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Lucha de clases en tiempos de cambio: Comisiones Obreras (1982-1991)
Lucha de clases en tiempos de cambio: Comisiones Obreras (1982-1991)
Lucha de clases en tiempos de cambio: Comisiones Obreras (1982-1991)
Libro electrónico595 páginas8 horas

Lucha de clases en tiempos de cambio: Comisiones Obreras (1982-1991)

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Este libro centra su atención en la trayectoria de Comisiones Obreras, partiendo del momento de regreso de la democracia. Pese a que la dictadura había finalizado, el periodo aquí desarrollado fue convulso y no exento de dificultades para el sindicalismo. Dos hitos del momento, la reconversión industrial —o más bien, una devastadora desindustrialización— y la modificación sustancial del contrato de trabajo —se introdujo la temporalidad— fueron claves en su momento y también hoy para comprender las relaciones laborales y la situación actual de precariedad. Desde entonces, nuestra economía depende de servicios de bajo valor añadido como la hostelería o el turismo, un modelo que nos ha situado entre las economías subordinadas de la Unión Europea. En estos tiempos de cambio que aquí estudia Gimeno fue quedando atrás el fordismo como modo de regulación mientras se consolidaba el capitalismo de la globalización; el sindicato también mutó, asentándose su organización y ampliando sus filas entre las mujeres, y en los sectores de los servicios y la administración. Además, en Comisiones Obreras se verificó la imposibilidad de una vuelta atrás hacia el viejo modelo del sindicato como correa de trasmisión del partido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2022
ISBN9788413523880
Lucha de clases en tiempos de cambio: Comisiones Obreras (1982-1991)
Autor

Joan Gimeno i Igual

(València, 1988) es doctor en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del Centre d'Estudis sobre Dictadures i Democràcies (CEDID-UAB). Su actividad investigadora ha tenido por objeto el estudio del movimiento obrero y sindical durante el franquismo, la transición y la democracia. Actualmente trabaja cuestiones relativas a la represión durante la dictadura desde el ámbito de las políticas públicas de memoria.

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    Lucha de clases en tiempos de cambio - Joan Gimeno i Igual

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    Índice

    INTRODUCCIÓN UNA PRESENCIA RELEVANTE

    CAPÍTULO 1. DE ARIETE DEMOCRÁTICO A HÉROE DE LA RETIRADA: EL SINDICATO EN EL CAMBIO POLÍTICO

    CAPÍTULO 2. VISTA PANORÁMICA A LA DÉCADA DEL CAMBIO

    CAPÍTULO 3. ENTRE LO POSIBLE Y LO NECESARIO

    CAPÍTULO 4. CC OO EN LA ENCRUCIJADA

    CAPÍTULO 5. HACIA LA GRAN DESAVENENCIA

    CAPÍTULO 6. UNA NUEVA COYUNTURA

    CAPÍTULO 7. LA RENOVACIÓN

    CAPÍTULO 8. TRASPASANDO LA MENBRANA: LA NORMALIZACIÓN DE LAS RELACIONES INTERSINDICALES

    CAPÍTULO 9. GIRO SOCIAL EN SÍ, GIRO SOCIAL PARA SÍ

    CONCLUSIONES. CONSOLIDACIÓN A CONTRACORRIENTE

    ARCHIVOS Y FUENTES

    PUBLICACIONES CONSULTADAS

    BIBLIOGRAFÍA

    SIGLAS

    LISTADO DE ABREVIATURAS

    NOTAS

    Joan Gimeno i Igual

    Valencia, 1988. Doctor en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del Centre d’Estudis sobre Dictadures i Democràcies (CEDID-UAB). Su actividad investigadora ha tenido por objeto de estudio el movimiento obrero y sindical durante el franquismo, la Transición y la democracia. Actualmente trabaja cuestiones relativas a la represión durante la dictadura desde el ámbito de las políticas públicas de memoria.

    Joan Gimeno

    Lucha de clases

    en tiempos de cambio

    Comisiones Obreras (1982-1991)

    © Joan Gimeno i Igual, 2021

    © Los libros de la Catarata, 2021

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 20 77

    www.catarata.org

    © fundación 1º de mayo

    longares, 6

    28022 madrid

    www.1mayo.ccoo.es

    Lucha de clases en tiempos de cambio.

    Comisiones Obreras (1982-1991)

    isbne: 978-84-1352-388-0

    ISBN: 978-84-1352-321-7

    DEPÓSITO LEGAL: M-26.295-2021

    IBIC: KNXU/3MPQ-ES-C

    impreso en artes gráficas coyve

    este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    Ángel Coba Lagranja

    In memoriam

    La historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad. La libertad no es necesidad convertida en conciencia, como pensaba Engels. La libertad es diametralmente opuesta a la necesidad, la libertad es la necesidad superada. El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad.

    Vasili Grossman, Todo fluye (1970)

    Ciudadanos en la ciudad, los trabajadores deben serlo, además, en su empresa.

    Marcelino Camacho (1983)

    Introducción

    Una presencia relevante

    Desde hace algo más de una década, ha habido una suerte de revival de nuestro pasado reciente. Más concretamente, se ha regresado a menudo sobre el proceso de transición a la democracia, complementando, eso sí, el otrora relato encomiástico sobre un exitoso proceso de cambio político, con uno de tintes eminentemente críticos, tendente a ver en aquel la fuente de no pocos males del presente. Tanto si se considera el régimen producto de la transición como, por un lado, el non plus ultra, o, en sentido contrario, como uno aquejado de múltiples problemáticas que hunden sus raíces en su genealogía, ambas visiones soslayan, o cuando menos diluyen, la perspectiva según la cual la construcción de la democracia constituye un proceso contingente e inacabado. Un proceso, en definitiva, en el que la sociedad española lleva cuatro décadas inmersa, longevidad que constituye un auténtico hito en nuestra historia constitucional. La consecuencia lógica de esta aseveración comportaría necesariamente, como ya se ha comenzado a hacer, la superación de las cronologías clásicas que acotaban el proceso de cambio político.

