Adrede, pero sin querer: El proceso de amarse bien
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Adrede, pero sin querer - Elena Díaz G.
Adrede, pero sin querer. El proceso de amarse bien.
Elena Díaz G.
Patricia Pedroche Rodrigo
ISBN: 978-84-19367-98-3
1ª edición, marzo de 2022.
Editorial Autografía
Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona
www.autografia.es
Reservados todos los derechos.
Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.
Espinas podridas a estallar.
Los enredos del alma.
I.
Se nos deshace la vida y los recuerdos en el sueño de la boca del cielo. No quedan palabras, solo nos bastaba con la mirada. Sentíamos la luz de la noche roja cayendo por nuestras espaldas poco a poco mientras dormíamos. Nos acariciaba y por dentro nos arañaba hasta llegar a las entrañas de cada pedazo de nuestra alma desgarrada.
No nos faltaban lágrimas, solo fueron los enredos de las almas, que se van deshaciendo con el paso de las espinas cayendo al suelo.
II.
Las rosas se han podrido. Se deshacen los caminos y el suelo se quiebra mientras sentimos cómo las piedras rojas se clavan en cada pedazo de esperanza.
Se enredan nuestros dedos y más aún nuestras almas.
El suspiro etéreo fue el caos del dolor encogido, nos comía por dentro dejando atrás nuestro vuelo. Y es que tronábamos tan fuerte, pero tan fuerte, que solo se escuchaba el silencio entre nuestros cuerpos.
Animismo.
Han vuelto los ángeles (han vuelto sí, han vuelto)
Han vuelto con el destino entre sus manos.
Y se ríe Dios de la condena de morir en tristeza.
Han vuelto los ángeles, y mira cómo la Luna nos mira.
Han vuelto con su sentencia, pero han vuelto rotos.
Y mírala como no camina ni va ni va, mas sola
llora sin parar, porque los ángeles la han venido a buscar.
Y es sentencia de Dios, condena de Dios, con sus caminos
inescrutables llenos de martirio divino en vida para morir viviendo.
Y que nos salve la lejanía de la muerte y nos lleven los ángeles.
Que nos lleven lejos lejos, mientras el alma sea viuda de su tristeza.
La fe se prende ceniza.
Te irradia la pena y el sueño,
y con poleas el crucifijo
tambalea; se desprende
y cae convirtiéndose en arena.
Mientras la fe se prende
ceniza y el viento la agita
suave hacia el océano
y sus tumbas de sirena.
Se prende la llama
de la desesperanza.
Y con una melodía muerta
de amapolas roídas y
de primaveras desérticas,
sube la marea que se besa
con las rocas, se choca,
se frena, se hechiza,
vuelve y llora haciéndose
polvo las corrientes,
haciéndose sequía y muerte.
Y junto a ella, un silencio
de tinieblas y arena,
un silencio que se quiebra.
¡Un silencio en el que grita
"Dios todo poderoso,
desprende toda la pena de mí,
aunque hayas muerto para hacerme vivir"!
Y se frena, con una voz débil
rezando basta, en el caos
de la culpa de la manzana.
Se calla la naturaleza.
No hay alabanzas,
los ángeles miran su muerte
y guardan sonido, pero
el silencio marchito
descose los ríos con ojos
fermentados de esmeraldas.
Se calla con frío en los huesos
y con tensión en el pecho.
Vibra el universo entero.
No hay mañana solo frío eterno,
que se descompone con la plenitud
de la inexistencia y su finitud.
Lacayos coros
Soy una desolada en mares de vientos y gritos
con las ruinas acelerando el latido, penetrando
en mis instintos con cálido frío, frío amor.
Soy una desquiciada que a la quitan media vuelta,
no soporta verte ahuyentar hienas de media cara
arrancada, aturullada, descosida, medio amada.
Y así despegan con mis uñas sus lacayos coros
de amapolas en ofrendas de susurros en los que no
nacen ni las bestias que se lamen los ojos.
Y a tanta presión como sobresale tu estupor
o emoción, entierras cada primavera de pasión.
Y más a la cara de la Luna llena,
le gritas a tus impostores desleales
la decepción que merma en tu interior,
como si de un momento a otro reventasen
tus entrañas en una expresión de dolor y amor.
La caperuza del alma.
Y a tantos años y tantas horas, desde que la Luna
salía a despertarme con sollozos en la nuca;
rascaban mis ganas por despertar de las tinieblas
y las lagunas herméticas del sol, mientras mi alma se perdía
por los jardines de la muerte viviendo mientras lloraba.
Y mientras lloraba la caperuza del alma dormitaba
y se reforzaba con sábanas blancas de hierro.
Así los amaneceres emergían oscuros.
Y mi pelo, mis vertientes, mis ganas
se hacían invisibles, traslucidas y fugaces
ante los ojos de los demonios y sus huracanes.
Y así, el alma lloraba sola, fugitiva de la vida,
sin rasguños ajenos que no fuesen los suyos,
y vacía con ecos de dolor reincidentes.
Inherente.
Inherente y sustancialmente perfecto
el vacío que recorre sus huesos.
La metamorfosis