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No hay tigres en Islandia
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Libro electrónico467 páginas6 horas

No hay tigres en Islandia

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Información de este libro electrónico

Carlos no está contento con su vida, pues nada funciona bien. Su madre sufre una grave enfermedad y parece que cada día es el último, su mejor amigo resulta ser un traidor, la carrera en la que está matriculado no lo motiva y un accidente lo deja temporalmente postrado. Así que decide cortar lazos con todo y dedicarse a su verdadera pasión: ser un hacker informático. Dado que dispone de todo el tiempo del mundo mientras se recupera, se convierte en el Tigre Solitario, el rey de Darknet, el internet de los delincuentes.
Poco a poco, consigue derribar todas las barreras invisibles hasta colarse en las bases de datos más protegidas del mundo. Eso incluye la de Los Ministros, una organización que reúne a las personas más influyentes, las que mueven los hilos en la sombra. Todo resulta emocionante hasta que ponen precio a su cabeza y, a partir de aquí, las cosas empezarán a complicarse.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 abr 2021
ISBN9788412509014
No hay tigres en Islandia
Autor

Jordi Pujolà Negueruela

Jordi Pujolà (Barcelona, 1972) es licenciado en Economía y trabajó quince años como directivo en el sector inmobiliario. Al cumplir los cuarenta dejó esa ocupación, vendió su piso, cambió el BMW por una bicicleta destartalada, se fue a vivir a Islandia y empezó a escribir a tiempo completo. Ha publicado tres novelas: Necesitamos un cambio. El sueño de Islandia (Camelot, 2015), El barman de Reykjavik (Camelot, 2017) y la presente No hay tigres en Islandia (Velasco, 2022).

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    No hay tigres en Islandia - Jordi Pujolà Negueruela

    PRIMERA PARTE

    La muerte es una bendición

    1

    Carta del Tigre Solitario en Darknet:

    ¿Cómo sería un mundo sin internet?

    Pues si la gente se impacienta cuando la conexión es lenta o se interrumpe unos instantes, te lo puedes imaginar cuando no funciona durante tres días, un auténtico desastre.

    Me convertí en un pirata informático porque mi vida en el mundo real era un infierno, todo hay que decirlo. Así es como empecé a desarrollar mi fobia social. Más vale que diga que siempre he sido más de teclear que de hablar y con hablar conmigo mismo tengo bastante. Odio el contacto con la gente. En cambio, me fascinan las cosas que no se ven, como el fondo del mar o Darknet, el internet de los delincuentes.

    Ya nadie escribe cartas, los libros de papel están en capilla y los siguientes en caer serán la televisión y los cines. Qué pena.

    Cuando aprendes a estar solo, no necesitas mucho más y te vas aislando, sumergiéndote poco a poco.

    Por otro lado, los hackers somos los únicos que podemos salvar el mundo, en serio. Sin nosotros, nunca saldrían a la luz escándalos que ponen los pelos de punta. En realidad, los más poderosos dirigen a la población como ganado y a los políticos como actores. La información pública está manipulada, os lo aseguro. Y a ello hay que sumarle las maniobras de distracción (política, deportes, redes sociales…), de lo más cínicas, por cierto. Nada ha cambiado bajo el sol; seguimos siendo esclavos, pero del siglo 

    xxi

    . De hecho, la tecnología no está pensada para facilitarnos la vida, sino para que pensemos lo mínimo posible. Eh, hacen con nosotros lo que quieren y aquí nadie se entera de nada. Conspiración total. Por eso desprecian a los hackers. Somos ese mosquito engorroso que zumba en sus oídos. Y eso me gusta. Así que no me odiéis demasiado; tratad de comprenderme porque, en definitiva, estoy trabajando para vosotros.

    De pronto, una mañana la humanidad despertó sin internet y el mundo se paralizó.

