Cultura y conciencia imperial en la España del siglo XIX
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Cultura y conciencia imperial en la España del siglo XIX - Alda Blanco Arévalo
CULTURA Y CONCIENCIA IMPERIAL
EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
CULTURA Y CONCIENCIA IMPERIAL
EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
Alda Blanco
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© Del texto, la autora, 2012
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de Valencia, 2012
Publicacions de la Universitat de Valencia
http://puv.uv.es
publicacions@uv.es
Ilustración de la cubierta: Etiqueta de la Compañía Colonial (Madrid).
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-8954-6
A mis padres
Cada imagen del pasado que no es reconocida por el presente como una de sus propias preocupaciones amenaza con desaparecer irreparablemente.
Walter Benjamin: Tesis sobre la filosofía de la Historia
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
LA GUERRA DE ÁFRICA EN SUS TEXTOS
LA EXPOSICIÓN GENERAL DE LAS ISLAS FILIPINASEN MADRID
El escenario exótico
La representación de la otredad: los zoológicos humanos
La exposición como representación
La exposición como narrativa
La textualización de las Filipinas
Coda. La ya presente nostalgia del imperio
EL IV CENTENARIO: EL ESPECTÁCULO IMPERIAL (1892)
La problemática del pasado español
La organización del IV Centenario
La conmemoración como espectáculo. La cabalgata de Madrid
EL IV CENTENARIO EXPLICA EL IMPERIO
Las Conferencias Americanistas en el Ateneo de Madrid. Las glorias del pasado
El Congreso Geográfico Hispano-Americano-Portugués. El porvenir de la raza ibérica
El Congreso Literario Hispano-Americano. La batalla del idioma
DOS NOVELAS POSCOLONIALES
Sonata de estío
La vuelta al mundo en la «Numancia»
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Me hubiera sido imposible escribir este libro sin las largas conversaciones que mantuve a lo largo de muchos años con mi amigo y colega Guido Podestá. En una memorable visita a Lima, Eduardo Hopkins me alentó a que investigara a fondo el IV Centenario en un momento en el que este acontecimiento conmemorativo del descubrimiento de América me parecía de poca importancia. Tenía razón. Jorge Mariscal, Isabel Burdiel, Jo Labanyi, Carol Becker y Marta Morello-Frosch me brindaron un apoyo que ha sido de gran importancia para mí durante los años que he dedicado a este libro. Charo Otegui, exdirectora de la Academia de España en Roma y amiga, puso a mi disposición no solo su amistad, sino también la Academia, con su magnífica biblioteca, y Roma. Mi hermano, Renato Barahona, llenó mi buzón de correo electrónico de bibliografía y mi hermana, María Blanco, me acompañó cariñosamente durante mi estancia en Berkeley, California. Sin el apartamento en Berkeley que me prestaron mis amigos Rachel Morello-Frosch y David Eifler para mi año sabático no hubiera podido descubrir ni trazar las conexiones entre España y Latinoamérica que encontré en las ricas bibliotecas de la Universidad de California. La generosidad de la Universidad de Wisconsin-Madison y San Diego State University se concretó en sendas becas de investigación que me permitieron viajar a España para adentrarme en bibliotecas y archivos. Dedico este libro a mis padres, Iris y Carlos Blanco, porque han sido ellos mis pacientes lectores, correctores de infinitas versiones del libro, y los que a lo largo de toda mi vida se han sentado en la mesa de la cocina conmigo para hablar largo y tendido sobre mis proyectos.