    El triunfo arrollador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en octubre de 1982 marca el final del proceso de transición stricto sensu en la recién aludida cronología clásica, por cuanto permitió la primera alternancia en nuestra jovencísima historia democrática. Alternancia que, además, vino de la mano de una opción política que remitía al único periodo democrático previo al recién inaugurado: la Segunda República. Con este cambio arrancó una década de transformación social, económica, política y cultural al menos tan relevante para entender nuestro presente como lo fue el proceso que condujo a la ruptura legal con la dictadura franquista.

    Aprehender estas transformaciones comporta necesariamente adentrarnos en la década de los ochenta; decenio que podríamos calificar de largo no solo porque arrancaría con la aprobación de la ley fundamental a finales de 1978, sino, sobre todo, por cuanto de alguna manera terminaría con el inicio de la lenta crisis del partido en el Gobierno desde su acceso al poder en 1982 (comicios que, por lo demás, implicaron la reconfiguración del sistema de partidos de la Transición). En efecto, las elecciones de mediados de 1993 atestiguaron quizá no tanto una espectacular disminución del apoyo electoral al PSOE, como la movilización del hartazgo y los anhelos de un nuevo cambio después de las legislaturas bajo los sucesivos gabinetes presididos por Felipe González. Apreciables estos en su flanco izquierdo con el crecimiento del espacio político de la Izquierda Unida (IU) de Julio Anguita, así como por el derecho, con la concentración del voto conservador en un Partido Popular (PP) en claro ascenso bajo el liderazgo de José María Aznar; primeros síntomas políticos, en fin, de un desgaste que hasta entonces había tenido su espacio privilegiado en la movilización social y sindical (Soto, 2013). Esta última, cabe señalar, con más capacidad de erosión que de avance de sus propuestas alternativas.

    La década de los ochenta no ha gozado de buena prensa. A menudo calificada como de resaca de la Transición, en ella transcurriría la tendencia descendente de una corta parábola cuyo vértice se encontraría en los primeros años del cambio de régimen, un momento de eclosión de la imaginación política y de excepcional movilización social. Con el cambio de década daría comienzo una, por ponerlo en palabras de Eduardo Haro Ibars, época sin héroes (Labrador, 2017: 41). Un tiempo en el que, esta vez de la mano de Chirbes, la práctica de los sucesivos Ejecutivos socialistas se convirtió en una suerte de antiépica (2006: 243). Arrancaba, en fin, el mientras tanto; un periodo caracterizado por los fenómenos llamativos de disgregación cultural que culminan en una exacerbación de la insolidaridad individualista¹ en el que se aplazaba, sine die, cualquier perspectiva de transformación profunda de la sociedad. La revolución perdía la actualidad que aún conservaba en la década precedente, convertida, ahora, en un horizonte utópico; fragmentación social, crisis y desempleo, moderación política, ethos individualista y políticas neoliberales serían algunos de los ingredientes principales de unos años a menudo asociados a la frivolidad, el enriquecimiento rápido, los yuppies, la beautiful people y unos Gobiernos de un PSOE que terminarían por desarrollar —con los riesgos implícitos para la democracia que ello comportaba— una visión cada vez más patrimonialista del Estado.

    Ahora bien, algunas partes de este imaginario han sido de construcción reciente, alimentadas por cierto determinismo retrospectivo. Tan cierto es afirmar que la movilización social durante los inicios de la Transición no tuvo parangón, como constatar su carácter absolutamente excepcional, también en términos comparativos. Constatar sus límites manifiestos, sin embargo, a menudo ha comportado la total evanescencia de la conflictividad social a la hora de aprehender el devenir de la so­­ciedad española en los años ochenta. Una sociedad en la que, asentado el Estado de partidos, se habría reducido a la mínima expresión el papel de la movilización, totalmente inane ante el rodillo parlamentario socialista, la grave crisis y la transfor­­mación del mundo del trabajo en clave posfordista en marcha. Estos procesos habrían redundado, además, en una crisis política de la izquierda de la mano del repliegue estratégico del movimiento obrero y del creciente cuestionamiento de su agencia política. Un fenómeno internacional que atestiguaba, como se ha señalado recientemente, el ocaso del siglo de la clase obrera (Todd, 2015). Si bien comparto buena parte de estos análisis, considero que se ha tendido a limitar en exceso el impacto de la acción colectiva en general —y la sindical en particular— en dicho periodo.

    Como correlato lógico de este proceso de pérdida del protagonismo del movimiento obrero, el interés por su estudio ha corrido la misma suerte en la historiografía española y europea. Algunos autores han relacionado el fenómeno de crisis general de la crítica social como síntoma y a la vez causa del fenómeno de la desindicalización (Boltanski y Chiapello, 2002: 364). Fenómeno que, por descontado, no se produjo de forma homogénea en los países de Europa occidental, sobre todo por cuanto a los diferentes puntos de partida. En este sentido, por ejemplo, si el sindicalismo francés hubo de encarar los nuevos retos después de tres décadas de pacto social keynesiano, consolidado organizativa e institucionalmente y legitimado socialmente, por razones obvias, este no fue el caso para sus homólogos al sur de los Pirineos.

