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Cuando Einstein encontró a Kafka
Cuando Einstein encontró a Kafka
Cuando Einstein encontró a Kafka
Libro electrónico1428 páginas23 horas

Cuando Einstein encontró a Kafka

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En abril de 1911 Albert Einstein se fue a vivir a Praga. Tenía treinta y seis años. Fue tan casual como histórico el hecho de que allí conociese a un joven abogado judío checo que escribía relatos en alemán, se llamaba Franz Kafka. Tenía veintiocho años. Einstein fue incluido en las habituales tertulias del café Louvre, el centro intelectual de Praga en aquel momento, donde se escuchaba música y se montaban unas tertulias del más alto nivel intelectual. Muchos de los asistentes eran judíos de lengua alemana, caso de Kafka y su fiel amigo Max Brod, de Hugo Bergmann, Oskar Kraus, Franz Werfel, el matemático Georg Pick. Junto a otros no judíos como el escritor Karel Capek. ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Qué ideas intercambiaron? ¿Se influyeron mutuamente desde una perspectiva filosófica o de pensamiento profundo? ¿Se cayeron bien?
En la correspondencia de Kafka no hay ni la mínima mención a Einstein por parte del autor de El proceso. Algo sorprendente. Tampoco a la inversa. Einstein y Kafka, dos símbolos, dos iconos populares de nuestra era sirven de punto de partida para este decálogo de las enormes aportaciones en el campo de las ciencias empíricas y también en el de las humanidades las letras y las artes de los individuos de origen judío en la modernidad. No pocos de los nombres que el lector verá por las páginas de este libro parten de uno de esos dos troncos, el einsteniano y el kafkiano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2019
ISBN9788417971243
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    Cuando Einstein encontró a Kafka - Diego Moldes

    Agradecimientos

    Prólogo

    EL PACTO

    Cuando Einstein encontró a Kafka, Contribuciones de los judíos al mundo moderno permite profundizar en algunos de los personajes que firman nuestra realidad. La elección de Einstein y Kafka es ejemplar, nos indica desde el título el propósito de señalar un vínculo entre ellos. Sí, son de ámbitos distintos, pero ambos modifican, transforman la ciencia en un caso, la cultura en el otro, y son claves para entender la modernidad. Uno y otro son judíos, como los nombres señalados de varias áreas que nos proporciona el autor en: literatura, ciencia, arte, cómic, arquitectura, industria editorial, deportes, cine, televisión, música, moda, cosmética, internet... Es un enorme esfuerzo del ensayista Diego Moldes que da como resultado esta necesaria guía donde conversan nombres, biografías con la historia empresarial y que permiten ampliar el conocimiento en áreas que nos determinan.

    Este acercamiento, además de información sobre autores, es de utilidad para conocer algo de historia contemporánea. Y lo hace focalizando en el ser judío como elemento esencial que une a personas muy diversas que se han conocido o no pero que participan del ser del mismo pueblo. Pero es sobre todo un encuentro desde el amor, desde el deseo de acabar con estereotipos y prejuicios, mostrando la diversidad de un pueblo que encuentra precisamente en eso, en la diversidad, sus puntos de unión.

    Pero «Me alegra que sea él quien lo cuente», como en una ocasión afirmó Joseph Weiler a Miguel de Lucas en la Fundación Juan March cuando enumeró personajes judíos célebres. Así, este libro de Diego Moldes, ensayista, novelista, poeta, crítico e historiador de cine y que, además de activista cultural, es doctor en Ciencias de la Información, ofrece un trabajo de investigación desde un profundo conocimiento y la libertad que le da ver desde afuera; como él mismo señala, no es judío, aunque lo haga desde la proximidad, la admiración a la cultura y la tolerancia.

    Así, en el principio, me gusta decir «en el principio», bereshit, es un estudio de la modernidad desde el judaísmo como elemento transversal. Alguien puede pensar que este tipo de trabajos puede volver a suscitar el antisemitismo, de nuevo judíos poderosos, pero sin embargo, consigue todo lo contrario. El ser judío no garantiza el éxito. Os lo aseguro. Cada pueblo tiene sus virtuosos, sus líderes, sus artistas. El problema es que los judíos han sido de todos a veces, de nadie otras. Éste es un intento de hacer una historia que normalice una presencia que forma parte esencial, una más, de la cultura occidental. Pero el autor explica sus razones: «Cuando afirmaba escribir sobre el pueblo judío y su diáspora moderna, muchos amigos o conocidos, escritores, periodistas, editores, profesores, estudiantes de filosofía, ejecutivos, etcétera, todos preguntaban lo mismo, ¿por qué? La respuesta a ese porqué, es simple y doble: ¿Por qué no? Y también: porque sí».

    Pero ¿qué tiene en común Einstein con Kafka, o Frank Gehry con Max Schuster o Mario Muchnik con Luis Bassat?, entre otros. Sí, son judíos, pero ¿qué es realmente ser judío? Kafka afirmaba que: cómo iba a saber qué tienen en común los judíos si él mismo no sabía qué tenía en común consigo mismo. ¿Ser parte tal vez de una pregunta, una interrogación? O como afirma Harold Bloom: todo se trata de influencia. Eslabón de una historia, de una civilización que, como escribió Elias Canetti, quizá no la más antigua pero sí la que más tiempo permanece. Simplemente miembros de un pueblo que en la Biblia se dice testigo. Una comunidad de lectores de miles de años. Añadiría al comentario de Elias Canetti: un pueblo, el más perseguido de la historia, no el único, pero el único que permanece. Para quienes buscan las causas del odio, olvidando que el odio no necesita razones como el amor, les diré que creo que mientras otros desaparecen por esas persecuciones, éste se mantiene a pesar de ellas. Recordemos que Einstein tuvo que huir por el nazismo y las hermanas de Kafka, como le hubiera sucedido a él mismo, fueron asesinadas por el antisemitismo europeo, por el terror nazi. Esta historia influye, claro, en la obra, influencia común.

    Hay en la fundación de Europa una tensión permanente entre una creencia en la humanidad compartida, en los derechos humanos, la libertad, la convivencia como necesidad esencial, etcétera, con la idea radical de la exclusión al extranjero, al otro, siendo el antisemitismo un desorden crónico de la sociedad europea. Por eso, se quiera o no los judíos se han visto forzados a relacionarse con esta realidad. Éste es un factor común entre Einstein y Kafka, entre Ida Fink y Hannah Arendt. Biblia, exilios y persecuciones son los elementos, materia fundacional de las características de sus miembros.

    Pero es importante señalar que pertenecer es un acto de voluntad, no es una cuestión racial determinista. Abraham Bengio propone la idea de Pacto para saber cómo definir a los autores como judíos o no. Atender si el autor ha realizado en su obra un Pacto de judeidad. Es decir respetar, atender si él se define a sí mismo en textos, conferencias, etcétera, como judío o no lo hace, excluyéndose, olvidando, asimilándose. Efectivamente, en ocasiones es complejo, pero lo cierto es que estar informados sobre la identidad de un autor, sea ésta o cualquiera, sirve para profundizar en el conocimiento sobre la obra, sin olvidar que la judía es una pertenencia sin pasaporte, etérea, variable, que es además diversa con algunas características comunes. Hay un pueblo judío y un territorio, pero la idea de la pertenencia al territorio surge en el exilio del territorio. Desde un punto de vista metafísico, el judaísmo trata de explicar que no hay manera de ser humano si uno no se entiende como extranjero.

