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Basura
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Basura

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¿Cómo ha cambiado nuestra basura en el transcurso de la historia? ¿Cuáles son los procesos de reciclaje? ¿De quién es la basura? ¿Cuáles son los mayores vertederos del mundo? ¿Cómo funcionan las incineradoras? ¿Dónde va el contenedor amarillo? ¿Qué hay de cierto en «para qué voy a separar la basura si al final lo juntan todo»?
Desde los vertederos romanos como Monte Testaccio hasta las modernas incineradoras, la historia de la basura concurre en paralelo con la nuestra; nos describe como sociedad, cuenta cómo vivimos y cómo somos. Y, aun así, es un tema muy desconocido y rodeado de falsos mitos.
En esta obra, el ingeniero Jesús Paniagua aborda el desconocido mundo los residuos de forma amena y rigurosa. Nos iniciaremos en su historia, desde el mundo rural a las grandes urbes; la logística de recogida y almacenamiento; los procesos de separación y clasificación; las distintas industrias de reciclaje... Un libro fascinante, con una amplia documentación gráfica, que le dará una visión global sobre este sector y sus perspectivas de futuro, y responderá a preguntas tan cotidianas como a dónde va la basura cada noche.

«La invisibilidad de la basura es algo sorprendente: bajamos, abrimos el contenedor, ¡y ya! Desterrando mitos, con excelente documentación y un lenguaje sencillo, este libro nos ayuda a entender qué ocurre con ese producto inevitable de nuestra civilización». Pedro L. Rodríguez Egea, científico investigador, ibmcp - Valencia.
«Muy recomendable. Un libro muy completo que ayudará a entender un sector poco conocido y bastante más complicado de lo que parece». Sylvain Cortés, director de Tratamiento de Residuos, Grupo fcc.
«Es necesario conocer la trastienda de la civilización: podemos ponernos todo lo exquisitos que queramos, pero mañana por la mañana habrá otros cuatro millones de toneladas de residuos para gestionar. Y la basura no miente». José Carbonell, secretario técnico del Colegio Oficial de Ingenieros Agrónomos de Levante.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento22 feb 2022
ISBN9788417547769
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    Basura - Jesús M. Paniagua

    Introducción

    El mundo es infinitamente complejo. Nuestro conocimiento del mundo es finito y, por tanto, siempre incompleto.

    Lo fantástico es que funcionamos bastante bien en el mundo a pesar de que nunca lo entendamos del todo.

    Benjamin Kuipers

    Razonamiento cualitativo: Modelado y simulación con conocimiento incompleto.

    Mis amigos no saben muy bien a qué me dedico. Saben que soy ingeniero, pero incluso eso no es algo que esté del todo claro (porque en realidad, ¿qué narices hace un ingeniero?). Y cuando añades que trabajas en ingeniería ambiental, enseguida piensan en plantas y flores. Pero la verdad es que no, que habitualmente la ingeniería ambiental es otra cosa. Trata más bien de todo lo que hacemos para quitar de en medio nuestros deshechos: cómo tratar las aguas residuales, los gases contaminantes y los residuos sólidos, o sea, la basura. Y —como ya adivinó por el título— es de esto último de lo que trata este libro: ¿qué pasa con nuestra basura?

    La verdad es que este es un tema muy desconocido. Sobre este asunto suele haber ideas vagas y bastantes mitos, y en realidad a la mayor parte de la gente lo único que le interesa saber sobre la basura es que desaparece todos los días. Vale, pero ¿acaso va a algún otro sitio…? Realmente, si se para a pensar, es un tema interesante, como tantos otros que sostienen nuestra forma de vivir y de los que a veces sabemos poco (cuestiones del tipo «¿cómo lo hacen?»: cómo se produce la electricidad, de dónde sale el agua potable, cómo se obtiene el hierro o cómo se cultivan miles de toneladas de maíz… Cosas así). Cuando hablo de esto con mis amigos —y no suelo hacerlo— en general lo desconocen, y no es que sean personas poco formadas o poco curiosas, todo lo contrario; es que este es un tema que se ignora de forma general e incluso diría que voluntaria.

