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Valle de nubes: Trilogía escocesa II
Valle de nubes: Trilogía escocesa II
Valle de nubes: Trilogía escocesa II
Libro electrónico316 páginas5 horas

Valle de nubes: Trilogía escocesa II

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La continuación de Canción del ocaso, votado como el mejor libro escocés de todos los tiempos.
Tras perder a su marido en la Primera Guerra Mundial, Chris se casa con Robert Colquohoun, un reverendo idealista y comprometido con los cambios sociales que se avecinan. Junto a él y a su hijo Ewan, abandona la comunidad rural de Kinraddie para instalarse en la pequeña ciudad de Segget, cuyo auge industrial está generando conflictos entre sus habitantes. Allí Robert deberá luchar contra sus crisis espirituales, las secuelas que la Guerra le dejó y una sociedad que se resiste a avanzar. Mientras tanto Chris buscará su propia identidad después de que el paso del tiempo le haya arrebatado su juventud y haya convertido a su pequeño Ewan en un muchacho.
Si Canción del ocaso retrataba las implicaciones que tuvo la Gran Guerra en el campo escocés, Valle de nubes explora las dificultades económicas de la posguerra y la irrupción del laborismo en una sociedad profundamente dividida. Adoptando la fuerza coral de numerosos personajes y la versatilidad del chismorreo, la segunda parte de la Trilogía escocesa prosigue el viaje de Chris, que es el viaje de Escocia.
«Tiene el poder y la belleza de la tierra». – The New York Times
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 mar 2023
ISBN9789992076415
Valle de nubes: Trilogía escocesa II
Autor

Lewis Grassic Gibbon

Lewis Grassic Gibbon (James Leslie Mitchell) was one of the finest writers of the twentieth century. Born in Aberdeenshire in 1901, he died at the age of thirty-four. He was a prolific writer of novels, short stories, essays and science fiction, and his writing reflected his wide interest in religion, archaeology, history, politics and science. The Mearns trilogy, A Scots Quair, is his most renowned work, and has become a landmark in Scottish literature.

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    Valle de nubes - Lewis Grassic Gibbon

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    EL AUTOR

    Lewis Grassic Gibbon fue el seudónimo literario de James Leslie Mitchell (1901-1935), uno de los escritores más destacados de las letras escocesas. Nacido en Auchterless, en el noreste de Escocia, creció rodeado de un paisaje rural de verdes colinas y tierras fecundas. Empezó a trabajar como periodista en el Aberdeen Journal y en el Farmers Weekly; tras haber servido en la Real Fuerza Aérea británica, se instaló en Welwyn Garden City para dedicarse a la escritura a tiempo completo. A pesar de su muerte prematura, cuando tan solo tenía treinta y tres años, su obra, compuesta de novelas, relatos y ensayos, es prolífica. Grassic Gibbon combinaba en sus historias el flujo de la conciencia, el realismo social y un lirismo genuinamente escocés. Su Trilogía escocesa, compuesta por Canción del ocaso (1932), valle de nubes (1933) y Grey Granite (1934), se ha erigido en una obra cumbre de la literatura escocesa del siglo xx y fue votada como el libro favorito de los escoceses en una encuesta de la bbc.

    LOS TRADUCTORES

    Miguel Ángel Pérez Pérez (1963-2022) nació en Valencia y vivió siempre en Alicante, en cuya universidad se licenció en Filología Inglesa; luego fue profesor de Traducción Literaria y Literatura Inglesa durante veinte años en esta misma institución. Desde 1988 hasta su fallecimiento, fue profesor de instituto. Entre sus traducciones se encuentran autores como Jane Austen, Charles Dickens, Anthony Trollope, Henry James, Thomas Hardy, Oscar Wilde, Wilkie Collins, H. G. Wells, Henry Fielding, Tobias Smollett y Anne Brontë. Para Trotalibros Editorial tradujo Canción del ocaso de Lewis Grassic Gibbon (Piteas 3) y La mirada del ángel de Thomas Wolfe (Piteas 10).

    Ana Eiroa Guillén, licenciada en Filología Románica y catedrática de Lengua Inglesa, nació en Xuvia-Narón (A Coruña), aunque desde hace años reside en Alicante, en cuya universidad obtuvo un máster en Traducción y dio clases en el grado de Traducción e Interpretación durante diez años (1997-2007). Desde 1979 hasta su jubilación en 2018, fue profesora de instituto. Ha traducido La importancia de llamarse Dolly Wilde, de Joan Schenkar, La renuncia, de Edith Wharton, St. Mawr y En el heno, de D.H. Lawrence, Retrato de una dama, de Henry James, y a distintos autores contemporáneos como Pat Conroy, Laura Kinsale y Peter Hedges.