    Nunca en la historia de internet se había producido un fallo semejante. La gente piensa que algo es imposible porque jamás había sucedido antes, esperan que los patrones se repitan una y otra vez; sin embargo, eso es un grave error, la vida está en continuo movimiento y depara sorpresas. Cae un meteorito y mueren los dinosaurios, bajan los precios de los pisos en picado, un virus deja en confinamiento a medio mundo, los turistas dejan de viajar, los enemigos acérrimos se besan en la boca, el presidente de los Estados Unidos es un negro con apellido árabe, lo que era saludable ahora resulta cancerígeno, etcétera.

    —Internet ha caído —informó al presidente el mejor técnico informático de su gabinete.

    —¿Eh? ¿Cómo es posible? ¿No se puede arreglar?

    —Han sido los hackers, señor. Lo estamos intentando.

    —¿Un virus?

    —No, se trata de un apagón mundial. Los rusos, los chinos, los australianos… están igual de…

    —... jodidos —acabó el presidente por él dando un golpe a la mesa.

    Hoy en día todo se conecta a internet. Aquella mañana los ordenadores, teléfonos móviles, tabletas… eran dispositivos inútiles. Sin internet no servían de nada. La luz verde de los rúteres se apagó durante un tiempo que a muchos les pareció infinito; no funcionaban ni la radio, ni la televisión, ni el teléfono, ni la calefacción, ni el agua caliente…

    Los transportes públicos —trenes, aviones, autobuses…— paralizados, solo circulaban los vehículos privados y a bocinazo limpio. El caos se apoderó de las ciudades. Los trabajadores no podían fichar; los turistas no podían regresar a sus hogares; las luces de los rascacielos, de los semáforos, de las tiendas… se apagaron; las máquinas de las fábricas callaron; las plantas eléctricas, nucleares, depuradoras… quedaron desiertas; los sistemas de seguridad, inoperantes. Algunos presos se fugaron de las cárceles y otros tantos locos de los manicomios. Los vándalos saquearon los grandes almacenes. Se anularon millones de operaciones quirúrgicas. Las señales de los satélites se perdieron en el espacio y las aeronaves sin piloto se estrellaron: una verdadera catástrofe.

    Por consiguiente, se tuvieron que restaurar los sistemas con cables y sin dependencia de la red y volver a las instalaciones antiguas. El Ejército norteamericano recuperó ARPANET, el prototipo utilizado por académicos y militares en los años ochenta del siglo xx que fue el embrión del internet actual. De esta forma, se restableció la actividad en escuelas, hospitales, plantas energéticas y servicios de primera necesidad.

    Las empresas medianas y pequeñas volvieron a la libreta y el bolígrafo; no obstante, a las grandes les fue imposible arrancar, dada la dependencia de sus sistemas a internet. Cuanto más caros y complejos, peor. Los empresarios se sintieron estafados. ¿Cómo es que nadie ha previsto este desastre?

    En medio de la anarquía reinante, la prensa descubrió que solo hay dos órganos de control y supervisión de internet, que están dirigidos por voluntarios. ¡¿Dependencia total de una tecnología gestionada por voluntarios?!

    El ciberataque se había dirigido al sistema que interconecta las redes de ordenadores de todo el mundo. La red matriz había caído y con ella se habían perdido los buscadores, los datos almacenados, las copias de seguridad, los dominios y su indexación, los blogs, etcétera. Lo que no se conservara de manera física era irrecuperable. Adiós a las fotos, las películas, los contratos, cualquier archivo guardado en la nube. Cuando se restableciera internet, habría que empezar de cero.

    La mayoría de los Gobiernos pusieron a trabajar a sus mejores expertos contra reloj para buscar una solución. Al tercer día, fueron tres brillantes estudiantes de Harvard los que presentaron ante el mundo el nuevo internet, más rápido, más potente y, sobre todo, más seguro. ¡Salvados!

    La actividad mundial volvió a la normalidad. El inicio resultó complejo y laborioso, hubo que adaptar los ordenadores y programas a la nueva tecnología, pero pronto quedó patente que superaba con creces la versión anterior.

    Asimismo, hubo ecuanimidad en que el nuevo internet fuese gestionado por una empresa privada que contara con los mejores profesionales del mundo y velara por su seguridad.

    El representante de los hackers del momento, un tal Kennedy, negó que ellos tuvieran nada que ver con el ciberataque.

