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Política de la pertenencia: Brujería, autoctonía e intimidad
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Libro electrónico193 páginas2 horas

Política de la pertenencia: Brujería, autoctonía e intimidad

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En los artículos que integran este volumen, el autor analiza la vigencia en el África contemporánea de las creencias y prácticas que en el pensamiento occidental se agrupan bajo el nombre genérico de brujería. Así, devela cómo la globalización ha hecho que algunos de los conceptos que rigen la vida social, política y económica de naciones como Camerún o Nigeria hayan encontrado nuevas formas de integrase a la vida diaria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2013
ISBN9786071614926
Política de la pertenencia: Brujería, autoctonía e intimidad

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    Política de la pertenencia - Peter Geschiere

    2000.

    1

    LA BRUJERÍA COMO TEMA

    EN LA POLÍTICA DE LA PERTENENCIA:

    EL INVOLUCRAMIENTO

    DE LA DEMOCRATIZACIÓN Y LOS MIGRANTES URBANOS CON LA ALDEA NATAL[*]

    El permanente involucramiento de los migrantes urbanos con su aldea de origen suele considerarse una característica especial de los procesos de urbanización en África. Ya en 1971 Dan Aronson afirmó que para el caso de África había que hablar de un continuo rural-urbano, más que de la urbanización como opción definitiva, puesto que la gente sigue moviéndose entre la ciudad y el campo a lo largo de todo su ciclo vital. Más recientemente Joseph Gugler (1991) —en un reestudio del área enugu (en el este de Nigeria) donde había hecho trabajo de campo en la década de 1960— llegó a la conclusión de que los vínculos entre la ciudad y el campo se habían fortalecido, incluso, en el lapso transcurrido. Queda por ver si este involucramiento continuará siendo tan fuerte para las próximas generaciones (véase Geschiere y Gugler, 1998), sobre todo a medida que la crisis económica en aumento y la corrupción implican que cualquier beneficio que la gente común pueda pretender de su conexión con los hombres y mujeres dotados de mucho poder (o incluso no tanto) va volviéndose cada vez más una ilusión (Nyamnjoh, 1999). Las redes lucrativas de patronazgo e influencia que vinculaban a las masas con la elite y los intentos frustrados de lograr concesiones más democráticas a lo largo de los años parecen estar desmoronándose en casi todo el resto del continente (Mbembe, 1992; Bayart et al., 1999). La famosa aseveración de Chinua Achebe de que en África hasta el mendigo de las calles de la ciudad tiene una familia detrás de sí puede volverse cada vez menos aplicable. Sin embargo, está claro que este proceso no es ni autoevidente ni unilineal.

    Recientes cambios —en particular la liberalización de la política y el retorno del multipartidismo— parecen darle a la aldea, por un lado, una importancia renovada para los habitantes urbanos, especialmente para aquellos que tienen aspiraciones políticas; y, por el otro, proporcionar a los aldeanos y a los líderes locales una oportunidad para demandar su propia participación en el pastel económico nacional. En muchos lugares del continente la democratización parece haberle concedido una nueva fuerza a lo que podría denominarse la política de la pertenencia. Lo que resulta especialmente notable es que diversas versiones de la noción de autoctonía —que en la práctica consiste esencialmente en la cuestión de quién debe votar dónde y, cosa aún más importante, de quién puede ser elegido dónde— se han vuelto de absoluta importancia en la política cotidiana. Una vez más las elites urbanas tienen buenas razones para reafirmar sus raíces culturales, así como para renovar la retórica de ser voceros de sus pueblos. Tales nociones, y las prácticas concomitantes, han llegado a dominar rápidamente a los nuevos partidos, engendrando formas no ortodoxas de democracia participativa. En la práctica, la democratización parece generar luchas feroces y con frecuencia violentas respecto a quién pertenece realmente y quién es ajeno. En muchos países —Camerún y Kenia, por mencionar dos ejemplos evidentes— el régimen nacional, que nunca abandonó la vieja lógica unipartidista, parece dispuesto a estimular tales luchas a fin de difundir el ímpetu de cambio mediante la eterna táctica de divide y vencerás. De esta manera, la oposición se desvía del nivel nacional al regional o incluso al local. La ciudadanía se define cada vez más en términos locales antes que nacionales. La antigua idea de construcción de la nación parece estar siendo superada por las oposiciones ideológicas entre los autochtones y los allogènes (o extraños), con el apoyo activo de los políticos nacionales.[1]

