencia no sabe de mandamientos ni leyes» –o necessitas non habet legem– se dirigió a potenciales de escalación que no estaban previstos en el campo de las situaciones normales¹¹. Finalmente, se ingresó a aquel incómodo territorio decisional en el que forzosamente el bienestar de un grupo o de otro (trátese de este o de aquel empresario, de dueños de casa norteamericanos o jubilados griegos) debía sacrificarse en nombre de un bien supremo o de una mejora general. Aquí no aplicaban mensajes felices, sino despiadados, que proclamaban nuevos imperativos y llamaban a ser ejercidos con rapidez para la mantención de todo el sistema. Estas medidas disciplinares, según la canciller alemana, Angela Merkel, «no deben orientarse según los más débiles, sino según los fuertes. Sé que este es un mensaje duro. Económicamente, sin embargo, es un deber y una necesidad absolutos. Sino pasaríamos del sartén al fuego»¹².
A más tardar, desde 2008 y bajo el signo de la última crisis financiera y económica, se ha formado, entonces, el programa de una política de estado de emergencia, cuya consistencia y particularidad –en resumidas cuentas– se caracteriza por los siguientes atributos: situaciones de excepción que exigen instrumentos y medidas excepcionales; procesos de votación que se realizan tras puertas cerradas, están determinados por el ritmo de los mercados financieros y que colisionan con el carácter de larga duración de vías formales procedimentales; una urgencia decisional que fuerza a la ponderación resuelta de diferentes intereses a favor de un mejor general; finalmente, el carácter informal de instancias decisionales que con su poder de acción se merecen el título de «comisiones de bienestar» o «soviets financieros» convocadas con rapidez.
Golpe de Estado
En un estilo político de esta naturaleza es posible reconocer una imposibilidad confundente de distinguir entre «forma y no-formas [Unform]» política¹³, quizá también una crisis del gobernar en general que se destaca por una distribución poco clara e improvisada de competencias de acción entre instancias estatales y que erosiona la forma establecida de instituciones y procedimientos. No obstante, este perfil de acción en ningún caso es nuevo. Remite, en principio, a la disciplina más antigua de la razón de Estado y, con ello, a la tradición de una razón política que, desde la Modernidad temprana en adelante, se aboga a las preguntas por los medios adecuados para la autoafirmación de ensamblajes políticos existentes; las intervenciones nacidas a partir de la urgencia son legitimadas a través de una referencia al aseguramiento del bienestar del Estado. No obstante, este procedimiento obtiene una concepción más exacta a través de un concepto con el cual, desde comienzos del siglo XVII, se circunscribió la técnica objetual de un manejo efectivo de crisis y las transgresiones del actuar conforme a las reglas, de cara a situaciones agudas de peligro. Así, por ejemplo, el secretario francés del cardenal y bibliotecario Gabriel Naudé en sus Consideraciones Políticas Sobre los Golpes de Estado (Considérations politiques sur les coups d’états), aparecidas en 1639 en una edición ínfima de doce ejemplares, examinó minuciosamente diferentes situaciones políticas de emergencia y bajo el concepto de «golpe de Estado» reunió aquellos componentes que también hoy caracterizan los dramas de regímenes de crisis.
De acuerdo con lo anterior, deben distinguirse dos formas de sabiduría política y conceder que las reglas políticas habituales no pueden valer para estados de excepción ni para casus extremae necessitatis [casos de extrema necesidad]. Este estado de emergencia se caracteriza por el hecho de que aspectos imprevisibles repentinos, amenazas potenciales y porvenires altamente inciertos obligan a un proceder proléptico y fuerzan a la prolepsis rápida con respecto a dificultades venideras. También aquí se trata de caminos y medidas poco comunes. También aquí se trata de la apertura de espacios indefinidos de acción, de la «transgresión del derecho común a causa del mejor bien común»; y también aquí, finalmente, se exigen «acciones osadas y extraordinarias», a las cuales los príncipes «están obligados a realizar en los negocios difíciles y en situaciones desesperadas, contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia, arriesgando el interés particular por el interés público»¹⁴. Con el concepto de golpe de Estado, la reflexión sobre vacíos en el orden, situaciones críticas y estados de excepción ha ocupado un lugar sistemático en el saber político. Con él, la norma quebrantada, el acto transgresivo y diversas competencias de transgresión se han convertido en el punto de partida de la formación de nuevas teorías políticas.
