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"Nací" cuando mi hijo murió
"Nací" cuando mi hijo murió
"Nací" cuando mi hijo murió
Libro electrónico170 páginas2 horas

"Nací" cuando mi hijo murió

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Información de este libro electrónico

La desesperación y la impotencia que manifestamos frente a la muerte de alguien a quien amamos con todo nuestro ser, son fuerzas imposibles de vencer si no se las enfrenta con la certeza esperanzadora de que, aunque estemos cubiertos de cicatrices, una nueva oportunidad nos espera. Esa nueva oportunidad vive en nuestro interior. Y los únicos que podemos activarla somos nosotros mismos, con verdadera convicción.

Dios utilizó este libro para ayudarme a salir a flote cuando parecía que el mundo se hundía bajo mis pies.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2020
ISBN9781005937454
"Nací" cuando mi hijo murió
Autor

Josho Campillay

Josho Campillay was born on April 24, 1976 in the city of Chilecito, in the province of La Rioja (Argentina). He is the son of a tradeswoman and a photographer, recognized neighbors of their little community for their daily work.He earned his high school diploma from a school of art where he was able to develop his taste for music. When he finished high school, on December 1993, he moved to the city of Córdoba (Argentina) to study computer science.At the age of 22, in 1998, he founded Grupo Email multimedios and brought the first public internet connection to his hometown, so that the neighbors of his community had access to the medium the connects the whole world.In 2001, he met his wife Guadalupe, and together they had three children: Abril, Ezequiel, and Agustin.In his career as an entrepreneur, he has founded four FM radio stations (Ñ, Comarca, El Punto, and Urbana), and also two other local media: Diario Chilecito and Chilecito TV. All of them together make up Grupo Email multimedios, where he currently works as director.

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    Me.parecio muy interesante me pasó la misma situación mí niña de 11 añitos también falleció y no encontraba salida y este libro me llevo a comprender muchas cosas recomendado y muchas gracias

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"Nací" cuando mi hijo murió - Josho Campillay

Edición a cargo de: Cecilia García Checa y Fernando Stagliano

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

© 2020 Josho Campillay

e-mail: joshocampillay@gmail.com

Prólogo

Este libro nació tras la pérdida de Agustín, mi hijo de casi dos años.

El nombre de esta obra —que sin saberlo comenzó a gestarse en 2013— puede ser difícil de entender, y la única manera de que comprendas lo que leerás en estos textos es intentando ponerte en mi lugar.

Fueron siete años de pensamientos que podrían haberme llevado a vivir toda una vida dentro de las paredes de la locura. Me costaba hablar de lo que me pasaba porque sentía que nadie podía entender mi dolor, y porque no era justo que el mundo recibiera el peso de mi angustia.

Lo que en principio fue un cúmulo de sufrimiento que me sumía en una tempestad emocional, comenzó a transformarse en calma a medida que escribía en busca de respuestas a las preguntas que me aturdían la cabeza.

Con este libro no busco cambiarle la vida a nadie, sino compartir los pensamientos y sentimientos que, al convertirlos en palabras, fueron aliviando mi alma y nos ayudaron a sobrevivir a mi familia y a mí.

La desesperación y la impotencia que manifestamos frente a la muerte de alguien a quien amamos con todo nuestro ser, son fuerzas imposibles de vencer si no se las enfrenta con la certeza esperanzadora de que, aunque estemos cubiertos de cicatrices, una nueva oportunidad nos espera. Esa nueva oportunidad vive en nuestro interior. Y los únicos que podemos activarla somos nosotros mismos, con verdadera convicción.

Nací de nuevo, perdí la venda que me impedía ver lo maravillosa que es la vida. Mi familia nació de nuevo; mis amigos también. Todo nuestro entorno recordó cuál es nuestra verdadera esencia.

Dios utilizó este libro para ayudarme a salir a flote cuando parecía que el mundo se hundía bajo mis pies; y por eso quiero compartirlo.

El día que mi hijo se fue

Eran las once de la mañana y mi hijo Agustín estaba más inquieto de lo normal. Mientras yo intentaba trabajar en mi oficina de casa, él (que tenía poco menos de dos años) solo quería jugar. Así que encendí mi teclado, y él comenzó a tocar las teclas, cantar y mover su cuerpo. De esa manera pasábamos nuestras mañanas.