    Para Auerbach, autor de Mímesis y realidad, en Occidente hay dos tradiciones, Atenas y Jerusalén. Explica el significado de personajes como Abraham y Ulises. Cada uno aporta una vía de crecimiento y de explicación del mundo. La Biblia es un referente de la humanidad pero tiene especial influencia en pensadores y escritores judíos, así al exilio reflejado como identidad se le une el exilio real y personal de cada uno.

    En común: una genealogía. La Torá, la Biblia es historia, narra una genealogía que se desarrolla esencialmente en el exilio. Los judíos forman parte de esa genealogía, como Jesús, diría Jules Isaac. Narraciones basadas en personajes que no son exactamente héroes, que se caracterizan por mantener una relación dialógica con Dios. Se viene de una humanidad común, de un exilio del Paraíso. Los personajes están en tensión entre el mundo y la ley, entre las pasiones y la santidad. No hay descripciones muy detalladas, se sigue un orden cronológico, aunque en ocasiones aparecen historias que completan la principal. La geografía es del camino. La voz de Dios es el elemento en el que se soporta la narración, los hechos son narrados directamente por un narrador no identificado, distante, que en ocasiones se va apoyando en uno u otro personaje. Es esencial del valor de cada palabra. Por un lado el numérico, que influye en la interpretación cabalística, por otro la relación entre los textos, historias que no parecen vinculadas pero que sí lo están si atendemos a las palabras que se usan en uno u otro relato.

    Es decir, la Biblia, pues, es una fuente inagotable de historias, ideas y vínculos, la matriz de donde surge la interpretación y la ley, donde se recogen los diez mandamientos, la base de los derechos humanos y reglas de la vida judía esenciales. Además no es únicamente el texto, sino cómo se lee, a quién va dirigido, dónde y cuándo, la marcación del tiempo, su estructura... La narración del éxodo y su actualización en el hogar donde el yo y el nosotros, también el vosotros, es esencial para entender la configuración identitaria como un proyecto de futuro. Se habla del que pertenece y del que se excluye a sí mismo. Y se lee en familia. Como en el Libro de Esther, donde la historia se lee en comunidad como mandato histórico, de nuevo la lectura, para cumplir con la participación en la memoria. Donde se dan claves de los estadios del antisemitismo. Y es que la Biblia es la patria transportable judía, como señala Heine, el gran poeta en lengua alemana. Se parte de aquí para entender al pueblo judío. Tienen en común participar de ese club de lectura milenario.

    Ante los movimientos que quieren el olvido, la renovación del antisemitismo, es importante el libro de Diego Moldes; felicito a Galaxia Gutenberg por incluirlo en su ejemplar catálogo, porque es importante recordar que el judío es uno de los pueblos de Europa, y que entre sus miembros, ricos o pobres, inteligentes o no, cuenta con personajes ilustres que forman parte de la historia común. No olvidemos que: «Para los antisemitas siempre estaremos equivocados. Culpables de ser el otro, culpables de ser el mismo. (Finkielkraut)», desgraciadamente a veces tenemos la necesidad de recordar la contribución de este pueblo, pero igual que el mérito les pertenece a cada uno de ellos, miembros además de los movimientos de sus países donde comparten su cultura, quiero apelar a la razón en contra del odio. Como Diego en su libro, me pregunto qué hubiera pasado si Dreyfus hubiera sido culpable. ¿Acaso no tenemos derecho a tener también culpables?

    Sobre estudios acerca de judíos célebres hay quienes buscan teorías conspiratorias para, en contra de toda evidencia y razón, forzar la verdad para mantener sus tesis cometiendo delito de odio. Y hay quienes hacen una investigación desde la tolerancia y el deseo de saber. Es el caso de Diego Moldes, quien podría haberse interesado igual por gallegos célebres, por catalanes, franceses o... pero lo ha hecho por judíos que participan activamente en el mundo contemporáneo, ¿por qué no? Propongo leer su libro desde la curiosidad, por el deseo de saber, por conocer con interés la ciencia y el arte atendiendo a un pueblo próximo, igual, cercano, que está además profundamente ligado en su propia historia y en su filosofía por España.

    ESTHER BENDAHAN COHEN, Madrid,

    17 de junio de 2019

    PARTE 1

    En marzo de 2011 visité Praga. Justo cien años antes, a finales de marzo de 1911 Albert Einstein se fue a vivir a Praga para ocupar el 1 de abril la cátedra de Física Teórica en la Universidad Carolina. Tenía treinta y seis años. Fue tan casual como histórico el hecho de que allí conociese a un joven abogado judío checo que escribía relatos en alemán; se llamaba Franz Kafka. Tenía veintiocho años. Einstein fue incluido en las habituales tertulias del café Louvre, situado en la avenida Nacional (antes denominada Ferdinand), por su propietaria Berta Fanta (Fantova), esposa del Sr. Fanta, al parecer el farmacéutico praguense más conocido, dueño de la farmacia El Unicornio Blanco. El matrimonio Fanta convirtió el Louvre en el centro intelectual de Praga, en donde la gente no sólo almorzaba, cenaba o tomaba café, sino que se escuchaba música y se jugaba al billar o a juegos de mesa (ajedrez) y, por supuesto, se montaban unas tertulias del más alto nivel intelectual europeo. Muchos de los asistentes eran judíos de lengua alemana, la mayoría de hecho, caso de Kafka y su fiel amigo Max Brod, de Hugo Bergmann, Oskar Kraus, Franz Werfel, el matemático Georg Pick, etcétera. Junto a otros no judíos como Karel ˇCapek. En cuanto Einstein llegó a Praga, siendo ya un personaje conocido, los Fanta se preocuparon de que se hiciese asiduo al café Louvre. No imaginaron que estaban poniendo en contacto al científico más influyente del mundo con el futuro gran escritor, paradigma del hombre contemporáneo, que se codearía de tú a tú con el máximo nivel de la historia literaria: Dante, Cervantes, Shakespeare o Dostoyevski. Berta Fanta animó a Einstein a que tocase el violín, cosa que el físico alemán hizo en no pocas ocasiones. Kafka, entre otros, le oyó tocar a Bach y a Mozart con su adorado violín, al que llamaba cariñosamente Lina y que le acompañó desde su niñez en Múnich. Einstein siempre dijo que de no ser científico habría querido ser músico. ¿Qué se dijeron Einstein y Kafka? ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Qué ideas intercambiaron? ¿Se influyeron mutuamente desde una perspectiva filosófica o de pensamiento profundo? ¿Se cayeron bien?

    En las Cartas de Kafka (cfr. la edición de Galaxia Gutenberg de 2018: Cartas 1900-1914, Obras completas volumen IV) no hay ni una mínima mención a Einstein por parte del autor de El proceso. Algo sorprendente. Tampoco me consta a la inversa. Cuando pensaba un título para este extenso libro, inicialmente intitulado La importancia de los judíos en el mundo moderno, caí en la cuenta de que los individuos de origen judío habían hecho enormes aportaciones por igual en el campo de las ciencias empíricas y también en el de las humanidades o letras. Inmediatamente me vinieron a la cabeza los dos apellidos que mejor resumen, en ambas grandes áreas de la actividad humana, la especificidad del ser humano en la Modernidad. Esos hombres eran, evidentemente, Einstein y Kafka, dos símbolos, dos iconos populares de nuestra era. Supe que se habían conocido; fabulé cómo fue su primer encuentro; imaginé cómo fueron todos sus encuentros a lo largo de ese año; especulé sobre cómo se escuchaban el uno al otro, cómo se daban un apretón de manos o se sonreían, si discrepaban en pocas o muchas cosas, si el respeto mutuo anulaba la capacidad de discrepancia –esencia de todo buen tertuliano de café– o no; si se miraban a los ojos y trataban de comprender dos mundos tan distantes, sólo aparentemente tan distantes... De ahí surgió el título Cuando Einstein encontró a Kafka. Subtitulado Contribuciones de los judíos al mundo moderno. Como ramificaciones extendiéndose sin cesar, no pocos de los nombres que el lector verá por las siguientes páginas parten de uno de esos dos troncos, el einsteniano y el kafkiano.

