No soy un robot: Relatos que exploran el futuro
Por Mónica Uriel
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Este libro lo podría haber escrito un robot. Somos la última generación que es más inteligente que sus máquinas. Por el momento hay robots que hacen mejor algunos trabajos que nosotros.
Pero, ¿y si no se cumplen las leyes de Isaac Asimov y las máquinas hacen daño a un ser humano?, ¿y si nos rebelamos contra nuestras propias creaciones?, ¿y si tergiversamos el objetivo para el que creamos los robots?
Los humanos podemos además acabar viviendo en un mundo paralelo, el que nos ofrece la realidad virtual, como escapatoria de la soledad, y experimentando emociones hacia los robots. Mónica Uriel ha explorado algunos posibles conflictos y consecuencias de la Inteligencia Artificial en los 21 relatos de No soy un robot, cada uno de ellos dedicado a una nueva tecnología. Por ellos aparecen robots que son muñecas, abogados, cuidadores de ancianos, políticos, carros de la compra, sacerdotes, trabajadores de matadero, prostitutas, coches autónomos, y también tecnologías aplicadas a la búsqueda de pareja o al descubrimiento de la infidelidad, así como impresoras 3D y hologramas que cubren el hueco de los ausentes.
En 21 relatos, cada uno dedicado a una nueva tecnología, Mónica Uriel explora con una real inteligencia los posibles conflictos y consecuencias de la Inteligencia Artificial de hoy y del futuro.
EXTRACTO
Después de varias semanas, o meses quizás, en este lugar, y tras coger la segunda pastilla del día de la mano de un robot, os contaré cómo era mi vida antes de llegar aquí.
Vivía en un bloque de pisos en un barrio periférico de una ciudad dormitorio cualquiera. El lugar era lo mismo, pues yo vivía en mi realidad, en mi mundo, el de las antigüedades. El primer objeto antiguo que compré había sido un periódico en papel. Me hizo gracia ver que subastaban el último ejemplar que se había vendido en un lugar llamado kiosko… quizás fuera una cadena rusa, no sé. Me resultó muy grande y difícil de manejar, y me sorprendió que informara de lugares y temas tan distintos, pues midiario.com solo me tenía al corriente de las novedades en antigüedades. Al comprar el periódico en papel caí en la cuenta de que al principio midiario.com me informaba también de todo, pero eso duró poco tiempo. Ahora siempre estaba enterado de las concentraciones anuales de coches con conductor, de exposiciones de mapas de papel y carnets de conducir, de jornadas de puertas abiertas a una casa antigua, donde todo era manual según aseguraban, y de conciertos solidarios en favor de periodistas que habían trabajado en ediciones de papel que generalmente programaban al final de marchas de los robotistas, que piden cada vez más derechos para los robots.
SOBRE EL AUTOR
Mónica Uriel (Madrid, 1970). Periodista, licenciada en periodismo por la Universidad Complutense, ha sido corresponsal en Italia y Cuba, y en la actualidad ejerce la profesión en España. Ha realizado y producido el documental Barcellona ferita aperta(2015), sobre los bombardeos italianos contra Barcelona durante la Guerra Civil española. Fruto de su exploración de posibles conflictos entre las nuevas tecnologías y las personas surge No soy un robot,su primer libro de relatos que ella misma ha ilustrado, rescatando su afición por el dibujo.
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No soy un robot - Mónica Uriel
Mónica Uriel
No soy un robot
Relatos que exploran el futuro
No soy un robot
Relatos que exploran el futuro
© de los textos, Mónica Uriel
© de la fotografía de la autora, Marta Conti
© de las ilustraciones, Mónica Uriel
Ediciones El Drago
www.edicioneseldrago.com
info@edicioneseldrago.com
Edición permanente, 2019
ISBN: 978-84-120165-5-0
Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado
La reproducción parcial o total de este libro, mediante cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo y explícito de los editores.
El algoritmo imperfecto
Después de varias semanas, o meses quizás, en este lugar, y tras coger la segunda pastilla del día de la mano de un robot, os contaré cómo era mi vida antes de llegar aquí.
