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Un café con Pacho
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Libro electrónico354 páginas5 horas

Un café con Pacho

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Información de este libro electrónico

Pacho es una de esas personas con ese extraño don para estar siempre en el momento y lugar adecuados. Solo así se explica que llegase a Chicago sin saber muy bien qué hacer, y acabase convirtiéndose en un reputado periodista musical, teniendo la suerte de vivir (de primera mano) el nacimiento del blues de Chicago o el rock and roll de Memphis en los años 50, el soul de Detroit en los 60, la explosión del punk en Nueva York y Londres a finales de los 70, el grunge en Seattle a comienzos de los 90, y entre medias, haber estado en el Verano del Amor en San Francisco, en el festival de Woodstock del 69, y sobre todo, el haber tenido la oportunidad de conocer a gente tan fascinante como Chuck Berry, Elvis Presley, Johnny Cash, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Sam Cooke, Etta James, Janis Joplin o Kurt Cobain. Ya retirado, y de vuelta a su lugar de nacimiento, Pacho conoce a Jorge (el hijo de una de sus primas), un adolescente amante del punk con el que hará buenas migas y al que le contará todas estas vivencias que forman parte capital en la historia de la música popular.
IdiomaEspañol
EditorialMirahadas
Fecha de lanzamiento30 ago 2021
ISBN9788418911828
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    Un café con Pacho - Jonathan Pérez del Río

    CAPÍTULO 1

    LA VIDA EN LA CALLE

    Llegué al mundo en un año en el que el punk todavía era capaz de darle una patada en la entrepierna a casi cualquier estilo musical. En Estados Unidos estaban los Ramones, y en el Reino Unido los Sex Pistols, The Clash o The Damned. Un año en el que debutarían The Cramps y Dead Kennedys y en el que bandas como Bad Brains o los Misfits comenzaban a preparar sus propios artefactos sonoros: 1980.

    Permitidme, para poneros en situación, un breve resumen. Justo un año antes, Michael Jackson había sacado su primer disco en solitario, avisando al planeta de que su hegemonía en las listas de ventas no había hecho más que comenzar, postulándose como el rey de una década que vendría llena de contrastes: Irak e Irán comenzarían a enzarzarse en un conflicto bélico; Argentina invadiría las Islas Malvinas; seguirían las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética debido a la Guerra Fría; aparecía el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA); intentarían asesinar al papa Juan Pablo II y al presidente estadounidense Ronald Reagan, pero al que finalmente se cargarían sería al bueno de John Lennon; el hombre provocaría una catástrofe nuclear en Chernobyl…, la cosa no estaba para tirar cohetes.

    Aunque no todo serían malas noticias. Con el derrumbe del Muro de Berlín aparecerían algunos rayos de luz entre tanto nubarrón. Era una época de avances tecnológicos: IBM lanzaría al mercado el primer ordenador personal; y en la industria del entretenimiento, nacería el legendario videojuego del PAC-MAN o la cadena televisiva MTV. Pues sí, todo esto me esperaba por delante en mis primeros diez años de vida.

    En lo musical, el primer año de la década no fue solo punk. Por citar algunos ejemplos, AC/DC superaron la muerte de su vocalista Bon Scott —como muchos sabréis, ahogado en su propio vómito— y arrasarían con «Back in Black». Fue un año en el que el heavy metal británico dio un puñetazo sobre la mesa: Judas Priest lanzaban «British Steel» —con esa portada icónica en la que se veía una hoja de afeitar con el logo del grupo—, Motörhead harían lo propio con el histórico «Ace of Spades» y Iron Maiden y su mascota Eddie se presentarían al mundo.

    En 1980 también comenzaron sus carreras U2 y los Pretenders, intentando hacerse un hueco entre los lanzamientos de los nuevos discos de vacas sagradas como The Rolling Stones («Emotional Rescue»), Bruce Springsteen («The River»), Dire Straits («Making Movies»), Queen («The Game»), Black Sabbath («Heaven and Hell»), David Bowie («Scary Monsters»)… ¿Sigo? Ahí estaban todos esos grupos y artistas que, para cuando yo tuviese uso de razón, ya serían dinosaurios.