    «Tenemos que cuidar de internet como si fuese nuestra propia piel porque es el medio de contacto más utilizado del mundo. Todo pasa por aquí: las videoconferencias, las clases virtuales, las redes sociales, las series, las películas, la música…».

    2

    Carlos se despierta algo desorientado. Me quedé demasiado rato navegando por internet, piensa. Primera sensación del día: calor; pero luego se acuerda de que está de vacaciones en el apartamento de verano. ¡Hurra! ¡Por fin se acabó el instituto! Echa un vistazo al teléfono móvil sobre la mesita de noche, las legañas nublan su vista como moscas. Agua, necesita agua. Tiene la garganta seca. Bebe un trago de la botella que tiene a los pies. Qué asco, caliente como meada de gato. Necesita espabilarse. Pone una canción de Rich Chigga, ese rapero indonesio que aprendió inglés con vídeos de YouTube (la mejor universidad del mundo; si no está en YouTube, no existe) y que ahora, a los dieciocho años, se codea con los mejores raperos del planeta; aunque para su padre, lógicamente, Rich Chigga es un dolor de cabeza.

    La habitación no está muy ordenada, pero es lo que pasa con la gente creativa. Además, ¿de qué sirve limpiar si al poco rato se ensucia? Las paredes están cubiertas de pósteres de cazas de combate y coches de Fórmula 1, Fernando Alonso en primera línea; en los estantes descansan los trofeos de karts (llenos de polvo) que ha ganado y en la mesita hay tres pantallas conectadas al ordenador (con el protector de los Anonymous) y una alfombrilla con su ratón. Cuando acaba la canción ya está listo para vestirse. ¿Qué se va a poner? Camiseta, bañador y unas chancletas. Sale al pasillo. No hay moros en la costa. Milagro, el baño está libre. Se mira la cara en el espejo. Su cara está hinchada como una patata. ¿Por qué nos levantaremos así?, se pregunta: las marcas de la almohada, un ojo aquí y otro allá, los pelos de punta… Abre el grifo, mete la cabeza bajo el agua, un minuto fresquito, luego se seca, se peina y listo.

    Cuando entra en la cocina, ya tiene lista la fruta sobre la mesa. Cree recordar eso desde que tiene uso de razón. Es que el puñetero de mi padre lo quiere controlar todo, piensa. Pela el kiwi, lo corta y lo pone en un bol como si fueran niños pequeños. Aunque de pequeños nada, él tiene diecisiete años y su hermano quince. Sabe que es la única forma de que se lo coman. Christian todavía no se ha levantado, ese es más vago que él. Pero eso no es lo peor; lo que lo está matando, destrozando psicológicamente, son los suspiros agonizantes que salen de la habitación de su madre como dardos envenenados. Aunque no quiera, su cerebro los capta de todos modos y crispan sus nervios, vaya que sí, nota la tensión en los hombros, los pelos de la nuca erizados. Menuda desgracia que les ha tocado vivir. Qué golpe más fuerte para un adolescente. ¿Cuánto tiempo lleva enferma? Le diagnosticaron el cáncer hará medio año. Medio año de suplicio para la familia. Cada vez que la ve estirada en la cama le rompe el corazón. ¿Cómo acabará esto? Pues como el rosario de la aurora. No lo quiere ni pensar.