    In any moment of decision the best thing you can do is the right thing, the next best thing is the wrong thing, and the worst thing you can do is nothing.

    THEODORE ROOSEVELT

    1

    ¿Por qué escribir sobre lo importantes que han sido y son los ciudadanos judíos? ¿Sobre su influencia en el mundo en el que vivimos? Quizá en mi destino, desde el mismo día de mi nacimiento, estaba escrito mi profundo interés por la historia de los judíos y su diáspora, y que debería de luchar, en la medida de lo posible, contra el antisemitismo –como origen de todo racismo y xenofobia–, considerando que yo nací un 27 de enero, designado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, debido a que un 27 de enero el ejército soviético liberó el campo de concentración y exterminio de Auschwitz, la mayor vergüenza de la Historia de la Humanidad.

    Casualidad o no, el simbolismo numérico surge, precisamente, como tantas otras cosas, de la cultura hebrea, en este caso de la cábala. Dos más siete son nueve, y en cabalismo, nos recuerda Cirlot en su imprescindible Diccionario de símbolos, el nueve es el «Triángulo del ternario. La triplicidad de lo múltiple. Imagen completa de los tres mundos. Límite de la serie antes de su retorno a la unidad. Para los hebreos, el nueve era el símbolo de la verdad, teniendo la característica que multiplicado, se reproduce a sí mismo (según la adición mística). Número por excelencia de los ritos medicinales, por representar la triple síntesis, es decir, la ordenación de cada plano (corporal, intelectual, espiritual)». Me gusta pensar que el día veintisiete es símbolo de la Verdad, porque a ella aspiramos en este ensayo. Nuestro destino está en los números, y en las palabras que conforman toda lengua, y por tanto también en nuestro nombre, mantra poderoso que rige tu vida. Acaso por eso, yo estaba destinado a ello, al parecer por el propio origen de mi nombre, pues Diego, como Santiago, Jaime, Yago o Jacobo, procede del hebreo Jacob, Ya’akov (en hebreo h01.jpg ), que significa «sostenido por el talón» según la etimología bíblica hebrea. Jacob fue el nombre del patriarca después llamado Israel.

    Este texto, fruto de mi larga y honda admiración por los logros de los judíos, nace con la intención de constatar la importancia que el pueblo judío, pueblo de la diáspora y la migración continua durante más de tres mil años, ha tenido en la Historia de Occidente, de Europa y, por extensión, de la Humanidad, y de cómo su presencia e influencia se ha extendido por diversos ámbitos del mundo contemporáneo. No está destinado a especialistas en Historia Judía, como es obvio –pues este autor está lejos de serlo–, sino al ciudadano de a pie, de lengua española, que desconoce algunos conceptos básicos sobre el pueblo judío (más que sobre el judaísmo), su diáspora, sus migraciones y sus integrantes más ilustres.

    Carece lo que sigue de todo tono literario, basta ojearlo, y tampoco es ensayístico stricto sensu, tan sólo constituye un borrador de un posible ensayo mucho mayor, o de varios, acaso de un proyecto de autoría colectiva, que se construiría como una recopilación ordenada de datos, al estilo perequiano, que permitiría crear dicho ensayo general histórico; como el esqueleto de un cuerpo al que falta incorporarle la carne, los músculos y los tendones. Una persona sola, un único y solitario autor, no podría desempeñar nunca esa vasta tarea. No es posible profundizar en cada uno de los campos que aborda, pues éstos son tantos y tan diversos, que una persona sola no dispondría de una vida entera para lograrlo. Sí puede servir como guía, como brújula u hoja de ruta para abordar, desde diversos campos y diferentes ópticas y saberes, otros estudios que acaben conformando un corpus bibliográfico del que este libro, si se me permite la inmodestia, funcione como catalizador y punto de partida.

    Este libro no es, ni mucho menos, una historia sobre los judíos como pueblo o el judaísmo como religión, para eso existe abundante bibliografía especializada. En este caso, se recomienda comenzar al neófito en judaísmo por La historia de los judíos, obra muy completa del reputado historiador británico Paul Johnson (Manchester, 1928), que al igual que quien esto escribe, no es judío. A diferencia de los demás sistemas religiosos, monoteístas o politeístas, como nos indicó Johnson, de formación jesuita y experto en la historia de las religiones, el judaísmo no se basa sólo en la fe –caso del cristianismo, el islam o el budismo– sino en el cumplimento de la Ley, es decir, la Torá ( 124058.jpg , «ley», «enseñanza»). No hay Dogma divino, sino Ley (de dios, sí, pero ley humana) escrita que parte del pueblo. Durante siglos, la cultura judía ha crecido y se ha conformado en base a la Ley, a las leyes, sus leyes autoimpuestas, normas de conducta que, por muy divinas que pudieran ser, parten, de facto, del ser humano. Normas que todo niño judío aprende y comprende leyendo la Torá, a una edad muy temprana, desde los tres años, estudiándola, comentándola e interpretándola hasta alcanzar su madurez, su Benei Mitzvá, el Bat Mitzvah ( 124060.jpg , «hija de los mandamientos»), que es a los doce años en el caso de las mujeres, y el Bar Mitzvah ( 124062.jpg , «hijo de los mandamientos»), a los trece años en el caso de los varones. Además, tal y como recoge la tradición oral de las leyes de la Mishná, los más jóvenes desarrollan su sentido crítico y el comentario oral sobre un tema concreto, generalmente recogido en el Talmud y que propone el rabino a una o varias familias, lección que se denomina shiur ( 124064.jpg ) (plural shiurim, 124066.jpg ). Este estudio y esta fidelidad del pueblo a sus normas de conducta y hasta de pensamiento es lo que ha forjado su identidad, su judeidad, y les ha imprimido su carácter específico, incluso en el caso de que hablemos de ciudadanos judíos laicos, ateos o que desconozcan el hebreo. Esto ha hecho que el hombre y la mujer judíos hayan sabido adaptarse, durante siglos de diáspora, a cualquier país, de cualquier continente. Los judíos, incluso los agnósticos y laicistas, insistimos, han regido su conducta por unos principios bien definidos, a partir de su educación religiosa, de la lectura de la Torá, que es siempre una lectura interpretativa. Incluso dentro del laicismo imperante en las modernas sociedades occidentales (laicismo del Estado del que somos firmes partidarios), la Torá tiene cabida; y no sólo eso, sino que se adapta a ellas y en ellas como una mano a un guante. El hecho de que la cultura religiosa hebrea sea interpretativa favorece la comprensión lectora. Desde la infancia los niños judíos se forman en una tradición que no es meramente memorística –como ocurre con otras tradiciones religiosas– sino hermenéutica, como decimos, por eso el desarrollo de análisis de textos, de cualquier texto, es más reiterado, constante, acostumbrado y preciso, motivo por el cual creemos que su desarrollo intelectual es más intenso y precoz. Aunque tampoco queremos caer con esta afirmación en una burda generalización. Existen pensadores racistas que han realizado lecturas erróneas sobre el judaísmo, identificándolo como raza, cosa que no es ni ha sido, al menos en los últimos dos mil años (pues es difícil identificar las etnias en la Antigüedad más longeva). ¿Qué ocurre con los hijos de judío y gentil? ¿Los mediojudíos o semijudíos que no han sido educados en la Torá? Hay gente que cree que, si siguen siendo muy inteligentes (como su progenitor judío, o más), es porque llevan en sus genes dicha inteligencia. Eso es una lectura genética y racista, que no compartimos. La realidad es que el hijo inteligente de un judío o de una judía –pero no de los dos necesariamente– lo es, en efecto, pero no por nada que tenga que ver con la estirpe o la etnia o la genética, sino por el factor educativo: por la cultura. Probablemente su padre o su madre lo han educado de tal modo que, aunque viviese en el laicismo o incluso se educase en cualquier otra religión, seguiría desarrollando una actitud de ansia de conocimiento, de búsqueda de inquietudes y desarrollo intelectual, que es la base de toda inteligencia cultivada, culta en definitiva. La pedagogía paterno-filial juega aquí un factor decisivo en la que la judeidad (laica y familiar) está presente aunque no lo esté el judaísmo religioso.