    VALLE DE NUBES

    Primera edición: marzo de 2023

    Título original: Cloud Howe

    © de la traducción: Miguel Ángel Pérez Pérez y Ana Eiroa Guillén

    © de la nota del editor: Jan Arimany

    © de esta edición:

    Trotalibros Editorial

    C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

    AD500 Andorra la Vella, Andorra

    hola@trotalibros.com

    www.trotalibros.com

    ISBN: 978-99920-76-41-5

    Depósito legal: AND.18-2023

    Maquetación y diseño interior: Klapp

    Corrección: Marisa Muñoz

    Diseño de la colección y cubierta: Klapp

    Impresión y encuadernación: Liberdúplex

    Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

    LEWIS GRASSIC GIBBON

    VALLE DE NUBES

    TRILOGÍA ESCOCESA II

    PITEAS · 18

    TRADUCCIÓN DE

    MIGUEL ÁNGEL PÉREZ PÉREZ

    Y ANA EIROA GUILLÉN

    Para George Malcolm Thomson

    PROEMIO

    La ciudad de Segget se encuentra bajo el Mounth¹, en el lado sur, allá en el valle de los Mearns. Fordoun está cerca y Drumlithie más cerca aún, y algunas noches se pueden ver las luces de Laurencekirk brillando trémulamente cuando cae la neblina. Si subes por las estribaciones hasta los Kaimes, ahora en ruinas, que se construyeron cuando Segget no era más que un lugar en el que la gente de antaño levantó un campamento de muros de barro que tenía acequias de piedra caliza, y luego se murieron y dejaron que su campamento se marchitara bajo la propagación de la hierba y el tojo...; si subieras a los Kaimes una mañana de invierno y miraras hacia el este y contuvieses la respiración, tal vez oirías el susurro del mar suspirando y escuchando al amanecer, o verías una lluvia de chispas al llegar un tren chillando por los bosques desde Stonehaven, deteniéndose rara vez en Segget, los conductores se aclararían la garganta y escupirían, y los guardias sonreirían, como si todo fuese un chiste.

    Pero solo Dios sabe qué se te podría haber perdido en los Kaimes; otros ya estuvieron allí, excavaron en busca de tesoros y no encontraron nada salvo unas espadas oxidadas, en su mayoría del color de las de las guerras que se libraron en los tiempos en que la mujer del jefe de los Mearns, que Finella se llamaba, le tendió una trampa al rey, el rey Kenneth III,² cuando fue de caza a esas tierras. Pues Kenneth había condenado a su hijo a muerte y ella juró que tenían una cuenta pendiente; e iba él cazando tranquilo por los bosques del valle, dicen que era invierno, y en aquellos tiempos lejanos los caminos eran sinuosos charcos de lodo y los caballos se salpicaban hasta sus grupas de largas colas. Y los hombres de Finella se enteraron de que llegaba, como ese aburrido escribiente de Wyntoun³ cuenta en su relato:

    Y por los Mearns un día

    el rey a caballo corría,

    de pronto sobre él y su compañía

    se abalanzó de gente una jauría,

    y a la ciudad de Fethyrkerne marchose

    y a luchar con los suyos entregose,

    pero, aunque en la contienda se empleó,

    al fin el rey muerto cayó.

    Así que Kenneth murió y a eso le siguieron guerras, y los hombres de Finella construyeron los Kaimes, una larga línea de fortalezas debajo de las colinas, y a mitad de camino había una torre que era aún más antigua, una redonda de tiempos de los pictos; ahí resistieron largos meses el asedio de la gente que fue a vengar la muerte de Kenneth, y luego se hace la oscuridad sobre su espera y su lucha y sobre todas las cosas malas que sufrieron e hicieron.

