El año que no viajé a Buenos Aires
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En El año que no viajé a Buenos Aires Saray Encinoso nos propone un apasionante viaje a Buenos Aires sin avión, sin equipaje y sin fecha de vuelta. Gracias a un vuelo cancelado redescubre una Argentina muy particular a través de los relatos de otros: algunos más cercanos, como los de su padre o su bisabuelo; otros, menos, como los de Andrés Calamaro, Julio Cortázar o Werner Herzog.
¿Qué es viajar? ¿Ver lo que no se ha visto? ¿O es suficiente imaginarlo? Mapas de canciones, listas de sitios a los que no ir, álbumes sin fotos… Este libro es una fascinante y original guía imaginaria para un viaje que nunca sucedió.
Saray Encinoso Brito
Saray Encinoso Brito (Tenerife, 1983) es periodista, licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad de Sevilla, y máster en Relaciones Internacionales y Comunicación por la Universidad Complutense. Su labor informativa ha estado centrada en el ámbito social.
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El año que no viajé a Buenos Aires - Saray Encinoso Brito
La música: el primer viaje
No sé cuándo supe que quería ir a Buenos Aires, cuándo empecé a leer compulsivamente a autores del boom latinoamericano, a recorrer las salas de cine en las que aparecía Ricardo Darín y a escuchar a Andrés Calamaro, Fito Páez, Charly García, Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati. En noviembre de 2004 dediqué una mañana a grabar una cinta de casete en un cedé, algo totalmente novedoso hasta para quienes llegábamos a la mayoría de edad durante los primeros años del siglo. Era la segunda vez que escuchaba el concierto que Charly García había dado ese verano en el festival La Mar de Músicas, en Cartagena (Murcia), apenas unos meses antes. Radio 3 lo emitió en directo y mi padre me había pedido que le hiciera el favor de estar ese día en casa para grabarlo, mientras él asistía. Lo recuerdo hablándome de aquel anfiteatro al aire libre, del séquito de argentinos que acudió a la cita, del buen tiempo que se respiraba aquella noche de verano que no terminaba de oscurecerse. Regresó de allá con una camiseta del concierto totalmente negra, salvo un círculo rojo a la altura del pecho que dejaba sitio para unos garabatos sobre un fondo blanco. Debajo de ese dibujo, que podría ser obra de un niño de tres años, unas letras, también blancas: SAY NO MORE. Me pregunté si se atrevería a ponérsela en alguna otra ocasión. Más tarde, de vuelta a Sevilla, donde estudiaba Periodismo, descubrí por casualidad un establecimiento alejado del centro en el que podías conseguir un cedé de tu cantante favorito solo con un poco de paciencia y algo de dinero —tenías que colocarte unos auriculares, introducir monedas en la ranura del aparato que te asignaran y sentarte a escuchar el audio mientras cambiaba de formato—. No sé si él aún conserva esa reliquia, pero sí sé que volvió a ponerse la camiseta de Charly hace unos años, tras separarse de mi madre.
A finales de los años noventa, cuando Amazon aún ni se intuía y el comercio electrónico no iba a transformar nuestros hábitos de consumo, mi padre logró contactar con una tienda de música de Barcelona regentada por argentinos —Etnomusic, se llamaba—, a quienes iba pidiendo, todo lo regularmente que su economía se lo permitía, discos de artistas que apenas conocía, pero de quienes había escuchado algo en la radio. Entonces Internet se abría paso y algo se podía investigar, pero no existían Spotify ni Youtube, y uno tenía que construirse su propia brújula a golpe de intuiciones y hallazgos en aquella red que empezaba a cambiarnos la vida.
Además, a Canarias muchas veces no llegaba todo lo que se producía en la península. En octavo de EGB, cuando fui de viaje a Galicia con el instituto, me pasé una tarde recorriendo tiendas de discos en Pontevedra hasta dar con el souvenir que le llevé de recuerdo a mi padre: lo último del cantautor madrileño Hilario Camacho.
La historia de mi padre con la música siempre ha sido una historia de búsqueda. En la casa de mi infancia había ejemplares del Gramma y publicaciones juveniles auspiciadas por el Partido Comunista Cubano —El caimán barbudo, Juventud rebelde—, pero su presencia tenía más que ver con la música que con la sensibilidad que entonces mi padre, como tantos, mostraba por la utopía socialista. En 1980, cuando aún estudiaba Derecho en la Universidad, había contactado por correo postal con Radio Habana Libre, una emisora que conseguía sintonizar en onda corta de cuando en cuando y en la que a veces se colaba alguna canción de Silvio Rodríguez. Estaba interesado en conocer más, porque en España apenas se difundían algunas versiones del cubano interpretadas por otros artistas. Empezó a escribirles coincidiendo con la intensa campaña de comunicación que inició el gobierno castrista para tratar de legitimar el régimen y contrarrestar la imagen que daban de Cuba los miles de balseros que huían hacia la costa de Miami. El equipo de la radio aprovechó el contacto y durante años lo obsequió con paquetes repletos de propaganda de lo más diversa: desde revistas o periódicos hasta calendarios en los que aparecían todos los líderes latinoamericanos con los que el gobierno cubano se alineaba, y de los que mi padre no había oído hablar.
En esa época ya la transición despegaba en España. Silvio había dado en 1977 el primero de muchos conciertos en Tenerife, lo que abrió el camino a otros miembros de la Nueva Trova Cubana, que empezaron a viajar hasta la isla. Uno de ellos, Noel Nicola, formó parte de una comitiva política que se presentó un par de años más tarde en el Paraninfo de la Universidad de La Laguna para difundir la palabra de Fidel. Apenas cuatro estudiantes acudieron al encuentro. Después de rogarle insistentemente que tocara algo, Nicola sacó la guitarra y les regaló Cuatro cosas bien. Mi padre, la persona que me ha enseñado a amar la música y, al mismo tiempo, la más incapaz para memorizar canciones, todavía puede canturrear el estribillo:
Un sueño, una guitarra, un buen amor, un viaje,
aunque sea solamente un viaje hasta la esquina,
suele traer consigo un buen cambio de aire
y luz al que camina, y luz al que camina, ¡bien!
Silvio solía venir acompañado de teloneros —Amaury Pérez, Carlos Varela, Santiago y Vicente Feliú— que mi padre añadía a su lista de objetivos musicales para empezar a