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El fracaso de las élites: Lecciones y escarmientos de la gran crisis
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El fracaso de las élites: Lecciones y escarmientos de la gran crisis
Libro electrónico461 páginas7 horas

El fracaso de las élites: Lecciones y escarmientos de la gran crisis

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«¿Por qué han fracasado las élites al configurar un diseño racional del euro? ¿Qué intereses financieros, políticos y nacionales se han interpuesto? ¿Por qué los mercados financieros ganaron la partida al poder político? ¿Qué lecciones y escarmientos debemos sacar de la Gran Crisis? El fracaso de las élites, que responde a todas esas preguntas y a otras más, es un texto de la máxima exigencia sobre el choque frontal entre las racionalidades económica y política de la eurozona, escrito en un lenguaje accesible al lector educado pero respetuoso con el rigor analítico de la buena economía. Una visión estratégica que, sustentada por una documentación exhaustiva y un análisis preciso, revela la pasión necesaria para superar el dogmatismo muerto de la actual escolástica económica. La Gran Crisis y sus consecuencias reclamaban este estudio que he tratado de escribir desde la proximidad del funcionario y desde la distancia que requiere la objetividad del profesor universitario.»
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ene 2021
ISBN9788494313936
El fracaso de las élites: Lecciones y escarmientos de la gran crisis

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    El fracaso de las élites - Sanchis

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    Índice

    Portada

    Dediatoria

    Prefacio y agradecimientos

    Primera parte: Los primeros pasos: marco histórico y bases analíticas de la unión monetaria

    I. La construcción monetaria europea a vista de pájaro

    II. Bases analíticas de las uniones monetarias

    III. Por qué los europeos necesitamos disfrutar de una moneda común

    IV. La vertiente fiscal en una unión monetaria

    Segunda parte: Las crisis: anomalías del sistema monetario europeo y del euro al descubierto

    V. Participación de España en la integración monetaria europea y la crisis del SME (1986-1993)

    VI. La gran recesión: algunas lecciones extraídas

    VII. La crisis llega a España: una economía de vuelo sin motor (2007-2011)

    VIII. El papel de alemania: un liderazgo no buscado

    Tercera parte: Refundar la Europa posnacional: el euro, más que una moneda

    IX. Propuestas de unión bancaria para la eurozona

    X. El fracaso de las élites burocrático-políticas: ¿qué funcionó mal?

    XI. Estrategias de salida en la postcrisis del euro

    XII. El euro: más que una moneda

    Anejo I. Los mecanismos de estabilidad financiera de Europa

    Anejo II. El MEDE, la solución permanente

    Referencias bibliográficas

    Notas

    Créditos

    A mi esposa Yvonne, a mis hijos Lluís y Alex,

    lo mejor que me ha pasado en esta vida

    PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS

    Al escribir las páginas que siguen ha movido mi ánimo, por un lado, desmenuzar de forma analítica hechos, actores e intereses que se dieron cita en la crisis de la eurozona, sobrevenida a raíz de la crisis financiera de 2007. Y, por otro lado, examinar su sentido, sus razones y las causas más mediatas. Mantengo una visión integrada sobre la construcción de la moneda común, de la que soy deudor en mi doble vertiente como profesor universitario que ha ejercido su profesión de economista como funcionario de la Comisión Europea, y como ciudadano de a pie. Empecé a trabajar como funcionario de la Comisión Europea en los años gloriosos de la Comisión Delors. Estaba en pleno funcionamiento el Sistema Monetario Europeo. Por fortuna, la Comisión Europea me reclamó para trabajar en la Unidad de Análisis de las Políticas Monetarias Nacionales y Comunitaria. De manera que pasé de escribir en 1979, como académico, sobre la entrada de la peseta en el SME, a ocuparme directamente de esa misma cuestión desde los despachos de la Comisión a partir de 1986.

    Dos emplazamientos muy distantes entre sí como para arrojar un mismo punto de vista. He pretendido lograrlo en estas páginas.

    Junto con otros tres funcionarios de la Comisión y con el Presidente Delors, pude vivir en secreto, y en primera persona, la entrada de la peseta en el SME que el ministro Solchaga anunció en el telediario de la noche del viernes 16 de junio de 1989. A mí me informaron el jueves, con el fin de que pudiese preparar una nota de briefing para que el Director General de la DG ECFIN en aquel momento pudiese dar la bienvenida a la entrada de la peseta en el SME que debía ser discutida y aprobada en la reunión del Comité Monetario convocada en secreto para aquel fin de semana. Mi trabajo en la Comisión Europea me permitió igualmente vivir muy de cerca el colapso del SME (1992-1993), y otras muchas experiencias fascinantes que han enriquecido mi perspectiva académica y analítica.