    Se sienta con resignación y ve a Máximo, su progenitor, paseando por la pequeña cocina de baldosas blancas como si ya se hubiese acostumbrado a los suspiros de su esposa. Dios, ¿cómo se puede uno acostumbrar a eso? Cada vez que la oye, Carlos piensa que esa respiración entrecortada y sibilante será la última. Le entran ganas de ir corriendo a la habitación de la madre y preguntarle si está bien. Pero la enfermera está con ella. Se supone que si le faltase el aire o algo así los llamaría. Debe tranquilizarse. Máximo aguanta el teléfono móvil con la mano izquierda en la oreja derecha. Si no fuera por la gravedad de la situación, se reiría un poco. Al igual que la mayoría de los diestros, es un total inútil con la izquierda. Es un tipo grande con barriga y bigote. Lleva el teléfono y una pequeña libreta, probablemente el pedido de patatas. ¡Dichosas patatas! Le gustaría que no gritase ni se moviese tanto. Lo pone nervioso. ¿Por qué la gente se pone a caminar cuando habla por el móvil? Parece que les den cuerda. Ojalá mi padre no tuviera esa mierda de chiringuito de patatas fritas, piensa. Inspecciona los trozos de kiwi con el tenedor. ¡Qué asco! Demasiado maduro. Se mete uno en la boca y le entra una arcada. Lo peor es ese piquito que tienen arriba. Esto es ridículo. ¡Tiene casi dieciocho años y, aun así, no hay forma de negociar con el viejo! El kiwi es sagrado, dice. ¿Por qué? Porque cree que se tiene que comer fruta en ayunas para hacer de vientre cada día. Cuando el hijo protesta, él le suelta la perorata de que cuando se muera ya lo echarán de menos, que se preocupa demasiado por ellos. Lo que omite es que no ha superado la prueba de esfuerzo y el cardiólogo se ha echado las manos a la cabeza al ver sus índices de colesterol y presión arterial. Carlos supone que su obsesión, porque no se puede llamar de otra manera, proviene de que su pobre madre tiene cáncer de colon. Aunque para cabezota, ella; es técnica especialista en radioterapia y se niega a someterse a tratamiento.

    Qué rabia, los padres siempre se la dan de democráticos, que si las votaciones en las reuniones de la escuela, la comunidad de vecinos, el Parlamento…, pero luego en casa son más tiranos que esos dictadores de repúblicas bananeras que tanto censuran, se dice. ¿Por qué los hijos tenemos que acatar sin discusión todas sus decisiones o si no ya sabes dónde está la puerta? ¿Quién paga la hipoteca, chaval?, te amenazan. Y eso no hace más que generar frustración en los adolescentes. Los padres son unos hipócritas. Además, limitan los horarios de uso de teléfono, ordenadores… y ellos no lo respetan en absoluto. Son tan adictos a la tecnología como nosotros. En cuanto su teléfono los llama con un sonido que parece un encantamiento, lo dejan todo y corren a ver qué es (la mayoría de las veces un simple like de Facebook). Es que la humanidad no tiene remedio, piensa.

    Hace tiempo que pasan los veranos en Castelldefels. Siempre alquilan el mismo apartamento cerca de la playa, y su padre cierra el restaurante de Barcelona (en agosto la ciudad es un desierto) y abre el chiringuito. Solo vende patatas fritas, pero con todo tipo de salsas: kétchup, mayonesa picante, brava especial, mostaza, bearnesa… Lo cierto es que es una idea brillante porque la materia prima es barata y deja mucho margen. Gana pasta larga, eso no se puede negar. Todos los chavales de su edad van a comer ahí después de salir de la discoteca. Sin embargo, la mayor parte de los ingresos se emplean en medicinas y en la enfermera que cuida de su madre Inés.

    En ese chiringuito se forma una larguísima cola a última hora de la tarde y el cocinero asoma la cabezota por el ventanuco como si fuera un tren (por el tejado sale un humo espantoso) para entregar los cucuruchos de papel aceitoso y cobrar. Disfruta con ello, se le nota a la legua, y también los clientes, que se tronchan de risa con sus disparatadas bromas. Menudo padre más cachondo tienes, le dicen. Se nota que no lo conocen bien, no cambia el aceite hasta que parece chapapote. Es tan honrado como un vendedor de coches usados. Aunque es mucho más sociable que Carlos o su madre, eso lo tiene que reconocer.

    Lo único es que el local es una lata de sardinas. Adentro no paran de darse empujones, pisotones y patadas. Guerra subterránea. Adicionalmente, el calor y las salpicaduras de aceite hirviendo en las manos. En resumen, odia pasarse la tarde frente a la freidora y perderse la disco. Su hermano y él se turnan. La voz del padre retumba en las paredes con cada pedido. Ojalá no lo viesen sus amigos con ese gorro ridículo. Lo llaman míster Chip. ¡Perros de amigos!