Vivía en un bloque de pisos en un barrio periférico de una ciudad dormitorio cualquiera. El lugar era lo mismo, pues yo vivía en mi realidad, en mi mundo, el de las antigüedades. El primer objeto antiguo que compré había sido un periódico en papel. Me hizo gracia ver que subastaban el último ejemplar que se había vendido en un lugar llamado kiosko… quizás fuera una cadena rusa, no sé. Me resultó muy grande y difícil de manejar, y me sorprendió que informara de lugares y temas tan distintos, pues midiario.com solo me tenía al corriente de las novedades en antigüedades. Al comprar el periódico en papel caí en la cuenta de que al principio midiario.com me informaba también de todo, pero eso duró poco tiempo. Ahora siempre estaba enterado de las concentraciones anuales de coches con conductor, de exposiciones de mapas de papel y carnets de conducir, de jornadas de puertas abiertas a una casa antigua, donde todo era manual según aseguraban, y de conciertos solidarios en favor de periodistas que habían trabajado en ediciones de papel que generalmente programaban al final de marchas de los robotistas, que piden cada vez más derechos para los robots.
Compré el periódico de papel al aparecer en mi pantalla un anuncio de una casa de subastas justo después de haber reservado on line un libro sobre la historia de la prensa en papel. En esa publicidad comenzaron a desfilar ante mí multitud de objetos extraños, algunos de los cuales hoy están en mi casa, o lo que era mi casa, como una especie de armario en el que la gente se encerraba quieta, y yo creo que con poco aire, para llamar por teléfono. Ahí dentro he colgado ropa que, por cierto, se conserva muy bien. Eso que llamaban cabina me llevó a comprar un teléfono que, en lugar de decirle con quién deseabas hablar, había que jugar no sé bien a qué con uno o varios dedos, esto no lo sé, metidos en agujeros con números. Poco después comencé la colección de prototipos de automóviles con conductor, y estos sí que eran raros, sí. Parecía que llevaran un timón de los barcos antiguos… También me dio por los despertadores y encontré verdaderas joyas. A estos los alineaba, los ponía a sonar uno después de otro… la verdad es que me hacían compañía, pues antes de que llegaran todas estas cosas a mi casa solo la tenía decorada con imágenes proyectadas en las paredes. Los anuncios en mi ordenador me fueron llevando a otros y a otros más y, al mismo tiempo, de mi periódico favorito fueron desapareciendo las guerras, la política y la economía, y surgiendo curiosidades sobre un aparato llamado fax, aspiradoras manuales, puertas con pomo y álbumes de fotos.
Empecé a buscar las instrucciones de todos aquellos artilugios para entender su funcionamiento y deduje que antes la gente gastaba mucho tiempo en tareas logísticas, lo que me llevó a imaginarme cómo sería su vida en la era pre-robótica. Supongo que hablarían más de forma física que virtual, ejecutarían ellos todas las tareas aún equivocándose y entrarían en contacto directo con profesionales como el tendero o el cirujano. Para cada objeto se me ocurría una historia distinta, así que, como de momento no han inventado un botón para parar el cerebro, sentí la necesidad de escribir todo aquello. Sin pretenderlo, me surgieron relatos amables, con diálogos cariñosos por la calle entre personas desconocidas, familias de tres generaciones que vivían juntas, adolescentes que se quedaban en casa pegados al teléfono esperando una llamada, viandantes que miraban de frente… Si tenía alguna duda sobre cómo funcionaba algo que desconocía, lo buscaba en Internet. Fui guardando los cuentos en el ordenador y titulándolos de forma provisional con números: Relato1, Relato2, etc. Cuando tuve escritos unos cuantos, en la pantalla me apareció el anuncio de un concurso de relatos. Al terminar de leer sus bases, advertí que tenía ante mí otros tres concursos más y que en mi calendario se habían marcado sus correspondientes fechas de entrega. Yo escribía casi por la necesidad de quitarme de la cabeza —o eso pensaba— todas aquellas historias que me imaginaba, y hasta aquel momento no me había decidido a mostrar los relatos a nadie, pero tomé como una señal el ver esos días marcados en mi agenda.
Presenté a un concurso uno de mis relatos, el que estaba ambientado en las conversaciones entre los viajeros de un autobús urbano, y los organizadores lo colgaron en su web con los del resto de participantes. Resultó que el mío se empezó a llenar de «likes» de la gente, así como de comentarios elogiosos, no tanto por mi forma de escribir sino por el mundo que yo describía y que muchos consideraban idílico. De esa añoranza por cómo se vivía antes, los lectores pasaron a mostrar hartazgo por llevar ahora chips implantados bajo la piel para poder entrar en sus trabajos o por ser esclavos de sus móviles. El enfado fue subiendo de tono hasta que alguien propuso una campaña para vivir sin Internet y sin estar geolocalizados, iniciativa que consiguió rápidamente muchos más «likes» que mi cuento. Relacionaban los adelantos tecnológicos con muchas de las enfermedades que habían aparecido en los últimos años, y los robots, con el aumento del desempleo. Decían que el pueblo tenía mucho más poder de lo que nos imaginábamos, y que todo era cuestión de organizarse, de cortar el Internet o apagar el móvil primero unas horas, después unos días, y de ir desintoxicándose de estos males poco a poco. Había incluso quien ofrecía para ello estancias en granjas aisladas. A uno se le ocurrió montar un boicot contra las empresas tecnológicas que incluía el apagado de todos los aparatos que tenemos en casa, y lo primero que escribió en la convocatoria es que gracias a mí la gente había descubierto que se podía vivir de otra manera. Los «likes» en mis redes sociales aumentaron a partir de ese momento exponencialmente.