    En un momento en que obtener información es más fácil que nunca, paradójicamente se extienden los falsos mitos, las desinformaciones o las generalizaciones que distorsionan la realidad. «Para qué voy a separar la basura si al final lo juntan todo», «la basura de Europa se lleva al tercer mundo», «estamos tirando la basura al océano»… Circulan algunas ideas, normalmente sobre los ribetes más llamativos de la cuestión, que a veces mezclan trocitos de verdades y ficciones completas. Bueno, lo que pasa en realidad es que el problema de la basura es bastante más grande y más complejo de lo que parece a primera vista, y en general tendemos a huir de la complejidad. Por eso aquí encontrará un esfuerzo de síntesis: para intentar que sea más fácil de entender.

    Hay muchas cosas que, realmente, no tienen que ver con cómo tratamos los residuos, sino con cómo los producimos: la manera en que consumimos en nuestro mundo. Prolongar la vida de los productos, buscar la eficiencia energética y, ante todo, pensar en la vida de las cosas desde el momento de su diseño, son tendencias que deberían estar incluso antes de que el residuo se produzca y nos veamos obligados a hacer algo con él.

    Tranquilos, este libro no es un tostón lleno de fórmulas (de hecho no hay ninguna), ni tampoco apostolado ambiental, es sobre todo divulgativo. El propósito es dar una perspectiva global y dejar claras las ideas generales, por si a alguien le apetece luego profundizar. Sobre todo, intenta mostrar la información que hay tras los datos, y anima a levantar la cabeza para tener una visión más amplia del problema que la que está al lado de nuestra casa. Hay capítulos generales para ubicarnos, capítulos de «ingeniería para no ingenieros» —fáciles de entender y con pocos números—, y otros sobre cuestiones en torno al mundo de la basura: su evolución en el tiempo, su futuro, la economía y la organización que hay detrás, la realidad de lo que se hace mejor o peor. Ni siquiera es necesario leer todos los capítulos para entender bastantes cosas, puede saltarse algunos tranquilamente —yo no me voy a enterar—. Si algún capítulo no le dice nada, pase sin problemas al siguiente: tampoco hace falta saberlo todo.

    En general son narrativas sencillas pero siempre basadas en datos y también en unos cuantos años de experiencia en este sector. Puede haber cuestiones opinables o diferentes soluciones para el mismo problema, pero sobre todo conviene conocer un poco más el estado de la cuestión para no tener visiones sesgadas sin más ni más, sin ninguna base; solo porque van en paquete con otras opiniones sobre otros asuntos.

    Con un poco de suerte, este libro le abrirá los ojos a algunas cosas que no conoce y a lo mejor al cerrarlo puede decir, como me dicen en ocasiones algunos estudiantes, «¡no tenía ni idea de todo lo que hay detrás de esto!».

    Nuestra basura llega incluso otros planetas como Marte. Viking 2 módulo de aterrizaje. NASA

    El mundo rural,

    el mundo industrial

    El monte Testaccio

    Si viaja a Roma y tiene algo de tiempo, encontrará una infinidad de cosas que visitar en la que fue la capital del mundo antiguo. Hay mucho que ver allí. Lo normal es que, entre otras cosas, uno no deje pasar una visita al Coliseo, los restos impresionantes de ese gran monumento a la diversión. El caso es que Roma está llena de historia y de rincones curiosos, más allá de lo inevitable en las guías (Roma en un fin de semana), y si dispone de tiempo es interesante explorar algunas cosas un tanto atípicas. Así pues, ya que está en el Coliseo, puede emprender un tranquilo paseo hacia el Tíber, pasando frente al Circo Massimo y la colina Aventina, para buscar un poco más adelante algo muy poco conocido. Siga la vía Galvani hasta una callecita estrecha, tranquila y un tanto destartalada que rodea una pequeña colina: eso es el monte Testaccio.

    Podrá ver que el Testaccio es un promontorio bastante grande, de cima plana y cubierto de vegetación, allí en medio de las casitas bajas. Y tiene algo particular: ese monte no estaba allí cuando Rómulo y Remo se pelearon para fundar su ciudad. El monte Testaccio fue creciendo de la nada entre el siglo i y el iii, a base de… cascotes.