    Los Kaimes quedaron arrasados y con las murallas en ruinas, como en su momento contó Iohannes de Fordun,⁴ que era hijo de la ciudad de Fordoun y de haber tenido más cabeza se lo habría callado en lugar de pregonarlo a los cuatro vientos. Era por entonces algún tipo de clérigo, justo después de que Roberto I⁵ echara a los ingleses, y quizás Fordoun apestase menos antes de que Iohannes añadiera el nombre de la ciudad al suyo. Bien, ahí estaban los Kaimes en tiempos de Iohannes, y él cuenta que unos escoceses se detuvieron allí una noche cuando se dirigían hacia el norte, a la batalla de Bara;⁶ y uno que iba con los escoceses, lombardo era, miró hacia afuera esa mañana mientras el ejército se despertaba y sonaban los clarines bajo las colinas, y vio, entre la neblina que se movía por debajo de sus pies, que el sol caía rápidamente por las laderas de una colina hasta un lugar en el que un arroyuelo corría por un campamento en ruinas. Y eso le impresionó, y le pareció un augurio, pues en su lejana tierra había campamentos así, y juró que, si sobrevivía a la batalla, volvería a ese lugar y pediría que le concediesen esas tierras.

    Hew Monte Alto se llamaba ese lombardo, y bien que luchó en Bara, y cuando la batalla terminó y a Roberto lo nombraron rey, el otro le pidió las tierras que había bajo los Kaimes en el ventoso valle. Esas tierras eran de los Mathers, pero como estos habían firmado la paz con Eduardo I y lo habían acogido la noche que se había detenido en los Mearns mientras recorría el norte, Roberto se las quitó y se las dio a Hew, que quedó bien contento, aunque le irritaba no ser de sangre noble. Así que envió un hombre al señor de los Mathers a preguntarle si tenía una hija que ya estuviera en edad de casarse y acostarse; y se encargó de enviar a un viejo del que pudiera prescindir, no fuera a ser que los Mathers lo desollaran vivo.

    Pues los Mathers eran tan orgullosos que era como si Dios hubiese hecho su carne de un estiércol distinto al de los demás hombres; pero para entonces no es que estuvieran en muy buen momento en su viejo y ruinoso castillo al lado de Fettercain, donde colgaba el yelmo del buen rey Grig,⁷ que era el que había puesto a los Mathers allí y nombró al primero de ellos Merniae Decurio, comandante en jefe de las tierras de los Mearns. Así que el viejo señor dejó al hombre de Hew sin despellejar y mandó con él el mensaje de que tenía más de una hija, y el lombardo podía ir y elegir a la que quisiera. Y allá que fue Hew, hizo su elección y se casó y acostó con una chica de los Mathers.

    Pero poco tiempo tuvo para el placer, pues los ingleses volvieron al norte en son de guerra. Los escoceses se congregaron a las órdenes de Roberto en un lugar angosto por el que corría un arroyo negro, que era el paso del arroyo Bannock. Y Hew, que estaba bien versado en guerras, llegó con su caballo empapado en sudor al campamento, y el rey Roberto lo llamó para que hiciera las fosas y pusiera bolas con pinchos cubiertas de tierra, trampas para cuando cargasen los caballos ingleses. Así lo hizo, y llegó el día siguiente y los ingleses cargaron con valor y se hundieron en las fosas, pero a Hew lo mató una flecha inglesa mientras montaba sin casco para inspeccionar sus fosas.

    Antes de que se fuera al sur había construido un castillo dentro de las murallas de los antiguos Kaimes, y había llevado desde su lejana tierra lombarda a un puñado de tejedores que eran de su sangre. Levantaron sus casas debajo de los Kaimes en el círculo de muros verdes del antiguo campamento, derribaron los muros de ese lugar pagano, trazaron calles junto al arroyo de Segget y se pusieron con sus telares y bien contentos que estaban, aunque eran extranjeros y tontos y habían sido mal recibidos por la gente adusta y sombría de origen picto de los Mearns. Pero eso pasó con el tiempo según las razas se fueron mezclando, y el pueblo llamado Segget se convirtió en una ciudad en recuerdo de aquel Hew que cayó en el arroyo.

    Y los Monte Alto se convirtieron en Mowat, y se cruzaron con la gente de los Mathers, y el siguiente del que se cuenta algo es de quien se hizo amigo del Mathers que se unió a otros tres terratenientes contra lord Melville. Como este los agobiaba mucho, el jefe de los Mearns, y los cuatro no hacían más que quejarse al rey; y el rey, muy irritado, se tiró de la barba ¡Ojalá el jefe se ahogara y se cociera en su propio brebaje! Dijo estas palabras en un momento de ira, sin pensar, y luego se le olvidaron, pero los terratenientes bien que lo recordaron y cabalgaron hacia el valle.