Si el «golpe de Estado» en el sentido de Naudé es tomado menos como un título polémico, si no, más bien, como un término técnico (terminus technicus) en el saber político de la Modernidad, entonces, con ello no se ha designado tan solo una modalidad del poder barroco que anuda el golpe (coup) sorpresivo con el escándalo de un acto político tan dramático como avasallador y que se agota en operaciones de capa y espada. Más bien, el procedimiento agridulce del golpe de Estado debe ser comprendido como un caso extremo del «buen gobernar», como medio extremo de una racionalidad política que se orienta según la preocupación por la mantención del orden imperante y que, en su conjunto, posee un carácter tanto defensivo como también conservador¹⁵. A diferencia de su versión conceptual moderna, el golpe de Estado de la Modernidad temprana en ningún caso se define por la incautación violenta del Estado, por el golpe [Putsch], el derrocamiento del gobierno y la eliminación del poder existente. Su estatus precario lo obtiene a través del hecho de que, si bien abarca acciones en el sentido del bien común, no puede ser justificado por principios ni máximas de gobierno universales. Exige una apreciación situacional, efectiva de caso en caso y, al mismo tiempo, casuística, de situaciones concretas bajo el signo de lo extremo. Se forma en lo oculto, opera «improvisando», interrumpe la referencia confiable a reglas confiables de cualquier tipo; se desprende de concepciones procesales, jurídicas o institucionales, y se manifiesta en mera informalidad. En él, se condensa un saber extraordinario acerca de acciones inauditas en situaciones extraordinarias e incluye la aplicación de medios adecuados en el caso concreto para un éxito concreto.
Frente a esto, puede determinarse el significado sistemático de este concepto –más allá de su lugar histórico de creación– en dos sentidos. Por un lado, su espacio de validez es el terreno de empleo de una razón gubernamental que no se orienta según instituciones legales ni normas procedimentales, sino según la eficiencia de prácticas y estratagemas heterogéneos. Su criterio no reside en la forma jurídica ni en la conformidad al derecho, sino en el uso hábil de medios que, bajo determinadas circunstancias, están al servicio del aseguramiento de los poderes encargados del mantenimiento del orden. No se refiere a un carácter universal del principio de gobierno, sino a aquellos recursos y relaciones de poder, en las que se encarnan la fuerza, el dinamismo y la vitalidad de lo político. No es casual que en el punto de fuga del tratado de Naudé se encuentra el modelo y la práctica de gobierno del cardenal Richelieu que, como primer ministro bajo Luis XIII, estableció la conexión entre la sofisticación de la táctica política interior y exterior, con tempranos intentos de una política comercial y fiscal mercantilista. Por el otro lado, bajo el concepto del golpe de Estado, situaciones de urgencia y peligro adquieren un carácter ejemplar y se distinguen por la ventaja de la evidencia técnico-gubernamental. Por mucho que aquí se trate de la forma de reacción integrada por medidas extraordinarias a situaciones extraordinarias, también es cierto que los medios y su potencia están disponibles desde siempre – latentes, en reposo, sin ser utilizadas. Su empleo en el caso extremo significa, por ende, una manifestación de sí aguda de fuerzas e instrumentos existentes. Aquí se manifiesta una «puesta en relación directa del Estado consigo mismo bajo el signo de la necesidad», se muestra el operar resuelto, sin dilación y carente de toda regla, del orden imperante sobre sí mismo¹⁶. En la ultima ratio de la autoconservación política se realiza un «apocalipsis» o revelación del origen del poder¹⁷. En situaciones de urgencia y ante medidas extraordinarias, por lo tanto, se activan y se vuelven visibles justamente aquellos poderes que fundan el ensamblado del orden existente y que, en tiempos de sosiego, permanecen discretos o lisa y llanamente inadvertidos.
