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Arte de bien morir
Arte de bien morir
Arte de bien morir
Libro electrónico277 páginas6 horas

Arte de bien morir

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El mundo moderno ha perdido la esperanza y guarda silencio sobre la muerte, haciendo como si no existiera. La Iglesia, en cambio, siempre ha aconsejado a los cristianos que mediten sobre la muerte y se preparen para ella.

 

San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, nos enseña en este libro el arte de bien morir, es decir, de morir como cristianos. Parte de un principio fundamental: para morir bien, hay que vivir bien. Como hayamos vivido, así moriremos. Debemos, pues, permanecer vigilantes, con la lámpara encendida y esperando que el Señor nos llame.

 

El Arte de bien morir es el último libro que escribió san Roberto, condensando en él toda su sabiduría y experiencia. Estas páginas nos hablan sobre la importancia de los sacramentos y la oración para tener una buena muerte que podamos acoger con gozo, pero también sobre las tentaciones del diablo relacionadas con la muerte y la desesperanza.

 

Precisamente porque hoy no se habla de la muerte, necesitamos que los santos y doctores de la Iglesia del pasado nos cuenten cómo prepararnos para bien morir con la gracia de Dios, de modo que un día podamos reunirnos con ellos en el cielo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 feb 2023
ISBN9798215649008
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    Arte de bien morir - San Roberto Belarmino

    Prólogo del autor

    MIENTRAS ME HALLABA en mi acostumbrado retiro, en el que dejando a un lado mis ocupaciones públicas dedico mi tiempo a mí mismo, me preguntaba por qué son tan pocos los que se esfuerzan en aprender el arte de bien morir, que debería ser conocidísimo por todos. No se me ocurría mejor respuesta que la que da el sabio en el Eclesiastés: «El número de los necios es infinito»[1]. En efecto, ¿qué necedad mayor puede concebirse que descuidar el arte del que dependen los bienes más elevados y eternos, mientras se aprenden con gran esfuerzo otras artes diversas y casi innumerables —que se ejercen con un esfuerzo no menor— para conservar o aumentar los bienes perecederos?

    Además, que el arte de bien morir es la más grande de todas las artes no lo negará nadie que se detenga a pensar atentamente que en la muerte se debe dar cuenta a Dios de todo lo que hemos dicho, hecho o pensado a lo largo de nuestra vida, hasta de la última palabra ociosa, teniendo al diablo como fiscal, nuestra conciencia como testigo y a Dios como Juez, y esperándonos como sentencia la pena de muerte eterna o el premio de vida eterna.

    Vemos cada día, cuando se espera una sentencia sobre asuntos de poca importancia, que los litigantes no encuentran ningún sosiego, sino que se mueven inquietos en busca de abogados, de jueces o incluso de amigos o parientes de estos; en cambio, cuando está pendiente la causa de vida o muerte eterna frente al Juez supremo, a menudo el reo se encuentra desprevenido, oprimido por la enfermedad y apenas dueño de sí mismo, viéndose obligado a dar cuenta de cosas en las que, mientras estaba sano, quizás nunca pensó. Por eso, los desgraciados mortales se precipitan en escuadrón al infierno, y como dice san Pedro: «Si el justo a duras penas se salva, ¿qué será del impío y pecador?»[2].

    Por esto, consideré que valía la pena estimularme primero a mí mismo y luego a mis hermanos a que concediéramos al arte de bien morir la importancia que tiene; y si hay quienes aún no han aprendido este arte de maestros más doctos, que al menos no desprecien las enseñanzas que, en relación con él, hemos procurado recoger de la Sagrada Escritura y de los escritos de antiguos maestros.

    Antes de llegar a los preceptos de este arte, sin embargo, creo que merece la pena preguntarse acerca de la naturaleza de la muerte, es decir, si debe ser considerada como un bien o un mal. Ciertamente, si se la considera en términos absolutos, la muerte debe ser juzgada sin duda alguna como un mal, pues es lo opuesto a la vida, que no podemos negar que es buena. Además, «Dios no hizo la muerte»[3], sino que «por envidia del diablo la muerte entró en el mundo»[4], como enseña el sabio, con quien está de acuerdo el apóstol Pablo cuando dice: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron»[5].

