El troll
Por Emilio Tejera
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En la sección de Local de un pequeño periódico, todo parece relativamente anodino: fotógrafos, redactores, pequeñas miserias, y las habituales rutinas cotidianas. Sin embargo, hay una persona que no debería estar allí. Hay alguien cuyo objetivo no es informar. Y si tú te encuentras cerca de su órbita, es bastante probable que le estés ayudando, aun sin saberlo. Y si esto es así, ten por seguro que alguien saldrá herido: y que varias personas (incluyéndote a ti) pueden acabar muy mal.
Del autor de “Cartago. El imperio de los dioses” llega una novela corta que se adentra en los resquicios más oscuros del corazón de las personas. Una historia que recorre los más bajos instintos; un relato sobre la incertidumbre, la maldad, la desconfianza, la esperanza, la redención, el miedo. Un recorrido sin retorno por la naturaleza de la humanidad.
Prepárate para sumergirte en un mundo situado en los pasadizos subterráneos del tuyo propio. Encuéntrate con el lado más oscuro del hombre. Descubre un nuevo tipo de sociedad.
Porque para él, sólo eres un peón (o un obstáculo) para llevar a cabo sus planes...
Emilio Tejera
Me encantan las historias: verlas, leerlas, escucharlas, escribirlas. Y me agrada conocer a gente que comparte ese mismo gusto. Hasta ahora, he tenido la suerte de publicar algunas de estas historias que me han otorgado el favor de revelarme sus secretos. Entre ellas, los relatos La marca (finalista del III Certamen de Relato Universitario Booket-Ámbito Cultural) y Al otro lado del muro (finalista del concurso El Fungible 2007), y la novela Cartago. El imperio de los dioses, publicada por Vía Magna y, posteriormente, en edición de bolsillo por Vía Magna-Random House Mondadori. También he escrito la novela corta El troll (ahora en Smashwords), y he contribuido con un relato a la antología solidaria Cuentos de Ciudad Esmeralda; (disponible en Amazon). Pero lo más importante no es lo que se ha escrito, sino lo que queda por escribir. Gracias a todos por leerme, y esperemos pasar un buen rato juntos.
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El troll - Emilio Tejera
LUNES
Cuando ataques un engranaje, hazlo siempre por su pieza más vulnerable
Manual del troll, pág. 63
Nuestro hombre cuenta los pasos antes de llegar hasta la entrada del edificio donde se encuentra localizada la oficina. Mil ochocientos cuarenta y nueve, mil ochocientos cincuenta, mil ochocientos cincuenta y uno. Se fija atentamente en la hora que marca su reloj. Las ocho y siete minutos con dieciocho segundos. Ni el primero ni el último en llegar a la oficina, sin duda, tampoco es una hora constante aquella a la que esta persona accede habitualmente a su puesto de trabajo, simplemente, una hora normal, en un intervalo periódico, lo justo como para no llamar demasiado la atención, lo estrictamente necesario, para que nadie se pregunte por qué este simple empleado tiende a llegar demasiado pronto, o demasiado tarde en cambio. Asciende al tercer piso por el ascensor: no toma las escaleras, no quiere que le tomen por raro.
Se desplaza finalmente hasta arriba. Allí, se encuentra, como siempre, a Lourdes. Es la primera que llega, todos los días. Lo hace porque en su casa, tomándose un café solo, amargo, bajo la sombría mirada del reloj de pared, siente como si se le fuera a caer el techo encima. Y encontrarse así desde la seis de la mañana, hora a la que se despierta desde que ha entrado en la menopausia, sin niños a los que prepararles el desayuno, sin marido al que regalarle un último beso, no le queda otra salida que dirigirse hacia el periódico. Lourdes tiene gafas de pasta, el pelo negro, teñido, de cuidada peluquería pero siempre extrañamente alborotado, como si no se las terminara de arreglar consigo misma, y efectivamente, probablemente no lo haga. Fumadora empedernida, bebedora compulsiva de café, a medio camino recurrente y de ida y vuelta entre la histeria y el ataque de nervios, Lourdes no es la redactora jefe, pero por antigüedad, y por una especie de suerte de cuestión hereditaria, se ha convertido (con derecho prácticamente de fósil) en la segunda de a bordo de la sección de local. Una labor que consiste, básicamente, en comenzar a pegar gritos al primero que deja manchada la máquina de café, o que gasta demasiada tinta de la fotocopiadora. A Lourdes, además, y por completar el panorama, le pierde la erótica del poder. Se pega al director y a Juan, el redactor jefe, como a la miel las moscas, ansiando rozar con sus manos, aunque sea, siquiera un pequeño trocito de autoridad. Pero éstos, bien prevenidos, y sobre todo, con no tan mal gusto, procuran alejarse de la redactora todo lo posible.
Nuestro hombre, en cuanto se cruza con ella, la saluda, de forma cortés pero discreta, y se coloca en su sitio. Lourdes ni tan siquiera le contesta el saludo, con la gente que no le sirve para ascender tiende a comportarse de manera árida y arisca. Sobrevuela un sordo silencio en la sala, tan sólo alterado por el zumbido incesante de los ordenadores, incluyendo el que enciende el recién llegado, mientras ambos se mantienen a lo suyo, realizando sus respectivas tareas en un estricto y absoluto mutismo; el reportero extrae unos bolígrafos y unos lápices de su maletín —nunca emplea los de la oficina—, mientras la mujer, al tiempo, se mordisquea nerviosamente las uñas. Nuestro hombre se sienta delante de su aparato y comienza a leer teletipos: casi todos hablan de la visita del Secretario de Estado norteamericano a Madrid, una noticia bomba que afecta incluso a la plantilla de local de un no muy destacado periódico de escala