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Madame de Staël, la baronesa de la libertad
Madame de Staël, la baronesa de la libertad
Madame de Staël, la baronesa de la libertad
Libro electrónico615 páginas18 horas

Madame de Staël, la baronesa de la libertad

Por Roca y Xavier

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Con Madame de Staël, la baronesa de la libertad, Xavier Roca-Ferrer realiza una pionera y fundamental biografía de este imprescindible personaje de la cultura europea. Un ensayo a la vez biográfico, cultural e histórico-político sobre la figura excepcional de la baronesa de Staël, considerada “madre espiritual de la Europa moderna” y, sin embargo, poco y mal conocida en nuestras latitudes.

Criada en un ambiente excepcional, en la "corte" de sus padres -él, todopoderoso financiero suizo, y ella, anfitriona de uno de los salones más importantes de la Ilustración francesa-, Germaine Necker, más conocida como Madame de Staél por su matrimonio con el embajador sueco en Francia, el barón de Staël von Holstein, mostró muy pronto dotes de niña prodigio. Llevó una azarosa vida llena de amantes, pasión intelectual y altibajos emocionales, y en contacto permanente con grandes personajes de la cultura como Diderot, Constant, A. W. Schlegel, Tayllerand, Goethe, Schiller, Lord Byron.... Realizó una audaz obra literaria entre novelas, ensayos y estudios históricos y críticos, y estos últimos la sitúan hoy como pionera de los estudios de literatura comparada. Doscientos años después de la publicación de su De l’Allemagne (1813), que supuso la puesta en valor de Alemania y su literatura en el marco europeo, también se la considera figura clave en el desarrollo del Romanticismo. Por su fuerte activismo político, que la dibuja como la primera intelectual europea comprometida, participó en el Revolución Francesa, fue expulsada de Francia por Napoléon y, más tarde, contribuiría decisivamente a la derrota definitiva de éste. Su afán por unir razón y sentimiento le llevó a desarrollar una refinada sensibilidad frente a temas como la libertad, el progreso, el buen gobierno, y a realizar, con su ejemplo vital y su obra, una intensa reivindicación del papel autónomo de la mujer.

De esta "biografía social" de Madame de Staël, desarrollada por su autor con maestría y un enrome acopio de fuentes y conocimiento, surge finalmente un impresionante fresco de la Europa napoléonica y de las primeras relaciones que hicieron posible concebir la idea de una cultura europea.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788415441878
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    Madame de Staël, la baronesa de la libertad - Roca

    (1983)

    PRIMERA PARTE

    El idilio imposible

    (1766-1804)

    LOS NECKER DE PARÍS

    Parece imposible centrar la atención en una familia concreta sin hacer referencia a la famosa frase con que Tolstoi abre su Ana Karenina: todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada cual a su manera, una opinión de la que Nabokov, el gran admirador del autor de Guerra y Paz, discrepaba absolutamente. Puesto que toca hablar de la familia Necker (la familia Necker «de París», es decir: la de Monsieur Jacques Necker, su esposa Suzanne Curchod y su única hija, Anne-Louise Germaine Necker, futura Mme. de Staël),¹ quizá algún lector impaciente quiera saber de entrada si la familia en cuestión merece ser descrita como feliz o desgraciada. La respuesta no es fácil. ¿Cabe hablar de la felicidad de un grupo humano, por restringido que sea, con independencia de la de cada uno de sus miembros.

    Observada desde fuera, la de M. Jacques Necker, su esposa y su hija hubo de parecerlo por fuerza a cuantos la trataron. En París o en Suiza y gracias a la gran fortuna acumulada por el marido y padre, nunca les faltó nada en el terreno de lo material y siempre vivieron a lo grande. Además, sus tres miembros eran, cada uno a su manera, «seres excepcionales». Y, sin embargo, examinada la trayectoria vital de cada uno de ellos, tal vez habría que concluir que, paradójicamente, fue una familia «rica, culta, famosa y envidiada» formada por tres seres profundamente desgraciados.

    M. Necker fue, para muchos, un brillantísimo economista tanto a nivel personal (supo hacerse con una gran fortuna sin delinquir ostensiblemente) como en el público (fue tres veces responsable supremo de las finanzas de Francia). También cabe considerarlo un hombre virtuoso, por no decir un auténtico filántropo, en un país que no era el suyo y que acabó pagándole muy mal. Sin ser francés, hizo posible que la fatídica convocatoria de los Estados Generales debida a su antecesor Brienne, que «tomó lo decisión y echó a correr», se hiciera realidad y, con ella, el inicio del cambio en una Francia arruinada en lo económico y petrificada en lo político. A los ojos de su hija fue, además, la encarnación de la perfección humana en todos los sentidos.²

    En cuanto a su esposa, Suzanne Curchod, había nacido en el seno de una familia pequeñoburguesa que descendía de hugonotes franceses en lo que hoy es el cantón de Vaud. Su padre era pastor. Desde muy joven destacó tanto por su hermosura (la llamaban la belle Curchod) como por su acendrada piedad, comprensible en la hija de un clérigo, y sus inquietudes intelectuales. A los dieciséis años era ya muy ducha en latín, bastante en griego, buena en matemáticas y ciencias naturales, y hábil con el violín y el clavicordio. Tras un romance fracasado nada menos que con el futuro historiador de la caída del imperio romano Edward Gibbon, fue rescatada de su monótona vida de institutriz, a la que la había condenado su precaria situación económica, por su inesperado matrimonio con M. Jacques Necker, que le proporcionó una vida auténticamente «de lujo» con la que nunca pudo soñar antes. En la capital de Francia, que, para los franceses, era la del mundo, reinó en un salón de intelectuales liberales en un palacete de la rue de Cléry, lo cual no le impidió seguir viendo en su propio cuerpo y en el de los que la rodeaban poco más que un montón de harapos sometidos a la «predestinación».

    Poco a poco, lo que empezó siendo un salón «de tercera» en un París dominado por los más elegantes y consolidados de Mme. du Deffand o de Mme. Geoffrin, fue ganando en brillantez y prestigio a medida que su esposo se iba apartando de su profesión de banquero para embarcarse en una carrera política que prometía resultados olímpicos. A ello contribuyó no poco el hecho de que en 1768 fuera nombrado resident de la república de Ginebra en París. Desde que Suzanne empezó a tratarlo en la casa donde ejercía el humilde oficio de institutriz, vio en él a su genio tutelar. Pronto empezó a imaginarlo también en el papel de mesías salvador de una Francia cargada de problemas (empezando por su absurda adhesión al detestable credo romano), y, en una apoteosis final, en redentor económico de la humanidad entera. Valía la pena, pues, sacrificar la carrera literaria que siempre había deseado emprender en el altar de aquel ser casi divino que la providencia, en su bondad infinita, había regalado a la hija de un humilde pastor por razones inescrutables.