    Sea como fuere, precisamente en el contexto de un repunte de la conflictividad social y laboral a caballo entre los años ochenta y noventa, se produjeron en nuestro país una serie de investigaciones que trataron de impugnar el relato de una transición otorgada, destacando el papel central como vector del cambio político de los movimientos sociales y, más concretamente, del movimiento obrero-sindical clandestino. Esta empresa, que cuestionaba la construcción del relato normativo de la Transición, conectaba con las percepciones sociales existentes al poco de haber culminado esta. Sirva de muestra el hecho de que a mediados de la década de los ochenta, en una encuesta del CIS con motivo de séptimo aniversario de la Constitución, un 55% de los encuestados respondían que Suárez se había visto obligado por las fuerzas políticas y la presión de la calle a transitar hacia la democracia, con un movimiento obrero como principal actor colectivo, con un papel muy o bastante importante para casi el 61% de la población. Poner en valor la contestación social también pretendía cuestionar los resabios teleológicos de las narrativas que se centraban en la modernización económica y social del desarrollismo franquista de la que la democracia parlamentaria no era más que el lógico colofón. Esta perspectiva, que poco tenía que envidiar a las versiones más mecanicistas de la vulgata marxista, al sustraer el protagonismo popular, tenía evidentes implicaciones políticas, resultando hegemónica más allá de los ámbitos estrictamente académicos.

    La percepción de la importancia de esta contribución del movimiento obrero pervive en la actualidad, no así sin embargo su centralidad; justo al contrario que la satisfacción con respecto al proceso de Transición, que ha experimentado un retroceso de casi 20 puntos desde 1985. Con todo, últimamente se ha producido lo que parece un todavía incipiente y nuevo proceso de revalorización social de las organizaciones sindicales en el contexto del cambio político y más allá. Este ha concernido especialmente a CC OO, central que no se ha dudado en calificar como la más genuina construcción social del pueblo español durante el franquismo (Juliana, 2020: 91). Papel social del sindicalismo que, como consecuencia del aumento de las desigualdades en el presente, se proyecta también hacia el futuro; y no solo en nuestro país, sino más allá de nuestras fronteras².

    La reconsideración actual del papel del sindicalismo, más allá del proceso de cambio político, también se ha adentrado en la denostada década que nos ocupa. En este sentido, la contribución del movimiento sindical habría resultado fundamental no solo a efectos de contener el aumento de la precariedad laboral, sino por su contribución a que, a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, se dieran los índices más bajos de desigualdad y pobreza relativa registrados (Rendueles, 2020: 116). En efecto, como señalara un observador coe­­táneo, los sindicatos trataban de parar los golpes, defendiendo a los trabajadores en sus puestos de trabajo, fueran estos precarios o no, pero también como parados o pensionistas (Tuñón de Lara, 1993: 518). Lo cierto es que, además de este papel de dique de contención, desarrollado de forma clara al menos hasta mediados de los noventa e incluso más allá, los sindicatos, pero sobre todo CC OO, encarnaron el baluarte de una suerte de economía política popular en tiempos de negación de cualquier alternativa posible. Resistencia y alternativa fueron las dos caras de la misma moneda de una lucha protagonizada por sindicalistas de raza, por rescatar el apelativo utilizado por una de las voces protagonistas del documental El año del descubrimiento (2020).

    En las páginas que siguen he tratado de realizar una aproximación a la historia, durante la década de los ochenta, de la que a día de hoy sigue siendo la organización social más grande de nuestro país, Comisiones Obreras. Periodo en el que lucha reivindicativa y la construcción y consolidación orgánica transcurrieron en paralelo. Aunque la confederación sindical hubo de enfrentar una serie de cambios profundos a menudo con una mano atada a la espalda, la presencia de es­­ta resulta un factor de primer orden tanto para capturar el periodo señalado y su proyección sobre nuestro presente como para contribuir a cuestionar la imagen según la cual, parafraseando a Felipe González, esta es una sociedad perezosa, a la que hay que azuzar para que se movilice³.

    Llegados a este punto, es necesario explicitar las deudas contraídas en el desarrollo del presente trabajo. A riesgo de dejarme algún nombre, lo haré a título colectivo. En primer lugar, me gustaría dar las gracias a los y las integrantes del Grup de Recerca sobre l’Època Franquista i del Centre d’Estudis sobre Dictadures i Democràcies (GREF-CEDID) de la Universitat Autònoma de Barcelona por acogerme en su seno como investigador y por poder completar mi proyecto de doctorado, del cual las páginas que siguen constituyen una parte. En especial a Pere Ysàs por su dirección y apoyo. Asimismo, quiero agradecer a la Fundación Cipriano García y la 1º de Mayo, y en especial a José Babiano y Javier Tébar, su apoyo y confianza.

    Agradezco a familia, amigos y amigas el acompañamiento en este viaje, especialmente a los que, además, son compañeros de gremio y cargan con las mismas vicisitudes. No me atrevo a relacionar nombres, son muchos y resultaría imperdonable olvidar alguno. Finalmente, quiero agradecer la paciencia infinita de estos años a Laia, quien riega cada día el verde y áureo árbol de la vida.

    Capítulo 1

    De ariete democrático a héroe de la retirada:

    el sindicato en el cambio político

    CC OO es la arboladura que permite navegar a este barco.

    Fernando Abril Martorell (1977)

    Como se ha insistido, si bien el régimen sobrevivió a la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975, no lo hizo a la intensa movilización que se desató en los meses siguientes. No obstante, previo al deceso de Franco, ya había tenido lugar un proceso de erosión de la legitimidad de la dictadura. Proceso en el que el movimiento obrero-sindical, en buena medida representado por las Comisiones Obreras, desarrolló un papel fundamental. Este movimiento sociopolítico, diverso y plural, pero sostenido fundamentalmente por militantes y activistas de adscripción comunista y católica, pronto devino en la masa crítica que precipitó el cambio político. Sus siglas no solo fueron sinónimo de democracia y libertad, sino la encarnación misma, como también lo resultaron sus dirigentes, en especial Marcelino Camacho, de la clase trabajadora española. Las fuerzas vivas de una cosmovisión democrática, en fin, que, cuando llegó el momento, no faltaron a la cita con la Historia, granjeándose así una inmensa legitimidad. Con todo, la presión de la movilización —en la que la ocupación de las estructuras sindicales fue un proceso fundamental, convertidas en carcasas vacías en los comicios de junio de 1975— no resultó suficiente, como es sabido, para imponer el proyecto de ruptura con el régimen que la oposición democrática había anhelado.

