Casas que matan. Cómo curar la maldición de piedra
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Paradójicamente, el hombre es el ser más indefenso de la Creación: no tiene caparazón, ni cuero, ni tan siquiera pelo que recubra su piel. En su desnudez, se ve obligado a buscar protección, debe construir su propio refugio: la casa. Y, sin embargo, hay casas maléficas, residencias que atraen la desgracia, apartamentos perniciosos -léase mortales- para los seres humanos que moran en ellos. ¿Cuáles son las causas del temible maleficio que emana de ciertas piedras, de ciertas paredes? Radiaciones telúricas, rayos cósmicos, infuencia específica de los materiales, agresión de las ondas de forma, remanencia de antiguas maldicines, memorias de las paredes... Todas estas causas y fuentes de nocividad -que pueden hacer del hogar verdadera trampa mortal- son minuciosamente estudiadas, analizadas a fondo, por Roger de Lafforest en este libro donde la anécdota vivida viene en todo momento a ilustrar y a confirmar las sabias explicaciones sobre las misteriosas interferencias de la física microvibratoria en nuestra vida íntima.
Roger de Lafforest
La storia di Lafforest è unica. Nato a Parigi (1905 – 1998) da una famiglia della piccola nobiltà, Roger Poumeau de Lafforest fu studente in diritto e lettere, e frequentò negli anni '20 i circoli cattolici della città.Influenzato dal tomismo di Jacques Maritain e il nazionalismo di Charles Maurras, Lafforest rivendica molto presto il posto della sua generazione nei dibattiti delle idee.Poeta e romanziere, Roger de Lafforest è l'autore quasi dimenticato di opere atipiche, tra cui i romanzi "Kala-Azar" (1930) e "Les figurants de la mort" (1939), che offrono un interessante mix di surrealismo ed esotismo.Egli strinse amicizia al college con il poeta Paul Gilson, e presto con Jean Cocteau, che appena convertito, prese sotto la sua protezione, un gruppo di giovani poeti cattolici di talento. Successivamente divenne amico anche di Maurice Sachs e Blaise Cendrars.De Lafforest si lanciò con molto entusiasmo nella scrittura giornalistica e poetica, ma nel giugno del 1927 rinunciò a tutto, e partì per un'avventura in Sud America. Ai suoi amici rimasti in Francia, raccontò la sua felicità. Il suo amico Paul Gilson pubblicò una poesia a lui dedicata "Adieu Roger!". Da questo suo viaggio scaturisce il già citato romanzo "Kala-Azar" che gli valse il Prix Interallié nel 1939. Scrive nel contempo poesie d’ispirazione surrealista che evocavano l'oceano, i viaggi, i bambini delle isole.Roger de Lafforest ebbe diverse vite, e fu avventuriero in molte parti del mondo. La sua opera di narrativa, piuttosto sorprendente, è composta di cinque romanzi, e una raccolta di racconti pubblicati tra il 1930 e il 1966. De Lafforest rimane fondamentalmente un grande pensatore nazionalista, e negli anni in cui scrisse "Les figurants de la mort", ha collaborato con la stampa, in particolare col mensile La Belle France, e con La Gerbe, settimanale fondato dal romanziere Alphonse de Chateaubriant.Dopo essere stato un giornalista, poeta e romanziere anteguerra, de Lafforest dedicherà la seconda parte della sua vita a lavori sulla parapsicologia, la radionica, la radiestesia e la fisica microvibratoria, ritagliandosi alcuni importanti successi editoriali in questo campo, tradotti in ben 27 lingue. Il più noto è "Ces Maison qui Tuent" (Le case che uccidono) del 1970, in cui esegue una disamina sul pericolo dei fenomeni vibratori presenti nelle abitazioni.
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Casas que matan. Cómo curar la maldición de piedra - Roger de Lafforest
Capítulo 1 - LOS PELIGROS DELCIELO ABIERTO
«Para el hombre lo natural no es vivir libre en libertad,
sino vivir libre en una cárcel»
-- Malaparte
Entre los animales, el hombre es el más vulnerable: No tiene caparazón, ni cuero, ni tan siquiera pelo que recubra su piel. Es un ser más desnudo que una lombriz y más frágil que una larva.