    Los «viernes» de aquella «misántropa mundana», a los que acudían personalidades tan relevantes como Diderot, D’Alembert, Buffon, Grimm, Marmontel, Raynal, Galiani, Suard et alii, no tardaron en hacerse famosos.³ Aunque Mme. Necker nunca abandonó el rigorismo calvinista que le habían inculcado desde la infancia (y en el que la secundaba decididamente su esposo), en su salón se reunían los librepensadores más audaces del París de la época. De todos modos, parece que procuraban evitar el tema religioso cuando ella estaba delante porque su severa anfitriona, que tan bien les trataba, nunca hubiese tolerado «la blasfemia ni la licencia» en su casa. ¡Era tan tiesa que las malas lenguas decían que Dios la había fabricado con almidón!

    Cuando la severa Suzanne decidió iniciar su carrera de lo que hoy llamaríamos «animadora social» (o salonnière) con la mente puesta en favorecer la de su señor marido, renunció a la literaria que, desde su juventud, se había estado reservando para ella. Aunque siempre declaró a sus íntimos su intención de escribir una obra sobre Fénelon, arzobispo de Cambrai y enemigo de Bossuet, cuyo sospechoso quietismo acabó siendo condenado por la Santa Sede, lo cierto es que nunca llegó a empezarla. Con todo, nunca dejó de ser en sus muchos ratos libres una escritora compulsiva, cuyo estilo alambicado y pedante puede colegirse a partir de este breve párrafo en el que únicamente trata de describir el lago Lemán:

    Aquí la naturaleza aparece tranquila como el alma del justo o, si el lago azul se agita de vez en cuando, lo hace para arrojar a la orilla los exquisitos peces que cubren nuestras mesas, fieles imágenes de las penas de un corazón honesto, que acaban siempre por producir un efecto útil.

    Fiel al principio de nullo die sine linea, Mme. Necker dejó a su muerte un montón ingente de papeles escritos sobre casi todo que su adorado marido Jacques se ocupó de publicar en cinco volúmenes de Mélanges. En las reuniones de su salón se limitaba a escuchar y solo tomaba la palabra para, con mayor o menor sutileza, inducir a sus huéspedes a reconocer (y proclamar luego urbi et orbi) las infinitas virtudes y méritos de M. Necker.

    Aunque al principio confió en que la previsible actividad literaria de su hija Louise la compensaría por su renuncia a un puesto relevante en el parnaso de las letras y el pensamiento de su tiempo, pronto se dio cuenta con horror de que la pequeña nunca escribiría lo que a ella le hubiese gustado escribir, sino todo lo contrario. En sus relaciones con Louise, a la que consideraba tan hija de su espíritu como de su carne, le exigió siempre la perfección en todo y no toleró el menor fallo, la más leve infracción de las reglas que ella le dictaba. La mujer se había propuesto hacer de ella una Minerva calvinista de carne y hueso, pero, bastantes años después, cuando Mme. de Staël era ya una persona famosa en media Europa y sus admiradores la felicitaban por el éxito obtenido con su educación, respondía con un suspiro que le salía del alma: «No es nada, absolutamente nada comparado con lo que realmente quise hacer de ella».

    De todos modos, el fracaso con el que, a su juicio, se saldó la educación de su hija no fue la única causa de la depresión irreversible en que se fue hundiendo la pobre mujer. Mme. Necker, née Curchod, nunca fue realmente feliz porque, en última instancia, no había nacido para serlo: imbuida de una auto-exigencia y una devoción rayanas en lo monstruoso, probablemente consideraba la felicidad terrena un estado vulgar y de mal gusto indigno de una persona tan excepcional como ella. Fue precisamente en el salón de su madre donde creció y se educó la hija del matrimonio, Anne-Louise Germaine Necker, futura baronesa de Staël-Holstein. Y, a lo largo de su vida, no logró nunca (y, probablemente, tampoco quiso) desprenderse de este espíritu «de salón» que había experimentado a su alrededor desde que se tuvo en pie.

    En una sociedad tan poco democrática como la de la Francia de los Borbones, el «salón» había adquirido carácter de institución. Y, sin embargo, la importancia que tuvieron algunos salones en la preparación de la revolución y a lo largo de la misma es un hecho sobradamente reconocido. A falta de otros foros, en ellos se discutió acaloradamente de economía y filosofía política, se fraguaron pactos, se crearon partidos, se decidieron actitudes, se planearon golpes de estado, se criticaron medidas, leyes y decretos, se eligieron y destituyeron ministros y se tomaron decisiones que acabarían resultando decisivas al traducirse en acciones públicas. Y entre estos salones que podríamos llamar «comprometidos» del París de los ochenta destacó el de Mme. Necker, al que sucedió el dirigido por su hija Germaine, aunque durante algún tiempo funcionaron en paralelo.

    La aparición de los «clubes» políticos, de los que, andando el tiempo, derivarían los primeros «partidos» (como el «de 1789», luego escindido entre el de los jacobinos y el de los Feuillants, o los de Clichy y de Salm durante el Directorio), hizo que los «salones» como centros de intriga, conspiración y politiqueo perdieran importancia, pero no desaparecieron del todo, y el de Mme. de Staël tuvo una influencia recurrente en las épocas en que se le permitió existir, que nunca duraron mucho. Por más que hubo de sufrir las consecuencias dolorosas de la revolución, el despotismo napoleónico y el exilio, la hija de Necker consideró siempre como su sociedad el modelo aprendido desde su infancia en la rue de Cléry.

    La futura Mme. de Staël nació el 22 de abril de 1766, el mismo año en que aparecieron los últimos volúmenes de la Enciclopedia y fue bautizada Anne Louise Germaine Necker. Louise, que así la llamaban de pequeña para abreviar hasta que su padre se inventó lo de «Minette», era una niña bajita, de piel morena, ojos brillantes y pelo castaño, según la recuerda su amiguita Catherine Huber, y tuvo una infancia fuera de lo común, si es que realmente tuvo una infancia. «Se diría que Mme, de Staël fue siempre joven, pero que nunca fue una niña», dijo de ella su prima Albertine Necker de Saussure, una de las personas que mejor la entendieron. Mme. Necker, que, como se ha dicho, había sido institutriz, decidió encargarse personalmente de su educación siguiendo al pie de la letra las instrucciones del Emile de J. J. Rousseau, cosa que en la práctica no hizo en absoluto.