Por la tarde, varios trabajadores estaban haciendo remodelaciones en nuestra casa. Salí por un momento con mi camioneta a comprar unas herramientas que me habían pedido, y cuando estaba volviendo, desde el garaje de un club deportivo alguien salió de imprevisto en bicicleta. Era un muchacho de mi pueblo que hacía un par de años había perdido a su hijo atropellado por un vehículo. No lo vi y casi lo atropellé. Frené de golpe, nos asustamos, nos miramos, y le pregunté si estaba bien; se disculpó por salir sin prestar atención, y cada uno siguió su camino.

Con el corazón todavía agitado por el susto, no pude evitar recordar el trágico día en el que perdió a su hijo. En nuestro pueblo nos conocemos todos y esa tragedia nos afectó muchísimo. Mientras regresaba a mi casa, me preguntaba cómo él había hecho para resistir tanto dolor y poder continuar con su vida. Minutos más tarde —en un accidente imposible de explicar— la vida me iba a mostrar lo que se sentía: nuestro hijo Agustín moriría.

Estábamos los cinco miembros de nuestra familia en casa cuando sucedió. Mi esposa Guadalupe y yo subimos a la camioneta y salimos a toda velocidad hacia el hospital llevando a nuestro hijo con la esperanza de que todavía pudieran salvarle la vida. En el trayecto yo le pedía a Dios que no me pusiera a prueba con la pérdida de mi hijo, mientras mi esposa —abatida— iba atrás con Agustín en brazos. Jamás oí gritos más desesperados que los que ella daba por nuestro hijo. Cuando llegamos al hospital, los médicos nos confirmaron lo que no queríamos aceptar: Agustín se había ido. Es imposible no recordar cada uno de los detalles de ese día. Gran parte del pueblo estaba en las puertas del hospital, acompañando nuestro sufrimiento.

Cuando volvimos a nuestra casa habían pasado más de 24 horas desde que fuimos a despedir los restos de nuestro hijo. Ingresé a mi oficina, vi mi teclado encendido y la silla que estaba arrimada para que mi hijito pudiera alcanzarlo. Las teclas tenían restos de dulce de durazno de cuando las estuvo tocando la mañana anterior. Había estado comiendo bizcochos con dulce y sus manos estaban pegajosas. Todo estaba tal como él lo había dejado.

El silencio era abrumador. Lo que hasta ayer era nuestro lugar ahora se había convertido en un espacio frio y sin vida. La música se había detenido. Mi hijo ya no estaba para cantar. Sentí la necesidad de sentarme en su silla y acariciar las teclas que él había dejado en silencio. Casi sin darme cuenta del tiempo y de lo que estaba sucediendo, de repente me encontré tocando una melodía que jamás había tocado. Esa música era como una especie de calmante para mi dolor.

Me dejé llevar por las melodías, que poco a poco se hacían más profundas, hasta que la tristeza se convirtió en canción. Mi alma sentía una necesidad desesperada de decir muchas cosas, y las palabras brotaban a medida que la melodía se forjaba. Mi hijo acababa de morir, y paradójicamente, con esa muerte nació Ángel del amor y la canción: un compendio de notas musicales y de palabras que expresaban un dolor imposible de explicar, pero que a través de la música quedaría grabado para siempre.

Mi esposa Guadalupe estaba sumida en un pozo depresivo muy profundo, tan hondo como ensordecedor. Una especie de incongruencia se apoderaba de cada uno de nosotros: ella, casi muda y en silencio; y yo, escribiendo, mirando videos de nuestro hijo y cantándole con la esperanza de que él pudiese escucharme.

Estábamos completamente desconectados como matrimonio. Intentábamos dialogar, pero era imposible mantener una conversación. Ella se culpaba por todo lo que nos había ocurrido. Y yo me culpaba porque sentía que había fallado en mi labor como padre al no proteger a mi familia.

Sumidos en esa situación no percibíamos el paso del tiempo. Podían haber pasado unas horas o todo un mes, pero para nosotros era lo mismo, porque el dolor que nos atravesaba no se podía calmar con ningún pensamiento o distracción. Los días eran cortos y las noches, interminables. El tiempo había perdido su significado.

En un pequeño momento de claridad, coincidimos y logramos hablar. Entre lágrimas y abrazos que nacían de la profundidad de nuestro ser, prometimos esforzarnos por mantener en pie la familia que Dios nos había regalado, pese a todo el dolor que estábamos viviendo. Si bien la promesa parecía sólida, el dolor era demasiado fuerte.

Era evidente que mi esposa había bajado los brazos, no quería seguir viviendo. Y para peor, nuestros pequeños hijos Abril y Ezequiel —que habían presenciado la muerte de su hermano menor— hicieron el aterrador anuncio de que no querían seguir viviendo sin su hermanito. Tenían solo cinco y siete años y también estaban superados por la situación. Necesitaban de su madre y de su padre. Y yo sentía que el mundo se me venía abajo. No tenía la fuerza suficiente para mantener a flote a mi familia.