Para el Gran Organizador de catástrofe, el hombre es la víctima ideal, pues no existe otra que, como él, sea consciente de su condición. Es inteligente, ingenioso, y se obstina cómicamente por escapar a su destino de presa, lo que hace aún más atractiva la caza al hombre que la naturaleza practica sin cuartel
En consecuencia, y aun cuando pueda parecer paradójico, las circunstancias en las que el hombre tiene más posibilidades de sobrevivir, la estadística lo demuestra fehacientemente son, precisamente, aquellas catástrofes de las que él, en persona, es autor y responsable. Es decir, los accidentes de carretera y las guerras.
Encerrados en esas cáscaras de huevo que llamamos automóviles, los conductores se lanzan unos en pos de otros, o unos contra otros, se adelantando, se rozando y se esquivando con unos márgenes de seguridad no superiores a unos pocos centímetros. Por lo demás, ninguno de los participantes en este peligroso juego respeta las reglas del mismo, con lo que lo razonable sería pensar que no puede haber supervivientes al final de un ballet tan demencial. Sin embargo, y contrariamente a toda previsión, las estadísticas prueban que de los millones de locos que cada día juegan a este juego, sólo algunos millares encuentran la muerte en él. Lo cual, en definitiva, equivale a decir que cada uno de nosotros, cuando salimos a la carretera, tenemos tanta probabilidad de morir violentamente como de ganar el primer premio de la lotería nacional.
Los muertos ascienden a unos quince mil por año. Y eso que dicha cifra engloba a los peatones atropellados..., lo cual no es honesto. De todos modos, debemos reconocer que la proporción de víctimas es ínfima, si tenemos en cuenta los centenares de millones de personas que, a lo largo de 365 días, prueban suerte voluntariamente en el juego del automóvil y la muerte. Considerando que la migración motorizada de los fines de semana se ha convertido en el deporte viril de la humanidad, el precio no es exagerado: El biliar o el críquet son, al fin y al cabo, casi igualmente peligrosos.
Imaginemos, un momento, que los hombres afrontaran con la misma despreocupación, con la misma temeridad, las fuerzas hostiles de la naturaleza. ¡Qué hecatombe! Pero, por fortuna, la humanidad no ha cesado de inventar vacunas contra las epidemias, diques contra las inundaciones, edificios elásticos contra los terremotos, pararrayos contra el fuego celeste, silos y conservas contra el hambre, píldoras contra el exceso de población, religiones contra la desesperación...
De la guerra podemos extraer una conclusión análoga y que es, al mismo tiempo, tan paradójica como consoladora. Resulta sorprendente constatar que, para matar a un solo hombre, se necesiten tantas toneladas de metal, de materias explosivas, de petróleo, de gases y de infinidad de otras cosas. ¡Todo ello para caer en la cuenta, al cesar el infierno desencadenado, que el número de supervivientes supera al de víctimas! El asesinato colectivo organizado no es una actividad rentable. Ni siquiera la bomba atómica compensa su elevado costo: Nos inspira horror porque es una obra del hombre, pero los seísmos y las tempestades, el hambre y las epidemias, las inundaciones y las plagas eliminarían, con menores gastos, a mucha más gente.
Dejando a un lado los grandes cataclismos naturales, el hombre se enfrenta permanentemente a las agresiones del clima, del medio ambiente, de los elementos en general, y, por si esto fuera poco, debe soportar en todo momento las hostilidades que le declaran las fuerzas invisibles, tanto las que suben de la tierra como las que bajan del cielo. No hay duda, pues, de que la naturaleza es para él una enemiga mortal. Cuando un hombre dice que es o quiere ser naturalista sólo puede hacerlo por esnobismo y de un modo parcial o temporal. Porque, de hecho, para sobrevivir necesita vestidos y una casa.
El resto de los animales de la creación resisten mucho mejor las inclemencias. Pero el hombre, a medida que se distingue de la bestia y se aleja de la barbarie, no tiene más remedio que hacer como el caracol. La casa es su único refugio, su verdadera protección. Para tener seguridad necesita cuatro paredes y un techo.
Dormir bajo las estrellas, he aquí una bella imagen poética; pero la realidad que expresa es temible. Dormir al descubierto por la noche resulta peligroso. Un mínimo de prudencia aconseja colocar una pantalla protectora entre el durmiente y el cielo abierto que resplandece sobre su cabeza.