    Ciertamente, si Dios no ha hecho la muerte, esta no es buena, puesto que todo lo que Dios ha hecho es bueno, como dice Moisés: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno»[6].

    No obstante, aunque la muerte no es buena en sí misma, la sabiduría de Dios supo cómo sazonarla para que de ella pudieran originarse muchos bienes. De ahí que David cante: «Preciosa en presencia de Dios es la muerte de sus santos»[7]; y la Iglesia, hablando de Cristo, dice: «Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando reparó nuestra vida»[8]. En verdad, la muerte que ha destruido nuestra muerte y ha reparado la vida tuvo que ser necesariamente muy buena. Por lo tanto, si no toda muerte, al menos alguna muerte debe ser considerada buena. En este sentido, san Ambrosio no dudó en escribir el libro titulado Del bien de la muerte, en el que demuestra de forma suficientemente clara que la muerte, aunque nacida del pecado, tiene utilidades no pequeñas.

    Finalmente, la razón demuestra que la muerte, siendo mala en sí misma, puede producir muchos bienes por la gracia de Dios. En primer lugar, la muerte nos proporciona un gran bien cuando pone fin a las numerosas y grandísimas miserias de esta vida. El santo Job se queja en términos elocuentes de las miserias de la vida presente: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de inquietudes»[9]. El Eclesiastés dice: «He alabado más a los muertos que a los vivos y he juzgado más feliz que ambos al que aún no ha nacido y no ha visto los males que suceden bajo el sol»[10]. Y el Eclesiástico añade lo siguiente: «Penoso destino se ha asignado a todo hombre, pesado yugo grava sobre los hijos de Adán, desde el día en que salen del seno materno, hasta el día de su regreso a la madre de todos»[11].

    LIBRO I – Cuando la muerte está lejana

    I. Primer precepto del Arte de bien morir: quien desea tener una buena muerte, ha de vivir bien

    ABORDO AHORA LOS PRECEPTOS del arte de bien morir. Dividimos esta arte en dos partes. En la primera enseñaremos los preceptos que nos serán útiles mientras gozamos de salud. En la segunda, explicaremos los que nos resultarán necesarios en caso de hallarnos en una enfermedad tan grave que nos haga pensar que la muerte está llamando a nuestra puerta.

    Trataremos, en primer lugar, de los preceptos que tienen que ver con las virtudes y, en segundo lugar, de los relacionados con los sacramentos, pues estas dos armas nos ayudan de manera especial tanto a vivir bien como a morir bien.

    Debemos partir, sin embargo, de un precepto general, que es el más importante: quien desea morir bien debe vivir bien. Siendo la muerte el fin de la vida, todo el que vive bien hasta el final, muere bien. Ciertamente, no puede morir mal quien nunca ha vivido mal. Sin embargo, quien siempre ha vivido mal, muere mal; y no puede no morir mal quien nunca ha vivido bien.

    Este mismo principio podemos observarlo en otros aspectos de la vida semejantes a este. En efecto, el que mantiene el camino recto llega sin equivocarse al punto de destino. Por el contrario, quien se desvía del camino recto nunca encontrará la salida.

    Del mismo modo, quien se dedica diligentemente al estudio de las ciencias, en breve se hace docto o incluso doctor. Sin embargo, quien frecuenta las escuelas sin aplicar su espíritu al aprendizaje de las materias, malgasta su esfuerzo y su tiempo.