    Rousseau recomienda privar al educando de todo acceso a la cultura hasta los doce años para no «deformar» su espíritu; Louise, en cambio, era a los doce años una biblioteca ambulante que cantaba, tocaba el clavecín y declamaba Andromaque como una profesional, pero que casi no conocía la luz del sol.⁴ La contribución más importante a la formación de la niña se debió a Mlle. Clairon, la actriz más famosa de la época, que ya andaba por aquel entonces de capa caída. Se encargaba, como es natural, de darle clases de interpretación, pues nada parecía apasionar tanto a Louise como el teatro.

    Muy pronto las gracias de la petite Necker, que triunfaba a diario como un perrito amaestrado en el salón materno, se convirtieron en la comidilla y la admiración del tout Paris. Auténtico Wunderkind en todos los campos, Mlle. Necker se atrevía incluso a discutir de teología con el abbé Raynal, ateo reconocido. Louise iba regularmente a la comedia y a la ópera, a veces en compañía de Catherine, su única amiga, y había leído de cabo a rabo las tragedias de Racine, las novelas sentimentales de Richardson y las obras más emblemáticas de Rousseau. El culto a la sensibilidad y la emoción que predicaban estos autores, cada uno a su manera, determinó la educación sentimental de la niña de los Necker. Su madre, si realmente la amaba, lo disimulaba a la perfección, porque era, a pesar de su estricta fe calvinista o a causa de ella, una mujer de temperamento gélido y neurótico, y desde muy pronto vivió obsesionada por la idea de su propia muerte. Ni siquiera «le parecía correcto que la gente se riera en su presencia», como observó su sobrina Albertine.

    Su padre, en cambio, la quería mucho, muchísimo más que a su esposa, cuya invencible frialdad hubo de notar muy pronto, y Louise (al que él empezó a llamar «Minette», por «Germaine») le pagó su amor con una adoración rayana en la idolatría. Incluso llegó a plantearse en su diario la posibilidad de suicidarse si su padre moría antes que ella. Todos los biógrafos coinciden en que el acontecimiento más importante de la vida de Germaine Necker, un suceso que iba a marcar el resto de sus días, tuvo lugar en 1779, cuando, a la edad de trece años, se enamoró de su padre. En la familia Necker todo funcionaba de una manera especial y también este enamoramiento no habría de parecerse a ningún otro del que exista memoria.

    Debido a su frágil sistema nervioso y a la falta de ejercicio, pero, sobre todo, al riguroso sistema educativo basado en el deber y el sacrificio al que la había sometido su madre desde su más tierna infancia, Louise/Minette sucumbió a los trece años a una fuerte crisis que empezó a manifestarse en unos aparatosos ataques de tos. El doctor Tronchin, otro suizo con fama de eminencia que había ido a establecerse en París, recomendó una alimentación sana, mucho aire libre y ejercicio y, por encima de todo, mucha libertad. Siguiendo sus consejos, la niña pasó todo el verano de 1779 en el dominio familiar de Saint-Ouen.

    Aunque a la sombra de sus bosques y practicando con su amiga Catherine el tiro con arco (¡ambas disfrazadas de ninfas de ballet de Rameau, claro está!), Minette creció, ganó peso y recobró la salud física, nada cambió en su personalidad hipersensible y seguía echándose a llorar por cualquier cosa. Su padre, ministro desde 1776, iba a verla siempre que lograba escapar de sus compromisos y obligaciones, que eran muchos, y procuraba tomar parte en todas sus diversiones.

    Catherine Huber, luego Mme. Rilliet-Huber, que pasaba mucho tiempo junto a su amiga convaleciente, recuerda que el hombre «jamás la criticaba, le dejaba hablar libremente todo el tiempo que quería, disfrutaba con su ingenio, aplaudía con entusiasmo sus actuaciones, la acariciaba, y regresaba a París satisfecho y con el ánimo renovado». Fue así cómo, sin proponérselo, Jacques Necker pasó a ser el cómplice de su hija y su favor declarado no hizo sino dar definitivamente al traste con la autoridad y los prejuicios sociales de la madre, a la que Louise acabó por detestar. La copiosa relación epistolar de ambos resulta profundamente reveladora: las cartas que el hombre escribió a su hija hasta su muerte ocurrida en 1804 rezuman comprensión y ternura y lo mismo puede decirse de las que Minette le dedicaba. La gran tragedia de la vida de Mme. de Staël, según repitió hasta la víspera de su muerte, fue «no haber podido casarse con su padre».

    En julio de 1785 una Louise de diecinueve años escribe una página en su diario que no duda en enviar a su progenitor para que, si se atreve, la lea. Dice así:

    Ayer no escribí. Todavía estaba en la cama cuando mi padre vino a verme y le regalé la hora que reservo habitualmente para mi diario (…). No hablamos de nada en particular, pero todos los instantes de nuestra conversación estuvieron llenos de alegría y emoción. ¡Qué gracia la suya, qué encanto es capaz de desplegar cuando quiere! Algún día trazaré su retrato, pero para hacerlo con éxito, sería preciso reunir todas las cualidades que se pretenden describir, algo así como una universalidad (…). Pero ¿cómo es posible que a veces no haya armonía entre ambos, que a veces surja un enfado, un enfriamiento? ¿Cómo es que a veces descubro fallos en su carácter que dañan la dulce intimidad de nuestras vidas? ¿Será porque a veces quiere amarme como un amante mientras me habla como un padre? ¿Será porque yo quiero que esté celoso de mí como un amante mientras lo trato como a un padre? ¿Estará el origen de mi infelicidad en el combate de mi pasión por él y las inclinaciones naturales propias de mi edad que él pretende que sacrifique por completo? (…). De todos los hombres del mundo, él es el que desearía tener por amante.

    El «combate» al que hace referencia no hizo sino ganar en intensidad tras la muerte de su madre ocurrida en 1794. Parece obvio que, desde su inicio, este culto que la futura Mme. de Staël dedicaba a la figura paterna tuvo mucho de exaltación de ella misma. La hija de un ser extraordinario sólo podía ser extraordinaria, como lo fue Palas Atenea, la diosa de la sabiduría hija de Zeus. Aunque Atenea, que nació de la cabeza del dios, partió con la ventaja de no tener madre.