    En aquellos tiempos, muy cerca de allí estaba el puerto fluvial al que llegaban los barcos mercantes remontando el Tíber; allí se fueron descargando, a lo largo de los años, miles, millones de ánforas que transportaban aceite y que venían sobre todo desde la Bética (o sea, el valle del río Betis, que hoy llamamos Guadalquivir), en Hispania. Desde Andalucía, para entendernos. Ya entonces Roma importaba toneladas de aceite desde allí, desde la tierra natal del brillante emperador Adriano, para alimentar al millón largo de habitantes que llegó a tener en su apogeo. Y claro, luego las ánforas les sobraban.

    Cada ánfora transportaba unos 70 litros, lo que es bastante, algo así como un cubo de basura de los grandes, para hacernos una idea. Si había transportado trigo o vino, se podía lavar y reutilizar, pero si había llevado aceite ya no, porque el resto oleoso —imposible de eliminar— se enranciaba y estropeaba cualquier cosa que se metiera en ellas. Ni siquiera se podían usar para el primitivo hormigón de los romanos, como hacían con otros cascotes, porque al mezclarlo con el cemento de puzolana el resto de aceite le hacía perder resistencia. Así que hicieron lo que se hace con algo que ya no sirve para nada: lo tiraron a la basura.

    Y así fueron acumulando ánforas rotas durante años y años, hasta que fue creciendo una colina artificial que alcanzó nada menos que unos treinta y cinco metros de altura (como un edificio de diez pisos). Hoy llamaríamos a esto un vertedero controlado de residuos inertes (los romanos, menos redichos, lo llaman desde antiguo monte dei cocci: la montaña de cascotes). Realmente podemos considerarlo «controlado», porque aquellos romanos no tiraban los cascotes sin más, sino que en los taludes los iban colocando cuidadosamente, apilados con orden para dar estabilidad, y preparando caminos para que los carros pudieran subir con más desechos. Así se fue formando una de las primeras montañas de basura que conocemos y que ha llegado tal cual hasta nosotros. Como es un material poco estable nunca se construyó encima, la vegetación lo cubrió y allí quedó adormecido por siglos para diversión de los futuros arqueólogos, y de tipos que visitan lugares con basura milenaria (espero que algún lector se anime).

    Esto es tan solo un ejemplo de lo antigua que es nuestra convivencia con la basura, y también con el manejo de la basura. Pero si retrocedemos hasta atrás del todo, al Paleolítico y más allá, también encontraremos en sus yacimientos lugares donde nuestros antepasados se deshacían de cosas como restos de comida, cadáveres de animales, huesos… Lo hacían en lugares determinados, formando osarios apartados de los espacios donde vivían. Son peculiares los concheros, donde acumulaban las conchas de los moluscos que consumían al por mayor, normalmente junto a ríos o cerca del mar donde los recogían. Por ejemplo, son frecuentes y enormes en el norte de España (en Cantabria y Asturias); y en el sur, en la cueva de los Aviones que está en Cartagena, se han encontrado concheros de más de 50.000 años de antigüedad que sin duda pertenecían a Homo neanderthalensis: humanos que ni siquiera eran de nuestra especie y, sin embargo, ya recogían su basura.

    Igual sucedía con los excrementos. Por decirlo de forma muy directa, los animales con dietas herbívoras «cagan donde comen» y no les preocupa (véanse las vacas o las ovejas), y es que sus heces son pajizas, formadas de fibra vegetal, apenas huelen e incluso favorecen el trasiego de semillas en su entorno. Pero los carnívoros buscan lugares escondidos para defecar, apartados de sus lugares de descanso, porque las heces de una dieta proteínica son malolientes y pueden transmitir enfermedades. Como una parte relevante de nuestra dieta antigua debían ser proteínas (con un poco de suerte), la evolución nos ha enseñado a alejar nuestros residuos del lugar donde dormimos. ¿A que parece sensato?

    Así que podemos pensar que desde siempre hemos apartado de nosotros los residuos que genera nuestra vida, y les hemos buscado un sitio donde puedan reposar todos juntos, no esparcidos por cualquier parte. Si hubiera habido un consultor en el Paleolítico (afortunadamente no era así), les habría dicho que estaban gestionando sus residuos.