    CC OO, pronto hegemonizada por militantes comunistas, compartía la estrategia gradualista de transición al socialismo articulada bajo el significante proteico y en absoluto unívoco de eurocomunismo. Sin embargo, la vía de avance hacia una democracia económica y social, primera etapa en esta transición, cuyo motor principal eran las mayorías democráticas y una sociedad civil articulada, en la que los sindicatos jugaban un rol central, pronto mutaría de propuesta ofensiva a otra de tintes eminentemente defensivos. En efecto, por un lado el efímero marco colaborativo dejó paso a la competición entre las diferentes opciones políticas y sindicales. Asimismo, lo que los Gobiernos de la monarquía conceptualizaron como el problema sindical, es decir, la hegemonía comunista en el movimiento obrero, pronto se tradujo en un claro favoritismo hacia su competidora socialista, ávidos por remover el suelo bajo los pies del partido otrora hegemónico en el antifranquismo, en un mundo marcado, además, por las lógicas de Guerra Fría. Finalmente, los efectos de la crisis económica de 1973 llegaron a España, impulsando el paro y la inflación, lo que obligó a la central, ante el desvanecimiento de las posibilidades de ruptura, a articular una propuesta propia, basada en la solidaridad, para dar respuesta a lo que entendían como una de las principales amenazas de la misma: la proliferación de un importante ejército de reserva de parados.

    El proceso de fragmentación de la nueva clase obrera surgida a la sombra del desarrollismo de la década de los sesenta, relativamente homogénea en sus cohortes más combativas, fue efectivamente identificado como una de las mayores amenazas para el joven movimiento sindical. En el caso de CC OO, esta decidió, una vez abandonadas las esperanzas de constituir una gran central unitaria, avanzar hacia su construcción como sindicato en septiembre de 1976. El pluralismo sindical fue sancionado con la legalización de los sindicatos en abril de 1977, aunque CC OO no abandonara el horizonte utópico de la unidad orgánica como producto de un proceso bottom-up refrendado por los trabajadores. Asimismo, la joven confederación, fiel a sus planteamientos históricos, no dudó en apostar por la unidad de los trabajadores, abogando por la representación unitaria de estos en los comités de empresas, una de las señas de identidad del sindicato.

    El efímero impulso unitario, cuya cristalización sindical fue la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), contrastó con la reorganización de importantes sectores empresariales, a mediados de 1977, en torno a la CEOE. No obstante, no correspondió a la sociedad civil o a los movimientos sociales surgidos bajo o contra el franquismo la determinación del rumbo del proceso de cambio político. Una vez concluida la breve pero intensa fase que podríamos caracterizar de guerra de movimientos, alcanzado el punto de bifurcación con la muerte del dictador y la apuesta movilizadora de la oposición, pronto, una vez evidenciados los límites de las fuerzas en liza (la correlación de debilidades), el proceso derivó hacia una fase de consenso en la que el movimiento sindical, vector fundamental del antifranquismo y de la crisis del régimen, quedaría subsumido a la interlocución de los actores que monopolizarían el proceso: los partidos políticos. CC OO desarrolló pronto una conciencia sobre esta nueva situación, percepción que quedó sintetizada por la célebre sentencia adoptada por su secretario general: los sindicatos fueron los parientes pobres del proceso de transición.

    En ningún caso la movilización social desapareció, sino que, superado el intenso ciclo de los inicios del cambio político, varió su naturaleza. La legalización de los partidos de la oposición permitió, como decía, el encauzamiento del conflicto colectivo, inclinándose este hacia la segunda parte de la dupla transgresión-consenso. La presión social mutó en este lapso, abandonando el carácter disruptivo y destituyente de la primera fase, para acompañar el proceso de construcción democrática, en manos fundamentalmente de los actores legitimados por los comicios del 15 de junio y en el marco del inesperado proceso constituyente que inauguraron. CC OO asumió el nuevo rol que parecía configurarse para las organizaciones sociales y que, más tarde, fue constitucionalizado.

    La cultura política y sindical de la dirección de la organización había pivotado históricamente sobre otro binomio: la movilización y la negociación. Una suerte de punto medio virtuoso entre dos concepciones de la acción sindical: la que calificaban como derechista, reducida al ámbito socioeconómico, y la izquierdista, cuya brújula señalaba hacia la exacerbación de las contradicciones sociales y el colapso sistémico. En efecto, la concepción sindical de CC OO trataba de sintetizar la presión reivindicativa y la conquista de avances tangibles que satisficieran los anhelos de los trabajadores para, de esta manera, promover su papel dirigente y movilizarlos hacia un horizonte político caracterizado por la supresión de toda opresión nacional y de la explotación del hombre por el hombre⁵; aquel equilibrio necesario para tratar de situar el hoy en el mañana, por citar a Camacho⁶. Sin rehuir, por lo tanto, el compromiso y el acuerdo, la lucha debía inscribirse en la perspectiva socialista, lo que suponía caminar entre el precipicio de la conciliación de clase y el del radicalismo testimonial.