    Incapaz de vivir sin escribir (M. Necker la llamaba en broma Monsieur de Saint-Écritoire),⁵ en Sophie ou les Sentiments secrets, drama escrito hacia 1784, una pupila inglesa, secretamente enamorada de su tutor, un hombre casado, rechaza aceptar el amor de un noble para consagrarse a su pasión ideal, en la que ya era secretamente correspondida sin saberlo. Finalmente la esposa no amada del tutor se retira de la escena para que éste y su pupila puedan declararse su pasión, confiando en que, con el paso del tiempo, se convertirá únicamente en una exaltada amistad. Conociendo a las partes interesadas, el jeroglífico no parece difícil de resolver. Sophie tuvo otro efecto, seguramente impensado, pero indudablemente beneficioso para su autora: la puesta en negro sobre blanco de un problema sentimental insoluble (en este caso el amor imposible de una hija por su padre, aquí disfrazado bajo la figura del tutor) le ayudó a conjurarlo y a relegarlo a un segundo plano al convertirlo en una especie de culto casi religioso del que ella era la primera (y seguramente única) devota, del mismo modo que, diez años antes, la redacción de Werther (1774) había sanado al joven y arrogante Goethe de la calabaza que le había servido Charlotte Buff, una «calabaza dorada» que le hizo famoso en toda Europa.

    Sea como fuere, como ha señalado agudamente S. Balayé,⁶ Germaine vivió bajo la sombra gloriosa de su padre una especie de amor perfecto que no exigía a las partes esfuerzo alguno. Aunque creció ante la admiración de todos, ella solo admiró a un hombre que fue, a sus ojos, tanto el único estadista capaz de meditar a la vez sobre las opiniones religiosas y las finanzas de Francia, como la imagen del hombre perfecto en la esfera privada. Todavía en 1810, seis años después de la muerte del ex ministro, escribirá a un amigo: «Nací bajo los rayos de la gloria de mi padre y noté que hacía frío en la sombra».

    Lo que más asombraba a cuantos conocían a los Necker (y no pocos se burlaban de ello) era la curiosa «unión hipostática», por decirlo de algún modo, que reinaba entre los tres miembros de la familia que ahora ocupaba, por voluntad del rey, el hotelito de la rue Neuve des Petits Champs. Cada uno de ellos parecía adorar a los otros dos en medio de un coro de admiradores que tocaba el órgano y cantaba himnos de alabanza en torno a ellos para celebrar la gloria excepcional de aquella prodigiosa Trinidad terrena.

    Aunque Jacques Necker fue durante su segundo ministerio (1788-1789) el verdadero organizador de los Estados Generales que había convocado su antecesor Brienne, arzobispo de Toulouse, y quien, en definitiva, permitió que los mil doscientos representantes de la nación (con doble representación del Tercer Estado) se integraran en una sola asamblea y votaran juntos para asegurarse la victoria del voto burgués, las cosas no salieron tal como había imaginado.

    Cuando Luis XVI aceptó finalmente la convocatoria de los Estados Generales, «estaba presentando su dimisión», como advirtió el joven conde de Ségur, hijo del ministro de la Guerra. A partir de aquel momento, el reino dejó de sentirse gobernado, salvo por una opinión pública cuya fuerza aumentaba de día en día a medida que iba obteniendo concesiones de un régimen en liquidación. Germaine, ciega a todo lo que no fueran los méritos de su padre, en cuyo poder taumatúrgico confiaba ilimitadamente, parecía entusiasmada. Estaba convencida de que se preparaba el nacimiento de una «nueva Francia», en la que tanto ella como su clase social iban a tener un papel preponderante. No puede decirse lo mismo de su madre, Casandra implacable. «Amor a la patria, humanidad, términos vagos y carentes de sentido que los hombres han inventado para ocultar su falta de sensibilidad bajo la cobertura del sentimiento», escribió en su diario. El tiempo acabaría dando la razón a la pesimista hija de pastor.

    Poco a poco, el poder político se desplazó de Versalles a París, y los últimos años de Luis XVI representan algo sin precedentes en la historia del continente: el pueblo había dejado de creer en un absolutismo de derecho divino y nadie era capaz aún de prever el despotismo popular que aparecería con el Terror. Los intelectuales liberales, cogidos entre dos fuegos, se apartaron decididamente del absolutismo bajo el que nacieron, pero muchas de sus mejores cabezas estaban destinadas a caer bajo la guillotina del Incorruptible. Por otra parte, aunque Necker había defendido siempre para Francia una constitución como la inglesa, ni los reyes ni el Tercer Estado sentían ningún entusiasmo por la idea.

    Cuando, en un alarde de sentido común y de patriotismo, el demagogo Mirabeau, buen amigo de la reina, convertido en líder de los representantes de la burguesía en la Constituyente, intentó llegar a un acuerdo con Necker, éste, víctima de una ceguera imperdonable fruto de su vanidad, lo despreció olímpicamente. A continuación, con sus dudas y cambios de opinión sobre el borrador de la constitución que se estaba redactando, acabó ganándose también el odio de los realistas, y cuando María Antonieta, la que fuera su defensora en 1775, pasó a considerarlo también un traidor a la corona y a asimilarlo a los jacobinos, la suerte del autor de las mil quinientas páginas de un tratado sobre la administración de las finanzas de Francia estaba echada. A principios de julio de 1789 el rey no se limitó a despedirlo sin contemplaciones sino que le ordenó que abandonara el país «sin hacer ruido».

    Sin embargo, nadie contaba con la explosión de violencia popular que culminó el 14 de julio con la toma de la Bastilla y la muerte de sus defensores en presencia de los bustos «gloriosos» de Necker y del pretendiente orleanista y luego regicida Felipe Egalité. Fue la reacción (¿espontánea?) del bon peuple al enterarse del cese fulminante de san Jacques Necker, el defensor de los humildes y los oprimidos. El suceso, que habría de dar lugar a la fiesta nacional de Francia, propició su tercer ministerio. La noticia de que el rey y la corte, muy asustados por lo que acababa de ocurrir, le devolvían su cargo alcanzó al cesante en Basilea, desde donde regresó inmediatamente a París, aunque con el ánimo lleno de los más negros presagios. Mme. Necker se había opuesto a su aceptación, pero el criterio de su obstinada hija, que no deseaba otra cosa, se impuso. Para su sorpresa, la ciudad entera lo recibió en calles, ventanas y tejados como al más amado y deseado de los héroes: aquel día fue para su adorada Minette el más feliz de su vida y, también, como no se cansó de repetir de palabra y por escrito hasta su muerte, el último día feliz de su vida.