    Pude constatar la resistencia numantina de todos y cada uno de los gobiernos, con independencia del Estado y signo político, para aplicar las recomendaciones de política económica que se desprendían de los análisis económicos de la Comisión. Del mismo modo, comprobé el desinterés con que eran recibidas las propuestas de algunos servicios de la DG ECFIN para que se crease una agencia europea de rating. Esto nos habría ahorrado que las emisiones de deuda de las corporaciones y los gobiernos europeos tuviesen que pasar por las horcas caudinas de las agencias americanas de rating, cuando la Unión es una potencia económica mundial de primerísimo orden y uno de los mayores bloques inversores y ahorradores del mundo. La sensación de impotencia era grande, pero no menor que la de ahora. No obstante, confiábamos siempre en la capacidad de los mercados de divisas y financieros para poner coto a unas políticas macroeconómicas claramente insostenibles a medio plazo. Las discusiones sobre las recetas que había que aplicar a las economías europeas eran a veces muy enconadas. Desde luego, nada transcendía al gran público. Todo quedaba revestido con el ropaje diplomático de los documentos oficiales que solo los expertos sabían leer entre líneas.

    Algo parecido ocurría con el proyecto de moneda común. En los conciliábulos que se formaban en los pasillos del Berlaymont y también en nuestros despachos, expresábamos serias dudas sobre la viabilidad de la moneda única, a la vista del modo en que se estaba gestando. La presión política llegaba del más alto nivel. Algunos economistas de la unidad de políticas monetarias, a la que estaba asignado, considerábamos que sin avances sustanciales en materia de integración económica el proyecto de moneda común era suicida, una receta diseñada a propósito para la catástrofe. No constituía un gesund denken económico, es decir, una forma sana de pensar la economía. Porque la moneda única exige mercados de trabajo flexibles que absorban los shocks asimétricos y cuya regla de oro consiste en que los salarios crezcan en línea con la productividad. También reclama que la ampliación del presupuesto comunitario garantice transferencias de capital, que no transferencias corrientes, hacia los territorios de la Unión con condiciones de producción adversas, para que las puedan equiparar a las que prevalecen en otros territorios de Europa, y, en su defecto, que las políticas europeas proporcionen mayor cohesión territorial y social a la eurozona.

    De aquel periodo me queda la conciencia tranquila de haber asumido plenamente mi responsabilidad y de haber proporcionado a los servicios de la Comisión Europea mi opinión profesional sobre los asuntos que se me habían confiado. Siempre fui consciente del mandato que animaba mi actividad profesional y que se circunscribía a la defensa del interés del ciudadano europeo. Que este mandato fuese o no coincidente con los intereses de la jerarquía de la institución, era harina de otro costal. Me consolaba pensando que cuanto más sabe uno de un asunto, mayor es la responsabilidad que contrae. Sobre esto, recordaba lo escrito por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, cuando se refiere a los delitos cometidos en masa por los nazis, y afirma que «el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal» (Arendt 2009, p. 359).

    Ni el peso, ni la presión de la estructura burocrática me llevaron nunca a pensar que mis actos pudiesen llegar a ser amorales. También en esto me refugié en Hannah Arendt, quien unas páginas después señala que «la moderna psicología y sociología, por no hablar ya de la moderna burocracia, nos han habituado grandemente a no atribuir responsabilidad al ejecutor de determinado acto, en virtud de tal o cual determinismo. Pero [...] no cabe discutir que sobre su base sería imposible elaborar un procedimiento judicial [...] y que la administración de justicia [...] es una institución muy poco moderna, por no decir anacrónica. Cuando Hitler dijo que amanecería el día en que, en Alemania, sería considerado como una vergüenza tener la profesión de jurista, quizá hablaba, harto consecuentemente, de su sueño de instaurar una perfecta burocracia» (Arendt 2009, p. 421).

    En cuanto a mi perspectiva como profesor universitario-ciudadano, he de confesar que es ligeramente distinta. No he abandonado el rigor analítico, pero sí que he ensanchado mi espectro de análisis. Por eso, mi consideración de los asuntos económicos y financieros es ahora menos ciclópea y más macroscópica. Es necesario abrir un debate sereno en España sobre estas cuestiones, en una sociedad donde los argumentos no pesan, como en la nuestra, y tan reacia al contraste de pareceres como propensa al dogma. Las leyes que rigen el comportamiento y las decisiones económicas siguen vigentes pero, a su lado, los intereses de los que resultan afectados por ellas juegan un papel fundamental y no el menor, para que dichas leyes adquieran legitimidad y queramos cumplirlas.