    En el Reino Unido no pararon de salir lanzamientos de impacto: primeros discos de Dexy´s Midnight Runners, Echo And The Bunnymen y Killing Joke; o discos de reválida para grupos atormentados como The Cure y Joy Division —aunque para estos también sería el último, pues «Closer» fue casi como una nota de suicidio de su cantante Ian Curtis—. ¡Ah!, y por ahí también andaba Tom Waits, cantándoles a los borrachos, colgados, suicidas, almas en pena o trastornados bichos raros. Eso sí, del disco que sacó ese año («Heartattack and Vine»), me apunté una frase que acabé pintando en un muro. Mi primer grafiti: «No existe el demonio / es Dios cuando está borracho».

    Seguro que os estáis preguntando: ¿y en España nada? Sí, hombre, aquí también hubo cosillas en 1980. Nuevos discos de Burning, Tequila o Nacha Pop —quienes se desvirgaron cantándole a «La chica de ayer»—. Aunque aquí lo que realmente le molaba al populacho eran los puretas como Los Pecos, Víctor Manuel y Ana Belén, Camilo Sexto o Miguel Ríos. Era con lo que taladraban en las radios a todas horas.

    No pretendo engañar a nadie, la mayoría de los grupos y artistas que acabo de mencionar me parecían un auténtico coñazo. Con el tiempo, cuando me hice un poco más mayor, empecé a verlos con otros ojos hasta el punto de que algunos se convirtieron en favoritos. ¿Qué cambió entonces? Bueno, cambié yo, que no es poco. Supongo que los gustos maduran a medida que lo hace uno. Era normal pues, que con trece años el «Nebraska» de Springsteen me pareciese un disco deprimente. Es como si a esas edades preadolescentes te pones a leer «Los hermanos Karamazov» de Dostoievski. No procede.

    Si habéis llegado hasta aquí sin haber arrojado el libro por la ventana, creo que es un buen momento para que me presente. Me llamo Jorge. Jorge Aranda González. De pequeño vivía en un tercero con vistas a la Plaza de Abastos del pueblo. Una diferente a todas las demás, pues esta tenía en su techo una plaza de verdad —que nosotros, para no complicarnos mucho, llamábamos «la Plaza»—, y que hacía de patio de juegos para toda una generación.

    De forma esferoidal, tenía dos alturas separadas por cuatro escalones. Tanto la parte de arriba como la de abajo estaban cercadas por barrotes, que entre otras cosas, nos protegían de caer, algo que no nos venían nada mal, pues en algunas zonas la altura podía alcanzar los cinco metros. O sea, que el hostiazo que te podías meter era importante. La Plaza tenía más bancos de los necesarios, pues en toda mi vida no vi a nadie usarlos para lo que en realidad se usan los bancos: para sentarse. La Plaza era nuestro territorio, de ahí que le dé tanta importancia y use la mayúscula. Si por casualidad se asomaba un manzanillo o algún turista despistado, enseguida caía en la cuenta de que aquel no era un sitio para pararse a sacar fotitos, sino un lugar de paso. No porque les intimidásemos cuatro mocosos, sino porque siempre había movimiento. Atravesar la Plaza suponía interrumpir algún juego que se estuviese desarrollando, corriendo el riesgo (innecesario) de recibir un balonazo. Aprovechábamos cada metro cuadrado, incluso sus bordillos, para todo tipo de actividades. Los bancos hacían las veces de porterías para nuestras pachangas. Para anotar un gol, había que meter el balón por debajo del banco, lo que complicaba mucho el asunto, especialmente si se ponía algún cobarde de portero que no se alejaba nunca del banco.

    Como he dicho, podían usarse los bordillos, no había límites, la Plaza era todo el campo, una jaula cuyos barrotes medían poco más de un metro de alto, por lo que la pelota salía del recinto a la mínima, y si eso ocurría, mala señal. Problemas.

    El balón era caprichoso y podía estrellarse contra el cristal de un escaparate, contra la luna de un coche, contra la cruz de la farmacia, o peor aún, rodar cuesta abajo a toda velocidad hasta la carretera general. En este último caso se generaba cierta tensión al intentar salvar el balón in extremis antes de que lo golpearan los coches y te metieses en un lío de cojones.

    Pido disculpas si se me escapa jerga callejera, pero es que los niños en sus barrios elaboran su propio vocabulario. Y sus propias normas. Elegíamos los equipos a pares o nones, a piedra/papel/tijera, o a pies, así como a quién le tocaba pringar en juegos que bautizábamos como bote bolero o sangre.