    Allí, tal y como habían planeado los cuatro, el jefe salió de caza con esos feroces terratenientes que eran Arbuthnott, Pitarrow, Lauriston y Mathers; y estos lo atraparon, lo ataron y lo llevaron a Garvock, donde colgaba un gran caldero entre dos piedras; y lo desnudaron y lo metieron dentro del agua que empezaba a hervir, y observaron mientras él dejaba lentamente de chillar y aullaba como un lobo en el agua cada vez más caliente, y luego como un niño asfixiado por la peste, y su cuerpo se le hinchaba rojo como la arcilla hasta que la carne se le desprendió de los huesos en ebullición; y los cuatro terratenientes cogieron las cucharas de cuerno de sus cinturones y se tomaron el caldo que había hecho el jefe, y así hicieron realidad las palabras del rey.

    Fueron muy perseguidos por la ley y la iglesia, así que el de los Mathers huyó a los Kaimes a esconderse, tras lo que su pariente Mowat cerró las puertas y desafió a los hombres del rey que allí acudieron. Y así empezó el asedio al castillo de Kaimes, pero los habitantes de Segget enviaban comida al castillo por un camino secreto que rodeaba las colinas, y al final llegó el perdón para el de los Mathers; el ejército se retiró y el de los Mathers salió y juró que si alguna vez en la vida volvía a tomar caldo o a alojarse entre paredes, que cualquiera le hiciese a él lo que él le había hecho al jefe Melville.

    Y durante mucho tiempo la historia de Segget se desvanece hasta llegar al periodo de la Matanza,⁸ cuando los Burnes, que James y Peter se llamaban, fueron llevados a Edimburgo e interrogados para que renegasen de la Alianza y de Dios. Y Peter, que ya era viejo, durante el tormento se debilitó, pero junto a él yacía su hijo James en el potro de tortura, y cuando las empulgueras le hacían tanto daño que Peter abrió la boca para renegar, delante de él su hijo se puso a cantar un salmo en voz tan alta que ahogó las palabras de Peter; y el anciano murió, pero James tardó más, y al final lo tiraron en una celda con el cuerpo roto por muchas partes, y las ratas se lo comieron mientras aún seguía con vida; y quizás hubiera gente mejor allá en Segget, pero desde luego había poca con tanto espíritu como él.

    Cuando murió, su hijo apenas era un necio que tenía una pequeña granja en las tierras de los Mowat. Pero se mudó a Glenbervie y allí se quedó una parcela, y su gente pasó por todos los altibajos de la vida hasta que el padre de Robert Burnes⁹ creció y se hartó de aquel lugar y se fue a Ayr, donde nació el poeta Robert, el que yació con casi tantas mujeres como Salomón, aunque no con todas a la vez.

    No obstante, algunos de los Burnes todavía vivían en Segget. En los primeros años del reinado del rey Guillermo III¹⁰ fue uno de ellos, Simon, el que lideró la contienda que la gente de Segget tenía con los Mowat; pues todavía eran dueños de la mayoría de Segget, los Mowat, y la señora era entonces una vieja huraña a la que se le habían muerto todos los hijos en las guerras contra los franceses; y estaba medio ida de la cabeza y rara vez se lavaba, y era mezquina y mugrienta y olía como tal. Y Simon Burnes y el pastor de Segget azuzaron a la gente del lugar contra ella, de manera que los tejedores no pagaban el arrendamiento ni le hacían una reverencia cuando la anciana dama salía de Mowat en su carruaje con su larga nariz.

    Y al final, una noche, una gente que estaba lejos de Segget vio que de repente una luz surgía en las colinas; se movía y agitaba en la oscuridad, y de lejos y de cerca, según despuntaba el amanecer, llegaron grupos de gente por los caminos para ver qué era eso tan raro que pasaba en las colinas. Y lo que vieron fue los Kaimes echando humo, pues se había desatado un gran incendio durante la noche que había quemado el castillo hasta los cimientos, y apenas quedaba una piedra encima de otra, y los habitantes de Segget juraron que dormían tan profundamente que ya había terminado todo antes de que se despertaran. Y puede que fuera así, pero durante muchos años, antes de que la vieja reina se fuera a criar malvas y los telares dejasen de ser completamente rentables y la gente se marchara de los Mearns, había grandes relojes en esta casa y en aquella, grandes cobertores que caían casi hasta el suelo en las camas, y la campana que despertaba a los tejedores era una gran campanilla del salón de los Mowat, allá en la alta colina de los Kaimes.