Aquí debo precisar que dormir, de noche, al aire libre, es lo que hace del hombre una víctima indefensa y ofrecida en holocausto a toda clase de rayos cósmicos y telúricos que pululan en estado salvaje. Los peligros disminuyen considerablemente para quien se mantiene en vela. En cuanto a la siesta, sólo puede reportar beneficios a quien la duerme... A menos, por supuesto, que se cobije a la sombra de algún árbol maléfico. Pero, insisto, por la noche aquel que duerme a cielo abierto se ve reducido a un estado de vulnerabilidad tanto más absoluto cuanto que las horas nocturnas son, precisamente, aquellas en que se desencadenan con una violencia sin limite los bombardeos y raudales de las fuerzas invisibles, ya sean psíquicas, físicas, eléctricas o magnéticas.
Los diez supervivientes doemian con la cabeza cubierta porla sàbana
Un médico norteamericano amigo mío con quien discutía los peligros del cielo abierto me contó que había tenido ocasión de verificar, en circunstancias nada agradables, lo fundamentado de mi tesis.
Sucedió hacia las postrimerías de la última guerra, en Alemania. Mi amigo era el responsable de una ambulancia militar de campaña que se desplazaba con las avanzadillas del ejército de Patton. Un día hizo levantar las tiendas de su pequeño hospital móvil en un laberinto de ruinas. Tan sólo unos días antes aquélla era todavía la ciudad de Pforzheim. En aquellos momentos no quedaba en pie ni uno solo de sus muros.
Como consecuencia de algún bombardeo o combate muy encarnizado que tuvo lugar en el sector, mi amigo recibió aquel día una considerable afluencia de heridos. En las tiendas no quedaba ni un espacio libre y era imposible, por otra parte, organizar antes del día siguiente un convoy para evacuar hacia la retaguardia a quienes habían recibido ya las primeras atenciones de urgencia. Así pues, no había otra solución que acostar afuera a una veintena de heridos (veintitrés, exactamente).
Corrían los primeros días de la primavera y el tiempo, si bien refrescaba todavía, era muy bueno. Además, lo que faltaba no eran literas, ni ropas de abrigo, ni alimentos... Por lo tanto era presumible que aquellos heridos podrían soportar sin riesgos una noche al raso. Y, para más garantía, se optó por destinar a este camping forzoso a los heridos menos graves.
Pese a todas las precauciones, en la mañana siguiente se pudo constatar que trece de ellos, más del 50%, habían muerto, en tanto que el porcentaje de bajas entre los heridos que habían pasado la noche dentro de las tiendas (y cuyo estado inspiraba a priori mayores inquietudes) no superaba el 5%. Una lona había bastado para proteger a éstos de la agresión del cielo abierto que aquéllos habían sufrido directamente. Irrisoria protección, se dirá, si hemos de creer que los rayos maléficos atacan por la noche al hombre que duerme! Se puede admitir que un techo de piedra, de tejas o de pizarra sea capaz de constituir una pantalla eficaz. ¡Pero una lona! Mi amigo norteamericano no dudó en rechazar categóricamente tal objeción, arguyendo:
Esta hecatombe imprevisible me desconcertó tanto que no cejé hasta descubrir las razones admisibles de la misma. Investigué el caso con el mayor detenimiento y extraje dos conclusiones que no puedo calificar más que como extrañas:
Primera: Los diez supervivientes al cielo abierto
habían dormido poco y mal aquella noche. ¿Acaso el insomnio les había permitido ofrecer una mayor resistencia a los maleficios de la noche?
Segunda: Todos ellos tenían la inveterada costumbre de dormir con la cabeza completamente cubierta por la sábana. ¿Esa delgada capa de tela había bastado, tal vez, para protegerles con la misma eficacia que una lona o un techo?
Estoy convencido de que la verdadera protección del durmiente es una pantalla más simbólica que real. Por lo tanto un pañuelo puede tener la misma eficacia que una campana de plomo. Lo importante es tener la cabeza cubierta. Se trata, en definitiva, de una especie de obligación ritual, de un misterio de adecuación. Me explico: Lo más adecuado para la seguridad del hombre que duerme es una casa; así pues, la representación de un techo, aunque sólo sea simbólica, puramente analógica, basta para garantizar la protección del durmiente, para detener el haz de fuerzas asaltantes, para impedir la agresión de lo invisible.