    El bote bolero era un tipo de escondite en el que usábamos un balón y que ayudó a desarrollar nuestras capacidades para movernos con el silencio de una sombra, o la sangre fría de los felinos para saber esperar el momento justo. Nos hacía ser ágiles, inteligentes, sigilosos, avispados. Nos obligaba a aguzar la vista y el oído. Nos invitaba a encontrar la mejor versión de nosotros mismos.

    De vez en cuando, se ponía de moda alguna que otra parida que se imponía a los juegos habituales. Como el diábolo. Un juguete de malabaristas que consistía en dos esferas huecas de caucho, unidas en su parte convexa por medio de un pequeño eje metálico. Se manejaba con dos palos unidos por una cuerda. Había decenas de trucos, pero los más novatos nos limitábamos a pasarlo por encima de una pierna o a lanzarlo lo más alto posible para recogerlo a su caída. Como en todo, cada maestrillo tenía su librillo, pero en el pueblo había algún que otro pro que de vez en cuando se dejaba caer por la Plaza para darse un baño de masas con trucos que nos parecían inalcanzables, como «la araña» o «el ascensor», que luego, con un poco de práctica, en realidad se sacaban fácilmente.

    Tuneábamos el diábolo nada más comprarlo: le pegábamos finas tiras de cinta aislante usando diferentes colores para que, cuando el diábolo cogiese velocidad, cambiase de color debido al efecto óptico. Eso a nivel estético.

    A nivel técnico las cuerdas sí que eran importantes. Ni demasiado gruesa (ralentizaba la velocidad) ni demasiado fina (no tenía fuerza suficiente para hacer rodar el objeto). Las mejores eran las que nos vendían en una tienda que parecía abandonada y cuyo horario dependía de la hora solar al no tener luz eléctrica. En el escaparate, las cajas de los productos —caducados desde hace décadas— estaban descoloridas. Se rumoreaba que solo vendía material para pescadores, y eso sí, las mejores cuerdas para todos los que teníamos diábolos. Y todo chaval en el puto pueblo tenía uno. Era la moda.

    Cuando el suelo de la Plaza estaba seco, jugábamos a las chapas. Chapas con las caras de ciclistas. Con tiza dibujábamos el circuito, con curvas imposibles, rectas infinitas y puentes imaginarios. Había auténticos científicos en el arte de las chapas. Estos iluminados tenían la teoría de que las chapas de ciertos refrescos eran mejores que otras. Las limaban, las pintaban, y para que pesasen un poco más, les ponían plastilina, superficie donde se pegaba la foto de tus ciclistas favoritos. Hacíamos clasificación general, clasificación de los puntos, clasificación de la montaña..., la paja completa. Igualito que en el Tour de Francia. Las diferencias en las clasificaciones no se medían por tiempo, sino por golpes de ventaja. Siempre nos ganaba Marcos Menéndez, pues, aunque él no nos lo dijera, seguro que practicaba en casa a todas horas, probando diferentes golpeos con efecto y la virgen santa. ¿Qué será de él? Espero que le vaya bien. Buen chaval a tope Marcos Menéndez.

    En la Plaza incluso hacíamos cabañas. Cabañas de cartón. Recorríamos las tiendas y supermercados en busca de cajas de cartón que les sobrasen, y hacíamos pequeñas guaridas para escondernos del sol si este cascaba mucho. Éramos auténticos arquitectos. Alguna tarde propicia llegamos a hacer cabañas con más de cincuenta cajas. Para nosotros eran mansiones.

    Jugábamos a todo eso y a más cosas. Era difícil que nos aburriésemos. Así se nos hacía de noche, momento en que nuestras madres nos llamaban a voces desde la ventana para que fuesemos a cenar. Ahí se acababa la diversión, excepto los sábados, que con suerte nos dejaban salir a jugar después de la cena. Es la ventaja de los pueblos o los barrios, que estás en la calle como si estuvieses en casa. No hay ningún peligro y los padres respiran tranquilos en sus casitas sin tener que aguantar a los críos.

    Desde la ventana del salón vi cómo pasamos de niños a adolescentes, cómo dejamos atrás una infancia maravillosa. En ocasiones me sorprendía a mí mismo asomándome solo para ver a las nuevas generaciones jugar en el mismo lugar donde yo había jugado durante tantos años. Me quedaba observándoles con expresión melancólica y aires nostálgicos. Cuando uno llega a este punto está bien jodido. Es cuando piensa lo divertida que era la vida siendo un crío y qué asco iba a ser todo a partir de entonces. Siendo un enano se le encuentra encanto a todo, en cualquier mierda de sitio te imaginas un patio de recreo. Y lo mejor de todo, es que a esas edades no te comías la cabeza por pijadas. Años después nos mudaríamos a una vivienda unifamiliar un poco más alejada del casco antiguo, dejando atrás, definitivamente, una etapa maravillosa.