Fue entonces cuando noté que empezaron a aparecer en mi ordenador anuncios que nunca había visto antes sobre los últimos modelos de móviles con la posibilidad de ir a probarlos antes que nadie. Mi periódico se fue llenando poco a poco de noticias de lanzamientos de próximas tecnologías a la vez que desaparecían las relacionadas con objetos centenarios. Al entrar en las webs de un par de subastas regresaron los anuncios de objetos antiguos a mi diario, y entonces entendí que no debía abrir los anuncios de tecnologías actuales y futuras si no quería que estas inundaran mi mundo. Pronto conseguí restablecer mi orden y volvía a vivir inmerso en antigüedades al margen de las noticias de actualidad. De uno de mis objetos, la máquina de escribir, que había aprendido a utilizar en un curso virtual, surgían ahora mis Relatos de otra época, como los había llamado. Cuando tenía dudas sobre cómo funcionaba algún artilugio antiguo, para no levantar sospechas de que seguía escribiendo los cuentos que habían servido de inspiración para rebelarse contra las empresas tecnológicas, en lugar de buscar las instrucciones en Internet acudía en persona a algún anticuario para que me lo explicara. Estas visitas me inspiraron a su vez un cuento de cuando la gente no hacía las compras por Internet, sino que iban de tienda en tienda. Los comercios de antigüedades llevaban décadas sobreviviendo gracias al aplomo de sus dueños. Uno de aquellos tenderos había inventado una aplicación que te permitía desde tu móvil ver a través de imágenes el uso que le daban antiguamente las personas a los objetos que él vendía. Al dirigir por ejemplo el móvil hacia un teléfono, aparecía un señor vestido de la época utilizándolo. Mis visitas a las tiendas físicas me despertaban multitud de historias, que iba escribiendo con rapidez, temeroso de que alguien me pudiese robar la idea de los relatos. Ahora entiendo que, pese a las precauciones que había tomado para escribir los cuentos, no caí en la cuenta de que estaba geolocalizado cuando visitaba los anticuarios.
Así, cuando llevaba escritos cerca de veinte relatos, me comenzaron a aparecer unos anuncios nuevos en midiario.com, que son los que me han traído hasta aquí. «¿Pasas la mayoría del tiempo solo? Si es así, tienes un problema», decía el primero que leí y en el que no entré. «¿Te imaginas otros mundos? Si es así, tienes un problema», decía el segundo, que tampoco abrí. «¿Estás más horas ante un ordenador que con personas físicas? Si es así, tienes un problema». Me resultó irónico que esta pregunta me la hiciera mi sistema operativo, igual que los avisos de «fumar mata» que había en los envoltorios de los cigarros pre-electrónicos. Por curiosidad, me metí en aquel anuncio, y resultó que había un test con preguntas de ese mismo tipo. Con solo contestarlas te regalaban un libro de cuentos futuristas escrito hacía unos cuantos años. No decía ni su autor ni su título, por lo que no lo podía buscar en Internet para comprarlo por mi cuenta. Tuve curiosidad por saber cómo nos verían en el pasado, así que respondí de forma automática y sincera, y pensando en ese libro, a las preguntas del test, en el que las palabras soledad y tristeza surgían una y otra vez. Cuando acabé, después de aceptar una larga lista de condiciones, el sistema me dijo que lamentablemente no podían enviarme el libro y que lo debía recoger en persona en un lugar a las afueras de la ciudad. Y así he llegado hasta aquí. Al entrar en este edificio, me enseñaron las condiciones que había firmado y todo lo que conllevaban. Cuando me fui a levantar de la silla me agarraron las manos y me introdujeron algo en la boca, diciendo que había dado el consentimiento. Desde ese momento ya no recuerdo nada hasta que me desperté tumbado en una cama en una habitación muy blanca