    Un primo de los Mowat fue el que heredó los Kaimes; vio las ruinas y que no había nada que hacer y allí se lo dejó al viento y la lluvia, y se construyó una casa ladera abajo, por encima de Segget, con tejos alrededor, y llevó sabuesos para que deambularan por el lugar, quería asegurarse de que de noche no subieran flotando inocentes chispas desde Segget. Pero por entonces los tejedores ya se dedicaban a otras cosas, a la herrería, la carpintería y a regentar pequeñas tiendas para la gente de las granjas de los alrededores. Y los Mowat contemplaban el arroyo de Segget, que hacia el oeste confluía en el río Bervie, y no les hacía ninguna gracia que se desperdiciara de ese modo.

    Pero eso no duró mucho, pues floreció el comercio de yute, y llegó el ferrocarril y también las dos fábricas de yute que, un poco apartadas de la estación, al sur de la ciudad, usaban el arroyo como fuente de energía. Como los de Segget no querían saber nada de eso, los Mowat tuvieron que ir a Bervie a buscar hilanderos, y llegó un montón de gente que eran como pordioseros y que llenaron el lugar, y bailaban y peleaban, y montaban sus buenos follones que Segget contemplaba como alguien contemplaría a un enjambre de piojos; así que muchos habitantes de toda la vida se mudaron de allí y se construyeron casas arriba y abajo de East Wynd, y lo llamaron la parte nueva, y echaban pestes de la escoria que plagaba el casco antiguo en torno a West Wynd.

    Aunque los hilanderos que llegaron reactivaron el comercio de la ciudad, el resto de los habitantes de Segget seguían haciendo como si esos tejedores solo estuviesen allí por la venia de ellos, esos pordioseros malhablados con sus bufandas y sus chales; las mujeres eran tan malas como los hombres, si no peores, siempre burlándose y montando escándalos en la plaza de Segget; y si se encontraban con la mujer de un granjero que llegaba a Segget para ir de compras, y tenía aspecto pulcro y aseado, y quizás un poco orgulloso, le chillaban ¡Vete a tu casa, vaca de campo!

    Pero los Mowat estaban ganando dinero a espuertas. Cuando se cayó la iglesia vieja construyeron una nueva, que era apañada y ancha, aunque no tenía campanario; y vivieron y murieron y se fueron adonde les correspondiera; y oías los golpes de las fábricas en funcionamiento durante los años que trajeron la Gran Guerra, y luego eso pasó y allí siguió Segget, sobreviviendo a todo pese a los versos que algún tejedor ordinario y asqueroso había compuesto:

    Oh, Segget es un inmundo vecindario

    con una iglesia que ni tiene campanario.

    Con un estercolero en cada cochera

    y una maldita gente de lo más grosera.

    1. CIRROS

    Segget empezaba a despertar cuando Chris Colquohoun bajó por el sendero de guijarros de la casa parroquial. Allí los tejos eran espesos, y en ellos había murmullos de estorninos y un piar somnoliento al filo del amanecer, pero abajo en la oscuridad, al llegar al camino, ya se veían luces que titilaban aquí y allá, en las casas de Segget, en las callejuelas de los tejedores, y olía a estiércol y gachas. Pero poca atención prestó a todo eso Chris, que iba deprisa mirando al cielo del este, con el cálido aire de mayo en el rostro, y giró en dirección norte por el camino de los Meiklebogs. Este tenía tantos surcos y porquería de los carros que había un dicho en Segget que decía: Hay un camino al cielo y otro al infierno, pero maldito sea el camino a los Meiklebogs.

    Eso daba igual, porque no se dirigía allí, sino que al poco tomó un sendero que bordeaba un oscuro arroyo escondido en la hierba y subió por los escalones de una cerca hacia las colinas de más allá. Y mientras ascendía rápidamente por la ladera, del modo más raro y repentino tuvo un recuerdo: de las colinas de arriba de la granja de Kinraddie, de las viejas piedras de los druidas a las que a veces subía y donde se quedaba pensando en el mundo de abajo, en las cosas hechas y los días transcurridos, en la diversión y el miedo de esos días ya pasados. ¿Era por eso por lo que los Kaimes habían llenado su cielo las veinticuatro horas que llevaba en Segget?