    Para un adolescente, mi pueblo no tenía demasiadas distracciones. Ante la escasez de fuentes de ocio, los chavales teníamos tres opciones: drogarnos, darle patadas a una pelota, o tocar en un grupo. Yo soy de los que opté por esta última opción. Nos llamábamos Rata Muerta y hacíamos punk visceral, rabioso, frenético e imprevisible, pues ni nosotros mismos sabíamos por dónde iban los tiros. Las únicas voces con cierta melodía se encontraban en algunos coros metidos a calzador. El resto eran una sucesión de gritos desgarrados que salían directamente de las entrañas. En las letras protestábamos por todo y contra todos, atizando a diestro y siniestro: al cura del pueblo, a los vecinos, a nuestros tutores y profesores, a los gañanes que discutían por fútbol y política en la barra de un bar, a los abusones del último curso, a las lindas muchachas que pasaban de nosotros, pero perdían el culo por los típicos gilipollas que iban de guays… En las letras cargábamos contra el sistema, contra la religión o contra la sociedad en general. No teníamos ni zorra idea de lo que decíamos, pero todo lo que hacíamos lo hacíamos con una honestidad incuestionable. No os voy a engañar: hacíamos ruido. Puro ruido. Y sonábamos mucho peor de lo os podéis imaginar.

    Éramos tan inocentes que pensábamos que con el grupo nos convertiríamos en una especie de fenómeno local, que seríamos los putos amos, que la gente hablaría de nosotros a nuestro paso, y lo más importante de todo, que tendríamos acceso a las chicas más guapas del instituto. La vida, siempre tan sabia, y tan puta, nos puso en nuestro sitio dándonos una de nuestras primeras lecciones. No nos comimos una rosca.

    Dimos un único concierto al que asistieron unas tres personas, a pesar de que empapelamos cualquier rincón del pueblo con impactantes carteles de cosecha propia. Ya sabéis, filosofía Do It Yourself. En ellos aparecía una rata, muerta claro, clavada en una cruz invertida (sic), y también el bar y la hora de la cita que la población del concejo decidió ignorar por completo. El cartel es pieza de coleccionista. Lo leí en un libro de Eduardo Galeano que nos mandaron leer en el insti: «si me caí, es porque estaba caminando. Y caminar vale la pena, aunque te caigas». Y vaya si caímos. Menuda hostia. Pero nos levantamos y volvimos a la carga.

    Que no suene a excusa, pero lo cierto es que nuestras referencias eran escasas. Empezamos haciendo punk porque era la primera vez que unos instrumentos caían en nuestras manos. ¿Qué coño íbamos a hacer si no? ¿Coger una partitura y tocar algo de Mozart o Beethoven? Tres acordes y a correr. Encima, nuestras influencias más cercanas eran las pandillas de chavales mayores que nosotros: skaters que tenían grupos de hardcore y punk y que nos hablaban de las escenas musicales, nos dejaban alguna que otra recopilación en cintas de casete, y de vez en cuando algún que otro fanzine que les llegaba por correo. Existía la radio, claro está, y es de suponer que en las ondas se podría vislumbrar algún oasis en medio del desierto. Si lo había, nosotros no le hacíamos el menor caso. Para sobrevivir devorábamos todo lo que nos llegaba, no nos importaba que fuese morralla difícil de digerir.