    Historia de la basura

    Mientras los humanos vivíamos en lugares dispersos, en grupos nómadas o en pequeñas comunidades, la basura no fue un inconveniente. No me imagino a nuestros antepasados pasando la tarde sentados frente a sus chozas, tallando con calma un hueso de mamut mientras comentan lo mal que está el asunto de la basura. El problema se inicia con las aglomeraciones, a las cuales estamos abocados por alguna fuerza interna de nuestra especie: la tendencia a la urbanización, a vivir en ciudades, es imparable y comenzó muy atrás en la historia. La ciudad es un fenómeno social, una ventaja evolutiva, pero como todo conlleva ciertos efectos secundarios. Cuando somos muchos y vivimos muy juntos, cuando nos apelotonamos para defendernos y diversificar la producción de bienes, entonces quitar de en medio nuestros deshechos se convierte de pronto en un problema. Sobre todo teniendo en cuenta que un manejo descuidado, y en especial de las aguas residuales, es una fuente de enfermedades, plagas, olores y molestias.

    La basura no miente, de hecho cuenta muchas verdades sobre nosotros, sobre cómo vivimos. Aunque parezca mentira, para un arqueólogo hay mucha más información sobre la realidad de una civilización excavando un antiguo vertedero que estudiando una tumba imperial. Ya sé que tiene más glamour, pero es que en una tumba imperial alguien colocó cuidadosamente lo que quiso, o lo que esperaba que le representase en la vida de ultratumba, y ahí podía manipular la realidad, pero en la basura no. Al fin y al cabo, si un arqueólogo del año 4100 quisiera conocer nuestra civilización, ¿dónde encontraría más información veraz sobre cómo vivimos, excavando el Museo Guggenheim o uno de nuestros vertederos? Pues eso.

    Todo tiene un pasado, ¿por qué iba a ser diferente el mundo de la basura? Conocer de dónde venimos nos ayuda a entendernos, y eso es aplicable también a este aspecto de nuestras vidas que no es, habitualmente, objeto de atención. Voy a dar algunos ejemplos de cómo ha evolucionado el saneamiento público en la antigüedad y verá que muchas cosas nos resultan sorprendentemente familiares.

    Hace mucho, mucho tiempo

    Algunas de las primeras ciudades que organizamos los seres humanos estuvieron en Mesopotamia (lo que hoy ocupa el centro y sur de Irak). Ur, por ejemplo, fue una ciudad habitada desde el año 5000 a. C. (hace nada menos que 7000 años) que dejó de existir en torno al 1000 a. C. En sus perdidas ruinas, cerca de la Nasiriya actual, se han encontrado indicios de cómo se manejaba la basura. En realidad, no parece que facilitar la vida cotidiana se considerase algo importante en las ciudades de Mesopotamia: cosas como la pavimentación de calles, el suministro de agua potable o las letrinas públicas nunca se registraron como hechos notables de los reyes. Los canales de riego, además de proporcionar agua a los campos, servían a la vez como fuentes de agua potable y como rutas de transporte.

    En aquellas ciudades se asumía que cada hogar debía apañarse con su basura. Hay que pensar que, normalmente, se trataba de restos de comida, estiércol, cenizas, escombros de construcción o artefactos rotos. La solución era sencilla: la basura se acumulaba en las calles, junto a las fachadas o en espacios vacíos, y cada cierto tiempo se cubría con una capa de tierra; aunque claro, con el tiempo el nivel de la calle iba subiendo, con los consiguientes problemas.

    Era habitual recoger los desperdicios más repugnantes de humanos o animales (lodos de las letrinas, restos de comida que no sirve para alimentar animales) y llevarlos a las afueras para dejarlos fermentar, y luego usarlos como abono en los campos (no, el compostaje no es un invento reciente; de hecho es el más antiguo procedimiento de manejo). Existían también ciertas creencias relacionadas con la basura y los deshechos: algunos textos se refieren a Shulak, el demonio de las letrinas, un diosecillo menor responsable de enfermedades, caídas y mala suerte. Normal, viviendo donde vive.