    Por consiguiente, no le queda más remedio que echar mano de su imaginación, en eso no le gana nadie: pensar que está en la sala de máquinas de un barco. Cada palada de patatas congeladas a la freidora es una palada de carbón a la caldera. En un naufragio, los de la bodega son los primeros en ahogarse. Así es la vida; los pobres son los que tienen los peores trabajos y cobran menos (la ideología socialista la ha heredado de la madre, Máximo es de derechas). Se hace su película y eso lo ayuda a seguir adelante. Es que si no, la realidad sería insoportable. No hay que contar con la ayuda de nadie para no decepcionarse. Su lema es: «No te metas en un problema del que no puedas salir por ti mismo». Hay pocas personas en las que puede confiar: sus padres, su hermano y su amigo Jon.

    Su hermano, Christian, es un fanático de Japón y asegura que, en cuanto pueda, se marchará y enviará las patatas y los kiwis a la porra. Bien dicho. Por su parte, Carlos está convencido de que será el nuevo Bill Gates. Sus sueños son tan ambiciosos que no se atreve a confesarlos —su madre le contó que los hindúes no explican sus sueños para que la gente (los aguafiestas y los naysayers) no los desanime con su derrotismo—. Se reirían, y ya se burlaron bastante de él cuando era un niño tímido e inocente. Qué se le va a hacer, nació demasiado sensible, hacía cosas cursis y lloraba con facilidad. Bueno, todavía lo es un poco, pero por lo menos ya no lo demuestra en público. Solo con su madre. Ella dice que todos somos sensibles, lo que pasa es que unos lo demuestran más y otros menos.

    ¿Cuáles son sus planes? Pues en otoño empezará telecos, aunque ha entrado por los pelos. Se le dan bien el inglés y las matemáticas porque son asignaturas de empollar poco. Sus profesores dicen que si se esforzara un poco más, sacaría muy buenas notas, lo típico; pero trabajar demasiado puede ser perjudicial. Hay gente que se pasa media vida trabajando y luego la atropella un trolebús y no disfruta de nada. Además, necesita tiempo para hacer timos en internet y sacarse un dinerillo extra. Lo que les paga su padre en el chiringuito es una miseria. En la red utiliza todo tipo de malware. No obstante, el que mejor le funciona es el 419, el del general nigeriano que quiere abrir una cuenta en Europa para transferir sus fondos de minas de oro y diamantes y necesita a algún primo que le haga las gestiones y un depósito a cambio de una suculenta recompensa (que, claro, al final nunca llega). Es que la gente no escarmienta. ¿No saben la regla de que si algo suena demasiado bueno para ser verdad probablemente no lo sea?, se dice.

    Y los videojuegos también se le dan bien. Grandes esperanzas guarda en convertirse en un programador de prestigio. Es increíble, las horas pasan como minutos frente al ordenador. No solo jugando. Está diseñando un juego que le dará mil vueltas a Minecraft y lo hará millonario antes de cumplir los veinte. El único que lo ha probado es su amigo Jon y le ha encantado. Jon, de padre vasco, estudiará Arquitectura. Los amigos lo llaman John Lennon y están convencidos de que diseñará una ciudad jipi donde todos llevarán el pelo largo, ropa blanca y sandalias como él. Es de izquierdas como Carlos, la diferencia es que sus padres viven en Sarrià y son ricos.

    La otra opción de Carlos era entrar en la academia de pilotos de avión. Desde que vio Top Gun no ha parado de darle vueltas al asunto, pero es carísima. A no ser que ingresara en la escuela militar; pero los militares, los maderos y todo eso no le van para nada. Así pues, por ahora, no le queda más remedio que vivir bajo el techo de sus padres y seguir las mismas reglas. Hace tiempo que aprendió que quejarse no sirve de nada. En la vida solo hay dos opciones: o lo tomas o lo dejas.

    Vuelta a la realidad. Oye el ruido del teléfono, la libreta y el lápiz al caer sobre la mesa supletoria en la que está comiendo el kiwi a ritmo de caracol. La sombra de su padre lo cubre por completo, una silueta monstruosa.