    En Rata Muerta mi papel era el de guitarra rítmica, o lo que es lo mismo, el peor guitarrista de los dos. El bueno era Jaime Fornos. También el más guapo. El que se llevaba a las chicas de calle. Jaime se follaría a los ochos y nueves. Yo a los cincos, y con suerte, a los seises. Ya sé que, por norma general, en los grupos el que se pone las botas es el cantante, pero es que nosotros teníamos a Tommy. Tommy Granos. En el futuro, Tommy pasaría de patito feo a cisne, pero hubo una temporada en la que tendría que lidiar con un acné juvenil que le estaba arruinando la existencia. De ahí el apodo. La base rítmica la componían los hermanos Acevedo: Mario y Álex. Mario era el bajista. El mayor de todos nosotros. Y diría que el que más idea de música tenía en nuestro grupo. Su padre tocó en una orquesta, y aunque su sueño era que sus descendientes heredasen su pasión por la música, lo cierto es que tanto Mario como Álex cogieron unos instrumentos por puro aburrimiento. Tardes de domingo en las que o aporreabas un instrumento o te morías del asco. Álex tendría unos quince años cuando empezamos, el más joven del grupo. Se puso a la batería porque era el puesto vacante y porque su hermano mayor había escogido el bajo. Era puro nervio, un motivado que le ponía muchísimas ganas, por lo que puliéndolo un poco podía darnos mucho juego. Jaime, Tommy, Mario, Álex y yo. Éramos (fuimos) Rata Muerta. Y queríamos conseguir (aunque no lo consiguiésemos) que te explotase el cerebro.

    En el fondo, sé que eran fantasías propias de aquellos años en los que uno se cree que se va a comer el mundo. Llegaba de los ensayos hundido de la pena que dábamos, y para no venirme muy abajo me ponía a escuchar Suicidal Tendencies a todo volumen. A todo lo que daba la minicadena, que era lo suficiente como para molestar a mi vieja, que entraba en la habitación como un miura.

    —¡¿Quieres hacer el favor de bajar el volumen?! Es insoportable.

    Pobre madre. Se pensaba que su único hijo, un completo desastre en todo lo que se proponía, se aburriría pronto de la guitarrita. Que esto del hardcore punk sería una moda pasajera fruto de la edad. Seguro que en su cabeza se imaginaba que con el tiempo iría puliendo mis gustos, y que más pronto que tarde, grabaría encima de estas cintas asquerosas preciosos clásicos —de Los Brincos o Los Bravos— que le recordaban sus años dorados de nínfula deseada. Se imaginaba que su hijo sería un chico alto y guapo, educado y de modales envidiables, un chico que estudiaría medicina y se convertiría en un reputado doctor que se casaría con una muchacha jovial y de buena familia, tan encantadora que siempre le dedicaría piropos a su suegra. La mejor suegra del mundo; la mejor nuera del mundo. Que nada en el mundo te quite la ilusión, mamá.

    —En unos días va a venir mi primo Pacho. Creo que, para quedarse definitivamente, o al menos a pasarse aquí una buena temporada. Con él nunca se sabe.

    —¿Pacho? ¿Qué nombre es ese?

    —Se llama Francisco, pero todos le conocen por Pacho. Viajó muchísimo y siempre anduvo metido en asuntos relacionados con la música. A lo mejor hasta te gustaría charlar un poco con él.

    —Vale, ya si eso vamos viendo. Cierra la puerta al salir.

    Vaya, otro chiflado en la familia. Juro que lo pensé, pero bueno, tampoco tenía nada que perder.

    Me había olvidado por completo del asunto, hasta que un día llamaron a la puerta. Podía ser cualquiera, pero algo me decía que iba a ser él. No tuve tiempo ni para imaginármelo. En escasos segundos mi vieja voló de la cocina al rellano y abrió la puerta. Ahí estaba. Su primo Pacho.

    Lo escaneé de arriba abajo. Le sacaba unos cuantos centímetros a mi vieja. También unos cuantos años. De primeras, le eché unos sesenta tacos y calculé que andaría por el metro ochenta y cinco de estatura. Peinaba hacía atrás los cabellos que le quedaban, de color plata. Del mismo color era su canosa y descuidada barba, que le cubría parte de su afilado rostro. Sus ojos, de color castaño, le daban a su mirada un aire distendido que le hacían más joven. Tenía ese tono de piel que tienen los aventureros que están siempre expuestos al sol. Un moreno natural que contrastaba con la claridad de su cabello, y con una sonrisa luminosa. Calzaba unas botas camperas que debían de tener miles de kilómetros encima, como sus pantalones vaqueros, igual de desgastados. Debajo de una camisa a cuadros —abierta hasta el tercer botón— asomaba una camiseta blanca de algodón. Sencillo y ligero. De rostro duro, a lo Clint Eastwood. Sin embargo, había algo en el conjunto de su cara que inspiraba buen rollo. Así de primeras, daba la sensación de ser buen paisano.

    —Tú debes de ser Jorge, ¿verdad? Encantado.