    Todo trabajo es un proceso a la vez que una búsqueda. Este también lo es por las razones ya expuestas. Por eso se ha ido escribiendo de modo que el texto refleje mi conversación interior sobre afirmaciones económicas y modos de entender la economía con las que muchas veces no comulgo. Es posible que, al disentir, me automargine de la corriente de la economía que hoy prevalece, soy consciente de ello, pero lo asumo porque considero que no respira bien, que está llena de embolias y de ictus económicos. Este ha sido precisamente uno de los propósitos principales del libro, aunque luego se ha revelado un tanto escurridizo: dejar al descubierto las contradicciones y disfuncionalidades que han surgido entre las racionalidades económica y política inherentes al funcionamiento de la eurozona. Un diseño institucional que nació dañado desde el inicio y del que se ha derivado un empobrecimiento severo de los europeos, así como una fuerte degradación de la calidad democrática de nuestras instituciones.

    También he perseguido confrontar la crisis financiera con el concepto de elección racional, noción que se utiliza con gran desparpajo en economía y que se entiende como consistencia interna o como búsqueda del interés propio. Uno de los problemas de esta visión reside en que asume que la elección racional se realiza en situación de certidumbre (Sen 2002, p. 225). El otro problema reside en que considera amoral cualquier decisión económica. Sin embargo, las elecciones y decisiones que se toman en economía se realizan, en su mayor parte, en condiciones de incertidumbre. Ello es particularmente inquietante en el ámbito de las finanzas, porque plantea problemas morales especiales. Así, cuando la amenaza de riesgo sistémico forzó el rescate de American International Group (AIG), compañía líder mundial en seguros generales, se evitó el colapso completo del sistema financiero mundial, pero, al mismo tiempo, se abrió la puerta al azar moral, lo que creó incentivos perversos que empujaron a las instituciones financieras de nivel sistémico a actuar de una forma irresponsable e inmoral.

    Tomado como ejemplo, este caso violó cualquier tipo de racionalidad económica bajo incertidumbre ¿La razón? Que era cierta la probabilidad de que, bajo el supuesto de que AIG gestionase mal el riesgo financiero, el Estado norteamericano acudiría a rescatarla —como a cualquier otra entidad financiera sistémica— con el dinero de todos. ¿Dónde podríamos situar entonces la responsabilidad moral de dicha compañía cuando su función financiera consistía primordialmente en la gestión del riesgo? ¿Cómo fundamentar y justificar moralmente, en este caso, la legitimidad para que siguiese obteniendo beneficios privados? ¿Seguían estando racionalmente justificados desde la ciencia económica? Por estas razones, me inclino a rechazar la actual comprensión de la racionalidad económica, tanto la entendida como consistencia interna de un sistema que ha de respetar el principio de no contradicción, como aquella que se explica por la consecución exclusiva del interés propio.

    Al final, para los que entienden la economía desde este prisma, el pensamiento económico no es otra cosa que una prolongación de la lógica formal, aunque muchas veces se trate, en mi opinión, de una lógica turbia. La teoría económica convencional contiene fallos estructurales que la incapacitan para poder proclamar, sin rubor, que se ajusta a esquemas de funcionamiento de carácter estrictamente racional. Ello es así, al menos por dos razones. La primera, porque garantizar la coherencia interna de una lógica económica requiere que el sistema sea cerrado, cuando la economía, muy a menudo, no funciona así. Frente a la contradicción que se produce entre el determinismo radical laplaciano en sus dos versiones —la que propugna que toda causa es anterior a su efecto, y la que supone que todo está vinculado con todo— y el indeterminismo, cabe una tercera opción, según la cual, «el mundo constituiría una inmensa pluralidad de sistemas en parte abiertos y a la vez aislados (protegidos) en parte, que, a pesar de su mutua demarcación y protección parcial, se hallan vinculados entre sí por relaciones causales» (Ingarden 2001, p. 88). De ahí, por ejemplo, que no podamos proclamar la capacidad efectiva de aumentar la recaudación fiscal mediante subidas de impuestos sobre el capital y las grandes fortunas, si previamente no hemos conseguido que el G-20 cambie las normas que rigen los movimientos internacionales de capital. Ello permitiría crear una «estanqueidad» financiera completa y perfecta en los estados y garantizaría que dicho aumento de impuestos viniese acompañado de mayores ingresos fiscales.