INTRODUCCIÓN
A diferencia de Londres, ciudad en la cual incluso el turista más despistado se topa inevitablemente con las huellas del pasado imperial británico -evocado en monumentos conmemorativos, destacados edificios, tumbas de los héroes marinos o en las diversas y multirraciales poblaciones que transitan por sus calles tras haber emigrado a la antigua metrópoli después de la descolonización-, Madrid, la capital metropolitana de lo que fue un imperio ultramarino tanto o más vasto que el inglés, ofrece pocos «lugares de memoria» de lo que el importante teórico del «orientalismo» Edward W. Said llamó «conciencia imperial».¹ Podríamos mencionar entre estos lugares los nombres de algunas estaciones de metro (Callao, Tetuán, Legazpi, Colón), los de ciertas plazas (una vez más Callao, Cascorro, situada a la entrada del Rastro, o la plaza del Descubrimiento), así como los de un par de barrios de la ciudad (Tetuán y Pacífico). También podríamos incluir en esta breve lista los dilapidados rótulos de un género de tiendas, que están a punto de desaparecer, en los que se anuncia a los consumidores que están entrando en una tienda de «ultramarinos». Y entre las muchas estatuas que decoran la ciudad solamente dos de ellas conmemoran el imperio español: el monumento a Colón y, en el Rastro, la estatua de Eloy Gonzalo, héroe proletario que murió en la batalla de Cascorro, en la guerra de 1895 contra Cuba.²
Comienzo este libro recordando las pocas huellas que quedan del imperio en la topografía del Madrid contemporáneo en cuanto que ello revela el com plejo lugar que aquel imperio ocupa en el repertorio simbólico del imaginario nacional. Notando, además, que no solo es escasa su presencia, sino que cuando aparecen se plasman en monumentos y nombres de sitios que mayormente rememoran el poderío militar desplegado en las guerras coloniales que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX en África, el Pacífico (Perú y Chile) y Cuba. En cambio, no existen en la capital del país monumentos dedicados a acontecimientos militares de gran importancia fundacional para la historia del imperio como, por ejemplo, Lepanto y Otumba. El que se hayan rememorado eventos que fueron llevados a cabo por el imperio decimonónico, que apenas hoy recordamos, mientras que no existen monumentos conmemorativos de los acontecimientos emblemáticos de un imperio que aún pervive en el imaginario nacional, revela, a modo de ejemplo, que no hay necesariamente una correlación entre las realidades del pasado imperio español -sus acontecimientos y personajes, por ejemplo- y su representación simbólica, que en este caso viene a ser la cultura pública. En parte esta discrepancia se puede explicar atendiendo a la historia de las prácticas culturales de las conmemoraciones, en la que se evidencia que la idea de construir monumentos conmemorativos no tomó arraigo en la cultura occidental hasta el siglo XIX. Pero también habría que tomar en consideración otra historia que ha enmarcado nuestro entendimiento del imperio y su pasado. A saber, la manera en que se ha desarrollado la representación del imperio en la narrativa de la historia nacional. Así, a grandes rasgos y como punto de entrada a este estudio sobre la cultura imperial española del siglo XIX, se podría decir que nuestro actual conocimiento histórico del pasado imperial es el resultado de una serie de elaboraciones historiográficas en las cuales la inclusión y la omisión han confluido en la producción de las narrativas históricas acerca del imperio.
En nuestra memoria histórica contemporánea, el imperio español se identifica casi exclusivamente con la nación que llevó a cabo la conquista y colonización de América y de las Filipinas. Pero esta es una identificación tardía, ya que es un hecho que, aunque -según indica Antonio Feros- el carácter y la historia del imperio se discutieron «en cientos de libros, artículos y panfletos», a partir del siglo XVI las discusiones no «cristalizaron» en una narrativa «bien estructurada» y completa hasta mediados del siglo XIX, y más concretamente a partir de la Restauración (1874), cuando la intelectualidad española emprendió la labor de «integrar la experiencia imperial a la historia de la nación
».³
En su importante libro The Conquest of History, Christopher Schmidt- Nowara amplía la tesis de Feros al explorar en detalle el modo en que la historia de aquel imperio proveyó los «materiales» para las nuevas historias nacionales que aparecieron en la segunda mitad del XIX.⁴ De ahí que estos dos historiadores hayan demostrado que la labor ideológica de la historiografía en el último tercio del siglo XIX fue la de vincular el quehacer imperial a la «idea» de lo que era «España», y por lo tanto «naturalizó» esta identificación. Su problematización de lo que se ha tomado como transparente relación epistemológica entre el pasado y su representación histórica ha mostrado la importancia de atender a la producción misma del conocimiento histórico y, en consecuencia, a contextua- lizarlo. Habría que añadir que una de las importantes secuelas de la inclusión del imperio en la historia de la nación fue la proliferación de una abundante historiografía, por lo general de signo nacionalista, acerca del imperio de los siglos XVI, XVII y XVIII, que culminó, como bien sabemos, con la apropiación que hizo el franquismo de la narrativa imperial de España («¡Por el Imperio hacia Dios!»).