    Me tendió la mano mientras yo seguía procesando información. Me había llamado Jorge. No Jorgito, ni George, ni Jor. ¡Jorge! Nadie me llamaba Jorge. Ni en casa mis padres; ni en el cole los profes; ni los vecinos; ni los colegas. Ese detalle insignificante me sirvió para mirarlo sin tanto recelo. Desde el primer momento, Pacho me trató como a un hombre, no como un puto guaje, que en el fondo lo era, pero uno se sentía bien olvidándolo de vez en cuando.

    —Tu madre me ha dicho que le das al punk en un grupo, ¿eh?

    —Mmmmm, bueno, eso intentamos. Llevamos solo unos meses ensayando.

    Iba a añadir que también habíamos dado un concierto, pero omití esa información visto el éxito de este.

    —Paciencia, chico. Roma no se hizo en un día. Las grandes bandas del punk no eran un derroche de virtudes precisamente, pero le ponían ganas. Sudaban en los ensayos, y sabían tapar sus limitaciones con energía y una puesta en escena poderosa. Así que ánimo, y a seguir dándole duro —hablaba rápido pero suave, con tranquilidad, relajado, marcando bien las palabras, con confianza, como el que no necesita buscar las palabras adecuadas porque ya se sabe el guion de memoria.

    —¿Ves, Jorgito? Ya sabía yo que os ibais a llevar bien. ¿Quieres un cafetín o algo de beber, Pacho?

    —Un café estaría bien. Gracias, Rosa.

    —¿Azúcar? ¿Sacarina?

    —Solo. Dos de azúcar. Gracias.

    Mi madre se había ido a prepararle a Pacho su café, ya que, a mí, como era habitual, no se me había ofrecido nada. Tengo que confesar que era —y soy— de esa clase de personas que no es capaz de disfrutar de los silencios incómodos. Esos segundos eternos me provocan sudores fríos. Me rallaba tanto que me veía obligado a entablar conversación, aunque me sintiese mucho más cómodo siendo un simple oyente. Eso, y que empezaba a sentir curiosidad por mi pariente, me hizo hablar. A lo mejor habían pasado tres segundos desde que mi madre nos había dejado solos.

    —Mi madre me dijo que te dedicas a algo relacionado con la música. ¿Eres músico o algo así?

    —¿Músico? —Y soltó una tremenda carcajada que resonó en todo el salón—. Ya quisiera. Alguna vez toqué algún instrumento, pero está claro que no llevo el ritmo en la sangre. Ni tampoco tengo el talento para ello. —Hizo una pequeña pausa, y al ver que no yo no añadía nada, continuó—: Pero sí, toda la vida he estado vinculado a la industria musical. Me dio de comer como quien dice. Lo digo en pasado porque estoy, oficialmente, retirado. Me considero afortunado en que he podido hacer durante casi toda mi vida algo que me gusta, viajando y conociendo mundo, y de paso, conociendo a personas asombrosas que han dejado una profunda huella en mí.

    —No serías un cazatalentos, ¿no? Porque aquí perderías el tiempo.

    Más carcajadas. Pacho rompía a reír con ganas, como si cualquier ocasión fuese una buena oportunidad de enseñar su brillante dentadura. Pero se reía con sinceridad ya que todo le parecía gracioso. Un tipo feliz.

    —Me temo que no. Bien podría ser, pero tampoco. Soy, fui, redactor. Periodista si lo prefieres. Freelance que lo llaman ahora.

    —¿Fri qué?

    Freelance. Es decir, que yo iba bastante por libre. Tenía la libertad de escribir lo que quisiese para quien yo quisiese. No siempre era todo tan maravilloso como suena. Para ser honesto, al no tener estudios relacionados con la profesión, prefiero considerarme un redactor sin más. Verás, Jorge, tuve muchísima suerte de estar en el momento y lugar adecuados. Pasó un tren y lo cogí sin dudarlo.

    —Pacho, no le vengas al crío con metáforas que no las va a pillar. —Mi madre dejando en la mesita el café para Pacho y la puyita de turno.

    —Mama, tengo diecisiete años, pero no soy gilipollas.

    —Muy amable, Rosa —interrumpió con educación Pacho, intentando evitar una guerra civil en casa—. Cuéntame, Jorge, ¿ya tenéis nombre para el grupo?

    —Sí. ¡Rata Muerta! —respondí con un entusiasmo y orgullo quizás desmedido.

    —¿Rata Muerta? Vaya, un nombre con impacto.