    La segunda razón reside en que la economía es un proceso, es decir, contiene una dinámica interna propia que, a menudo, los modelos económicos —que idealizan la realidad económica— son incapaces de recoger con la robustez estadística suficiente para que siempre podamos considerar científicos sus resultados. De ahí que la hipótesis de las expectativas racionales, que asumen una información perfecta y una visión completa de la situación económica nos hagan sonreír, cuando no sonrojar. O que se haya demostrado falsa la «hipótesis del mercado eficiente», según la cual los mercados financieros siempre valoran los activos en su preciso valor intrínseco, a condición de que tengan toda la información públicamente disponible. Tras la crisis financiera de 2007-2008, las nuevas ediciones de los libros de texto sobre economía monetaria y financiera se han corregido con una falsa humildad muy mal fingida. En las últimas ediciones se han añadido nuevas secciones como, por ejemplo, «Por qué la hipótesis de la eficiencia de los mercados no implica que los mercados sean eficientes» (Mishkin 2013, p. 197). ¡Esta sí que es metafísica de la buena! En este caso, la economía no hace gala precisamente de la tan requerida «claridad» y «distinción» cartesianas, que debería impregnar cualquier saber científico, cualquier conocimiento bien fundado. Y, ¿qué decir del «efecto manada» relativo a los mercados financieros, que la corriente principal del pensamiento económico apenas considera?

    En este libro asumo textos anteriores que he venido escribiendo en los últimos meses, otros vienen incluso de más lejos, como los que escribí para el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, para Publicacions de la Universitat de València, para Springer Verlag, y para la Biblioteca Nueva del CEU-San Pablo. A todas estas editoriales les estoy muy agradecido. En todos los casos, lo aquí escrito refleja el murmullo interior que conmigo mantengo sobre asuntos que me preocupan como economista. Con estos escritos doy cuerpo al libro, y en ellos plasmo mi reflexión personal en la triple vertiente que entiendo debe ejercer un profesor universitario: como docente, como investigador y como divulgador en los medios.

    El libro está estructurado en tres partes. La primera proporciona las herramientas del análisis económico que nos permiten entender cuáles son los problemas de instalación y las claves económicas del buen funcionamiento de una unión monetaria. Su violación constituye una receta diseñada a propósito para garantizar el fracaso del proyecto. Su respeto, por el contrario, nos asegura progresos en la buena dirección. Aunque esta primera parte ha sido convenientemente suavizada, puede resultar un hueso duro de roer para aquellos lectores que no cuenten con un gran bagaje en economía, por lo que deberían de saltarla y pasar directamente a la segunda parte. El lector más exigente, sin embargo, no la puede soslayar porque le habilitará para sopesar los argumentos económicos que se elaboran a lo largo del libro. Junto con el análisis de las experiencias históricas de unificación monetaria en Europa y las limitaciones del patrón-oro que les servía de soporte, también se pasa revista a los diversos planes europeos de cooperación e integración monetaria, así como a las normas fiscales que cualquier unión monetaria con presupuestos descentralizados está obligada a respetar.

    La lectura de la primera parte nos permitirá comprender cuáles han sido los defectos de fabricación del SME, primero, y del euro después. Por eso, en la segunda parte, analizamos las graves deficiencias de diseño económico con las que echó a andar en 1979 el SME y, posteriormente, las anomalías de funcionamiento del euro. A continuación, nos detenemos en el análisis de la crisis financiera de 2007, y en los consiguientes problemas de azar moral, de incertidumbre, y de riesgo sistémico. En esta segunda parte, ponemos el acento en el análisis de los dos países que plantean el nudo gordiano de la eurocrisis: Alemania y España. En aquel momento era evidente la ausencia de conciencia de la magnitud de la crisis que se cernía sobre Europa, junto con la incapacidad de los gobiernos nacionales para hacerle frente. Por otro lado, la persistencia de estructuras económicas y políticas que los gobiernos habrían debido modernizar y reformar, constreñía su capacidad de actuación política, al tiempo que dejaba escaso margen para seguir otros intereses que no fuesen los estrictamente nacionales.

    La tercera parte aborda las propuestas de reforma institucional orientadas a salvaguardar la viabilidad del euro. Se analiza de modo particular el papel de los bancos en la crisis y las decisiones que se han tomado para avanzar en la integración financiera. El lector encontrará en esta parte un detallado análisis, de cierto nivel técnico, sobre la actual concepción de la unión bancaria, tanto del mecanismo de supervisión bancaria, en funcionamiento desde noviembre de 2014, como del acuerdo que se alcanzó a principios de 2014 sobre el mecanismo de resolución de crisis bancarias y el futuro fondo europeo de garantía de depósitos. Igualmente, presentamos propuestas concretas para la construcción de la unión bancaria que viene forzada por la crisis de la eurozona. En un intento por enhebrar la economía con la filosofía moral, dichas propuestas están elaboradas con el objetivo de que las instituciones concernidas puedan ser moralmente responsables de sus actuaciones, y se mejore el buen gobierno de la Unión en el ámbito financiero. Además de la fragilidad financiera de los bancos, se pasa revista al papel de las élites en el desarrollo de la eurocrisis, así como de otros elementos que pueden retardar la salida de la crisis, como son la deuda del sector privado y el nivel escandaloso de desempleo. Su absorción y superación exigirá, muy probablemente, la refundación de Europa basada en la reconstrucción de un genuino «consenso racional» a nivel europeo que combine protección y crecimiento con reformas estructurales.