    Este escrito no tiene ninguna intención política, ni religiosa ni mucho menos étnica, por supuesto. Tampoco obedece a ningún interés concreto u oculto, excepto el de divulgar hechos que muchos conocen por separado, pero que casi nadie se ha parado a aglutinar en la información periodística española. Cuando afirmaba escribir sobre el pueblo judío y su diáspora moderna, muchos amigos o conocidos, escritores, periodistas, editores, profesores, estudiantes de filosofía, ejecutivos, etcétera, todos preguntaban lo mismo: ¿por qué? Esta pregunta no se me había hecho antes, si intentaba escribir ficción, un guion audiovisual, un ensayo sobre cine y literatura, un poemario o sobre algo tan de entretenimiento como el baloncesto. Sin embargo, al pronunciar la palabra «judíos», la cara de mi interlocutor cambiaba, como preguntándose, presumo yo, que debería existir algún interés oculto, interesado o inconfesable. Se demostraba, por tanto, que seguían coexistiendo prejuicios, ignorancia o desconocimiento sobre la cuestión judía, incluso en un país como España en donde apenas hay judíos, quizá no más de cuarenta mil personas, y de donde fueron expulsados (o convertidos por la fuerza, cfr. el marranismo) hace más de cinco siglos.

    La respuesta a ese porqué es simple y doble: ¿Por qué no? Y también: porque sí.

    EL PUEBLO JUDÍO Y EL PUEBLO GALLEGO

    Los siglos XIX y XX fueron los de los Estados-nación. Considero que el siglo XXI y los venideros avanzan hacia una redefinición de los Estados (hoy aún entendidos al modo nacionalista decimonónico) y en donde la globalización tardo capitalista avanzará hacia una recuperación de las identidades de los pueblos. Se habla de la Europa de los pueblos, de hecho, en la actual Unión Europea. Dado que el fenómeno de la globalización tiende a la uniformidad, como mecanismo de acción-reacción, surgen de nuevo las cuestiones de identidad, por encima de las de nacionalidad. No cabe duda de que la identidad gallega, como la judía, es bien conocida y, como aquélla, pasto de prejuicios. Lo cierto es que un gallego, como un judío, sigue sintiéndose gallego independientemente de si reside en Galicia, en Madrid u otras partes de España, en Buenos Aires, México, Cuba o Venezuela. Conocí a hijos de gallegos de Nueva Jersey, Suiza, Ciudad de México o Buenos Aires, que sentían su galleguidad de forma más profunda que su nacionalidad, que pasa a ser un concepto más legal que identitario. No soy ajeno a los comentarios de amigos y conocidos que se extrañan que escriba sobre temas que me son más lejanos, como los judíos, en lugar de escribir sobre la cultura gallega en la que crecí y me formé, y de la que me siento orgullosísimo y muy unido. Creo que hay autores, en gallego o castellano, mucho mejor formados que yo para analizar los fenómenos de la cultura gallega. Por otro lado, salvando las distancias, comparto con Julio Camba lo que escribió de él Javier Jiménez, conocido como Javier Fórcola, en el catálogo de su editorial (Fórcola, mayo 2015, p. 18): «Julio Camba era más gallego de lo que él pensaba, no tanto por lo que escribió sobre su tierra natal sino por el punto de vista general con que analizó el ancho mundo». Yo no aspiro a tanto, pero qué duda cabe que cuando escribo sobre cine, literatura o cultura, escriba sobre Polanski, Jodorowsky, W. J. Has, Poe o Alfred Hitchcock, escribo desde mi galleguidad. Mi punto de vista, lo quiera o no, viva en Galicia, Lisboa, Barcelona o Madrid, será siempre el de un gallego porque ésa es mi identidad primera. Es por eso que despertó en mí singular interés el libro de José Ramón Ónega (Mosteiro, Pol, Lugo, 1939), titulado Los judíos en el Reino de Galicia (1981), del que existen dos ediciones. José Ramón Ónega tuvo la gentileza de enviarme la segunda edición del libro, de 1999, cuando supo de mi interés por el tema. Lo leí y releí con un interés absoluto. Constaté presentimientos que se convirtieron en certezas y descubrí aspectos que desconocía de la historia de los judíos en Galicia y también de la propia historia gallega. Siempre he creído que, con las diferencias socio-históricas inevitables, había concomitancias entre ambos pueblos, el judío y el gallego. Cierto es que ambas diásporas tienen orígenes diferentes y que la identidad gallega (basada en la lengua, las costumbres y hasta la gastronomía) desaparece en la tercera o cuarta generación, mientras que la judía pervive siempre o casi siempre por disponer del factor diferencial religioso, cosa que no ocurre con el bisnieto de un gallego cubano, alemán o canadiense, que ya es plenamente asimilado por el país de acogida en el que crece y se educa. En esos casos, queda la herencia psicológica de sus abuelos y bisabuelos, el carácter, pero la identidad gallega se diluye. Aunque pervive el apellido paterno, Castro, Feijóo, Graña, Quiroga, De la Rúa, etcétera, para testificar su ascendencia. No ocurre así con los judíos, cuya identidad, lejos de desvanecerse con la diáspora, se reafirma en la comunidad que los acoge en su seno. Con voluntad de historiador, pero también de agudo ensayista y por tanto pensador, Ónega explica las afinidades entre judíos y gallegos. Comparto todo lo que escribe sobre «aspectos de convergencia entre judíos y gallegos»:

    1. La movilidad instintiva y el gusto por la emigración.

    2. El carácter sumiso, sufrido y aparentemente humilde, no exento de soberbia.

    3. La inteligencia y habilidad.

    4. La desconfianza, el sentido del ahorro y la conciencia de la realidad y de la existencia.

    5. El sentimiento de lo religioso, la añoranza de la tierra: los gallegos por Galicia; los judíos por la Tierra Prometida.

    6. El carácter prolífico de ambos pueblos y su expansión por el mundo; su residencia en colonias, su ayuda mutua, pero también su insolidaridad e individualismo.