    La condición y militancia comunista de buena parte de la dirección de la confederación generó líneas de tensión en un espacio de constitución plural. Sin embargo, CC OO mantuvo también una compleja y cambiante relación con el PCE-PSUC. Lejos de relatos maniqueos en torno a correas de transmisión en uno u otro sentido, ambas organizaciones, celosas de su autonomía, bascularon desde la casi plena coincidencia táctico-estratégica a la confrontación más o menos abierta, pasando por el compromiso puntual. Si durante la dictadura, por clarificación del adversario, la relación estuvo caracterizada por una mayor sintonía, los derroteros que fue tomando el proceso de cambio político, en un contexto de crisis, añadieron elementos de tensión entre ambas organizaciones. La autonomía e independencia de estas resultaba a veces difícil de conjugar con la existencia de un proyecto político compartido y los respectivos roles que las dos componentes debían jugar en el mismo.

    La relación partido-sindicato, en fin, contemplaba una notable elasticidad que, por ejemplo, se encontraba ausente para el caso de sus homólogos socialistas. Ya en las primeras elecciones, en aras de preservar su carácter unitario, CC OO se limitaba a orientar el voto hacia las candidaturas obreras y democráticas, aunque destacados dirigentes de la misma concurrieran e incluso resultaran elegidos en las listas del PCE-PSUC. Sin embargo, los magros resultados, decepcionantes para muchos cuadros y militantes, así como las dificultades para mejorarlos, con un estancamiento de facto, supusieron una fuente de conflictos. Asimismo, este reparto notablemente desequilibrado de representatividad y poder sociopolítico entre la que era la primera central sindical del país y el tercer grupo parlamentario del Congreso, tuvo un importante efecto colateral: el aumento de la presión sobre la confederación por parte de una variopinta constelación de adversarios que comprendían desde la UGT y el PSOE al Gobierno y la patronal, pasando por la socialdemocracia alemana o los intereses estadounidenses. En este sentido, Redondo había sido diáfano cuando, en vísperas de la firma de los Pactos de la Moncloa, advertía la presión que CC OO ejercía sobre la UGT y de cómo los comicios sindicales previstos para 1978 iban a revestir mayor importancia para el espacio socialista de lo que habían supuesto las generales del 15 de junio de 1977⁷.

    Comisiones resultaba un elefante en la habitación. Su presencia y poder inquietaba a propios y ajenos. Ciertamente, a pesar de cómo transcurrió el cambio político, nos encontramos en una especie de belle époque del sindicalismo español, y de CC OO en concreto. La elevada afiliación, la avidez de los trabajadores por constituir sus candidaturas, la efervescencia generalizada en definitiva, catapultaba a la opción sindical que más pugnaz se había mostrado contra la dictadura, la mejor organizada y con cuadros y militantes líderes natos en sus tajos y fábricas. Asimismo, la central proyectó una potente imagen de responsabilidad, imbuida por un discurso que casi la convertía en portadora de los intereses nacionales, con su apoyo explícito a los Pactos de la Moncloa, aunque estos rompieran con una dinámica reivindicativa y una economía moral de los salarios, ahora caracterizada como desestabilizadora según los análisis centrados en la espiral salarios-precios. Esta proyección hegemónica, primero como sinécdoque de la clase trabajadora española, de sus intereses inmediatos, para trascender hasta los generales, guiada su praxis por la idea de salvar la democracia in nuce⁸, proporcionó a la central una legitimidad de ejercicio que crecía de forma directamente proporcional al desasosiego de sus adversarios.

    Los Pactos de la Moncloa supusieron la antesala de lo que terminaría por configurar la estrategia de superación de la crisis, cristalizada en la propuesta de solidaridad: es decir, la distribución entre las clases, en función de su capacidad respectiva, del esfuerzo para superar la adversa situación y promover la recuperación. Ni socialismo en una sola clase, ni superación de la crisis sobre las espaldas de los trabajadores, sino a través de un esfuerzo nacional compartido. Bien es cierto que no todos los trabajadores comulgaron con esta perspectiva, por cuanto rompía el paradigma de aumentos salariales por encima de la productividad que terminamos de señalar. Asimismo, también existió un interés de parte en el apoyo a la operación: evitar que un creciente protagonismo del PSOE redundara en una mayor visibilidad de la UGT. Aunque con los acuerdos los salarios pactados en los convenios siguieron siendo mayores que la inflación registrada gracias al cambio de método en su indexación, la distancia se redujo dramáticamente. Tampoco supusieron una merma apreciable de la conflictividad laboral, lo que los hubiera convertido en el pacto social que la propia central había demonizado. Sea como fuere, la confederación sindical cosechó una importante victoria en los comicios de 1978, que caracterizó como de ruptura definitiva, lo que se interpretó como un importante espaldarazo a su estrategia sindical. Asimismo, las elecciones sirvieron para clarificar el mapa sindical, que aun con una clara mayoría para CC OO, quien contaba con escaso margen a su izquierda, quedó dibujado con los contornos del bisindicalismo imperfecto.

    Los pactos, como es sabido, no cumplieron las expectativas sindicales. Estos fueron incumplidos en algunos aspectos fundamentales, en buena medida por ausencia de mecanismos de seguimiento y control efectivos. En su I Congreso, CC OO perfilaba su Plan de Solidaridad como apuesta estratégica. A través de este, y de la mano de un llamamiento a atemperar la política reivindicativa, invocando el autocontrol, se habían de liberar recursos para las inversiones generadoras de empleo o la protección de los parados. En la coyuntura de 1978 la prioridad resultaba conseguir una culminación satisfactoria del proceso constituyente, para el que se recurría a la metáfora del buen convenio; vale decir, una carta magna que consolidara el régimen de libertades democráticas y, a su vez, no cerrara la perspectiva de su ulterior desarrollo en un sentido socialista⁹. Los incumplimientos fueron, en todo caso, un epifenómeno de una decisión acertada, aunque se matizara notablemente una eventual repetición de la experiencia: de producirse, debían contar con la presencia no mediada de los sindicatos.