    —Hoy te toca trabajar en el chiringuito, ya lo sabes, ¿no?

    —Oh, qué gran honor —dice mientras sigue con la mirada la manaza del padre, que se posa sobre su hombro. Luego mira la barrigona con descaro. Para que se entere. Cuando alguien te cae mal, te fijas en sus defectos. Es natural, piensa.

    Puede sentir su aliento a café. Dios sabe cuántos se toma al día.

    —Con todo el respeto, padre. Yo quiero ser programador informático. Nada que ver con las papas fritas. —Se peina el flequillo que le cae por la frente, ondulado y castaño, hacia un lado.

    Máximo toma aire y ladea la cabeza conteniendo su temperamento. La que le va a caer ahora.

    —Oye, ¿verdad que has visto Karate Kid? El chico se pasa la primera parte de la película lavando coches. —Carlos suspira, agacha la cabeza y se tapa la cara con la mano. Otra vez la misma historia, no, por favor.

    —Yo no quiero lavar coches, quiero conducirlos, a ver si te enteras.

    Máximo acerca la boca a su oreja:

    —No seas vago, Carlos. Para hacer cosas divertidas también hay que hacer cosas aburridas, se complementan. Es como la comida. Para comer hamburguesas y perritos calientes, hay que comer también fruta y verdura. Se tiene que comer de todo, chico. Por mucho que te guste algo, si lo comieses cada día, al final lo aborrecerías.

    —Yo nunca aborreceré las hamburguesas del McDonald’s. —Se ríe.

    —No digas chorradas, hijo. Además, las tareas aburridas, aunque debo decirte que yo me divierto mucho en el chiringuito, son las que estimulan la creatividad. No pain, no gain! Si quieres destacar, tienes que ponerte las cosas más difíciles que el resto. Lo has oído, ¿verdad? —Sí, mil veces lo ha oído, pero en su cabeza resuena la canción de Bon Jovi, It’s my life—. Todos los que han triunfado eran personas normales que las han pasado canutas al principio; sin embargo, la gente solo ve la punta del iceberg: el éxito. ¿Acaso te crees que me voy a pasar la vida friendo patatas? —Se le iluminan los ojos (pequeños y vivaces)—. Pues no. Te prometo que un día tendré restaurantes con estrella Michelin repartidos por todo el mundo. Ahora bien, soy consciente de que primero debo comenzar desde abajo, como tú. —Sonríe—. Ya tendrás tiempo de ir a la discoteca. —Y empieza a bailar moviendo alegremente las piernas. Carlos se queda mirándolo, frunce el ceño y dice:

    —Oye, padre, ¿qué te pasa en las piernas?

    Máximo deja de sonreír y se larga. Siempre ha sido un devorador de libros de autoayuda y motivación. Y lo cierto es que es un cocinero talentoso, eso nadie puede negárselo. Además, superdisciplinado y ordenado (lo contrario que Carlos, caótico por naturaleza). Dos años atrás, envió su currículum a tres restaurantes de prestigio y los tres querían contratarlo. Pero luego se lo pensó mejor (es muy codicioso) y decidió ponerse por su cuenta, típico de él.

    Tras el desayuno Carlos entra en la habitación de su madre. Necesita alejarse de los berridos del padre. Ese hombre está chiflado, piensa. Parece que hay tranquilidad aquí. El balcón está abierto, se mueve la cortina y entra un rectángulo de sol. El olor a medicamentos y desinfectante no logra disfrazar el de las fístulas supurantes. Y luego está la cuña. Ese cubo con forma de orinal para las heces. Por mucho que hagas, el aire de esta estancia siempre está viciado. El caso es que, a pesar de hacer un calor sofocante, para él es como entrar en la cámara frigorífica de un matadero.

    En la cómoda hay un paquete de gasas, las fotos de los dos hermanos cuando tenían diez y ocho años y un transistor. La radio con antena de tubo (de esas que ensambla un tramo con otro) siempre en marcha; por lo general, anclada a una estación de música clásica. En la estantería hay libros de medicina, novelas románticas —como Nunca me abandones—, de yoga, taichí, meditación… Y en la esquina se ha quedado su caballete huérfano, ciertamente un poco deprimente porque ha dejado de pintar y otrora rebosaba una actividad frenética. Hay algún cuadro suyo en la pared, la mayoría de naturaleza o figuras de Buda con un ojo en la frente.