    Apareció en escena mi padre Alfredo, que acababa de llegar del trabajo. Momento para los saludos, los abrazos, los apretones de mano, las palmadas en la espalda, los «cuánto tiempo hombre» o los «buenos ojos te vean», momento para, en definitiva, ponerse al día, para las conversaciones de mayores a las que yo no tenía acceso.

    —¿Hiciste los deberes? —me espetó mi viejo.

    —Eh… pues…, no tuve tiempo.

    —Pues venga, ya sabes.

    —Jo pa

    —Ni jo ni leches. Para la habitación.

    Me despedí a regañadientes de Pacho, quien en cuestión de minutos se había convertido en el único adulto con el que se me apetecía hablar. Me encerré en la habitación, cogí los apuntes, los lancé volando, e hice sitio para mí y para mi guitarra.

    Aquella noche me costó dormir. Me quedé desvelado mirando al techo, pensando en Pacho, en la cantidad de historias que tendría para contarme. Necesitaba escucharlas. Así que me propuse hacerle una visita. Y cuanto antes mejor. Solo me quedaba inventarme alguna excusa.

    Me desperté igual que me acosté: sin la menor idea de cómo visitar a Pacho con un pretexto que resultase creíble. En el espejo del baño observé mis ojos tapados por legañas. Me lavé la cara en agua congelada, desayuné como un autómata, y fiel a la rutina de cada sábado por la mañana, me puse a hacer zapping en la tele hasta aburrirme. Más que sentarme, me tiraba ocupando todo el espacio posible, tirando al suelo todo aquello que pudiese incomodarme y que estuviese por medio, en este caso, una camisa. ¿Y esta camisa? Un momento, ¿no es la que llevaba ayer Pacho? Se le debió de olvidar. Sin comerlo ni beberlo ahí estaba la excusa perfecta para la hipotética visita.

    Ma, ¿esta es la camisa de Pacho? Se la ha dejado en el salón.

    —Vaya, anda un poco despistado. Está adaptándose todavía.

    —Se la puedo llevar yo. Si quieres, claro.

    —¿En serio? ¿Tú haciendo favores?

    —Claro, ma, mientras voy dando una vuelta en bici se la puedo acercar. ¿Vive lejos?

    —No, en las casas esas tan cucas que hay a las afueras, justo antes de llegar al campo de fútbol. ¿Sabes las que te digo? Nunca me acuerdo cómo se llama esa calle.

    —Beverly Hills lo llamamos nosotros.

    —¿Beverly Hills?

    —Sí, como bromeamos con que son casas de gente forrada…, no sé a quién se le ocurrió un día, y ya ves, se quedó.

    —Pues en Beverly Hills, una casita pequeña de color verde que hay a la derecha del camino. No tiene verja ni nada, debe de ser la única de la zona con vía libre hasta el porche. Seguramente te lo encuentres fuera leyendo. Pero hoy creo que me dijo que no está. Tendrá que ser mañana.

    —Vale, no hay fallo.

    Al día siguiente la tarde estaba de perros. Si algún día llega el fin del mundo el cielo estará como el de aquel día: apocalíptico. Parecía que no iba a parar de llover en una semana. Desde luego no era el mejor día para llevarle la camisa a Pacho. Las gotas se suicidaban violentamente contra los cristales emitiendo amenazantes sonidos. En esos momentos muertos en los que uno está esperando por alguien —o por algo—, yo tenía la costumbre de coger algún libro de la biblioteca de mi viejo y abrirlo por cualquier página. Los acercaba a la nariz y los olía intensamente. Una vieja manía que tenía de pequeño y que aún mantengo. Muchos libros, rescatados de casa de mis abuelos, olían a humedad que tiraban para atrás. Como si estuviesen encerrados durante trescientos años esperando ser rescatados de aquella cárcel para libros. Por ejemplo, cogía «La ciudad y los perros» de Mario Vargas Llosa y me quedaba con alguna frase que me gustase: «Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche. ¿Sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza».

    Tampoco es que me divirtiese mucho así, pero al menos me sentía un poco menos culpable matando el tiempo. Quería pensar que leer algo, lo que fuese, lo justificaba. Siempre era el mismo procedimiento. Subrayaba alguna frase, cerraba el libro, lo devolvía a su sitio, y ya podían pasar otros trescientos años hasta que alguien volviese a reparar en él. Por la ventana, el fin del mundo parecía estar más cerca. Las inofensivas gotas habían madurado y se habían convertido en duras piedras de granizo que sembraban el caos en las calles.

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