    Sin embargo hay pruebas de que la basura, en algunas ciudades mesopotámicas, puede haber tenido ya un manejo comunal, y de hecho en Ur se han encontrado varios vertederos en los márgenes de la ciudad. Parece que está relacionada con los hornos de cerámica, que rara vez se instalaban dentro de los asentamientos para evitar el humo, la ceniza y el riesgo de incendio —lo que era entonces una industria molesta, insalubre y peligrosa—. En esos vertederos los arqueólogos han delimitado gruesas capas de escombros y enormes cantidades de cerámica rota, seguidas de una mezcla de residuos de la ciudad: cenizas, capas de basura negra —de origen orgánico—, restos de madera y fragmentos de utensilios. Y curiosamente, también un gran número de tablillas de arcilla desechadas con escritura cuneiforme (¡no había ley de protección de datos!) y recipientes de arcilla, quizás del templo cercano.

    Este manejo tan básico parece haber sido lo más normal en otras civilizaciones antiguas, como Egipto o posteriormente Grecia. Se conserva un edicto de Atenas, de en torno al 400 a. C., que obligaba a los atenienses a no tirar la basura a menos de una milla de las murallas de la ciudad. Algo es algo.

    Roma supuso un considerable salto adelante. La ingeniería romana fue asombrosamente avanzada para su época, y no solo en la construcción de puentes, calzadas, puertos de mar o edificios espléndidos. También en las obras de saneamiento público, que hicieron posible que sus ciudades crecieran hasta los cientos de miles de habitantes en condiciones aceptables. Ya en la época republicana, mucho antes del cénit del imperio, manejaban muy bien el ABC del saneamiento público: Agua (potable), Basura y Cloacas. Los acueductos romanos eran obras excepcionales: canales trazados con pendientes mínimas (lo cual requiere mucho tiento y habilidad) recorrían veinte, treinta o cincuenta kilómetros, cruzaban montañas y valles, y llevaban agua limpia y fresca a las fuentes de las ciudades. El Aqua Marcia abastecía a Roma (junto con otros diez acueductos similares) desde sus fuentes en los montes Apeninos, tras recorrer nada menos que 91 km. Se construyó en el siglo ii a. C. —para ubicarnos, en la misma época en que los romanos asediaban Numancia—, y esas mismas fuentes siguen hoy dando de beber a Roma.

    También se ocuparon muy pronto del drenaje de aguas sucias. La Cloaca Máxima es el nombre del más antiguo sistema conocido de alcantarillado urbano —digno de ese nombre—. Se inició en el siglo vi a. C., en tiempos de los últimos reyes de Roma, originariamente como un canal a cielo abierto. Posteriormente fue cubierto y creció y se ramificó, alcanzando a todos los barrios de la ciudad, que acababan desaguando por ese gran conducto al río Tíber.

    Sin embargo, no fueron tan finos con la B, el tratamiento de la basura. Los pocos documentos que hablan sobre los residuos recogen prohibiciones como la de arrojar basuras y tirar cadáveres dentro de las murallas. Era obligatorio sacar todo eso fuera de la ciudad, aunque hay que decir que muchos textos se refieren tanto a los barrios como al propio centro de las ciudades como lugares sucios, con calles llenas de despojos, así que el cumplimiento de las ordenanzas debía ser bastante irregular. Al parecer, orinar o defecar por cualquier rincón formaba parte de las costumbres populares, y no era algo fácil de erradicar. En una casa de Pompeya se conserva un cartel pintado en la fachada que dice: «Cacator sic valeas ut tu hoc locum transeas», algo así como «Defecador, que te vaya bien, pero vete a otro lado». Así que debía ser algo bastante normal.

    Pero para mantener un cierto nivel de limpieza existía al menos un servicio de recogida de basuras. Unos empleados públicos llamados stercorari recorrían las calles recogiendo lo que todo el mundo tiraba por ahí, y lo cargaban en carros para sacarlo a las afueras de la ciudad. Allí se amontonaba en vertederos (los puticulum o pudrideros —no confundir con otras cosas—), que solían aprovechar hondonadas o canteras abandonadas. También se dejaban sueltos cerdos o cabras por allí para que aprovecharan lo aprovechable y así convirtieran la basura en carne (este mismo procedimiento puede encontrarse hoy en muchos lugares del mundo en desarrollo).