    Todo esto hace de la relación entre los migrantes urbanos y el área rural que consideran su hogar (aun cuando ellos mismos hayan nacido en la ciudad), una vez más, un punto nodal en los acontecimientos recientes: en política, sí, pero también en la cristalización de la etnicidad o en las redes de la explosiva economía informal. No obstante, resulta importante que el perdurable involucramiento de los habitantes urbanos con sus antecedentes rurales siga trayectorias regionales extremadamente diferentes. Son factores cruciales, por ejemplo, la accesibilidad del área rural y el grado de éxito de los migrantes urbanos en su nuevo entorno (en términos más mundanos, las distintas posibilidades que tienen los migrantes urbanos de invertir en forma rentable en su aldea de origen); y, por el otro lado, las diversas oportunidades de los aldeanos de ejercer una presión efectiva en sus hermanos urbanos para redistribuir y compartir las que se perciben como formas nuevas y asombrosas de riqueza. En la práctica, una cuestión crucial parece ser en qué medida las nuevas oportunidades de acumulación en la ciudad pueden legitimarse dentro del entorno rural. En algunas áreas en las que existían disposiciones más o menos jerárquicas que tendían a hacer aceptables las desigualdades, los nuevos ricos de la ciudad pueden ser cooptados en estructuras tradicionales con frecuencia neotradicionales. En otras áreas, donde las sociedades locales están dominadas por ideologías más igualitarias, las nuevas desigualdades siguen siendo un problema aún no resuelto y sujeto a feroces tendencias niveladoras. Allí los habitantes urbanos hacen hincapié en que tienen buenas razones para mantener por lo menos cierta distancia de la aldea, pese a su permanente involucramiento moral con sus hermanos. No obstante, en todos lados la relación de los habitantes urbanos con su hogar rural parece estar marcada en la práctica por una profunda ambivalencia: su preocupación por sus parientes —respaldada por intereses políticos o económicos reales y aún más por apremiantes cuestiones morales (por ejemplo, el que quieran que los entierren en casa)— se ve contrarrestada por el hecho de que la riqueza que se amasa en la ciudad, incluso si sólo es imaginaria, sigue teniendo un carácter más o menos sospechoso para los que se quedaron en la aldea.

    Las cuestiones de brujería y hechicería constituyen un punto de arranque estratégico (y en este momento bastante urgente) para explorar tales variaciones en la evolución de las relaciones urbano-rurales.[2] De hecho, en muchos lugares del continente estas relaciones parecen haberse convertido en un almácigo de rumores acerca de poderosas fuerzas ocultas y sus manifestaciones espectaculares.[3] Los aldeanos se inclinan a sospechar que los habitantes urbanos usan las fuerzas ocultas para enriquecerse, mientras que estos últimos afirman tener miedo del impacto nivelador de la brujería de los aldeanos. Pero este patrón básico permite muchas elaboraciones en las variables. La aldea es también el lugar en el cual los habitantes de las ciudades buscan protección contra las amenazas ocultas de su nuevo entorno, y los aldeanos pueden tratar de apropiarse del conocimiento secreto que está disponible en las ciudades para su propio enriquecimiento.

    Esta omnipresencia de los rumores de brujería en las conexiones urbano-rurales no resulta sorprendente. En general se supone que la brujería prospera en relaciones marcadas por una mezcla de intimidad y desigualdad. Con frecuencia está estrechamente relacionada con el parentesco o en todo caso con la intimidad: en otro texto la caracterizamos como el lado oscuro del parentesco (Geschiere, 1997). En muchas sociedades la brujería de la casa es vista como la forma más letal de agresión oculta; el origen de los ataques ocultos se busca primordialmente en la intimidad de la víctima, y curar a ésta requiere casi siempre un encuentro con los miembros de la familia o por lo menos su colaboración (véase De Rosny, 1981). No obstante, también suele relacionarse la brujería con la desigualdad: por un lado, con la envidia de los pobres que tratan de recordarles sus obligaciones familiares a sus hermanos o hermanas más ricos; pero, por otro, con los esfuerzos de los ricos y poderosos por aumentar y proteger su superioridad. Las nuevas relaciones entre aldeanos y citadinos están marcadas por la misma ambivalencia de la intimidad y la desigualdad. Los habitantes urbanos —nuestros hijos e hijas de la ciudad— son clasificados enfáticamente como parientes, incluso cuando se han trasladado al mundo exterior (y hasta si las relaciones precisas de parentesco son con frecuencia distantes y trazadas con cierta dificultad). Sin embargo, sobre todo los citadinos más exitosos son también los representantes más directos de las nuevas formas de riqueza y de las nuevas desigualdades que parecen superar los antiguos marcos de referencia. No es raro, entonces, que la ambigüedad de estas relaciones suela expresarse en términos de brujería y tratos ocultos.