    En el capítulo de agradecimientos, debo señalar que fueron los economistas de la Comisión Europea quienes me ayudaron a construirme como un economista completo y no unidireccional. No pueden sospechar mis amigos y antiguos compañeros de la DG ECFIN y la DG EMPL, cuán agradecido les estoy por lo mucho que aprendí de ellos, tanto en cuestiones de economía como, de manera particular, sobre su sensibilidad y profesionalidad sobre asuntos monetarios y financieros, sobre ciclo económico y previsión, sobre el ajuste cíclico de las políticas fiscales, sobre el análisis del mercado de trabajo y sobre las políticas de lucha contra la exclusión social y la pobreza. A todos ellos les envío un fuerte abrazo.

    Igualmente, debo dejar constancia de la enorme deuda de gratitud que mantengo con mis maestros universitarios en el ámbito de la economía, por lo mucho que de ellos aprendí. Por un lado, estoy en deuda con el profesor Ángel Viñas, recién incorporado a su cátedra de Estructura Económica en Valencia en el curso 1975-1976, y a cuyas clases asistí durante el siguiente año académico 1976-1977. Era el Director del Departamento de Estructura Económica de la Universidad de Valencia cuando pasé a formar parte del mismo el curso 1977-1978. Del mismo modo, el profesor Jean-Paul Abraham me abrió el camino para el estudio de las cuestiones de integración monetaria europea. La primera parte de este libro es tributaria de las clases que de él recibí en el College of Europe durante el curso 1979-1980. En el dominio de la filosofía, estoy igualmente agradecido a los profesores Jesús Conill, Adela Cortina y Guillermo Quintás, porque, en cierto sentido, me han «ahijado» en la Universidad de Valencia, tras mi reincorporación al Departamento de Estructura Económica el curso 2005-2006. En primer lugar, porque ninguno de ellos tenía contraída la menor deuda moral conmigo y, sin embargo, fueron muy generosos al hacerme partícipe de esa vida universitaria que, después de casi veinte años de ausencia, volvía a estrenar. En segundo lugar, y parafraseando a Machado, porque somos de donde hemos nacido, no a la vida física, sino a la del corazón, y este siempre lo he tenido en la universidad. Ellos me devolvieron una fe renovada en la vida universitaria cuando, en una situación personal interesante a la vez que delicada, empezaba ya a creer que apenas si quedaban profesores en mi universidad.

    Por último, y en relación con este libro, agradezco de corazón al profesor Guillermo Quintás, de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, y a los profesores Isidro Antuñano, Joaquín Azagra y Salvador Calatayud, de la Facultad de Economía, que se hayan tomado la molestia de leer el manuscrito original y me hayan hecho partícipe de sus opiniones y críticas. Estas cosas solo las hacen los buenos amigos. No sabéis cómo os lo agradezco, muchas gracias. Los errores que subsisten son enteramente míos.Mi editor, Gonzalo Pontón, merece por supuesto un especial reconocimiento por la confianza que depositó en mí, el entusiasmo que mostró por el proyecto, así como por las indicaciones tan útiles que siempre me dio sobre el fondo y la forma, sobre el tono, el mensaje, y su medio de transmisión. Le estoy íntimamente agradecido y espero no haberle defraudado.

    MANUEL SANCHIS I MARCO

    La Canyada, septiembre de 2014

    Descargo de responsabilidad: El autor declara que las opiniones expresadas en este libro son las suyas propias y no representan la posición oficial de la Comisión Europea o de cualquier otra institución europea.