    Es posible que alguien objete el ejemplo del buen ladrón, que siempre vivió mal y acabó su vida bien y felizmente. No es esto lo que sucedió: aquel piadoso ladrón vivió santamente y por esta causa murió también santamente. Pues, aunque la mayor parte de su vida la consumió en el delito, otra parte la vivió con tal santidad que purificó fácilmente sus pecados pasados y ganó méritos extraordinarios. En efecto, ardiendo en amor a Dios, delante de todos, defendió a Cristo de las calumnias de los impíos; y ardiendo igualmente en amor al prójimo, amonestó a su compañero que blasfemaba, lo increpó e intentó reconducirlo a una vida mejor. Ciertamente, aún estaba vivo cuando dijo a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo»[12]. Tampoco había muerto, sino que estaba vivo, cuando pronunció aquella noble frase, confesando e invocando a Cristo: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»[13]. Así pues, parece que este fue uno de aquellos últimos que llegaron a la viña y recibieron su paga antes que los primeros[14].

    Por lo tanto, este principio es verdadero y general: «Quien vive bien, muere bien»; y también este: «Quien vive mal, muere mal». Es innegable que resulta muy peligroso diferir nuestra conversión para el instante final de la vida y que son mucho más felices los que empiezan a llevar el yugo de la ley de Dios «desde su juventud», como dice Jeremías[15], y que son los más felices quienes «han sido rescatados como primicias de los hombres para Dios y el Cordero»; y «estos son los que no se han contagiado con mujeres», sino que «en su boca no se halló mentira y están sin mancha ante el trono de Dios»[16]. Así fueron el profeta Jeremías y el más que profeta Juan, y sobre todo la Madre del Señor y otros y otras a los que solo Dios conoce.

    Así pues, debemos tener como indiscutible este primer principio: la regla de bien morir depende de la regla de bien vivir.

    II. Segundo precepto: morir al mundo

    ESTABLECIDO EL PRIMER precepto, pasemos ahora al segundo: para que un hombre viva bien es absolutamente necesario que muera al mundo antes de morir a la vida corporal.

    Todos los que viven para el mundo están muertos para Dios.  No se puede vivir para Dios si antes no se muere al mundo. Esta verdad se encuentra en las Sagradas Escrituras con tal claridad que solo los infieles y los incrédulos podrían ponerla en duda. No obstante, como toda palabra debe basarse en el testimonio de dos o tres testigos, presentaré a los santos apóstoles Juan, Santiago y Pablo, testigos excepcionales, pues el Espíritu Santo, que es el Espíritu de la verdad, hablaba a través de ellos abiertamente. 

    Juan, apóstol y evangelista, pone en boca de Cristo estas palabras: «Viene el príncipe de este mundo y no tiene poder sobre mí»[17]. Aquí, por príncipe del mundo se entiende el diablo, que es príncipe de todos los malvados; y con mundo se refiere al conjunto de todos los pecadores que aman el mundo y son amados por el mundo. Lo mismo afirma poco después: «Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia»[18]. También dice en otro lugar: «Yo no ruego por el mundo, sino por estos que tú me has dado»[19]. Con estas palabras, Cristo manifiesta claramente que con la palabra mundo se alude a quienes el día del Juicio oirán, junto con su príncipe, el diablo: «Id, malditos, al fuego eterno»[20]. En una de sus cartas añade: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre»[21].

    Oigamos ahora al apóstol Santiago, que en su carta dice: «Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Por tanto, si alguno quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios»[22].

    Oigamos, en fin, al apóstol Pablo, «vaso de elección»[23]. Este, en su Primera Carta a los Corintios, escribiendo a todos los creyentes, les dice: «Tendríais que salir de este mundo»[24]. En esa misma carta añade: «Aunque cuando nos juzga el Señor, recibimos una admonición, para no ser condenados junto con el mundo»[25]. Aquí expresa de forma manifiesta que el mundo entero será condenado en el último día.

    En consecuencia, no debe entenderse por mundo el cielo y la tierra, ni todos los hombres que hay en el mundo, sino solo aquellos que aman el mundo. Pues los hombres justos y buenos, en los que reina el amor de Dios, no la concupiscencia de la carne, están en el mundo, pero no son del mundo. En cambio, los injustos y malvados no solo están en el mundo, sino que también son del mundo, y por eso «el amor de Dios no reina en sus corazones, sino la concupiscencia de la carne», es decir, la lujuria; «la vanagloria de la vida», es decir, el sentirse por encima de los demás; y la arrogancia y soberbia de Lucifer, en lugar de imitar la humildad y mansedumbre de Jesucristo.