    Quien conozca a nuestros gallegos, extendidos por todo el mundo, pisando todos los confines de la tierra –y esto no es de ahora–, evocará inevitablemente el pueblo de Israel, igualmente itinerante e inquieto, que camina desde la antigüedad todas las sendas del planeta. Disiento de los que opinan que los gallegos emigran únicamente por necesidades materiales. No es cierto. Hay un afán misterioso y una vocación innata en el hombre gallego por saber lo que hay más allá de las montañas de su pueblo. [...] 3. UNA SOCIEDAD CLERICAL. Desde el punto de vista religioso se encuentra una gran similitud entre la sociedad gallega, dominada por el elemento eclesiástico, y la hebrea, controlada por el rabino y la sinagoga. Los rabinos tuvieron dentro de la comunidad judía un poder omnímodo y absoluto. No sólo controlan los nacimientos, las bodas y las defunciones, sino que también fallan pleitos, disputas y dan consejos, ejerciendo de jueces y amigables componedores. El Talmud es la base de la convivencia y la regla de vida. La sociedad gallega medieval, y aún la posterior, vivió absorbida y dominada por la Iglesia. No se olvide los cientos de monasterios, cenobios y fundaciones eclesiásticas que se extendían por el País Gallego, sin contar por las parroquias eremitorios, anejos y feligresías en cada lugar y en cada pueblo. La sociedad gallega, como la hebrea, era una sociedad clerical, y lo fue hasta hace muy poco. El cura lo era todo, lo mismo que el rabino. ¿Quién puede dudar, por consiguiente, que entre ambas sociedades existe un alto grado de similitud y aun puntos de convergencia? Y así una cosa es cierta: que en Galicia los judíos no extrañaron el poder clerical porque el suyo era, sin duda, igual o aún más fuerte. Y tampoco la Iglesia gallega mostró inquina especial contra los judíos. La furia del Santo Oficio es una excepción: los inquisidores no eran gallegos en su mayoría. Gallegos y judíos son pueblos conformados y formados por la consecuencia religiosa y el dominio clerical aunque los resultados sean algo diferentes en cada caso. (Ónega, 1999, pp. 621-623)

    Creo que Los judíos en el Reino de Galicia deja meridianamente claro varias cosas: 1) Que hubo asentamientos judíos en lo que hoy es Galicia mucho antes de la romanización y antes del nacimiento de Cristo, por lo menos en tres siglos. 2) Que las juderías gallegas eran de gran importancia y se daban en gran número en medio centenar de poblaciones como mínimo, en especial en la mitad sur de Galicia. 3) Que el antisemitismo en Galicia, antes y después del Decreto de Expulsión en 1492 fue mucho menor que en Castilla, en la Corona de Aragón, en el Reino de Navarra o en el de Portugal. El antisemitismo gallego, poco pero existente, hay que buscarlo fundamentalmente en los siglos XIX y XX. 4) Que lo que hoy es la provincia de Pontevedra, la más densamente poblada de Galicia y una de las de mayor densidad de España, fue la que tuvo más poblaciones con juderías (excepto en Vigo) y, por tanto, todo aquel que tenga el tronco de su árbol genealógico en dicha provincia es muy probable que tenga algunos antepasados judíos o judeoconversos. Respecto a los que tenemos raíces pontevedresas, en la capital milenaria del Lérez, Ónega nos recuerda que «La judería de Pontevedra debió de tener una importancia considerable por cuanto la ciudad durante toda la Edad Media fue un importantísimo centro comercial. Su puerto, según queda dicho, mantenía relaciones con los principales del Mediterráneo y del Atlántico, y allí llegaban mercancías y salían cargamentos de gran valor que alimentaban un poderoso tráfico mercantil». [Aclaración mía: No olvidemos que allí se construyó la Carabela Santa María, por el gremio de Mareantes, a finales de la década de 1480, y de la tesis de Celso García de la Riega, 1844-1914, de que Colón era un criptojudío pontevedrés del vecino San Salvador de Poio.] Por consecuencia, «la judería era riquísima y ocupaba un espacio que todavía hoy es perfectamente localizable entre el actual Parador de Turismo –Casa del Barón– y la basílica de Santa María» (Ónega, 1999, p. 587). Quienes conocemos la ciudad de Pontevedra perfectamente por habernos criado allí, sabemos que el espacio descrito, que forma un triángulo con tres vértices en la Casa das Campás o das Canpas (la más antigua de la ciudad hoy en pie, llamada así, en errónea retraducción, como campás, en gallego «campanas», cuando su nombre original canpas significa literalmente «lápidas» y refiere a las lápidas hebraicas del cementerio judío que había debajo, lápidas pétreas con caracteres hebreos que aparecieron en 2003), la del Barón y la citada basílica, ocupa más de un tercio del casco medieval pontevedrés, lo que lleva a suponer que desde tiempos romanos hasta 1492 los judíos eran parte muy significativa de su población. Para los interesados es altamente recomendable leer el riguroso libro Los judíos en Galicia (1044-1492), publicado en 2006 por la medievalista María Gloria de Antonio Rubio y, muy especialmente para el caso pontevedrés, su separata de la publicación Museo de Pontevedra titulada Los judíos en Galicia: El caso de Pontevedra (Ed. Museo de Pontevedra, 2003). Contiene revelaciones importantes sobre su judería medieval.

    ANTISEMITISMO

    Antes expliqué lo que mi libro no es. Tampoco diré lo que es, debe hablar por sí solo. Pero hago una aclaración. Sí tiene mi texto una finalidad clara: luchar contra el antisemitismo o, dicho de manera más apropiada, contra la judeofobia, en expresión de Pierre-André Taguieff. La palabra semita es inexacta aquí, porque califica a los pueblos y lenguas semíticas, término que deriva del hebreo bíblico Sem o Shem, uno de los tres hijos de Noé, el mayor, el más longevo y el de más renombre. Por eso Sem puede significar «celebridad», «fama», «renombre». Los judíos son semitas porque se consideran descendientes de Sem, pero por extensión lo son todos los pueblos que hablan lenguas semíticas, árabes, hebreos, arameos, fenicios, acadios, amháricos y otras lenguas, vivas o muertas, de dicho tronco, inclusive el maltés. Si alguien se declara antisemita está siendo tan antijudío como antiárabe, lo que en la práctica implica ser antimusulmán. Por eso es más apropiado hablar de judeofobia o, como mínimo, de antijudaísmo. Una prueba de que sigue vigente la judeofobia la podrá comprobar el lector al comprobar los cientos de casos en que importantes judíos con proyección pública han recurrido, en Europa y en América, a cambiarse el apellido, a anglosajonizarlo o adaptarlo a la lengua del país en el que se asienta. Prueba palpable de que siguen siendo discriminados.

    Durante setenta años o más se creyó que el Holocausto o, como prefieren calificarla en hebreo, la Shoah («catástrofe»), había sido un punto y final, una puerta que cierra la larga, sangrienta, absurda e irracional historia de la milenaria judeofobia. Sin embargo, esto no ha sido así. Ni mucho menos. Asociados a sentimientos perversos anti-Israel, anti-Estados Unidos, anti-imperialismo, anti-neocolonialismo, anti-capitalismo, anti-judaísmo..., se ha mezclado todo, en un totum revolutum absurdo del que han brotado actitudes radicales antisistema que lo único que buscan es fomentar el odio donde otros tratan de buscar el diálogo, de odiar sistemáticamente al judío, sea éste de donde sea, profese o no la religión judía, sea sionista o antisionista, pro estadounidense o antiestadounidense... todo vale con tal de reavivar el brasero de la intolerancia y el antijudaísmo.