    PRIMERA PARTE

    LOS PRIMEROS PASOS: MARCO HISTÓRICO Y BASES ANALÍTICAS DE LA UNIÓN MONETARIA

    I

    LA CONSTRUCCIÓN MONETARIA EUROPEA A VISTA DE PÁJARO

    El primer atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular [...] Bajo este mismo poder de dar y anular la ley, están comprendidos todos los demás derechos y atributos de la soberanía, de modo que, hablando en propiedad, puede decirse que solo existe este atributo de la soberanía. Todos los demás derechos están comprendidos en él: declarar la guerra o hacer la paz [...] gravar o eximir a los súbditos con cargas y subsidios [...] elevar o disminuir la ley, valor o tasa de las monedas [...] En cuanto al derecho de amonedar, es de la misma naturaleza que la ley y solo quien tiene el poder de hacer la ley, puede dársela a las monedas [Jean Bodin (1576 [2010]): Los seis libros de la república. Tecnos, Madrid, pp. 74-75 y 82]

    LA ACUÑACIÓN DE MONEDA: PRIMER PASO DE UNA UNIÓN MONETARIA

    Analizar las peripecias de una moneda como el euro y las consecuencias de su crisis, perfilar el escenario que se avecina después de que el ciclón nos haya arrasado, y hacerlo sin hablar del significado intrínsecamente político de cualquier moneda, es tanto como no comprender que la crisis del euro, así como las propuestas de salida a la misma, son de naturaleza estricta y exclusivamente política. Por eso, resulta decisivo entender desde el principio, que cuando un Estado se ve menoscabado en el ámbito de competencia relativo a la moneda, ello afecta de raíz a su soberanía. De ahí la necesidad de que cualquier proyecto de moneda común a varios estados reclame a gritos otro proyecto político que, en paralelo, gestione de manera compartida su buen gobierno.

    La UE es una gran potencia económica y comercial de alcance mundial, y no hay que olvidar que las grandes potencias tienen grandes monedas (Mundell 1993), de ahí el contenido exclusiva y fundamentalmente político del euro, símbolo inequívoco de la soberanía europea. Adam Smith ya nos había enseñado que mientras las monedas de los pequeños estados tienen que convivir con las monedas de los estados vecinos, las monedas que circulan en los grandes estados son, en su mayoría, las que ellos mismos han acuñado: «La moneda de un gran estado, como Francia o Inglaterra, generalmente consiste en su propia acuñación casi por completo. Por lo tanto, cuando esta moneda llegase en cualquier momento a desgastarse, cercenarse, o degradarse de cualquier otra forma por debajo de su valor legal, el Estado podría restablecer su moneda mediante la reforma de su acuñación. Pero la moneda de un estado pequeño, como el de Génova o Hamburgo, rara vez puede consistir por completo en las que él mismo haya amonedado, sino que tiene que estar compuesta, en una gran medida, por las acuñadas en todos los estados vecinos con los que sus habitantes mantienen continuos intercambios» (Smith 1776 [1994], p. 510).

    El derecho de acuñación (política monetaria y financiera), junto con el derecho a declarar la guerra (política exterior), y el derecho a recaudar impuestos (política fiscal), han constituido los tres atributos más relevantes del príncipe soberano. Todos ellos se derivan del primero y principal que consiste en el poder de dictar leyes y privilegios, y de revocarlas graciosamente. Los príncipes soberanos europeos consideraban que el derecho de amonedar, es decir, de reducir a moneda un metal, era de la misma naturaleza que el derecho a dictar leyes. Dichas monedas solo podían recibir la ley, el valor y la tasa de quien tenía el poder para dictar las leyes, y esto último correspondía, en monopolio exclusivo, al príncipe soberano.

    Como hemos visto en la cita que abre el capítulo, Jean Bodin nos indica en el capítulo X del libro primero de Los seis libros de la república que, en toda república bien ordenada, solo el príncipe tiene el poder de la ley. Después de este, nada hay de mayor importancia que el título, el valor y la tasa de las monedas, lo que explica que apareciesen regularmente edictos que prohibían la circulación de numerario en curso y obligaban a la entrega en la casa de acuñación para su fundición, y posterior acuñación, con nueva ley y peso rebajados. El señoreaje era el droit de seigneur —hoy en día explotado por los bancos centrales, y conocido también como impuesto de inflación— consistía en la explotación de las rentas de monopolio sobre los beneficios que obtenía el soberano por la acuñación de monedas en las casas de moneda que eran de su propiedad o tenía arrendadas (Kindleberger 2011, p. 45). Por eso, no es de extrañar que los reyes, aunque concedían el derecho de acuñación a iglesias y monasterios, reaccionaban contra aquellos príncipes que usurpaban el preciado derecho de acuñación. Al hacerlo, el soberano no pretendía terminar con los abusos de abades y príncipes, sino recuperar para sí una fuente substancial de ingresos que solía destinar a financiar sus campañas militares exteriores (Morgan 1969, p. 28). Esto último pone de manifiesto el vínculo que ha existido, desde antiguo, entre la vertiente monetaria, la fiscal y la política exterior, entendida esta última en la actualidad como política comercial, de inversiones extranjeras, y de libre circulación de capitales erga omnes.