Régimen económico-financiero
Por sobre todos los distanciamientos e incompatibilidades históricas, las correspondencias morfológicas entre la teoría barroca del poder y la práctica de gobierno más actual entregan algunos indicios acerca de cómo pueden ser situados los objetos, procedimientos e instancias de procesos decisionales en el régimen económico-financiero actual. Estos se conformaron bajo una mentalidad general del estado de excepción. Gremios informales, resoluciones secretas, la suspensión de vías formales procedimentales, la puesta entre paréntesis de consideraciones legales, la preocupación por la mantención de sistemas existentes de orden, el dictamen de medidas inusuales bajo el signo de la urgencia política, todo aquello ha acuñado un estilo político decisional que, con sus efectos y su dinámica transgresiva, se mueve en el perímetro de un continuo «golpe de Estado». No se trata únicamente de cómo, bajo la presión de dificultades económico-financieras, se pueden eludir participaciones parlamentarias aparatosas, evitar plebiscitos, abandonar costumbres democráticas y proteger el orden de mercado existente de la «tiranía de la mayoría azarosa de una asamblea popular»¹⁸. Ante este trasfondo, destacan sobre todo dos aspectos esenciales. Primero, la razón gubernamental que es efectiva en lo anterior demanda un alcance intergubernamental y establece nuevas medidas para la ejecución de lo extraordinario y la suspensión de reglas legales. Esto es especialmente válido en Europa. Desde la lucha contra barreras jurídicas y políticas en los primeros paquetes de rescate, pasando por la suspensión de derechos presupuestarios nacionales hasta el poder ejecutivo especial de diferentes órganos de la Unión Europea (UE), más allá de las fronteras estatales, se han acuñado como figuras excepcionales del poder político. Como si se hubiera tomado en consideración el consejo de Milton Friedman de aprovechar las crisis económicas como posibilidades para la realización de lo políticamente incómodo¹⁹, la ventana de oportunidades de la última crisis se aprovechó para abrir nuevos espacios de acción, establecer prioridades políticas, asegurar los intereses de la industria financiera y ordenar, por sobre las reservas constitucionales, el poder decisional. Para el rescate del capitalismo ya no se podía dejar el curso del acontecer únicamente en manos de los mercados financieros, y la crisis pasada no debía ser comprendida solo como un colapso, sino como un agregado para la acumulación de capital. Más allá de esto, de inmediato se pusieron a prueba las facultades de excepción vinculadas con lo anterior: ya sea a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad [MEDE], aquella sociedad con sede en Luxemburgo –y sujeta el derecho luxemburgués–, cuyos órganos en la decisión sobre créditos de emergencia gozan de inmunidad completa y cuyas directivas se encuentran fuera de todo control parlamentario o judicativo; ya sea por el pacto fiscal o la reforma del pacto de estabilidad y crecimiento que autorizan a las comisiones de la UE y al consejo europeo en situaciones especiales a la intervención inmediata en la política presupuestaria de los Estados individuales. Bajo la presión de tiempo y en el sentido de una «constitución de emergencia no escrita» se eludieron procedimientos legales pertenecientes al derecho europeo. Al interior de los órdenes legales existentes se creó una estructura secundaria, no formalizada legalmente, que opera de manera permanente como reserva excepcional de acciones para situaciones de posibles crisis. Relaciones de dependencia probadas, como las que existen entre el Fondo Monetario Internacional y los países en vías de desarrollo, a través de los programas de reformas estructurales, ahora son instalados de manera análoga a medida europea²⁰.
Segundo, bajo el signo de la reciente situación de emergencia, algunos rasgos fundamentales del poder encargado de la mantención del orden han abandonado la latencia y han salido a la superficie. Uno podía obtener una vista al interior de la arcana imperii, a los secretos de poder de la economía financiera y constatar que su modo de funcionamiento en ningún caso corresponde a una división estricta en ámbitos de competencia políticos y económicos. Su eficiencia, más bien, se caracteriza por el hecho de que agencias estatales, supraestatales y económico-financieras producen una alta densidad organizacional y se complementan y compenetran recíprocamente con sus actividades. Esta intensidad de entrelazamientos cuenta en todos los niveles