    Nos proponemos luchar contra esta nueva judeofobia de este incierto siglo XXI, producto de los nuevos-viejos totalitarismos, el neofascismo y el neonazismo, que, de nuevo, condenan al pueblo hebreo por ser simplemente un pueblo inteligente, esforzado y trabajador. Quizá algún lector malintencionado utilice este texto en sentido inverso y vea en él una prueba de una gran confabulación internacional judía (como prueba de esas falacias conspirativas, aconsejamos leer el libro El mito de la conspiración judía mundial. Los protocolos de los sabios de Sión, del reputado historiador británico Norman Cohn, en donde explica todo sobre este nocivo libelo). Lo cierto es que las teorías conspiranoicas abundan por doquier y la que equipara al lobby judío con el sionismo es una de las más extendidas. Pase lo que pase, digan lo que digan sus detractores, el pueblo hebreo seguirá trabajando por el progreso de la humanidad. Cabe preguntarse si el hecho de miles de años de diáspora y de judeofobia en todos los continentes ha propiciado la creación de lobbies. Esto es, si la necesidad de estar unidos, desde el gueto medieval hasta hoy, proviene de un odio hacia lo judío. Y si así fuera, es algo que ya ha entrado a formar parte de la historia. Es decir, que el lobby sería efecto antes que causa. Por eso, y para no ser tachados de prosemitas, de panfletarios o propagandistas del judaísmo, hablaremos aquí también del lobby judío, o para ser más precisos, de los lobbies judíos. ¿Realidad o mito exagerado? ¿Acaso otra leyenda urbana?¹ Creemos que no existe el lobby judío, que no se puede hablar de un lobby judío como una organización homogénea que actúa a nivel internacional de forma cohesionada o coordinada, de manera transnacional y extraterritorial. No se puede porque no existe. Dicha pretensión nos parece una falacia, cuando no una falsedad manifiesta. Sí existen lobbies judíos, en plural, como tantos otros de otros signos. Del mismo modo que preferimos hablar de judaísmos, en plural, que de «judaísmo», en singular, pues no existe un único modo de ser judío, como tampoco existe un único modo de ser cristiano, musulmán o budista. Sin embargo, dado que existen diversos grupos de influencia o presión, sí existe, y está legalmente constituido, además der ser algo público, el lobby israelí, formado por diversas organizaciones que defienden los intereses del Estado de Israel, tanto en Washington, como en Bruselas y Estrasburgo o en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.² ¿Por qué escribir sobre ello si eso puede despertar o avivar el odio? ¿Por qué no? Negar algo legalmente constituido y de acceso público sería absurdo, más aún en la era de las nuevas tecnologías de la información, en donde cualquiera tiene acceso más o menos rápido a ella. Y sirve para que no se nos ataque de proselitistas.³

    Del mismo modo que no es lo mismo ser judío que israelí, ni israelí que israelita, no deben confundirse los grupos de presión israelíes con las organizaciones internacionales judías, algunas sionistas, otras no, y un tercer grupo que contiene miembros de ambas tendencias. Del mismo modo que hay organizaciones judías ortodoxas, otras reformistas y otras laicistas o seculares en las que la religión no ocupa un papel relevante. Lobbies o no, lo cierto es que existen innumerables asociaciones judaicas en numerosas partes del globo que no pueden ser obviadas; algunas constituyen grupos de presión a gobiernos y grandes empresas, otras no. Exactamente igual que en el mundo cristiano, budista o musulmán. Si al leer este texto, algún lector adquiere una sensación antijudía o antisemita, y trata de justificar su actitud (neonazi o próxima al neofascismo, insistimos, o al totalitarismo comunista que también atacó al judaísmo) mediante la demostración de la existencia de lobbies judíos (también hay lobbies católicos y protestantes, y nadie en su sano juicio es, de modo genérico, anticatólico o antiprotestante), creando el absurdo tópico del judío avaro, confabulador, opuesto a la sociedad y al Estado, siempre puede, para salir de tal detestable prejuicio y monumental error, aplicándose la frase que Sartre escribió en su imprescindible ensayo Reflexiones sobre la cuestión judía (1946):

    [...] contrariamente a una opinión difundida, el carácter judío no provoca el antisemitismo sino que, a la inversa, es el antisemita quien crea al judío. El fenómeno primero es el antisemitismo, estructura social regresiva y concepción del mundo prelógica.

    Aunque publicado en 1946, Sartre escribió su ensayo en 1944, cuando aún no habían salido a la luz pública los horrores del Holocausto. Eso es importante tenerlo en cuenta al leerlo. Si bien existe edición española reciente (Seix Barral, Barcelona, 2005), la traducción que conozco es la de José Bianco (Editorial Sur, Buenos Aires, 1948), primera, y temprana, edición en español de este ensayo corto, pero cuyo valor histórico e influencia posterior a la hora de comprender el antisemitismo en las sociedades burguesas occidentales ha trascendido al restrictivo ámbito de la filosofía y al de la lengua francesa, para alcanzar diversos campos del saber y el pensamiento en numerosas lenguas y naciones. Sartre emplea el método analítico, procura lo objetivo para explicar lo subjetivo, puesto que arranca sus reflexiones indicando que, antes que nada, el antisemitismo francés (y en general europeo, el propio del ámbito cristiano) es, en primer lugar, una opinión subjetiva. De tal suerte que en determinados círculos sociales, y a pequeña escala, la de lo individual o íntimo, el ser antisemita, al ser un sentimiento, y los sentimientos no están sujetos a Derecho, se convirtió (se ha convertido aún hoy) en una pasión. (Sartre escribe pasión así, en cursiva. Sustitúyanse sus palabras de 1944 cambiando antisemita por antisionista, desde 1967 hasta hoy, y su razonamiento será perfectamente válido, con matices, pero válido en nuestro tiempo.) Y las pasiones más férreas, es cosa sabida, no son a posteriori, fruto de la experiencia, sino a priori. El antisemitismo existe a priori, es un prejuicio, es preconcebido y, además, y ésta es la novedad respecto a cualquier otro tipo de prejuicio, se da sin la experiencia. Es decir, un antisemita puede odiar a un judío aunque nunca haya conocido a ninguno. Puede odiar a los judíos, así, de manera general, como colectivo, aunque jamás haya establecido ninguna relación con los judíos, ni de manera pública ni privada, ni de manera general o individual. Este «antisemitismo sin judíos», por cierto, que Sartre dice que se da en Francia desde hace siglos –él escribe en 1944–, se da de manera exactamente igual en la España del siglo XXI. Yo mismo conozco o he conocido a un buen número de españoles que han manifestado sin rubor ser antisemita y/o antisionista y afirmar al mismo tiempo, tan plácidamente, no conocer a ningún ciudadano judío, no digamos ya a ningún israelí, a quien nunca han tratado y cuya imagen ha sido reconstruida por lo que han visto y oído en los medios de comunicación. Es decir, su prejuicio es anterior (pre-juicio, anterior al juicio) a su experiencia personal y, por supuesto, no es casi nunca fruto de su experiencia concreta ni de la de alguno de sus familiares o amigos más íntimos. (Algo parecido está ocurriendo con la islamofobia, el «odio al moro», también bien arraigado en la península Ibérica). Sartre es lógico cuando escribe: «Lejos de engendrar la experiencia la noción del judío, es ésta, por el contrario, la que ilumina la experiencia; si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría». (Sartre, 1948, p. 12). Una lógica implacable. Tanto es así, que merece considerarse que el antisemitismo moderno (la judeofobia) es un prejuicio irracional (y, por tanto, el antisemita es muy difícil de convencer mediante la razón o el laicismo) puesto que, si en siglos anteriores al XIX se atacaba al llamado pueblo de Israel por su imposibilidad de asimilarse al resto de la nación (Francia, Polonia o Rusia, pongamos por caso), dicho argumento se viene abajo cuando el judío se asimila. ¡Es más, el antisemitismo se vuelve más feroz y virulento cuando el judío se ha asimilado! No se le distingue por ningún signo externo, no se le puede reconocer, ergo, no se le puede combatir. Esto explica por qué el antisemitismo moderno se dio con mayor violencia en Alemania y Austria, en ciudades como Viena, Berlín o Múnich, y no en la Europa Oriental rural. ¡Porque al judío asimilado ya no se le podía reconocer! Lo cual generaba un antisemitismo especulativo (y conspiranoico, como el actual: usted puede tener un compañero de trabajo que profesa la fe mosaica y desconocerlo, en cambio, es imposible no ver si éste es de etnia negra o asiática) y por eso fueron marcados con la Estrella de David, para identificarlos. Los zares podían arrasar los shtetls (aldeas judías) con sus pogromos, pero un antisemita germano o francés, burgueses y ricos o casi, no podía saber si el comerciante, el industrial, el profesor de su hijo, el médico de su mujer, eran o no judíos. (Esto explica, aún hoy, incluso en Estados Unidos, la acusada tendencia a cambiarse el apellido de raíz hebrea o yídish, a anglosajonizarlo o germanizarlo o latinizarlo, en especial si el portador del apellido es una persona pública, no digamos ya un famoso. Hay miles de casos célebres, como veremos.)