Ahora bien, si con la historiografía de la Restauración entra de pleno el apogeo del gran imperio en el relato histórico de la nación, no ocurre lo mismo con el imperio del siglo XIX que, aunque todavía seguía en pie después de la primera descolonización americana que se completó en 1824, ha caído en el olvido o se mantiene en nuestra memoria postimperial a modo de huellas casi imperceptibles. Aunque no cabe la menor duda de que en el siglo XIX el imperio era una versión muy disminuida de lo que había sido, es notable su casi desaparición de la historia, ya que España todavía poseía un disperso grupo de colonias ultramarinas: Cuba, Puerto Rico, Filipinas, las islas Carolinas y Marianas, Ceuta, Melilla, Río Muni y Fernando Poo. Si bien se podría argumentar que estas colonias del menguado imperio produjeron poco capital para la metrópoli y que, por tanto, el imperio del XIX como fenómeno económico es de tal insignificancia que no merecer ser objeto de estudio, habría que recordar, sin embargo, que los imperios son fenómenos políticos a la vez que económicos. Basándose en una conceptualización política de lo que es un imperio, Schmidt- Nowara ha demostrado que el Estado español entre «las revoluciones Hispanoamericanas y la Guerra de 1898 [...] pudo articular un proyecto nacional de amplia base con el colonialismo en su centro».⁵
Pretendo, pues, a lo largo de este libro subrayar la centralidad del imperio, de la identidad imperial de la nación y la existencia de una conciencia imperial en la España decimonónica y de principios del siglo XX. Aunque en las páginas que siguen se irán puntualizando los contornos discursivos del ideario imperial que vinculaba inextricablemente la noción de imperio con la de la nación, a modo de ejemplo, introduciré aquí un texto que muestra con toda claridad que para el imaginario político decimonónico «España» era la suma de la metrópoli y sus colonias, es decir, que era un imperio. En 1860 Evaristo Ventosa, el pseudónimo con que escribía el socialista Fernando Garrido por estas fechas, publica Españoles y marroquíes: Historia de la guerra de Africa. Es un libro que no deja de sorprender en tanto que este revolucionario y propagandista del socialismo dedica su voluminoso estudio (1.145 páginas) a exponer las razones por las cuales es importante para España llevar a cabo la guerra en África, contienda que hoy no dudaríamos en llamar colonial o colonialista. En el segundo capítulo, después de describir los aspectos geográficos de Marruecos, contar los incidentes que precipitaron la guerra, enumerar las reacciones de todos los sectores nacionales ante los acontecimientos y repasar los fundamentos del derecho internacional, compara los estados de las marinas española, francesa e inglesa, ya que piensa que Inglaterra y Francia reaccionarán beligerantemente ante una guerra española en Marruecos. Para esta comparación -y esto es lo que me interesa resaltar- enumera los barcos de la escuadra española y «los puntos donde hoy se encuentra».⁶ El listado es largo y se encuentran en él todas las bases navales de la península ibérica, así como de las colonias españolas (Manila, La Habana, Fernando Poo) y de las que suponemos eran zonas de influencia españolas: Montevideo y Conchinchina. En el capítulo III, titulado «Ejército de España y sus colonias», se repite la estrategia de hacer un listado de los que llama ejércitos, que incluyen los de Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Fernando Poo y Ceuta. Está claro, pues, que Ventosa-Garrido tenía una idea imperial de lo que era España. Y, como veremos, distaba de ser el único que pensaba así.
La elisión historiográfica del fenómeno del imperio decimonónico ha tenido como resultado el que también se esfume de la narrativa histórica la vocación colonial metropolitana que duró hasta ya entrado el siglo XX⁷ y que, a pesar de ser promovida y llevada a cabo con irregularidad, se manifestó después de la batalla de Ayacucho (1824), la última batalla librada en las guerras de Independencia americanas. Aunque a veces se hace referencia en las historias nacionales a las aventuras colonialistas españolas -llamadas en la historiografía «expediciones militares»- que tuvieron lugar en diversos puntos del mundo (Asia, África y la América independiente), por lo general, la política colonial expansionista se atribuye a una casi inexplicable fantasía nostálgica imperial o a una «irracional» «política de prestigio», en vez de entenderse como el fruto de una lógica colonialista.⁸ Esta forma de entender la política colonial española viene a ser el paradigma interpretativo en la historiografía contemporánea. Pero si casi ha desaparecido la representación del imperio del XIX, excepto en la historiografía colonial, el imperio retorna a la narrativa histórica nacional con los acontecimientos de 1898, el tan melodramáticamente llamado «Desastre», que, como bien sabemos, engendró una singular manera de articular lo que se ha venido llamando desde entonces «el problema de España».⁹ Vale la pena notar, por lo tanto, que la actitud historiográfica ante el imperio decimonónico es paradójica. Si por un lado tiende a desatenderlo, si es que no a borrarlo de la narrativa de la historia nacional, por otro, figurado por medio de su pérdida, le adscribe un gran valor simbólico.