    Aunque los Pactos fueron exitosos en su combate contra la inflación, pero fracasados en aspectos importantes de su dimensión socioeconómica, en parte por cuanto se incumplieron las inversiones directas proyectadas por el Gobierno, pero también por la huelga de inversiones de la patronal, que no podía apuntar a otro objetivo más que a fomentar el descrédito y hundimiento de una apuesta avalada por los sindicatos, el cerco se fue estrechando sobre CC OO. La consumación del proceso constituyente redibujó el cuadro de alianzas existente, lo que redundó en un mayor aislamiento y marginación de los comunistas. El marco de competencia, además, se acentuó sensiblemente. La actitud renuente de CC OO a firmar un acuerdo semejante a los de la Moncloa generaba una tensión creciente entre responsabilidad y convicción, al tiempo que afloraban importantes déficits organizativos y disensiones internas. La buena voluntad y el trabajo militante no resultaban suficientes para afrontar un contexto cambiante, con nuevos retos que precisaban de importantes inversiones en la formación de cuadros y activistas sindicales en el nuevo marco democrático.

    El nuevo shock de los precios del petróleo de 1979 supuso la puntilla a una delicada situación económica. El recetario de la OCDE determinaría la filosofía para años venideros: mejora de la competitividad vía reducción de la inflación y el ajuste de los costos laborales, así como promover la recuperación del excedente empresarial para dinamizar las inversiones. Sin embargo, estos objetivos resultaban difíciles de vehicular sin la aquiescencia de unos sindicatos, sobre todo CC OO, reacios a reeditar un acuerdo del estilo de los registrados. Coincidiendo con un año electoral capital, el Gobierno, limitando la autonomía de las partes, promovía aquello que Comisiones ya había previsto: el pacto social impuesto vía decreto de limitación salarial. La movilización obrera no tuvo parangón durante lo que la central calificó como tres meses peligrosos, en los que había que articular el sentido de clase con la responsabilidad nacional¹⁰. El volumen total registrado equivalió a que cada asalariado español hubiera realizado dos jornadas y cuarto de huelga.

    Tan excepcional como fútil: jamás se había movilizado tanto a los trabajadores por logros tan nimios. De hecho, nos encontramos en el primer ejercicio en el que se registró una pérdida del poder adquisitivo de los salarios. Sin duda, la patronal planteó en términos estrictamente políticos la necesidad de hacer frente a la ofensiva movilizadora dirigida por CC OO. En este sentido, con un marco de relaciones laborales en construcción, con los diferentes proyectos en liza, resultaba fundamental redundar en el descrédito de la opción sindical que tenía los planteamientos más democratizadores, encarnados no solo en su filosofía sindical, sino en la propuesta concreta de código de derechos de los trabajadores que, sin embargo, fue pronto rechazada. La CEOE actuó como rompeolas no solo de la movilización, sino que, con su tour de force, habría tratado de torpedear la hegemonía sindical de Comisiones y resquebrajar definitivamente la frágil unidad sindical. En efecto, la central socialista protagonizaría en breves su giro iniciando el camino de la estrategia de diferenciación, abandonando posiciones radicalizadas pretéritas, y cuyo primer peldaño fue el Acuerdo Básico Interconfederal (ABI), firmado con la patronal a finales de 1979.

    Con los resultados electorales sobre la mesa, clarificados los espacios políticos, y ante los escasos avances, pírricos en relación al esfuerzo invertido, CC OO era diáfana al constatar que la clase obrera está perdiendo terreno¹¹; atrapados, como se sentían, entre el martillo de la crisis y el yunque de la involución. Finalmente, la propuesta de Estatuto de los Trabajadores (ET), que resultaría aprobado, implicó el carpetazo definitivo al proyecto de relaciones laborales de CC OO; al tiempo que UGT se lanzaba en brazos de una patronal que encontraba ridículo el tener que entenderse con un sindicato comunista. Además, el intento de Comisiones de romper el cerco, con su propuesta de sota, caballo, rey, culminada por la huelga general, en una suerte de giro soreliano, fue abortado, fundamentalmente, desde un PCE receloso ante determinadas propuestas de movilización, actuando como acelerador y freno de la protesta¹². La de la Casa de Campo fue la última gran movilización obrera de la Transición. También fue la primera vez que CC OO en concreto, y el espacio comunista en general, aparecía como titubeante o, incluso, desorientado.

    Comisiones se mojó bajo una intensa lluvia aquel 14 de octubre y, finalmente, al contrario de lo que corearon los participantes en aquella jornada de protesta, sí que se encogió. En efecto, el boom sindical comenzaba a languidecer, evidenciando que el existente durante los primeros años de la Transición, momento en el cual CC OO aseguraba contar con casi dos millones de afiliados, resultaba una excepción. Con todo, el Estatuto finalmente aprobado no resultó tan lesivo para el proyecto de la confederación, aunque asentara las bases para un desarrollo ulterior en un sentido perjudicial para la estabilidad en el empleo, por ejemplo. Asimismo, el conflicto en torno a la respuesta que merecía el proyecto sí sirvió para alejar las posturas entre la dirección del PCE y la de CC OO. El famoso golpe de timón, más que evidenciar las estrechas conexiones entre la dirección sindical y el partido, constituyó, paradójicamente, un síntoma evidente de las discrepancias, cuando no enfrentamiento, entre ambas. En efecto, el PCE estaba preocupado por determinados pilotos de emergencia rutilantes; parafraseando el apotegma: Cuando la SEAT estornuda, Comisiones se constipa. La firma del Acuerdo Marco Interconfederal (AMI) entre UGT y CEOE a principios de 1980 y la pérdida de los comicios sindicales en la gran factoría automovilística constituían negros augurios para CC OO. La dirección del PCE quiso imprimir un repliegue táctico en la acción sindical, ante unas actitudes sociales que consideraban también inhibidas. Algunos dirigentes y cuadros del sindicato reaccionaron ante lo que entendían como una suerte de ugetización de CC OO, considerándola un error, puesto que difícilmente se podía suplantar al original. El resultado fue, en definitiva, paradójico: si los comunistas pretendieron restañar las heridas entre direcciones, consiguieron, por el contrario, tensionar las relaciones.