    Ya había llegado al saliente de más abajo; estaba oscuro ese viejo castillo de Kaimes, que no era más que un desperdicio de muros en ruinas, con la tierra amontonada muy alta sobre las piedras que en su momento fueran salones y estancias con escudos de hombres. Había unos tejos que crecían bajos en una esquina, y que se agitaron y movieron al oír llegar a Chris. Pero ella no tenía miedo, se había criado en el campo; deambuló un poco por allí, decepcionada, y, cuando se echó a reír de sí misma, todo el lugar quedó en silencio. Tal vez el lugar pensara, como hacía Robert Colquohoun, que la risa de Chris era algo que valía la pena escuchar.

    Notó que la cara se le enrojecía un poco al pasarle eso por la cabeza, y pensó que en ese momento la sangre le estaría subiendo despacio por el rostro, que una o dos veces lo había visto, ese rostro moreno y de pómulos marcados con ardientes ojos entre grises y dorados; ¡y pensar que había llegado a desear que fuesen azules! Se llevó la mano al pelo, que tenía húmedo del rocío de los oscuros árboles de la casa del párroco, supuso, y que llevaba recogido en dos rodetes sobre las orejas al modo en que se lo peinaba desde hacía más de dos años.

    Entonces se giró y contempló Segget allí abajo, que relucía con las luces de queroseno del amanecer. Se iban apagando una a una según el sol cegaba lánguidamente el este, y detrás, en las colinas, un zarapito chilló; estaba soñando ahí arriba mientras el mundo despertaba, y Robert se giraría en la cama de la casa parroquial y tal vez estiraría el brazo para tocarla como había hecho aquella primera mañana, dos años atrás; había sido como si la despertase de entre los muertos...

    Tan extraño le había parecido que durante un largo minuto permaneció tumbada, medio temerosa, con la mano de él tocándola de ese modo. Entonces él se movió, respirando rápido y profundamente dormido, y apartó la mano, pero ella la buscó en la oscuridad y la cogió con timidez. Era una mañana de invierno, y los dos se habían dormido muy tarde tras su noche de bodas; y conforme la luz invernal se filtraba grisácea en el mejor dormitorio de la casa parroquial de Kinraddie, Chris Colquohoun, que una vez se había casado con Ewan, y antes de eso era Chris Guthrie a secas, permaneció tumbada pensando y aclarando cosas, como una niña somnolienta que se frota los ojos... Esto era algo nuevo; había terminado esa vida anterior, todo el amor que le había dado a su Ewan, muerto, perdido y olvidado en la lejana Francia; y su padre en el viejo cementerio de la iglesia; y eso tan disparatado y extraño que le había pasado en la penúltima cosecha antes de la guerra, cuando uno y ella... pero no quería pensar en eso que formaba parte del viejo y triste sueño que ya había terminado. ¿Acaso se habría acordado él de eso en su última hora en una trinchera de Flandes?

    Y Chris pensó que tal vez no se hubiera acordado en absoluto, y pensó que hacías esto y aquello, y pasabas un infierno para dar a luz al fruto de tu cuerpo y eso no significaba nada para el hijo que salía de tu vientre, y que amabas a los hombres con todo tu corazón y ellos te lo escurrían hasta la última gota roja, amables, atroces y queridos, y en lo más profundo de su ser sabían que, quisiesen lo que quisiesen de ti, todo era un juego y la vida seguía esperando fuera.

    Y de ese modo meditaba allí tumbada, y entonces se estremeció un poco; ¡vaya cosas pensaba a la mañana siguiente de su boda, cuando nunca había apretado de ese modo la mano que sujetaba en ese momento! Y miró la cara de él a la luz que entraba, y el pelo le caía rubio en el borde de la almohada, de un rubio casi blanquecino, y su piel era blanca como el marfil, y vio que fruncía el ceño mientras soñaba y que tenía la boca apretada en línea recta; le gustaba su boca, y también la barbilla, y las orejas que eran pequeñas y tenía pegadas a la cabeza, y la mano que había vuelto a apretar en su sueño; bueno, y mucho más, porque te gustaba todo de él, los besos todavía recientes de esa noche y el brillo burlón de sus ojos: A la cama, aunque no a dormir. Ella se había reído también, un poco tímida. ¡Vaya con lo que dice Robert, el pastor de Kinraddie!, y él contestó ¿Es que los pastores no hacen esas cosas?, y ella le dirigió una rápida mirada que enseguida apartó. Tal vez, ya veremos, y en efecto lo habían visto.