    En este capítulo comparamos dos estudios de caso de diferentes partes de Camerún acerca del papel de las acusaciones y rumores de brujería en el contexto de las relaciones urbano-rurales. Las acusaciones son muy semejantes pero las maneras en las cuales se las maneja son notablemente diferentes. Esta comparación puede ayudar a explorar las distintas trayectorias por las cuales evolucionan las relaciones urbano-rurales, cuestión que sigue siendo fundamental en muchos lugares de África. Puede contribuir a una comprensión de los esfuerzos muchas veces desesperados que hace la gente por contener la brujería y las diversas posibilidades que se le presentan. Las relaciones urbano-rurales parecen ser un foco autoevidente de inquietud, hoy general en muchos lugares del continente, acerca de una supuesta proliferación de la brujería, de la idea de que la brujería está desatada y de que ya no son suficientes las antiguas sanciones. El problema de cómo contener la brujería se ha convertido en un asunto de gran importancia en la vida cotidiana.

    LA BRUJERÍA EN LA CIUDAD:

    EL LARGO BRAZO DEL JEFE QUE ESTÁ EN CASA

    En 1996 comenzaron a circular rumores frenéticos de brujería entre los migrantes de Bum (una de las principales jefaturas de las sabanas, muy al interior del país), en Duala y en otras ciudades a lo largo de la costa sudoccidental de Camerún. En el curso de ese año el principal objetivo de esos relatos fue un tal Víctor Fula Msama (seudónimo). Antes de ese momento no se lo conocía como brujo. Pero tanto en las comunidades costeras como en el poblado natal la gente sentía que su malicia inesperada había sido expuesta por dos ataques traicioneros, en rápida sucesión, contra sus íntimos.

    En julio de 1996 la madre de Msama —que todavía vivía en Bum en el poblado de su familia, Fonfuka— fue a desyerbar alrededor de una casa nueva que Msama acababa de construirse en un terreno que había comprado para ello. En su camino de regreso resbaló, se cayó junto al camino y murió ahí mismo. La gente se quedó desconcertada y no podía entender cómo una mujer sana había muerto por una simple caída en una senda resbalosa. La noticia se le hizo llegar a Msama, que vivía en la costa, en Misellele, y trabajaba en Tiko para Delmonte Bananas. Cuando llegaron a su casa algunos emisarios de Bum para presentarle sus condolencias ya estaba haciendo arreglos para trasladarse a la aldea. Entre sus visitantes estaba la hija de su tío de Duala. Tras la partida de Msama hacia Fonfuka ella regresó a Duala, donde murió dos días más tarde. Como los habitantes de Bum, al igual que muchos otros, consideraban vergonzoso un entierro citadino, su cuerpo se trasladó a Fonfuka para darle sepultura.

    El marido de la joven quedó profundamente impactado y no tenía la menor intención de aceptar sin cuestionamientos la muerte repentina de su esposa. Tras llegar a Fonfuka consultó a un adivino, que vio claramente que Msama era responsable de ambas muertes: había matado a su madre y a su prima para que pudiesen trabajar y enriquecerlo a través del n’yongo, una forma de brujería relativamente nueva que sobre todo desde la década de 1960 ha creado pánico en toda la región. Quienes la realizan, presuntamente en especial los nuevos ricos, tienen la reputación de no comerse a sus víctimas, como en las formas más antiguas de brujería, sino de transformarlas en zombis a los que se puede poner a trabajar. De hecho, también en este caso los hallazgos del adivino revelaron que la madre de Msama estaba partiendo leña mientras que la hija de su tío freía y vendía puff-puffs (buñuelos) y pizcaba café en ese mundo invisible, todo para enriquecer a Msama. Se informaba también que Msama, en su sociedad n’yongo, había accedido a vender más de siete almas para llegar a ser muy rico.

    Todo eso hizo que la gente de Bum, tanto en el pueblo como en la costa, se preguntase cómo era posible que un hombre tranquilo y humilde como Msama pudiese ser responsable de una brujería tan violenta. Incluso después de que el kwifon anunció el aislamiento de Msama de la comunidad de Bum, no se le impidió cometer nuevos actos de brujería. Después de regresar a Miselelle mandó un dinero a su casa para el hijo de su medio hermano, que quería empezar a comerciar con keroseno. Pero el chico descubrió que nadie quería venderle keroseno a cambio de su dinero malo, que era peligroso porque había sido adquirido ilegítimamente por medio del n’yongo. Unos días más tarde al muchacho le dio dolor de cabeza y una ligera fiebre, y no tardó en morir. Para quienes aún seguían llevándose con Msama este tercer episodio fue la gota que derramó el vaso. Ahora todos se sentían obligados a distanciarse completamente de él. Pero los rumores continuaron; hasta junio de 1998 seguían circulando relatos sobre más muertes causadas por Msama. Además, otros practicantes de brujería de la costa fueron identificados como colaboradores de Msama: su chofer, William Wut (seudónimo), y una pariente que vivía en Duala, Anna Msama (seudónimo). A los tres se los consideraba responsables de difundir el terror en toda la comunidad de Bum en la

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