    Pero a los pocos días de la triunfal entrada en la capital del venerado M. Necker, la toma de Versalles por la chusma de París y el salvamento de la pareja real por la Guardia Nacional mandada por La Fayette determinó que el hermoso general que había hecho la guerra de América sustituyera en el corazón de los revolucionarios liberales (y de no pocos monárquicos) al taciturno ex banquero. Para aplacar las iras del pueblo Mirabeau, que nunca perdonó la humillación que le había hecho sufrir el «usurero suizo», hizo aprobar en la Asamblea la confiscación de los bienes del clero y de los emigrados, una medida que iba a resultar catastrófica para la economía de la nación. A pesar de oponerse contundentemente a ella, Necker no dimitió y el 21 de julio del año siguiente presentó un informe sobre los resultados de su administración que no convenció a nadie. Dos meses después, el 2 de septiembre de 1790, un nuevo levantamiento popular iniciado en la Comuna de París para protestar contra la amnistía general que se acababa de proclamar, atacaba por primera vez las oficinas del hasta entonces intocable encargado máximo de las finanzas de la nación.

    Obedeciendo al miedo y a los consejos interesados de La Fayette, los Necker huyeron una vez más a su refugio de Saint-Ouen, desde donde el pobre Jacques presentó su dimisión al monarca a cuyo tesoro había prestado, en un gesto de generosidad sin precedentes (pero al 6 % de interés), dos millones de francos (¡la mitad de su patrimonio en aquella fecha!) para hacer frente a una bancarrota anunciada. Cuatro días después el matrimonio partió a Suiza. Jacques Necker no volvería a ser ministro ni a participar en la política de Francia nunca más.

    Su hija no les acompañó porque acababa de dar a luz. Desde el 14 de enero de 1786 Mlle. Germaine Necker había pasado a ser, gracias a su matrimonio con el embajador de Suecia ante la corte de Versalles, la baronesa Mme. Germaine de Staël-Holstein. Sorprende que, a pesar de este amor tan apasionado como ambiguo que Minette dijo siempre sentir por su padre, en cuanto logró la tan anhelada independencia al casarse con el barón de Staël, todo lo que hizo pareció dirigido a desagradar a su ídolo. Se diría que su inconsciente se propuso vengarse de aquel hombre que no había podido ser, por el hecho natural de haberla engendrado, ni su marido ni su amante. Afortunadamente Jacques Necker era un dios benévolo que perdonaba siempre.

    EL BARÓN SUECO

    En 1783 los Necker empezaron a pensar en casar a Minette. Ambos estaban de acuerdo en que había que descartar a todos los posibles cazadotes, los aventureros, los imbéciles, los viejos, los pobres y, por encima de todo, a los católicos. Entregarla a un católico hubiese sido para la fanática calvinista Suzanne peor que ofrecérsela en sacrificio a Baal. Por otra parte, exigían que la pareja siguiera viviendo en París y deseaban que el futuro yerno tuviera algún título de nobleza (el de conde, por lo menos). Mme. Necker, a la que toda grandeza lo parecía poca, concibió la idea de unir a su hija con otro prodigio europeo: nada menos que con William Pitt que, a sus veintitrés años, desempeñaba ya en su país el importantísimo cargo de Chancellor of the Exchequer, es decir, el de ministro de Finanzas del rey de Inglaterra. Pero aunque la ex institutriz puso en marcha todos sus contactos y recursos, su plan se vino abajo por donde menos lo esperaba. La principal interesada se negó en redondo a colaborar en el proyecto. Después de todo, ella era hija de Monsieur Necker. Su madre nunca se lo perdonó y seguramente pasó a odiarla con la misma pasión secreta con que su hija (y rival en el amor de su marido) la detestaba a ella.

    La joven tenía, sin embargo, otro pretendiente en París que, por lo menos, era protestante y que «le seguía la pista» desde que la niña cumplió trece años (sobre todo la pista de su futura dote, que suponía inmensa). Se trataba del barón Eric Magnus Staël von Holstein, secretario de la embajada sueca en París y diecisiete años mayor que ella. Como había vivido siempre por encima de sus posibilidades, se hallaba endeudado hasta las cejas. Esta vez la muchacha no puso los reparos que había puesto a Mr. Pitt, porque, quizá sin saberlo, no estaba dispuesta a tolerar un marido que pudiera hacerle sombra. Ante la idea de un posible enlace con el sueco escribió en su diario: «es un hombre de conducta intachable, incapaz de decir o hacer nada estúpido, pero estéril y falto de vida. Y, sin embargo, no me hará infeliz por la sencilla razón de que no puede contribuir a mi felicidad, pero no porque sea capaz de turbarla… Monsieur de Staël es el único candidato que me parece aceptable».

    La conclusión del matrimonio no fue, sin embargo, fácil. Staël, que provenía de la pequeña nobleza sueca y carecía tanto de patrimonio como de una educación digna de tal nombre, suplía sus defectos con una inteligencia natural y esa intuición que permite a tantos mediocres abrirse camino hacia las altas esferas. No solo era ambicioso, sino apuesto y de trato encantador. Cuando volvió a Suecia tras unos años de servicio en la milicia, pasó de chambelán de la reina a ser elevado al grado de capitán. El rey Gustavo III, hombre de talante liberal antes de la revolución francesa, lo nombró agregado del conde Creutz, embajador de Suecia en París. Al poco tiempo el recién llegado había sabido ganarse el favor de cuantos pululaban por los círculos exquisitos de París y Versalles, mientras María Antonieta empezaba a sentir una debilidad por los suecos en general y por el apuesto y abnegado conde Axel Fersen en particular. «Lo sueco» estaba, pues, de moda en la corte de Francia.

