En una casa que había sido quemada años antes por las tropas realistas afines a los Estuardo, nació John Churchill a la una de la madrugada del domingo 26 de mayo de 1650, en plena guerra civil inglesa. Creció, así, en un entorno marcial donde abundaban las historias populares de héroes y combates; su mismo padre se había distinguido como capitán de la caballería del rey. Todo ello exacerbó su entusiasmo por la guerra y su avidez de gloria personal. Sin duda, pocos pensarían que allí se estaba gestando el futuro duque de Marlborough y que sus hazañas eclipsarían a las que había escuchado de niño quien llegaría a ser el mejor líder castrense que han dado jamás las islas británicas. Cuando se cumplen trescientos años de su muerte, esta rotunda afirmación sigue siendo igual de indiscutible.
Viviendo en el campestre condado de Devon, su primer tutor fue el reverendo Farrant, que le inculcó conocimientos superiores y una atracción clara hacia la fe y el cristianismo, algo que sería un rasgo fundamental de su carácter. Tras un breve paso por Dublín junto a su padre, fue a estudiar al St. Paul’s School de Londres, donde se aficionó a la lectura de obras como el clásico de Vegecio , evidenciando cierto apego al latín. Tenía, asimismo, nociones de francés, aunque nunca fue un erudito. De hecho, sus rivales posteriores siempre le ridiculizaron por su pobre ortografía y su dificultad para deletrear bien los términos. Con su entrada en 1665 como paje del duque de York, dio por concluida su etapa escolar. Dos años después fue nombrado alférez de infantería en una compañía real, una posición propicia para destacar en la carrera de las armas. Sus contemporáneos le describieron, en esa época, como una persona alta y de figura elegante, con modales refinados y