Había llegado al límite de la fragilidad humana y sentía que nada ni nadie podía ayudarnos. La sensación de estar al borde de un abismo, el vacío y la desesperanza eran tan fuertes que por mi cabeza pasaron los pensamientos más oscuros que alguien pudiese imaginar. Sentí que Dios nos había abandonado, y esa sensación me aturdía mucho más, porque sabía que sin Su ayuda nuestra familia estaría acabada.

Los días pasaban, y mi esposa se hundía cada vez más. Se encerraba en nuestra habitación y lloraba en silencio y soledad durante días. No quería ver a nadie. Hasta que nuestro hijo Ezequiel ingresó una tarde a nuestra habitación y vio a su madre en la cama. Cuando le pregunté si sabía dónde estaba ella, me contestó: Está tirada en su habitación. Mi hijo, de solo cinco años, usó la palabra tirada. Me desesperé, porque no podía imaginar el daño que le podíamos estar causando a su cabecita. Hablé con mi esposa y le conté lo que nuestro hijo me había dicho. Guadalupe se levantó de la cama de inmediato, se lavó la cara, se peinó, se arregló, y fue a hablar con Ezequiel. Mientras lo abrazaba, le dijo cuánto lo amaba y le pidió perdón por haber estado ausente durante tantos días. Ese día prometió hacer todo su esfuerzo en seguir siendo la mamá de Abril y Ezequiel, y también mi esposa.

Durante todo este proceso, solo queríamos poder hablar con padres a los que les hubiera pasado algo similar. Venían a casa cientos de personas: amigos, familiares, conocidos de la vida… y todos nos abrazaban intentando contenernos en nuestro dolor. Pero ninguno podía aliviarnos con palabras, porque ninguno conocía la magnitud de ese dolor. Ninguno lo había experimentado.

La culpa crecía y se apoderaba de a poco de nuestras vidas. Con mi esposa comenzamos a discutir porque no aguantábamos ver el sufrimiento en el otro. Todo en nuestra vida se teñía de oscuro. Todo lo que habíamos construido se estaba derrumbando.

Un día encontré —en un completo desorden— cajas con pastillas para dormir. Ante la situación que atravesábamos, y observando su comportamiento, temí que mi esposa intentara quitarse la vida; así que nos sentamos a hablar. Le dije que por unos instantes intentara dejar de lado el dolor que estaba sintiendo y se pusiera en el lugar de sus pequeños hijos, ya que ellos también sufrían. Sentían dolor al ver que todo lo que habían conocido se estaba desmoronando. Y si además del dolor de ver morir a su hermano también debían soportar otra tragedia y crecer sin su madre, ¿qué vida podía esperarles? ¿Cómo podrían superar semejantes tragedias en sus vidas? Si realmente amábamos a nuestros hijos, debíamos fortalecernos como fuera para que ellos tuvieran una vida sana, como la que tuvimos nosotros. Mi esposa me escuchó atentamente. Lloramos juntos, intentando imaginar todo ese dolor multiplicado. También juntos, prometimos que jamás haríamos algo semejante y que toda nuestra vida la dedicaríamos a intentar reconstruir la felicidad que se había interrumpido.

Las oraciones de la gente que nos quiere comenzaron a hacer efecto. Nuestras oraciones también fueron escuchadas, y Dios nos tendía su mano para que pudiéramos seguir adelante. Nuestros hijos merecían tener una vida normal con padres presentes. Ellos no tenían la culpa de que sus padres perdiesen a un hijo. Necesitaban a sus padres, demasiado habían sufrido: ellos también habían perdido a un hermano.

Sabemos con certeza que lo de Agustín nos cambió para siempre. Jamás volveremos a ser iguales. Y no hay día en nuestra vida en que no hablemos de lo que él nos dejó, de lo que Dios nos enseñó a través de él. Es increíble el impacto que tuvo en nuestras vidas con tan poquito tiempo con nosotros. Recordarlo es sonreír, pero también llorar. Es felicidad y a la vez, angustia.

Nuestros hijos Abril y Ezequiel tuvieron un rol vital en este proceso. Ellos nos enseñaron mucho sobre cómo seguir adelante cada día. Aunque eran muy pequeños entendían todo. Y aunque a veces ellos también se derrumbaban porque extrañaban a su hermanito con el que jugaban todo el día, tenían pensamientos muy claros sobre la vida de su hermano.

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