    Las acuñaciones y el derecho de señoreaje constituirán solo los primeros pasos para la formación de sistemas monetarios más sofisticados. En ellos, aparecerán primero los bancos públicos; y, después, los bancos de depósitos, de cambio, y de crédito, hasta llegar a configurar por completo los sistemas monetarios nacionales. Las primeras experiencias históricas de uniones monetarias en Europa las encontramos en los procesos de unificación monetaria de los estados-nación europeos. Tarde o temprano, la unificación monetaria de los estados-nación, es decir, la configuración de un sistema financiero unitario, llevó aparejado el reconocimiento legal de los bancos públicos, de depósito y de cambio, la supresión de una multiplicidad de monedas fraccionarias que circulaban en paralelo, y la fundación de los bancos centrales nacionales. En 1661 el Riksbank (Banco de Suecia) emitió los primeros billetes de banco de Europa como sustitutivos de las monedas metálicas, aunque ya en la Inglaterra del s. XVII los recibos de los orfebres circulaban como dinero bancario. En 1668, una vez pasó a manos del Estado, el Riksbank quedó convertido en el primer banco central más antiguo de la historia (Kindleberger 2011, pp. 71-72).

    No será, sin embargo, hasta el s. XIX cuando aparezcan en Europa los primeros acuerdos monetarios europeos, aunque se encontraban limitados al ámbito propio de los acuerdos de estandarización (García 1977, pp. 33-52). A mediados del s. XIX, se produjeron dos reformas monetarias en España. La primera, de 1864, tenía como finalidad detener la extracción de moneda fiduciaria; y, la segunda, de 1868, estaba motivada por el deseo de incorporar el sistema monetario español a la Unión Monetaria Latina (UML), de manera que «la decisión española de aferrarse al bimetalismo formal dio lugar a una situación ambigua en que solo circulaban monedas de plata, de valor nominal mucho más alto que el intrínseco; billetes del Banco de España y moneda fraccionaria, es decir, un patrón fiduciario de facto» (Tortella 1970, p. 283). Además, los acuerdos de estandarización se produjeron en contextos de unificación política, como en el caso de Suiza en 1848, de Italia en 1861, y de Alemania en 1871 y 1873 (Vanthoor 1996, p. 9).

    En Alemania, la unificación fue muy impopular en distintos lugares del futuro Reich, aunque la construcción nacionalista posterior haya proyectado una visión triunfal del proceso unificador. En 1837, seis estados de la Alemania meridional decidieron adoptar el gulden (florín) como unidad monetaria común y como moneda de circulación general acuñada a partir de un marco de Colonia de plata fina de 233,855 gramos, como unidad de peso. En julio de 1838, los estados de Alemania septentrional, respondieron al acuerdo del sur con un acuerdo monetario similar que establecía el thaler (tálero) prusiano como moneda común (14 táleros equivalían a 1 marco de Colonia de plata). A estos acuerdos siguió la Convención de Dresde entre el norte y el sur, con la firma del primer acuerdo general de estandarización que, en su artículo primero, instituyó el marco como patrón único del nuevo sistema monetario y moneda común de curso legal en los territorios de todos los estados contratantes. Al mismo tiempo, estableció un tipo de cambio fijo entre el gulden y el thaler al cambio de 4 táleros por 7 florines.

    La Convención de Dresde sirvió de modelo para la unión monetaria austro-germana y, aunque algunos autores opinen que «la unificación monetaria alemana en el s. XIX precedió a la unificación política de Alemania en 1871» (Holtfrerich 1993, p. 518), la eficacia de aquellos acuerdos de estandarización fue limitada. Hubo que esperar al impulso centralizador de las leyes imperiales de 1871 y 1873 para que el proceso de unificación monetaria fuese irreversible y beneficiase las relaciones comerciales y el bienestar general. La clave del éxito de la unificación monetaria de Alemania puede resumirse, por orden de importancia, en los siguientes elementos: (i) unificación política de los estados; (ii) centralización imperial de la soberanía monetaria; y, por último, (iii) estandarización del patrón monetario en los distintos territorios.

    Existen claras similitudes entre los procesos de integración monetaria de Alemania y el de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Cierto es que el nacionalismo romántico alemán alcanza su cima en 1810, pero la unificación primero política, y después monetaria, impulsada por Bismarck tendrá que esperar hasta los años 1870. Del mismo modo, la plenitud del idealismo paneuropeísta que tiene lugar después de la Segunda Guerra Mundial, en los años 40 y 50, tendrá que esperar hasta los años 90 para ver cómo cobran pleno vigor los planes de integración monetaria europea. Ambas experiencias históricas de integración responden tanto a estímulos externos como a la culminación de procesos internos que desembocan en decisiones de integración monetaria.