    Está despierta y la enfermera deja de leerle, sonríe y le cede el sillón junto al cabezal. Inés conserva todo el cabello, antes dorado, ahora blanco; se cortó la melena al diagnosticarle el tumor. Está delgada y macilenta. No hace falta que el médico afirme con rotundidad que, si no se opera de manera urgente y se somete al tratamiento, el final es inminente.

    Carlos coge su mano venosa y ella sonríe. Se va despidiendo poco a poco. La rutina de cada día. La enfermera ha salido al balcón a fumar un cigarrillo. La voz del vendedor ambulante de helados se impone al Réquiem de Mozart:

    —¡Hay helado! ¡Al rico bombón helado!

    El grito crispa los nervios de Carlos, que se resquebraja como un cristal.

    —¿Qué pasa, hijo?

    —No quiero ir más a ese puñetero chiringuito de patatas fritas.

    La madre mira hacia el techo y sonríe como si encontrase el comentario gracioso.

    —Carlos, en eso tu padre lleva algo de razón. Todo, de alguna forma, está comunicado, aunque aparentemente no tenga nada que ver.

    —Yo quiero ser como Bill Gates —dice hinchiendo el pecho y arqueando una ceja.

    —Mira, hijo, aunque sea difícil de creer, cada vez que estás frente a la freidora, estás trabajando para convertirte en un genio de la informática.

    Carlos frunce el ceño y suspira. Ya estamos con esas. Mejor cambiar de tema:

    —Madre, dijiste que si cancelaba los pensamientos negativos, los eliminaría, estaría a salvo de ellos. —Carlos no le suelta la mano, fría y huesuda, pero se lleva la otra a los ojos para secarse las lágrimas que se le han saltado a traición y bajan a toda prisa saladas y calientes. Llora más de rabia que de pena. Suspira, cierra los ojos y curva los labios hacia abajo.

    —Llora, hijo mío, descarga tus emociones antes de que se vuelvan contra ti —empieza la madre a decir, dosificando sus energías; trata de sonreír con sus labios secos, mostrando los capilares de los párpados—. Claro que hay que librarse de los pensamientos negativos, qué cosas dices. Hay que cancelarlos cuanto antes. Mira, yo me he enterado demasiado tarde —dice sin reproche, casi bromeando—, pero hay cosas inevitables en la vida. En este mundo todo tiene un comienzo y un final, en cambio el universo es infinito. La materia se transforma continuamente. Cuando un ser muere, el viento lleva sus cenizas a las montañas, a los glaciares, a los prados, al mar… Y el espíritu regresa al universo. Hijo, no te puedes imaginar la belleza de ese ciclo.

    —No digas eso, madre. No tienes ni cincuenta años. —Niega con la cabeza y cierra los ojos. Lágrimas otra vez. ¿Será posible? Curiosamente es su padre el que siempre dice que ya lo echarán de menos cuando no esté y él le importa un bledo. A la que adora con locura es a su madre. Sin embargo, ya lo ves, ella se da poca importancia, piensa. ¡Lo que hay que aguantar!

    Lo que es evidente es que Inés tiene una idea muy budista sobre la vida y la muerte, piensa que todo procede del universo, que los seres van a la Tierra para cumplir una misión —las estrellas, las nubes y el sol no son más que un decorado— y que después, al morir, regresan al universo. Según ella, cualquier partícula que se desprende del universo lo contiene todo en su interior por muy pequeña que sea.

    Pero eso para un chico de diecisiete años es incomprensible. Él solo quiere que su madre se cure y vuelva a ser una persona normal (ahora se ha convertido en una anciana de ojos hundidos que pesa menos que una momia). Inés es la única persona a la que le permite verlo llorar. Ella jamás se burlaría de él, siempre lo ha escuchado como a un adulto. Y lo más importante: lo quiere incondicionalmente. Todo el mundo tiene a alguien que lo quiere, sea como sea, esté donde esté, y esa es su madre. No hay más reina en el tablero. No debe olvidarse.