    China

    Giremos hacia otro continente, a una de las grandes civilizaciones de Asia. Aunque tendemos a imaginar a China como un gran imperio unitario desde el principio de los tiempos, en realidad hace más de dos mil años China era un conglomerado de reinos enfrentados, y siguió siendo así por muchos siglos. Visto desde una perspectiva lejana, nos referimos a ese conjunto —para nosotros confuso— como «China», igual que ellos nos miran desde lejos y se refieren al todo como «Europa», sin distinguir detalles.

    Antes de la primera unificación de China hubo un periodo llamado «de los Reinos Combatientes» que acabó en el siglo iii a. C. (más o menos cuando Aníbal cruzaba los Alpes con sus elefantes, en la Segunda Guerra Púnica). De esa época es el Han Feizi, un antiguo tratado legal que registra que en la antiquísima dinastía Shang (1600 a. C.), las personas que arrojaban basura en público eran condenadas a cortarles la mano. Aunque hoy esto nos deja con los ojos como platos, en aquel momento pareció una excelente idea para retomar, y se recuperó esta antigua ley para hacer frente a los problemas de residuos. Al estilo chino: mano dura, nada de multas ni tonterías blandengues.

    El gobierno de la dinastía Tang (en los siglos vii a x, más o menos coetáneo del imperio de Carlomagno) también estableció regulaciones estrictas en relación con los residuos. Según su código legal, los que escupieran, orinaran o tiraran basura en público recibirían sesenta bastonazos, y los funcionarios públicos también recibirían el mismo castigo si no lo evitaban —lo que hoy conoceríamos como «delito de omisión en la persecución de delitos»—, así que parece que se lo tomaban en serio.

    Como en otros sitios, los documentos históricos recogen la necesidad de una gestión estricta de la basura, que estaba lejos todavía de conseguirse. Los registros de Chang’an, hoy Xian, capital de China durante las dinastías Sui y Tang (más o menos en la época de nuestra Alta Edad Media), indican que la insuficiencia en la gestión de desechos habría causado problemas graves como epidemias, probablemente de cólera o tifus. Chang’an era entonces una ciudad con más de un millón de habitantes, y tanta gente acumulada genera muchos problemas.

    Al parecer algo después, durante la dinastía Song (siglos x-xiii), el manejo de los residuos se fue sistematizando un poco más. En esta época se organizaron grupos encargados de recoger la basura (los jiedao si); en Dongjiang, la capital, había 500 de estos soldados que trabajaban como basureros oficiales. Vestidos de negro y equipados con látigos y palos, se encargaban de limpiar las calles y también de controlar el tráfico, una polivalencia bastante interesante. La dinastía Ming (1368-1644) adoptó este mismo sistema de eliminación de basura. Álvaro de Semedo, un jesuita portugués que fue misionero en China hacia 1620 durante esta dinastía Ming, lo recoge en sus escritos, que describen los usos de la época, y explica que el método comenzaba a extenderse en áreas urbanas y hasta rurales. En las ciudades más grandes también había algunos recolectores de desechos «no oficiales» que recogían la basura orgánica (ya saben a qué me refiero) y la llevaban a las afueras para luego venderla como abono; de paso recogían todo lo aprovechable, incluso «un trapo en la calle», de lo que se pudiera sacar algún dinero. Esta figura del reciclador va a resultarnos familiar.

    El mundo preindustrial

    En el siglo xvii Sevilla era una de las ciudades más grandes de Europa, catapultada a la fama gracias al monopolio del tráfico marítimo con las Indias (como se llamaba entonces a las Américas). Las mercancías y el trasiego de gentes del imperio marítimo español la convirtieron en una ciudad cosmopolita y universal que pasó de 60.000 habitantes en el año 1500 a unos 140.000 en el 1600 (un tamaño similar al de Londres en aquella época). Un crecimiento tan fuerte y tan rápido solo podía traer problemas a las infraestructuras, que difícilmente podrían adaptarse a tiempo.