    Siendo esto así, si alguien quisiera aprender a fondo el arte de bien morir tendría que salir del mundo radicalmente, no de palabra y con la boca, sino de verdad y con obras[26]; más aún, debería incluso morir al mundo y decir con el apóstol: «El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo»[27]. Esta tarea no es un juego de niños, sino una empresa de gran importancia y enormemente difícil. Por eso, el Señor, cuando le preguntaron si eran pocos los que se salvaban, respondió: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha»[28]. Más claramente afirma en Mateo: «Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos»[29].

    Vivir en el mundo y despreciar los bienes del mundo es una verdadera hazaña: contemplar las cosas bellas y no amarlas; gustar la dulzura y no deleitarse en ella; despreciar los honores, preferir las dificultades, ocupar voluntariamente el último lugar, ceder a los demás los puestos más altos; en fin, vivir en la carne como sin carne. Parece que esa vida es más propia de un ángel que de un hombre.

    Sin embargo, el apóstol Pablo, en su carta a la Iglesia de Corinto —donde casi todos los fieles estaban casados, y por lo tanto no eran sacerdotes, ni monjes, ni anacoretas, sino seglares— hablaba en estos términos: «Digo esto, hermanos, que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina»[30].

    El sentido de estas palabras de san Pablo es el siguiente: el apóstol exhorta a los fieles a que, con la esperanza puesta en la vida del cielo, se despeguen tanto de las cosas terrenales como si no les concernieran, amen a sus esposas con un amor tan moderado como si no las tuvieran; si hay que llorar por la pérdida de los hijos o de los bienes, que lo hagan con tanta mesura como si no se entristecieran ni lloraran; si se presenta una ocasión de alegría a causa de una ganancia o un honor adquiridos, que manifiesten una alegría modesta y contenida como si nada tuviera que ver con ellos; si compran una casa o un terreno, que les tengan tan poco apego como si no les pertenecieran. El apóstol manda que vivamos en el mundo como si no fuéramos ciudadanos, sino huéspedes y peregrinos[31].

    Esto lo enseña también, incluso más claramente, el apóstol Pedro, cuando dice: «Queridos míos, como a extranjeros y peregrinos, os hago una llamada a que os apartéis de esos bajos deseos que combaten contra el alma»[32]. Es decir, el príncipe de los apóstoles quiere que vivamos en nuestra propia ciudad y en nuestra propia casa como si viviéramos en una casa y en una tierra ajenas, sin que nos inquietemos por vivir en la pobreza o en la sobreabundancia.

    En consecuencia, el apóstol manda que nos apartemos «de esos bajos deseos que combaten contra el alma». Los que están muertos al mundo viven solo para Dios y no temen la muerte del cuerpo porque, lejos de hacerles daño, la consideran una ganancia, como escribe el apóstol Pablo: «Para mí la vida es Cristo y el morir, una ganancia»[33].

    En estos tiempos nuestros, sin embargo, ¿cuántos hay que estén de tal modo muertos al mundo que hayan aprendido bien el arte de morir a la carne y así asegurar su salvación? Yo, ciertamente, estoy convencido de que en la Iglesia Católica —no solo en los monasterios y entre los sacerdotes, sino también entre los laicos— hay no pocas personas santas y verdaderamente muertas al mundo, que han aprendido el arte de bien morir. No obstante, tampoco se puede negar que hay otros muchos que no solo no han muerto al mundo, sino que le son adictos en grado sumo, como amantes empedernidos de los placeres, los honores y las riquezas. Estos, si no se deciden seriamente a morir al mundo y lo cumplen realmente, tendrán, sin duda, una mala muerte y serán condenados junto con el mundo, como dice el apóstol.