    —Ya comprendo que es duro, Carlos. Perdóname, hijo. Es peor para vosotros que para mí. —Suspira de forma cansina—. Yo he vivido muy feliz junto a tu padre. ¡Ah, nunca nos hemos privado de nada! Siempre hemos comprado en las mejores tiendas, viajado por todo el mundo, ido a buenos restaurantes…; en resumen, hemos realizado nuestros sueños y, además, qué voy a decirte, tenemos a los mejores hijos del mundo. —Sonríe sin perder la dulzura—. ¿Qué más se puede pedir? Pero, ahora, ah, caramba, estoy cansada —dice tragando saliva con dificultad y mirando la pared de papel pintado con florecitas—. La verdad es que tengo ganas de liberarme de este cuerpo enfermo y ver de una vez lo que hay al otro lado. Lamento decirlo, hijo mío, sé que soy egoísta; pero es así.

    —Mamá, por favor, ¿por qué no haces caso a los médicos? Tú eras técnica en radioterapia y salvaste muchas vidas. ¿No podrías ahora salvarte a ti misma? —pregunta el hijo entre sollozos.

    —No serviría de nada, Carlos. ¿Crees que no lo haría si fuera a funcionar? El problema está en mi mente. —Señala su cabeza con el dedo huesudo—. Sé que algo se rompió aquí hace tiempo y volverá a causar la enfermedad tantas veces como se repare. Y deja de morderte las uñas, vas a destrozarte los dedos.

    —¿Eh? ¿Qué es lo que se rompió hace tiempo? Has dicho que tuviste una vida feliz con papá. —Carlos deja de llorar y sus ojos verdes se abren como el objetivo de una cámara, casi se puede ver una llama en su interior.

    Silencio por respuesta.

    —Lo sabía. Fue culpa de papá. ¿Qué te hizo? Madre, dímelo, por favor. Necesito saberlo.

    Su madre cierra los ojos, se rasca la nuca nerviosamente y, por un momento, parece que el recuerdo también la entristece. Después fuerza una sonrisa y recupera su semblante amable. Le aprieta la mano.

    —No fue su culpa, Carlos —dice negando. Sus flácidas mejillas se balancean de un lado a otro.

    Carlos sabe que está mintiendo.

    —Para cabezota, tú, ¿eh? Y luego me llevo yo la mala fama.

    —Anda, no te preocupes más, hijo. No hay que luchar contra el destino.

    —Inés, ¿en serio crees que vas a estar mejor en el otro mundo?

    —Sí, pero siempre estaré con vosotros. Cuando mires al mar, a las montañas nevadas o a los pájaros volando en formación, ahí estaré yo. Somos energía, hijo, y la energía nunca desaparece, se transforma.

    Tiene que reconocer que su madre adora la naturaleza y pintaba cuadros muy bellos, pero desvaría un poco.

    —Mamá, en serio, me duele mucho que te vayas a morir. —Tras decir esto suelta un gemido y agacha la cabeza; deja que su madre acaricie su cabello frondoso. Se siente como en el útero materno. ¿Qué será de mí?, piensa.

    Después de lavarse la cara en el baño, se mira en el espejo, cierra los ojos y, aunque sea egoísta por su parte, toma una determinación: va a hacer todo lo posible para que su madre se opere. Este es mi objetivo en la vida desde ahora, se promete. A continuación, sale de casa y llama a la puerta de Jon, el apartamento de al lado. Ya lo está esperando con su bañador de flamencos y una toalla al hombro. Carlos se pone sus Ray-Ban, como si eso pudiera desinflarle la cara. Otra vez como una patata. Al final lo van a llamar míster Chip con razón. Salen a la calle y se encaminan hacia el mar. Se conocen tanto que apenas necesitan hablar. Jon sabe que la charla con su madre de cada mañana lo deja hecho polvo. Se agradece que no te empiecen a acribillar a preguntas cuando estás jodido, piensa

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