    Aunque Chaves considerara las implicaciones del golpe de timón como un gran peligro para UGT¹³, más allá de exacerbar la lucha intersindical, las repercusiones para la central fueron inocuas o, incluso, positivas. En 1981, CC OO despertaría bruscamente del breve sueño de la hegemonía, con los resultados de los comicios sindicales desarrollados el año anterior sobre el tapete: se producía un empate técnico que, sin duda, resultaba agrio para la central. Los comicios acusaron también el cambio de coyuntura: la euforia de 1978 quedaba lejos. Al tiempo que el desempleo cruzaba la barrera de los dos dígitos, el número de delegados totales escogidos se contrajo un 15%. En efecto, las elecciones clausuran el bienio largo, que arranca con el fracaso de las jornadas planteadas para la reedición de un acuerdo de concertación pos-Moncloa, constituyendo un importante punto de inflexión para el sindicato que, de la centralidad previa, experimentará una deriva centrífuga en términos de su posición en el tablero políticosocial.

    UGT, ante la supuesta radicalización de CC OO, habría sido capaz de anidar sindicalmente en el nicho de trabajadores moderados, quienes compondrían una inapelable mayoría social según ciertas teorías sociológicas en boga que consiguieron filtrarse en los discursos y análisis de prácticamente todo el espectro político. Sin dejar de tener cierta base empírica, contaban también con cierto regusto esencialista, proyectando una imagen fija que limitaba, quizá en exceso, el campo de lo políticamente posible. Un discurso difundido, además, de la mano de los que incidían en la precoz crisis del sindicalismo en España. Pero estos parecían confundir el proceso según el cual las aguas regresaban a su cauce después de una coyuntura excepcional, con la debacle del movimiento sindical.

    Las relaciones intersindicales, transmutadas en abierta confrontación, tuvieron su correlato intrasindical. En efecto, el papel desarrollado por la central frente al ET o el AMI comportó la cristalización de diferentes corrientes internas que, al contrario de los años pretéritos, provocó fracturas en el núcleo dirigente. Junto a los sectores que venían manteniendo posiciones críticas con respecto al papel desarrollado con los Pactos de la Moncloa, la apuesta por el Plan de Solidaridad —que no era otra cosa que una concepción progresista de la concertación— o que, simplemente, mostraban mayores cuotas de simpatía por la URSS, surgieron, al menos, tres más. Corrientes sindicales de contornos difusos, cuyas fronteras delimitadoras amenazaban con convertirse en abismos. Sin embargo, los términos en los que se expresó dicha confrontación consistían, fundamentalmente, en una sublimación de la relación entre dos componentes fundamentales del movimiento obrero: sindicato y partido.

    Hombres como Piñedo y Ariza, cercanos a la figura del secretario general Santiago Carrillo, tenían una concepción limitada de la autonomía, en la que reverberaban viejos adagios sobre la división de tareas, más propia, en realidad, de la tradición socialdemócrata que de la (euro)comunista. Dirigentes como Sartorius o Camacho, aunque de forma matizada, apostaban, sin embargo, por una concepción sociopolítica del sindicato, conscientes de que en esta dimensión yacía buena parte del capital político acumulado por Comisiones. Una perspectiva de lo sindical, por lo tanto, no fundamentada en la instrumentalización política y que entroncaba directamente con el notable grado de autonomía política de la que los comunistas en CC OO habían gozado en el pasado reciente.

    Los sindicalistas catalanes, por la idiosincrasia propia y su clara hegemonía sindical en la nacionalidad, así como por haber sostenido posiciones críticas en cuanto al papel que el PCE venía desarrollando y la orientación que trataba de imprimir al movimiento sindical, constituían, de facto, una corriente propia con el poder estructural de decantar las mayorías. Las tensiones alcanzaron tal punto que, en septiembre de 1980, a escasos cinco meses de producido el golpe de timón, Camacho anunciaba el abandono de su escaño como diputado en el Congreso.

    Afortunadamente para la unidad de CC OO, existía un denominador común: una potente ética de la responsabilidad que, de forma subsidiaria, podía redundar en el reforzamiento de la imagen que tanto el PCE como el PSUC pretendían proyectar. En este sentido, el Acuerdo Nacional de Empleo (ANE) constituyó un auténtico hito. Su firma, a finales de la primavera de 1981, se produjo sobre el telón de fondo de la intentona golpista, y su móvil resultó claramente político: estabilizar la democracia, lo que equivalía, según CC OO, a atajar los efectos de una grave crisis social, cuya principal secuela era el desempleo. Sin embargo, la iniciativa sindical había surgido con anterioridad, a principios de año, poco antes de que Camacho dejara de ser diputado. El pacto, que contaría con el previsible rechazo, por intereses particulares, tanto de la CEOE como del PSOE, era conceptualizado como un primer paso en la dirección de una política de solidaridad. Sin embargo, el sentido de interés nacional con el que se revistieron los acuerdos consiguió incluso vencer las resistencias patronales, obligando a la CEOE a suscribirlos junto con Gobierno y sindicatos. En términos de imagen, se trataba de un win-win a cuatro bandas: UCD, UGT, CC OO y CEOE obtenían algún rédito con su aprobación; sin embargo, algunos actores obtendrían pingües beneficios también con su fracaso. Probablemente fuera Comisiones el único abajo firmante que actuó por convicción, por cuanto el acuerdo se podía enmarcar en su apuesta por una superación progresista de la crisis.