Habría que puntualizar, sin embargo, que «cualquier narrativa histórica es», según Michel Rolph-Trouillot, «un atado de silencios, el resultado de un proceso singular».¹⁰ El generalizado silencio en torno al imperio del siglo XIX es explicable si lo interpretamos tomando en consideración la acertada noción que el historiador David Scott llama «anteriores pasados», que para él estriba en identificar la «diferencia entre las preguntas que animaron los antiguos presentes y las que animan los nuestros».¹¹ Así, notamos que en gran medida los historiadores de hoy han escogido privilegiar el estudio de otros relatos que se considera son fundamentales para la elaboración del conocimiento histórico de este siglo. Por ejemplo, el relato del complejo proyecto liberal de construir la nación, o la complicada historia del desigual desarrollo capitalista, y/o la espinosa narrativa de la elaboración de la identidad nacional.¹² No parece haber una necesidad de recordar históricamente el siglo XIX como época imperial ya que en la actualidad España está volcada en el importante trabajo de hacer memoria recordando un pasado más reciente, que indiscutiblemente ha marcado su presente más que el pasado imperial: los orígenes de la Guerra Civil, la propia guerra, el exilio de la España republicana y la feroz represión política de las primeras décadas del franquismo. En la España de hoy existe la esperanza de que este proceso de recordar -en el cual la historiografía juega un papel de suma importancia- por fin pueda curar las heridas psíquicas y sociales producidas por la Guerra Civil y el franquismo que tanto han afectado a varias generaciones de españoles.
Esta breve reflexión sobre la historia de la manera en que se ha inscrito el imperio español en la narrativa de la nación espero haya sugerido que existe una desconexión entre la manera en que la narrativa histórica contemporánea, por lo general, representa la España del XIX como nación sin una identidad imperial, y el modo en que la España decimonónica se conceptualizaba a sí misma como nación imperial. Podría decirse, entonces, que se ha desvinculado la noción del imperio de la de la nación en la narrativa histórica del siglo XIX, hasta tal punto que el imperio decimonónico ha desaparecido de la historia nacional. Es notable esta desvinculación en cuanto que, como veremos a lo largo de este libro, la clase política y la intelectualidad decimonónica -que forjan la España moderna- conceptualizaron el modo de llevar a cabo el proyecto liberal de construir la nación moderna como inextricablemente ligado a la idea de imperio.
Tanto es así que Carlos Serrano, en una de sus muchas y acertadas reflexiones sobre el final del imperio español en 1898, propone que «[n]o me parece exagerado afirmar que la pérdida de las colonias afectó a la Restauración en su naturaleza profunda: colonialismo y Restauración fueron de algún modo las dos caras de una misma realidad o, por lo menos, como la sustancia y la forma de un mismo poder».¹³ Esta hipótesis la vemos demostrada en el Discurso sobre la nación que pronunció Antonio Cánovas del Castillo, historiador, político y el llamado «arquitecto» de la Restauración, en el Ateneo de Madrid el 6 de noviembre de 1882, en el cual reafirmaba la identidad de España como nación imperial. Vale la pena explorar, aunque brevemente, este largo y retóricamente tortuoso discurso en cuanto que podría interpretarse como texto fundacional del ideario de la Restauración dada la amplia temática que desarrolla en él, además de ser una extendida meditación sobre los conceptos nación, nacionalidad y patria. Para ello, Cánovas entreteje una panorámica histórica acerca de las definiciones de estos términos, una polémica en contra de aquellos que él considera han equivocadamente asentado que la nación es una noción moderna -principalmente Ernest Renan en Qu’est-ce qu’une nation? (1882)- y un detallado plan para el porvenir de España.