    El hecho es que los registros de la época son muy críticos con la suciedad de Sevilla. Sus calles, muchas de ellas estrechas y sin pavimentar, acumulaban la basura que los ciudadanos tiraban por cualquier lado, en los callejones, en las plazoletas, junto a la muralla, para luego quejarse de la que había junto a su puerta. Los caños de desagüe de las casas descargaban en general a la calle, sin más, con lo que se formaban arroyos malolientes. En el siglo xvi no había un servicio de recogida de basuras y mucho menos una cultura de higiene pública. Un jurado del Ayuntamiento de la ciudad escribe en 1590:

    «En el muladar que está junto a las casas de Colón se ha echado tanta inmundicia de la parte de fuera que no se puede pasar por allí, y asimismo junto al Río, donde se hizo un cementerio en la peste pasada, hay otro muladar y junto a la puente nueva otro mayor y detrás de las casas que estaban junto a la puerta de Triana se ha formado otro todavía mayor que este y todos se han hecho de tres años a esta parte».

    La solución más general era, simplemente, la publicación de ordenanzas, es decir, «hágase». Establecían que los ciudadanos y las instituciones, como hospitales y conventos, tenían la obligación de llevar la basura y el estiércol a los vertederos de las afueras, que estaban señalizados con postes de madera, aunque apenas se cumplían estas normas. A partir de 1566 se intentó crear un servicio público de limpieza, cuya organización dependía en el interior de unos ejecutores y para las afueras de las murallas de unos funcionarios denominados guardas de las inmundicias, pero el resultado no fue nada exitoso.

    Además de las basuras de los domicilios, otros tipos de residuos dejaban su sello en ciertos lugares; los de las antiguas industrias, por ejemplo. Desde la huerta de Espantaperros, donde estaba el matadero por fuera de la muralla, hasta la Puerta de la Carne, junto a la que estaba el mercado, se acumulaban los negocios de los curtidores (hoy queda poco de la muralla y nada de esta puerta, pero una callecita de Sevilla conserva su nombre). Venía a ser el cluster del aprovechamiento animal. La zona estaba toda llena de despojos arrojados por los curtidores —y esto huele verdaderamente mal hasta para los profesionales del mal olor—, hasta el extremo de impedir el paso de caballerías y personas. Las casas que se levantaban a las espaldas de las Carnicerías Reales, propiedad de la ciudad, estaban agobiadas por los desperdicios y el hedor era insufrible.

    Y para terminar, aún queda algo peor. Los cementerios estaban un poco por todas partes: dentro de las iglesias parroquiales, en sus muros y aledaños, en los claustros de los conventos, en los patios de los hospitales; cuando había alguna epidemia que se llevaba a muchos por delante, se improvisaban cementerios y fosares extramuros, normalmente cerca del río. Muchos de estos enterramientos eran someros y bastante apiñados para aprovechar el espacio, así que no era raro que los olores cadavéricos se difundieran por aquí y por allá. Y cuando alguna inundación removía las fosas, digamos que la situación no mejoraba.

    Pero no vayamos a pensar que el caso de Sevilla era algo excepcional. Ni mucho menos, es solo un ejemplo de lo que era lo normal en todas las ciudades europeas hasta épocas muy recientes. ¿Pensamos que nuestras ciudades actuales son sucias? ¿Que el humo de los coches o las colillas y papeles de ciudadanos incívicos afean la ciudad? Pues imaginemos por un momento nuestras ciudades en el idílico pasado: boñigas de caballo cubren las calles, humo de leña y carbón llena las fachadas de hollín, basura tirada por todas partes, animales muertos en los solares, cementerios rebosantes junto a cualquier iglesia, cenizas de los fuegos en los rincones, el agua de las fosas sépticas corriendo por mitad de la calle… Mal olor por todas partes. El tráfico de carros y caballos hace resonar las herraduras y las llantas metálicas contra los empedrados, con un ruido constante. Apenas hay aceras por donde caminar (un invento del siglo xviii) sin riesgo de ensuciarse o ser atropellado. En fin, una delicia. ¿Quizá esto

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