    A pesar de este paralelismo, las divergencias son también manifiestas y mientras en el Imperio Alemán la unificación política precede al sistema fiscal, a la unión aduanera (Zollverein) y a la unión monetaria, en el tratado de Maastricht la creación del Banco Central Europeo precede a la integración monetaria y a la unión política, lo que crea incertidumbres institucionales con independencia de que se establezcan reglas fiscales constringentes para limitar los déficit fiscales (James 1997, pp. 27-29). Es significativo que, en el caso de las uniones monetarias de Suiza, Italia y Alemania, aunque no así en España, la unificación monetaria constituyese la coronación de los respectivos procesos de unificación política. La creación de una moneda común constituyó, también en el caso de Suiza, un poderosísimo símbolo de identidad nacional, y un remedio con el que hacer frente a la fragmentación territorial nacional.

    UNIONES MONETARIAS ENTRE ESTADOS-NACIÓN

    Las unificaciones monetarias del s. XIX entre pequeños estados vecinos perseguían, como las teselas de un mosaico, culminar sus respectivos procesos de unificación política nacional como estados-nación. Sin embargo, a partir de mediados del s. XIX, también hubo proyectos de cooperación y de integración monetaria entre estados-nación (Friendlaender y Oser 1957, pp. 363-365; Requeijo 2009, pp. 14-25). Este fue el caso de la Unión Monetaria Austro-Germana (1857-1867), de la Unión Monetaria Latina (1865-1926), y de la Unión Monetaria Escandinava (1873-1931). Esta última constituyó, en gran medida, una copia de la UML con la diferencia de que entre los países que la formaban no solo circulaban de forma intercambiable las piezas de moneda metálica sino también el papel moneda, que era aceptado a la par (Moens 1976; Ahijado y Navascués 1999).

    Casos más recientes pueden encontrarse en la Unión Económica Belgo-Luxemburguesa (1921), y en la Unión Monetaria entre el Reino Unido e Irlanda (1922-1979). Desde 1826, Irlanda seguía el sistema monetario británico, y mantuvo la libra esterlina como moneda irlandesa una vez proclamada la independencia en 1922. En 1928, Irlanda estableció un Acuerdo de Directorio Monetario con el Reino Unido e introdujo la libra del Estado Libre, una nueva libra atada a la par frente a la esterlina; pero, poco a poco, se fue desvinculando del directorio y, tras la adhesión al Sistema Monetario Europeo (SME) en 1979, el punt irlandés decidió abandonar el vínculo con la esterlina.

    Durante la primera mitad del s. XIX, Bélgica (1832), Suiza (1848) e Italia (1862) fueron adoptando el sistema monetario francés. Creado en 1803, de carácter bimetalista y ajustado al sistema decimal, este sistema definía el franco como nueva unidad monetaria con un peso de 5 gramos de plata. En esta zona monetaria de facto las monedas de cualquiera de estos países circulaban en cualquiera de los otros tres. No obstante, hacia 1850, el alza continuada del precio de la plata condujo a cada país a definir una norma de finura diferente, lo que estimuló la substitución de las piezas de mayor finura como las de Bélgica, y en parte las de Francia, por las menos finas como las de Italia y, sobre todo, las de Suiza.

    Esta situación, además de provocar en unos países el rechazo de las monedas de los otros, puso en peligro la unión monetaria de facto. De modo que, a fin de restablecer el statu quo, el 23 de diciembre de 1865 se firmó en París la Convención Monetaria Latina, conocida como UML, entre Francia, Bélgica, Suiza e Italia. A ella se adhirieron ese mismo año los Estados Pontificios y, poco después, Grecia, y España con la reforma monetaria de 1868 (Sardá 1987a, pp. 153-166). La Convención de 1865 dio paso a una unión monetaria entre estados-nación que tenía por finalidad el establecimiento de una armonía más completa entre sus legislaciones nacionales, remediar los inconvenientes de las transacciones entre habitantes de distintos países con distintas normas de finura para sus monedas de plata, y avanzar en la uniformización de pesos, medidas y monedas.

    La UML adoptó el franco francés como unidad monetaria y estableció un patrón bimetálico que permitía la libre acuñación y circulación, con pleno poder liberatorio, de las monedas de oro (de 100 a 5 francos), y de una única moneda de plata (el ecu de cinco francos de plata, y la pieza italiana de cinco liras con la misma norma de finura de 900 milésimas). La UML estableció un doble patrón

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