Cánovas da comienzo a su discurso polémicamente: proclama que nación es un concepto eterno en vez de moderno, el modo en que se conceptualizaba tal noción en ese momento. Como prueba de ello argumenta que los significados contemporáneos de nación están ya presentes en el Vocabulario universal de Alonso de Palencia, en el Vocabulario de Antonio de Nebrija, en el diccionario de Covarrubias y en el Diccionario de Autoridades. Sin embargo, admite que en estos se proveen «expresiones» incompletas del concepto. Para evidenciar más que nación no es un concepto -o incluso fenómeno- moderno, es decir, un producto de la época contemporánea, notamos que su propia definición combina elementos diversos de definiciones anteriores para llegar a una definición en la cual están todos sus elementos incluidos y en la que un territorio común, la raza y la lengua son considerados como las características esenciales de la nación. Significativamente, señala que quizá lo que faltaba en las pretéritas caracterizaciones de nación era «el reconocimiento de que la nación es hecho u obra divina».¹⁴ El que defina la nación como «obra divina» no es ni original ni insólito ya que la conceptualización «providencial» de las naciones y su destino manifiesto son piedras angulares de los discursos nacionalistas y, en la era imperial, de los discursos colonialistas.¹⁵
Tras presentar su definición de nación, el siguiente paso que da Cánovas en su argumento es el de establecer una tipología para las naciones que fundamenta en la noción de «civilización», tropo que funciona a modo de marcador diferenciador entre ellas. Como es de suponer, las «naciones» civilizadas son naciones cristianas. Si bien es esta una formulación predecible, habría que notar que no establece diferencias religiosas dentro del cristianismo -por ejemplo entre el catolicismo y el protestantismo-, sino que más bien representa el cristianismo como un conjunto de valores y creencias compartidos cuyos objetivos son idénticos. Así, propone que «[t]odas las naciones civilizadas bajo los principios del Evangelio, las cuales, ni más ni menos lenta y manifiestamente, se dirijan hoy a un fin idéntico, a una especie de nueva cruzada, de más seguros resultados que las antiguas: a implantar donde quiera, no la cruz tal vez, pero sí la civilización».¹⁶ Es significativo que Cánovas no se desprenda por completo de viejos, si no anticuados, conceptos -cruzada y cruz- que funcionan a modo residual en su discurso. Sin embargo, los matiza al referirse a una «nueva cruzada» y los moderniza al sustituir el tropo «cruz» por el de «civilización». El que vincule normativamente nación y civilización cristiana lleva sin remedio a que Cánovas promulgue la idea de la «misión civilizadora» que, como es bien sabido, es uno de los pilares discursivos de la ideología colonialista. Aunque a lo largo del discurso rechaza la supuesta modernidad del concepto nación, sin embargo, está dispuesto a reconocer y, más aún, a admitir que la estrategia de la misión civilizadora ha sufrido una transformación en tanto que el deber del mundo civilizado no es ya meramente el de la evangelización, como lo había sido en el pasado, sino el de «obligarlos [a los infieles] [...] a tomar parte en la empresa común de la humanidad so pena de desaparecer, como elemento inútil, de la escena del universo».¹⁷ Por lo tanto, y claramente para Cánovas, la nación cristiana es sobre todo una entidad colonizadora que tiene que usar la fuerza para cumplir con la misión divina que es «la toma de posesión de todo el planeta por el hombre civilizado».¹⁸
Una vez presentada su teoría de la nación -que de hecho es muy poco original- y de su misión civilizadora, da paso a su meditación sobre la identidad de España como nación. Notamos que para Cánovas la problemática no es si España es o no es una nación imperial colonizadora, ya que habiéndose dedicado durante tantos siglos a «civilizar» su mundo ultramarino claramente lo es. Más bien la pregunta que plantea es si España, habiendo ya perdido «su gloria de otros siglos»,¹⁹ debería intentar entrar a formar parte de «ese corto número de naciones superiores»,²⁰ ya que sería «muy peligroso quedarse atrás, como nos vamos quedando en la sociedad ambiciosa y egoísta de las naciones».²¹ Su respuesta es inequívoca: «[m]ándanos el deber nuestro [...] que entremos en el número de las naciones expansivas, absorbentes, que sobre sí han tomado el empeño de llevar a término la ardua empresa de civilizar el mundo entero».²² Curiosa -o quizá sintomáticamente- propone que el honor, que es sin lugar a dudas un atributo residual aristocrático dentro de la cultura burguesa, es la razón principal que debería impulsar a España a ser una nación expansionista, en vez de, por ejemplo, el comercio global o la misión civilizadora, dos