    «Pero eso no basta: también es necesario formarse cierta concepción de los hijos según lo que han sido los padres; es necesario que se crea a los menores capaces de hacer lo que hicieron los mayores: es necesario persuadirse de que el carácter judío se hereda. Así, los polacos de 1940 trataban a los israelitas como judíos porque sus antepasados de 1848 se comportaron de igual manera con sus contemporáneos. Y quizá, en otras circunstancias, esta representación tradicional habría dispuesto a los judíos de hoy a conducirse como los del 48. Es, pues, la Idea que se hace uno del judío lo que parece determinar la historia, no el dato histórico lo que hace nacer la idea. Y puesto que también nos hablan de datos sociales, observémoslos mejor y encontraremos el mismo círculo: hay demasiados abogados judíos, nos dicen. Pero ¿es que alguien se queja de que haya demasiados abogados normandos? Si todos los bretones fuesen médicos, ¿no se limitarían a decir que Bretaña suministra médicos a toda Francia? ¡Ah, replicarán, no es en modo alguno lo mismo! Sin duda, pero se debe precisamente a que consideramos a los normandos como normandos y a los judíos como judíos. Por eso, de cualquier lado que miremos, la idea de judío surge como lo esencial. Así resulta evidente para nosotros que ningún factor externo puede inculcar en el antisemita su antisemitismo. El antisemitismo es una elección libre, total y espontánea, una actitud global que no sólo se adopta con respecto a los judíos sino con respecto al hombre en general, a la historia y a la sociedad; es, al mismo tiempo, una pasión y una concepción del mundo. Sin duda, algunos de sus caracteres serán más notables en tal antisemita que en tal otro. Pero están todos presentes a la vez y se determinan unos a otros» (Sartre, 1948, pp. 14-15). Y añade el autor de La náusea una puntualización como mínimo interesante: «Si el antisemita, pues, es impermeable a las razones y a la experiencia, como ha podido verse, no se debe a que su convicción sea fuerte; más bien, su convicción es fuerte porque ha escogido de antemano ser impermeable» (Sartre, 1948, p. 17). El antisemitismo es una pasión, nos decía Sartre. Una pasión es siempre irracional. Una pasión no se combate con la razón, o no únicamente, sino con otra pasión. O con un racionalismo apasionado. Ése debe ser el cauce del filo-semitismo.

    Sin embargo, un libro como éste, que glosa los logros de personas judías o de tal ascendencia, genera un arma involuntaria contra el pueblo judío. Y es por un postulado antisemita que no se puede refutar: al antisemita no sólo le importa un bledo que un hombre o una mujer judíos sean inteligentes y trabajadores, antes bien, lo convierte en una característica más para sus intereses antisemitas. Reconoce que el pueblo judío es inteligente y trabajador, más incluso que el gentil. Pero también eso lo lleva a su terreno. Pues los acusa de hacer el mal, de egoísmo, de usureros, los tópicos de siempre. Si, además, ese judío o judía triunfan en la ciencia, la economía o la cultura, en el campo que fuere, el antisemita los odiará aún más. Dirá que es porque son judíos. Porque se apoyan entre ellos. Minimizará sus méritos y los achacará, ¡oh, cruel paradoja!, a que son judíos. Sartre coincide con nuestro planteamiento, una vez más (más bien al revés, sólo que lo expreso así porque este postulado lo tenía claro yo una década antes de haber leído a Sartre), y lo expresa con más exactitud: «El antisemita reconoce de buena gana que el judío es inteligente y trabajador; hasta se considerará inferior a él bajo este aspecto. No le cuesta gran cosa confesarlo: ha puesto estas cualidades entre paréntesis. O, mejor dicho, su valor proviene de quien las posee: cuantas más virtudes posea el judío, más peligroso será. Y el antisemita no se hace ilusiones sobre lo que es. Se considera un hombre medio, menos que medio; en el fondo, mediocre; no hay ejemplo de que un antisemita reivindique sobre los judíos una superioridad individual» (Sartre, 1948, p. 20).

    Uno de los aspectos más sorprendentes del ensayo de Sartre es la ambivalencia del antisemita por la atracción sexual hacia las judías o de la mujer antisemita (francesa, en este caso) hacia los varones judíos. Ambivalencia porque, como es lógico, en la psique del antisemita se funde el deseo sexual con el rechazo o repulsión hacia el hombre o la mujer judíos. Es posible que no se haya ahondado lo suficiente, desde el punto de vista psicoanalítico y de psiquiatría clínica, en este aspecto tan peculiar que Sartre describe con su habitual precisión, propia de quien fue mejor escritor y pensador que filósofo, stricto sensu. «A menudo, las mujeres antisemitas sienten una mezcla de repulsión y de atracción sexual por los judíos. He conocido a una de ellas que tenía relaciones íntimas con un judío polaco. En ocasiones se acostaba con él, dejándose acariciar el pecho y los hombros, pero nada más. Gozaba al sentirlo respetuoso y sumiso, al adivinar su violento deseo refrenado, humillado. Con otros hombres no judíos tenía un comercio sexual normal. En las palabras una hermosa judía hay una connotación sexual muy particular y muy diferente de la que puede encontrarse en las de hermosa rumana... hermosa griega, hermosa americana. Tienen como un halo de violaciones y asesinatos. La hermosa judía es aquella que los cosacos del zar arrastran por el pelo en las calles de su aldea en llamas; y las obras pornográficas que se consagran a los relatos de flagelaciones conceden a las israelitas un sitio de honor. Pero no es necesario que vayamos a hurgar en la literatura clandestina. Desde la Rebecca de Ivanhoe hasta la judía de Gilles, pasando por las de Ponson du Terrail, las judías tienen en las novelas más serias una función bien definida: frecuentemente violadas o molidas a palos, les sucede a veces escapar al deshonor por la muerte, pero apenas si ocurre así, y las que conservan su virtud son las servidoras dóciles o las amantes humilladas de los cristianos indiferentes que se casan con arias. No se necesita más, creo, para señalar el valor de símbolo sexual que adquiere la judía en el folklore» (Sartre, 1948, pp. 44-45).

    Recordemos cómo concluía su ensayo Sartre, un filósofo que, aunque en otros aspectos ideológicos está completamente obsoleto, en cuanto a su lucha contra la intolerancia, contra el racismo, la xenofobia y el antisemitismo, sigue siendo un pensador ético de primer orden. «La causa de los israelitas estaría ganada a medias si sus amigos encontraran para defenderlos tan sólo un poco de la pasión y la perseverancia que sus enemigos ponen en hundirlos. Para despertar esta pasión, no habremos de dirigirnos a la generosidad de los arios: en el mejor ario, esta virtud sufre eclipses. Pero convendrá hacer presente a cada uno de ellos que el destino de los judíos es su destino. Ni un solo francés será libre mientras los judíos no gocen de la plenitud de sus derechos. Ni un solo francés estará seguro mientras un judío, en Francia y en el mundo entero, pueda temer por su vida» (Sartre, 1948, p. 142).