Un damero surrealista
Ahora debo añadir mi propio testimonio. Pasé por Pforzheim poco más o menos en la misma época, cuando yo también formaba parte del tercer ejército norteamericano. De la ciudad no quedaba más que el trazado de las calles —todas ellas habían sido despejadas para permitir la circulación— que se cortaban en ángulo recto y componían un damero surrealista cuyas casillas negras eran montones de piedras calcinadas y cuyas casillas blancas estaban compuestas por amasijos de escombros. El conjunto configuraba el decorado alucinante de un misterio hostil al hombre.
En las ciudades destrozadas por las bombas y el fósforo subsisten por regla general algunas casas o, cuando menos, algunas fachadas que sobreviven a la catástrofe. Están mutiladas, pero en pie, y sus restos dan fe de lo sucedido: Por ejemplo, un armazón metálico que se yergue de trecho en trecho como un brazo fracturado que pide socorro. Estas ruinas todavía subsisten y parece como si a cada instante jurasen decir la verdad, toda la verdad. En una palabra, evocan a quien las habitó, sientan la base de un diálogo humano entre el verdugo y la víctima... Inmerso en ellas, el hombre no sólo puede percibir el silencio de la nada, sino también un murmullo de recriminación contra los horrores de la guerra.
Desde Karlsruhe a Berlin encontré muchas de estas ruinas que todavía conservaban alguna forma de ciudad y que eran recordatorios útiles para mantener despierta la memoria, saludables llamadas de atención sobre la crueldad de la guerra. A fin de cuenta tan vanas e insólitas como esas carrocerías de automóviles, verdaderos monumentos a la fatalidad, colocadas, sobre sus correspondientes pedestales, junto a las más incitantes curvas de la peligrosa carretera que lleva de Caracas a La Guaira, en Venezuela, y cuya exclusiva finalidad es recordar a los locos del volante que también el accidente puede considerarse como una de las bellas artes.
Pero en Pforzheim era distinto. Allí sólo había una sucesión de ruinas desprovistas de todo pintoresquismo: simplemente allanadas y cuadriculadas. Viendo aquello tuve la impresión de que el horror había llegado a la etapa de lo no-figurativo, de que la vanguardia de un arte abstracto y catastrofista se ofrecía como espectáculo. El decorado era un rompecabezas de piezas mágicas, imposibles de encontrar, que causaba una desazón atroz al aficionado a los jeroglíficos.
Imagino en este decorado a los veintitrés heridos toda una noche a la intemperie, tendidos en camas de hierro alineadas a la distancia reglamentaria, ofrecidos sin defensa a los rayos invisibles que consumen al durmiente. Con sólo evocar esta escena tiemblo de miedo. Y en todo caso comprendo mejor por qué el logro más importante de la civilización es la casa.
Como evitar el hàlito de lo invisible
El problema no es de confort, sino de seguridad. Para comer, para hacer el amor y, sobre todo, para dormir, se necesita un refugio. De lo contrario aparece la inquietud, la mala digestión, el celo ansioso, la pesadilla; en una palabra, irrumpe el enemigo invisible que triunfa sin luchar.
Para evitar estos peligros, nuestros antepasados de la prehistoria buscaban refugio en las cavernas. Hoy, incluso los vagabundos prefieren el arco de un puente, la boca del metro o el portal de un inmueble... Y los más desheredados, aquellos a quienes les basta con un banco público, por nada del mundo olvidan cubrirse la cabeza antes de conciliar el sueño.
El hombre, empujado por el instinto de conservación, necesita un refugio para la noche. El nómada levanta su tienda y el sedentario se recluye bajo su techo; pero no lo hacen para pro tegerse del frío, el viento o las alimañas, sino más bien para evitar el hálito de lo invisible, los flujos indescifrables que pululan por la inmensidad nocturna, los fuegos entrecruzados de la tierra y el cielo. No desean permanecer desnudos y desarmados en el no man's land de la muerte anónima.
Naturalmente no caeré en la ridícula pretensión de concluir que todo aquel que duerme bajo el cielo abierto está condenado a muerte. Lo único que yo afirmo es que todo el mundo tiene interés en evitar semejante prueba porque, aun cuando las consecuencias no sean mortales, sí que son, siempre (incluso a pesar de nuestra ignorancia momentánea), desagradables. Así pues, afrontar sin protección los peligros de una noche al raso (bien sea con la excusa de prácticas deportivas, higiénicas o naturistas, o bien por esnobismo o por simple negligencia), no puede considerarse más que una actitud absurda y peligrosa. Yo lo hice en mi juventud, por necesidad algunas veces (siendo soldado, en el curso de algunas excursiones), y todavía me arrepiento de ello. Convénzase usted, lector: debe desconfiar del cielo abierto
.