    En aquel momento Mlle. Necker, aunque ya era sobradamente conocida, tenía solo doce años, pero la posibilidad de un enlace entre ambos empezó a plantearse para un futuro más o menos próximo. Había, sin embargo, una condición previa: los Necker nunca se contentarían con un attaché de embajada para su hija. Afortunadamente el rey Gustavo necesitaba contar con el favor de la corte francesa para llevar adelante sus proyectos políticos expansionistas que incluían la adquisición de alguna colonia en ultramar, y llegó a la conclusión de que el listo Staël era «su hombre», sobre todo si se casaba con la hija del «gran Necker», de modo que nombró a Staël encargado de negocios durante las ausencias del conde Creutz. Finalmente Staël consiguió que Francia vendiera a Suecia la isla antillana de Saint-Barthelemy, con lo que se ganó el título de embajador en Francia de su Cristianísima Majestad Gustavo III. Y, con el nombramiento, la mano y la fastuosa dote (¡650 000 libras tornesas!)⁷ de la que pasaría a convertirse en Mme. de Staël-Holstein. No obtuvo, en cambio, el título de conde y se quedó en barón. Establecidas las demás condiciones del contrato nupcial, María Antonieta dio el visto bueno al enlace y lo firmó junto con su esposo Luis XVI y los príncipes. Nada menos que dos cortes europeas habían contribuido decisivamente a hacer posible aquel matrimonio.

    El día 14 de junio de 1986 Mlle. Necker y Su Excelencia Eric Magnus, barón de Staël-Holstein, se casaron en la capilla de la embajada sueca de París. Fue testigo, entre otras personalidades, el conde Fersen. Tan solo Catalina la Grande de Rusia, que era una admiradora ferviente de Jacques Necker, consideró que la familia de la novia había hecho un mal negocio. «Todos dicen que la hija de M. Necker hace un mal matrimonio, que la casan mal», escribió la soberana a su amigo el polígrafo Melchior Grimm, habitual del salón de Suzanne Curchod.

    La novia, que, con el cambio de estado y de apellido, decidió también sustituir el nombre de pila usado hasta entonces de Louise por el menos común de Germaine, tenía veinte años y ya era aclamada en los círculos en que se movía no solo por ser hija de quien era, sino por su fuerte personalidad, su brillante conversación y los escritos que había empezado a dar a conocer. En la lista del «debe» habría que poner que no era hermosa, por no decir que era fea,⁸ que sabía bastantes menos cosas de las que aparentaba saber y que desconocía por completo la vida real, a la que únicamente se había asomado a través de los libros. Y, sin embargo, se expresaba con una autoridad y un aplomo que desconcertaba a sus oyentes porque ignoraba (y siempre ignoró) que la franqueza es una virtud, pero que, llevada al extremo, no es una cualidad que asegure el éxito en un mundo en el que nadie quiere quedar en la sombra. Desde el principio se propuso «cautivar» a tirios y troyanos siempre y en todas partes, pero cometió el error de tomar el asombro que indudablemente despertaba por admiración, equívoco que le acompañó toda la vida.

    Regordeta y dotada de unos pechos generosos que el mismo Napoleón no dudó en piropear años después en una fiesta en casa del general Berthier, tenía unos labios gruesos «de africana», complexión oscura (que no «se llevaba» en su época), una nariz grande y respingona que apuntaba al cielo o al techo (como la de su padre), y, por lo que escriben sus contemporáneas, se vistió siempre con un gusto infame. He aquí cómo la describe su siempre indulgente prima Albertine:

    Todos los movimientos de Mme. de Staël ponían de relieve su gracia; su rostro, aunque no satisfacía plenamente las miradas, las atraía, porque tenía, como un órgano del alma, una cualidad muy rara: se cubría súbitamente de una clase de belleza espiritual por decirlo de alguna manera (…). Exhibía una especie de indolencia exterior; pero su físico, tirando a robusto, sus gestos rotundos y determinados, dotaban de una gran energía y un singular aplomo a sus discursos. Había un punto de teatral en ella, e incluso sus atavíos, aunque exentos de cualquier exageración, respondían más a su sentido de lo pintoresco que a la moda.

    Tan solo se salvaban del conjunto unos ojos grandes, brillantes y enormemente expresivos (d’une rare magnificence, dirá Albertine). Pero con ellos y su conversación maravillosa tuvo bastante para ser una de las mujeres que más corazones masculinos ha subyugado de todos los tiempos. Muy pronto decidió ir tocada habitualmente con extraños turbantes, a veces adornados con plumas de aves exóticas, de los que sobresalía una maraña de rizos negros. Los numerosos retratos que tenemos de ella (como los famosos de Gérard, Duplessis, Massot o la Vigée-Lebrun) son, seguramente, bastante benévolos. ¡Es una auténtica lástima que no posara para Goya, pero, aunque viajó mucho, nunca pisó España!

    Por si ello fuera poco, en una sociedad tan exigente y aficionada a la censura como la de Versalles, tampoco se consideraba obligada (y nunca se consideró) a observar en público unos modales mínimamente correctos y los sustituyó por unas maneras impetuosas y arrogantes que a veces le hicieron un flaco servicio: desde muy joven había decidido hacer de «las más nobles pasiones» su única norma de conducta y vivió fiel a este principio hasta sus últimos minutos. Por ello su personalidad fuera de lo común no dejaba a nadie indiferente: o se la adoraba como a un ser excepcional o se la detestaba como a un fenómeno de feria que pretendía hacerse pasar por el oráculo de Delfos. Se propuso ser (y lo fue para bien o para mal) la negación consciente de todos los convencionalismos, para lo cual contó con la ayuda inestimable de su sólida economía familiar como habrían de contar siglos después una Peggy Guggenheim y, en los sesenta del pasado siglo, algunas hippies de familias ultra-pudientes.

    Pero, insistimos, su poder de fascinación sobre los hombres (y también sobre algunas mujeres como Mme. Récamier) fue legendario. Un contemporáneo bastante mayor que ella de los primeros tiempos de su matrimonio, el conde de Guibert, gran conversador y admirador rendido de sus gracias, la describe así bajo el nombre de Zulmé:¹⁰

    Zulmé tiene solo veinte años y es una sacerdotisa de Apolo. Sus grandes ojos negros tienen la luz del genio. Sus cabellos negros como el ébano caen, ondulantes, sobre sus hombros. Tiene unas facciones más marcadas que delicadas (…). Nos admira con algo que está más allá de la belleza. ¡Cuán variada es la expresión de su rostro! ¡Qué voz más ricamente modulada! ¡Qué perfecta sincronía entre lo que dice y lo que piensa!

    Diecisiete años después, el erudito y crítico alemán August Wilhelm Schlegel, que, para su desgracia, la «descubrió» en Berlín en 1804 y habría de compartir los siguientes trece años de su vida con ella, todavía hubiese añadido unas cuantas gracias más.