    El acuerdo, tildado de entreguista por la CEOE, contemplaba el compromiso explícito de generar 350.000 puestos de trabajo netos a cambio de una reducción del poder adquisitivo. Con todo, la ratificación confederal ex post del pacto, con motivo del II Congreso, tensionó todavía más el ambiente intrasindical. Ahora bien, si el ANE se cumplía, redundaría positivamente en cada uno de los vértices de la política de solidaridad: ocupación, cobertura para los desempleados y poder sindical. Sin embargo, pronto la central advirtió sobre la lectura restrictiva que del mismo realizaban las otras partes firmantes, junto con la campaña de desprestigio por parte de la CEOE, que convirtió en casus belli la ayuda aprobada por el Gobierno, a cuenta del patrimonio sindical acumulado, que la patronal trató de presentar como una suerte de cláusula oculta¹⁴. Las perspectivas optimistas iniciales dieron pronto lugar a un creciente desasosiego en las filas de la central, fundamentalmente motivado por la actitud pugnaz de la dirección de la organización empresarial española. Esta llegó a impugnar la comisión de seguimiento del acuerdo, calificándola como una suerte de Gobierno en la sombra.

    Otro elemento preocupante fue el desarrollo normativo, al que el Gobierno se había comprometido en el ANE, vía sendos reales decretos, de las modalidades de contratación temporal contempladas en el ET. Si CC OO pretendía rearticular la clase, la proliferación de las figuras contractuales que contemplaban dichos decretos presionaba en sentido contrario, aunque resultara un fenómeno harto incipiente y se previera coyuntural. Asimismo, el ANE comportó un notable descenso de la conflictividad para 1982 y, aunque se apostara por la ruptura del tope máximo fijado en la banda salarial, las previsiones de crecimiento del IPC no se cumplieron, lesionando aún más la capacidad adquisitiva de los salarios. En vísperas de la victoria socialista, el ANE hacía aguas y, con él, el primer intento serio de traducir en términos de diálogo social y concertación el Plan de Solidaridad. Con todo, el incumplimiento más lacerante para CC OO resultó ser el de la cláusula de creación de los puestos netos de trabajo. En efecto, junto al vodevil de la comisión de seguimiento, existían más réditos posibles para las fuerzas conservadoras —sobre todo patronal— y la izquierda de la alternativa de poder, encarnada por el PSOE, en el naufragio del ANE que en su éxito. Entre todos lo mataron, y él solo se murió.

    A pesar de que la acción sindical consiguiera, al menos, limar determinadas aristas, el acuerdo terminó siendo un estruendoso fracaso. Las contorsiones que trataban de efectuar, infructuosamente, aquellos sectores del sindicato que más proclives se habían mostrado a su firma, para justificar sus logros, resultaron de escaso recorrido. Si para Ariza el intento había conseguido desplazar el sentido común de la sociedad española hacia coordenadas más proclives a una salida concertada y solidaria de la crisis, lo cierto es que dicho desplazamiento ya había tenido lugar con anterioridad. Cabía preguntarse, por el contrario, hasta qué punto los discretos resultados del acuerdo no habrían actuado en sentido opuesto, con efecto bumerán por lo tanto. A mediados de año, CC OO seguía empecinada con la exigencia del cumplimiento de las cláusulas favorables; sin embargo, no fue capaz de movilizar a los trabajadores en aras de este objetivo, lo que todavía acrecentaría más la proyección de su debilidad y profundizaría en la división sindical. La central se quedó sola, mientras el resto de actores se preparaban para las elecciones generales y los comicios sindicales que le seguirían. CC OO, consciente también de que la convocatoria podía resultar lesiva para los intereses del PCE, se opuso a la misma, apelando al sentido de Estado.

    La desazón presente entre los sindicalistas, expresada con claridad en el II Congreso, un año después del golpe de timón, transcurrió en paralelo con la fragmentación del espacio comunista, cuyo primer síntoma resultó ser el V Congreso del PSUC. Vázquez Montalbán quiso incidir en las continuidades del resultado de este congreso, entroncándolo con la tradición anterior del partido¹⁵. Sin embargo, en términos sindicales, nos encontramos ante un parteaguas. No solo por cuanto se efectuó un nuevo reparto de las responsabilidades orgánicas —con el dirigente metalúrgico del sector crítico Juan Ramos como nuevo responsable de la Secretaría de Política Sindical—, sino por la apuesta clara por una política de resistencia: significante vacío que agrupaba la constelación de posturas que constituían el negativo de la de solidaridad. Discusión bizantina de largo recorrido y no pocas consecuencias. El congreso de los comunistas catalanes vino a certificar, asimismo, la crisis definitiva de la apuesta eurocomunista en términos de política ofensiva. Esta había devenido sinónimo para muchos cuadros y militantes de una política innecesariamente moderada por cuanto, sobre todo, no resultaba redituable en términos político-eletorales, como ya evidenciaron los resultados de 1979. La relación establecida entre CC OO y el PCE, en la que la primera desplegaba una actividad reivindicativa moderada en aras de que el segundo avanzara posiciones de poder, que tenía su contraparte sindical, aunque diferida, en la búsqueda del intercambio político en un eventual Gobierno de orientación progresista que desarrollara un ordenamiento favorable a los intereses de los trabajadores, también resultó cortocircuitada. Es más, en una interpretación sui generis, el intercambio político aparecía, para los comunistas, invertido en su concepción original, convirtiéndose en una suerte de vía de acceso a posiciones de Gobierno a través de la proyección de su sentido de Estado.

    Más que contagio de la crisis comunista al seno del sindicato, esta tuvo en CC OO uno de sus puntos de origen. En el II Congreso, la Transición aparecía como un proceso todavía inacabado, lo que expresaba la insatisfacción persistente con los resultados del

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