Los hijos de Attila y los hijos de la Loba
La casa es un complemento necesario al hombre. No tanto por una cuestión de confort como para garantizar la seguridad moral. Un individuo sólo puede cumplir su destino social convirtiéndose en un habitante; es decir, su personalidad sólo puede desarrollarse realmente si él está a cubierto, bajo un techo.
Los nómadas viven en un sucedáneo de casa: Una tienda o una roulotte
. Por consiguiente, su existencia no tiene más que una apariencia de civilización. Son seres inacabados e inestables, tanto en la felicidad como en el crimen. Carecen de porvenir, desconocen el futuro, no dejan tras de sí la menor huella de vida ni de creación. El estado de guerra entre los hijos de Átila y los hijos de la Loba será, pues, permanente. Los nómadas sólo empezarán a existir verdaderamente cuando se conviertan en sedentarios.
Cualquiera que sea la benignidad de su naturaleza, un vagabundo acaba siempre por comportarse como una bestia. El errante es un ser forzosamente asocial, anormal, peligroso. La desconfianza burguesa hacia el mendigo, hacia cualquiera que no tenga donde caerse muerto
—esa desconfianza tan vigorosamente estigmatizada y ridiculizada por todos los conformismos izquierdistas que se han sucedido desde el romanticismo—, es un sentimiento sano y justificado que no hay que despreciar, sino bien al contrario, reforzar.
Así al menos opinaba mi amigo Job, pese a que él tuvo que soportar durante toda su vida esa desconfianza. Job era un impenitente vagabundo, acostumbrado a verse tratado con reticencia, a verse rechazado e incluso a verse perseguido por todo género de comunidades de sedentarios, a quienes desafiaba en el curso de sus andanzas con su sola presencia.
Esa gente hogareña —me confesaba— tiene razón en protegerse de mí, en hacer frente común contra mi presencia. Voy a explicarle por qué...
Job aseguraba que todos los niños nacidos el día de san Miguel poseen el espíritu de la aventura. Su venida al mundo había tenido lugar un 29 de septiembre, en la Baja Bretaña. Desde que obtuviera su certificado de estudios primarios no había cesado de recorrer los caminos de Francia, viviendo sin techo y sin ley, trabajando esporádicamente en el campo, cazando furtivamente por aquí, rapiñando lo imprescindible por allí, libre y feliz..., o al menos así lo creía yo hasta que me hizo la más difícil de las confesiones.
El màs libre de los pobres
Una vez al año, aproximadamente, Job encontraba el modo de venir a verme. Sólo se detenía en mi casa algunos días, el tiempo justo para que le ajustaran a su talla algunos de mis trajes usados o para que el dentista de la comarca le arrancara, a mis costas, alguna muela cariada.
Mis relaciones con Job se remontan a la época en que la Seguridad Social todavía no existía; es decir, que ya cuentan con un largo historial. En aquellos tiempos los pobres eran responsables y sabían, con toda certidumbre, que su vejez no conocería pensión alguna.
Precisamente, Job era el más libre de los pobres que he conocido nunca. Verle tan pobre y tan libre, tan desposeído de cualquier tipo de protección cívica, tan poco solidario con una sociedad en la que vivía como un paria voluntario y feliz, todo esto me procuraba una deliciosa mala conciencia cada vez que me visitaba. Mala porque a mí me avergonzaba sentir más interés por lo pintoresco y lo fantástico, desde el punto de vista social, que por las miserias humanas; y deliciosa porque (¡a Dios gracias!) toda vocación justicialista, socialista o sindicalista se desvanecía en mí ante la sola presencia de aquel gigante harapiento que únicamente consentía en trabajar de modo accidental, y que sin embargo respetaba sinceramente a cualquier patrón temporal y se prestaba con desenvoltura al tan tranquilizador juego del paternalismo.
En cuanto veía su barba negra como el azabache y su sombrero redondo y mugriento, le gritaba: «¡Bienvenido, Job!» Y él esperaba, de pie junto a la verja del jardín, hasta que yo le invitaba a entrar. Mi perro, que le reconocía