    Muy pronto el tiempo dio la razón a la perspicaz emperatriz de Rusia. El matrimonio de Mme. de Staël fue un desastre en todos los sentidos aunque, atendidas las circunstancias de la mujer (su reconocida incapacidad para ser feliz y su absurdo enamoramiento de su padre), no cabía esperar otra cosa. Para consolar a su madre, la nueva esposa le escribió: «La felicidad vendrá después; llegará a intervalos o no llegará nunca…». ¡Todo un mensaje de optimismo! La felicidad, al menos aparente, de la pareja duró dos o tres años. En principio, ambos consiguieron lo que más anhelaban al contraer matrimonio: Germaine quería quitarse a su madre de encima al precio que fuera (la mujer no murió hasta 1794, en pleno Terror) y el guapo baroncito pagar sus muchas deudas.

    No hay duda de que la novia «llegó virgen al tálamo», y prácticamente sin idea alguna sobre el amor físico, aunque sobre el Amor con mayúscula tenía ya unas ideas muy claras que habría de proclamar en su novelita Zulma, publicada en 1794: «El amor está por encima de las leyes, de la opinión pública; es la verdad, la llama, un elemento en estado puro, la idea primigenia del mundo moral». ¿Qué hombre del mundo podía estar a la altura de este ideal? En cuanto al amor físico, era una parte natural (seguramente inevitable y a veces poco grata) del amor total. La decepción estaba cantada.

    Había otro problema: Germaine no podía amar ni ser amiga de una persona que no estuviera a la altura de su entusiasmo intelectual, y el pobre barón de Staël no daba la talla.¹¹ A ello Germaine añadía un egoísmo morboso, heredado de su detestada madre: cuando alguien la amaba, debía aceptar lo que ella se dignara otorgarle como una gracia y no pedir más, pero, en cambio, estaba obligado a dar cumplimiento sin rechistar a todo lo que ella tuviera a bien exigirle. Mostrarse celoso como su marido se mostró de su anciano admirador el conde de Guibert, era un pecado o, peor todavía, una muestra de vulgaridad¹² y de poca altura de miras. El verdadero amor no era nunca inmoral (no podía serlo): la inmoralidad estaba en la sociedad.

    En 1786 tuvo lugar la infortunada presentación de Mme. la baronne de Staël-Holstein a la corte de Versalles. El vestido que llevaba no pudo ser más desafortunado ni criticado y, a lo que parece, se comportó con una torpeza increíble ante la pareja real. Desde aquel momento, se ganó la enemiga de la mayor parte de las mujeres de la sociedad que estaba condenada a frecuentar y que solo la conocía «de oídas». Hay que reconocer, sin embargo, que los ataques que a ella se dirigían, tiraban por elevación contra toda la Trinidad de los Necker, que nunca fueron favoritos de la nobleza del ancien régime por «izquierdosos». Aunque hoy nos cueste entenderlo, el banquero suizo era visto por muchos como un peligroso espíritu revolucionario que pretendía echarlos a puntapiés de su posición firmemente asentada por la mano de le bon Dieu en la cúspide de la pirámide político-social de la Francia eterna de san Luis, Juana de Arco, Bossuet y Luis XIV.

    De hecho, los grandes pecados sociales de Germaine fueron su independencia de criterio (un criterio notablemente variable, todo hay que decirlo, pero en cada momento muy firme), su desprecio olímpico por la opinión pública (que, por aquellos tiempos, solo se perdonaba a Herr Johann Wolfgang von Goethe, que reinaba sobre todo el intelecto de Europa desde su Olimpo de Weimar), su búsqueda (siempre fracasada) de la felicidad absoluta y un inmenso complejo de superioridad. Por si ello fuera poco, tanto en amor como en política y literatura fue una exaltada hasta el paroxismo. «Mi genio es mi pasión», escribió para definirse. Como suele ocurrir, la principal víctima de sus virtudes fue ella misma.

    No solo heredó Germaine de su madre los peores rasgos de su carácter (los que la hicieron inmune a la felicidad), sino también su famoso salón, aunque en los primeros tiempos ambos funcionaron en paralelo. Pero a medida que el de Mme. Necker se vaciaba por defunciones, dolencias propias de la edad avanzada o desafecciones, el de su hija, instalado en la embajada sueca de la rue du Bac, se iba llenando. En aquel momento, muertos los filósofos Voltaire, Diderot, Rousseau y D’Alembert, los políticos habían pasado a ocupar su lugar. Ya no se hablaba (o casi) de religión, del pensamiento de los griegos, de las traducciones de Ariosto o de los méritos y los defectos de Racine y Corneille, sino de la buena administración de un estado, de la constitución inglesa, de impuestos, de presupuestos y, por encima de todos, de reformar un sistema que ya no daba más de sí. El salón «de las musas y los filósofos» se había convertido en el salón de los políticos y los economistas.

    La conversación, entendida como una más de «las bellas artes», alcanzó su cenit en la Francia prerrevolucionaria. Y es muy probable que nadie la dominara con la maestría que llegó a alcanzar Mme. de Staël. Si como escritora y pensadora no fue quizá «la cumbre» de su tiempo, parece que a la hora de conversar no tuvo rival. Después de amar y ser amada (a su manera, claro está), nada la apasionaba tanto como conversar. Al referirse a lo que la conversation suponía en su Francia natal (no se olvide que nació en París y que solo era suiza iure sanguinis),¹³ escribió años más tarde en De l’Allemagne (I, c.11):

    Aquí (entiéndase en Francia) las palabras no son solo, como en otros países, un medio de intercambiar ideas, sentimientos y necesidades, sino un instrumento que la gente gusta de tocar porque aviva el espíritu como la música o los licores fuertes en otras naciones. Con ellas, unos actúan sobre otros en un placentero juego de toma y daca. Es, también, un modo de hablar al mismo tiempo que se piensa, de disfrutar el momento presente, de ser aplaudido sin esforzarse, de mostrar la inteligencia mediante leves matices de la entonación, el gesto y la mirada: en pocas palabras, la capacidad de producir una especia de electricidad que, emitiendo ráfagas de chispas, permite a unos liberarse de una exceso de vivacidad mientras despierta a otros de su apatía.