    Se estiró con suavidad mientras recordaba eso; caliente bajo la colcha, sentía su cuerpo raro, extraño y vivo, como recién bendecido, y sonrió al pensarlo, pues era una sola carne con un pastor de la iglesia. Era gracioso que se hubiera casado con un pastor, que esa fuese la casa parroquial y que ella fuera la señora de la casa; en fin, la vida era puro trajín, como el palo de las gallinas de noche; las puertas daban portazos, volabas de aquí para allá, y no podías predecir de una noche para otra si tu destino era el corral o el rincón de un estercolero.

    Entonces se levantó y se vistió, rápida y ágil y sin mirar atrás, pues, si los pastores comían tan bien como hacían el amor, Robert estaría hambriento cuando se despertara. Al bajar a la cocina se encontró con Else Queen, que bostezaba tanto que su boca era como la puerta de un establo y al verla se paró, la nueva doncella de la casa parroquial, una chica guapa, y dijo ¡Hola! Chris notó que le ardían las puntas de las orejas y vio con toda claridad lo que se creía la muy zoqueta. Else, llámame señora Colquohoun. Y tienes que estar arreglada y despabilada por las mañanas, o tendremos que buscar a otra sirvienta.

    Else palideció y cerró la boca. Sí, ama, lo siento, y Chris se sintió como una idiota, pero no lo mostró, y, a fin de cuentas, esa clase de cosas había que zanjarlas de una forma u otra. No me digas «ama», sino simplemente señora Colquohoun, que es como me llamo. Pon el agua a hervir y preparemos el desayuno. Pero ¿qué clase de cocina es esta?

    Y eso fue todo, y ya no tuvo ningún problema con la grandota de Else Queen en la casa parroquial de Kinraddie, aunque corrió el rumor por la parroquia de que Chris Tavendale, la que se acababa de casar con el nuevo pastor, se había vuelto tan creída que hacía que su criada exclamara ¡Ama! cada vez que se la encontraba en las escaleras, y vaya vida de perro que llevaba la pobre Else Queen, lo cual demostraba lo que ocurría cuando alguien ascendía un poco en este mundo. Y a ver quién era ella para darse esos aires de grandeza, la hija de un pequeño campesino y la mujer de otro que había muerto en la Guerra. Y, además, las que querían de verdad a sus hombres no se casaban tan pronto después de morir el primero, así que estaba claro que la nueva señora Colquohoun iba detrás de la casa parroquial y de la plata del pastor.

    Chris se enteró de esas historias en las semanas siguientes; si vivías en Kinraddie y se contaban cosas malas de ti —y tendrías que ser un ángel con pantalones para que no te pasara eso, e incluso así, a fe que dirían que algo raro tenía que haber debajo de tus pantalones—, hasta los mismos árboles se reían de ti, y las vacas iban mugiendo el chisme de puerta en puerta. Pero ella no hizo ni caso, se sentía despreocupada y contenta, se recogió en su Robert, en su proximidad, y también en el joven Ewan, que era el tercero que los acompañaba las noches que se sentaban junto al fuego cuando las tormentas caían con fuerza sobre los árboles a lo largo y ancho del estruendoso valle. Detrás y muy arriba oías temblar las colinas, y Robert levantaba la cabeza y se reía con el destello burlón en sus profundos ojos: ¡Son las pisadas del Señor por las colinas, Christine!

    Y Ewan también levantaba la vista, mirando fijamente e inmóvil, ¿Quién es el Señor? y Robert bajaba su gran libro y se quedaba contemplando el fuego: Esa es una pregunta difícil, Ewan. Pero está claro que Él es Algo, es nuestro Padre y nuestra Madre, nuestro Principio y nuestro Fin.

    A Ewan se le abrían aún más los ojos al oír eso. Mi madre está aquí y mi padre está muerto. Robert se reía y se movía en el sillón. Estás hecho todo un escéptico; venga, bájate de esa butaca, que ya hay muchos como tú de cuclillas en los tronos de los poderosos.

    Y los dos se tiraban a gatas por el suelo y se ponían a gruñir y a jugar a los tigres y a otras bestias de esas, y Ewan se olvidaba de su frialdad y seriedad por completo y

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