    Es posible que los amantes de este mundo busquen justificarse del siguiente modo: mientras estamos en el mundo, es muy difícil morir al mundo y despreciar los bienes que Dios ha creado para disfrute de los hombres. Yo les respondo que Dios no quiere ni manda que las riquezas, los honores y otros bienes del mundo sean despreciados o rechazados. Abrahán tuvo una estrecha amistad con Dios y poseyó enormes riquezas. También David, Ezequías y Josías fueron reyes muy ricos y, a la vez, muy amigos de Dios. Podríamos añadir a muchos reyes y emperadores cristianos.

    Por consiguiente, los bienes de este mundo —las riquezas, los honores y los placeres— no están absolutamente prohibidos a los cristianos, pero sí un amor desmesurado a las cosas de este mundo, lo que el apóstol san Juan llama «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia del dinero». Abrahán, ciertamente, era muy rico, pero hacía un uso moderado de sus riquezas y, además, estaba siempre dispuesto a entregarlas en cuanto Dios se lo pidiera. En efecto, no escatimó a su único y amadísimo hijo cuando Dios le ordenó sacrificarlo. ¡Cuánto más fácil le habría sido entregar, a una señal de Dios, todas sus riquezas! Abrahán era poseedor de una gran riqueza material, pero era más rico en fe y en amor. Por eso no era de este mundo, sino que estaba muerto a él.

    Lo mismo puede decirse de otros hombres santos, que eran dueños de riquezas, poder y gloria, incluso de reinos y hasta de un imperio, pero eran pobres en el espíritu[34] y, muertos al mundo para vivir solo para Dios, aprendieron el arte de bien morir con gran aplicación.

    Así pues, ni la abundancia de riquezas, ni la elevación del honor, ni un reino o un imperio hacen que el hombre sea del mundo, aun viviendo en el mundo, sino «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia del dinero», que, en una sola expresión, se llama «deseo desordenado» que se opone al amor divino.

    Por lo tanto, si el hombre quiere amar a Dios por sí mismo y al prójimo por Dios, debe empezar por salir del mundo. Si lo hace, comprobará que, al tiempo que crece el amor, el deseo desordenado disminuye y, entonces, comienza verdaderamente a morir al mundo, pues es imposible que el amor crezca sin que el deseo desordenado disminuya. Así, lo que parecía imposible bajo el yugo de la pasión, es decir, que el hombre, viviendo en el mundo, no fuera del mundo, eso mismo, al crecer el amor y disminuir la pasión, se hace muy fácil. Pues lo que para la pasión es una carga insoportable y dura, para el amor es un yugo suave y una carga ligera[35].

    Así pues, lo que hemos dicho antes, es decir, que salir del mundo y morir al mundo no es un juego de niños, sino una empresa de gran importancia y muy difícil, se puede aplicar con toda razón a aquellos que no conocen el poder de la gracia de Dios y no han gustado la dulzura de su amor, a los que son animales que no tienen espíritu[36], pues, una vez que se ha gustado el espíritu, la carne se debilita.

    Por lo tanto, todo aquel que desea seriamente aprender el arte de bien morir, del cual depende la salvación eterna y la verdadera felicidad, no ha de diferir su salida del mundo y su muerte completa a él. En efecto, es imposible vivir a la vez para el mundo y para Dios, gozar al mismo tiempo del cielo y de la tierra.

    III. Tercer precepto: las tres virtudes teologales

    EN EL CAPÍTULO ANTERIOR enseñamos que no puede morir bien quien no sale del mundo y no muere al mundo. Añadamos ahora lo que debe hacer, si quiere vivir para Dios, aquel que ha muerto al mundo, pues solo se concede una buena muerte a quien ha llevado una buena vida, como mostramos en el primer capítulo.

    La esencia de una vida buena la establece el apóstol en la Primera Carta a Timoteo, cuando dice: «El propósito de este mandamiento es el amor nacido de un corazón limpio, de una buena conciencia

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