    ¿Cabe definir mejor lo que debe ser una conversación comme il faut? Además Germaine tenía una virtud que muy pocos grandes conversadores han tenido: sabía escuchar. Mme. de Staël dialogaba como Sócrates, no sermoneaba como san Pablo, Bossuet o Coleridge. Su prima Albertine Necker tomó nota de ello: «¡Con qué avidez escuchaba! Una curiosidad ardiente por las impresiones de las personas sinceras se mezclaba en ella con una piedad tierna y auténtica, que jamás parecía fatigarse cuando le contaban penas».¹⁴

    Aunque este don especial de Germaine Necker para la conversación tuvo mucho de innato y se desarrolló con los ejemplos y modelos que pudo admirar y la «praxis» que a ella misma le tocó hacer desde muy temprana edad en el salón de su madre, se ajustaba perfectamente a las reglas que, en sus máximas de 1665, había sentado sobre el tema el duque de La Rochefoucauld cien años antes.¹⁵ Esta habilidad conversadora, unida a la facilidad con que se identificaba con el dolor ajeno, tiene mucho que ver con su capacidad ilimitada de seducción. Enamoraba hasta la locura con el poder de sus palabras. Disponía también de una intuición excepcional para descubrir el punto flaco de «su adversario»: en cuanto lo adivinaba, atacaba a fondo y, casi invariablemente, se cobraba la víctima perseguida. Su locuacidad era hipnótica como la mirada de una serpiente.

    Se ha dicho que mientras la elocuencia es un arte republicano, la conversación es aristocrática. Mme. de Staël se apuntó a ambas. En el momento en que le tocó vivir, contempló la resurrección de la elocuencia antigua como un medio de levantar a la gente contra los peligros de la vida artificial del antiguo régimen, las barbaridades de una revolución arrastrada al exceso y la tiranía de la reacción napoleónica. Por su parte, la conversación, además de ser un medio de pasar el tiempo para las personas de esprit, podía usarse también como una forma de demostrar ciertas ideas e inculcarlas en el prójimo. Por ello en su salón conversación y elocuencia se fundieron del mismo modo que en numerosos diálogos de Platón el filósofo está dando una lección en forma dialógica.

    Es posible que fuera en este terreno, el de la conversación, donde su genio rayó a mayor altura. Su prima y primera biógrafa, la inteligentísima Albertine Necker de Saussure escribe:¹⁶

    No cabe considerar por separado Mme. de Staël y sus obras. Su talento de escritora y su elocuencia en sociedad se refuerzan y revalidan mutuamente: el primero demuestra que sus palabras rápidas y asombrosas soportaban cualquier tipo de examen, y la segunda que sus producciones mejores manaban de una fuerza viva que tenía su origen en una auténtica inspiración poética.

    Por desgracia lo que dijo a lo largo de miles de horas de diálogo con contertulios tan distintos y eminentes como Talleyrand, Schiller, los hermanos Humboldt, el mariscal Bernadotte, Benjamin Constant (otro conversador fuera de serie), el zar Alejandro I, Fouché, los dos Schlegel, Byron o Fichte no se nos ha conservado. Scripta manent, verba volant… Para darnos una idea de cómo debió de ser aquella merveille de conversation, vale la pena dar otra vez la palabra a su prima Albertine, que, al hacer la reseña de la novela Delphine, nos dice:¹⁷

    El estilo, que algunos han criticado, es con frecuencia el de la conversación sin rival de Mme. de Staël. Hay que reconocer, sin embargo, que, cuando hablaba, su mirada viva, su actitud expresiva y su manera animada e incisiva de acentuar daban un sentido impactante y particularmente agradable a ciertas palabras que ella misma había consagrado.

    Si nos atenemos a lo que nos han dejado escrito un sinfín de testigos sobre sus alardes de genio verbal, su «acierto en la expresión, su gracia sin tregua, y su elegancia de maneras» tuvieron por fuerza que ser asombrosos. Mme. Tessé llegó a decir de ella: «Si yo fuera reina, ordenaría a Mme. de Staël que me hablara sin parar». Incluso cuando estaba hundida en el dolor, cosa que le ocurría con relativa frecuencia, su conversación era brillante. Como confesó a su asombrada prima Albertine en una de estas ocasiones:¹⁸

    Es como una sonata que he ejecutado mil veces: soy un músico ejercitado que toca los pasajes más difíciles sin darse cuenta. Hablo sin mezclarme en lo que digo, pero en ningún momento he dejado de sufrir.

    Los que tuvieron la suerte de oírla «en vivo y en directo» luciéndose en aquel formidable ping-pong verbal, hubieron por fuerza de sentirse como aquel niño del cuento de Ray Bradbury que descubre a Picasso en una playa dibujando algo maravilloso con la punta de una caña sobre la arena húmeda, un dibujo que la marea, al subir, se encargará de borrar irremisiblemente…

    En julio de 1787 Mme. de Staël dio a luz a su primer retoño: Édwige-Gustavine (en honor al rey Gustavo III de Suecia) de Staël, que, al parecer, fue el único engendrado por su marido. Al igual que el amor de Germaine por el barón sueco (si alguna vez lo tuvo), la criatura duró muy poco. Murió antes de cumplir los dos años. Algunos biógrafos de la hija de Necker ni siquiera la mencionan. Tres años después, el 31 de agosto de 1790, nació su primer hijo varón, Auguste, pero su padre no fue ya, a lo que parece, el embajador de Suecia.

    COPPET

    El adulterio no es la media hora que una mujer regala a su amante, sino la noche que pasa con su marido.

    George Sand

    Tres años son bastante tiempo, y si tomamos en consideración lo mucho ocurrido en Francia entre 1787 y 1790, en una parte importante de lo cual tuvo un enorme protagonismo M. Necker (y toda su familia, pues los tres funcionaban como un lobby o un think tank a todos los efectos), no puede extrañarnos que en la vida afectiva de un carácter tan apasionado como el de la joven baronesa de Staël-Holstein se detectaran numerosos movimientos sísmicos de grado 10 en una imaginaria escala de Richter de los sentimientos.

    Todo parece indicar que el primer amante de Germaine fue nada menos que Talleyrand, el brillante y maquiavélico obispo de Autun que se convirtió en político omnipresente en casi todo lo que vino después hasta la segunda restauración. En los años de plomo del Terror se refugió en Inglaterra y luego en los Estados Unidos, pero, pasado el peligro, volvió a su país y se hizo indispensable para Napoleón, aunque parece que también intrigó contra él con Fouché.

    Diplomático de genio en el Congreso de Viena (1815), Talleyrand se apuntó también a la revolución de 1830, que elevó al trono de Francia a Luis Felipe de Orléans, el hijo de Felipe Égalité, que votó a favor de la muerte de su primo Luis XVI (aunque en 1793 fue decapitado por los jacobinos). Llegó a ser embajador de Francia en Londres y se retiró de la política en 1834. En una última pirueta, consiguió morir reconciliado con la Iglesia,

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