    No queremos extendernos demasiado en la descripción del antisemitismo o, mejor dicho, la judeofobia, aunque somos conscientes de que, en estos tiempos inciertos en la economía mundial, de zozobra y desconcierto, está surgiendo, como ya ocurriera en las décadas de 1920 y 1930, una nueva judeofobia. Pero nuestro texto no versa sobre la judeofobia, aunque obviamente sí toca el tema. Para una inmersión en profundidad en esta deleznable problemática racista, recomendamos la lectura de los ensayos de uno de los mayores especialistas en esta materia, el antes citado politólogo francés Pierre-André Taguieff (París, 1946), director de investigación del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), y, en contra de lo que creen algunos de sus lectores e, incluso, periodistas, no es judío, como nos hemos encargado de constatar en Wikipedia (en cuatro idiomas, lo que aumenta su fiabilidad, que otros niegan a esta enciclopedia colaborativa), entre otros espacios de internet. De entre sus libros sobre racismo y antijudaísmo, recomendamos La Nouvelle judéophobie (2002), entre otras cosas porque goza de una correcta traducción al castellano: La nueva judeofobia (2003). Un libro, éste sí, imprescindible para entender el fenómeno en la Francia y la Unión Europea contemporánea. Su razonamiento es aplastante. Taguieff explica como la excusa del antisionismo ha desembocado en una nueva judeofobia, que de encubierta en las décadas de 1980 y 1990, se ha vuelto completamente explícita y agresiva en la primera década del siglo XXI. «Los judíos son todos unos sionistas más o menos camuflados. Ahora bien, el sionismo es un colonialismo, un imperialismo y un racismo. Por consiguiente, los judíos son unos colonialistas, unos imperialistas y unos racistas, ya lo declaren o lo disimulen. Y es justamente la representación del sionismo como encarnación del mal absoluto lo que ha permitido reconstituir una visión antijudía del mundo, en la segunda mitad del siglo XX. Como ocurría con el viejo antisemitismo en el sentido fuerte del término, la estructura de esta representación es la del odio absoluto a los judíos, a quienes la fantasía pinta como representantes de una única y misma entidad intrínsecamente negativa, o como ejemplo de una potencia maléfica, en virtud de un odio total que se dirige específicamente contra los judíos, a quienes en sí mismos se considera dotados de una esencia nefasta. Como resultado de unión de dos temas de acusación, los judíos están en todas partes (nomadismo), y en todas partes son solidarios entre sí (razón por la cual pueden ser acusados de formar un grupo conspirador de ámbito mundial). De este modo, las acusaciones de voluntad de dominio (o de conquista del mundo) y de complot internacional se reciclan. Y otro tanto ocurre con el rumor que ya hace mucho tiempo se estabilizó en forma de estereotipo: Los judíos son culpables, rumor traducido una y otra vez, indefinidamente desde hace casi medio siglo, como Los sionistas son culpables, El sionismo es culpable, Israel es culpable» (Taguieff, 2003, pp. 16-17). Mantengo en cambio una discrepancia sobre el punto de vista de Taguieff cuando se refiere a que una parte de la izquierda (no sabemos cuál y él no lo dice) es antisemita porque es antisionista. Es necesario hacer una distinción entre antisionismo y antiisraelismo, pues el primero refiere a la oposición al concepto histórico del sionismo (proceso que a mi entender ya finalizó en 1948, siendo «postsionismo» todo lo acontecido desde entonces), y el segundo se refiere a la oposición a las políticas militares del Estado de Israel. Qué duda cabe de que Israel tiene derecho a existir como país, y negarle ese derecho es un absurdo, además de una contradicción porque es el único caso en el mundo en donde grupos políticos o movimientos civiles politizados niegan a un pueblo y a un Estado su razón de existir. Sin embargo, la crítica a Israel no implica necesariamente antisemitismo o, ni tan siquiera, antisionismo, del mismo modo que un español puede ser crítico con las decisiones políticas de su gobierno, cualquiera que fuese su signo, y no por eso es antiespañol o niega a los españoles su derecho a existir como pueblo o unión de pueblos y como Estado. Mi postura es la de diferenciar, por tanto, entre antisemitismo, antisionismo y antiisraelismo, como lo define el catedrático e historiador Gonzalo Álvarez Chillida en su extenso artículo «¿La izquierda antisemita? Un comentario crítico a Taguieff» (Illes e imperis, 9 de diciembre de 2006, pp. 185-195, disponible en internet).

    Junto a las obras de Taguieff, se complementan las de Alain Finkielkraut (París, 1949), polémico intelectual francés y, él sí, judío. Sus obras están casi todas traducidas al castellano. No obstante, para el que quiera profundizar en los orígenes del antisemitismo, para comprender en toda su cruel extensión la larga historia del antisemitismo, en lugar de a Taguieff o Finkielkraut, ambos intelectuales contemporáneos, conviene recurrir a su maestro y mentor, Léon Poliakov (1910-1997), judío ruso nacionalizado francés y asentado en Francia desde su niñez, en 1917. De entre su espaciada obra, destaca, como no podía ser de otro modo, Histoire de l’antisémitisme, publicada en cinco largos tomos durante varios años y de la que hay al menos dos buenas traducciones al castellano.

    Para pensar el papel de los judíos en la modernidad es inevitable hacerlo desde su perspectiva, que se divide en dos partes, la etapa pre-Holocausto y la etapa post-holocausto. Creer que la Shoah o el Holocausto fue un problema judío es de una ceguera similar a pensar que la llamada «cuestión judía» es un problema exclusivamente y específicamente judío. No lo es. Nos atañe a todos. Como nos atañe como lectura obligada a todos los humanistas o intelectuales, y desde luego a todos los docentes, la lectura de Modernidad y holocausto, con justicia el ensayo más célebre, traducido e influyente, del prolífico y longevo sociólogo Zygmunt Bauman (1925-2017), judío polaco nacido en Poznan, afincado en Leeds desde 1971 y nacionalizado británico. Recupero aquí la frase más comentada y definitiva de su libro, presente ya en el prólogo, porque su clarividencia marcó un antes y un después, en verdad, en el problema de la memoria y de la «cuestión judía», que es, definitivamente, una cuestión humana, de toda la humanidad.

    El Holocausto sí fue una tragedia judía. Aunque los judíos no fueran el único grupo sometido a «trato especial» por el régimen nazi (los seis millones de judíos estaban entre los más de veinte millones de personas aniquiladas, por orden de Hitler), solamente los judíos estaban señalados para que se procediera a su destrucción total y no tenían cabida en el Nuevo Orden, que Hitler se propuso crear. El Holocausto, no obstante, no fue sólo un problema judío ni fue un episodio sólo de la historia judía. El Holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento culminante de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura. De ahí que la autocuración de la memoria histórica que se está produciendo en la conciencia de la sociedad moderna no sólo constituye una negligencia ofensiva para las víctimas del genocidio, sino que es el símbolo de una ceguera peligrosa y potencialmente suicida. (Bauman, 2006, p. 15)

    No se puede expresar un pensamiento con mayor sencillez, claridad y exactitud. Bauman dio muestras no sólo de una gran sabiduría, sino de una vasta erudición sobre el tema. Así, incluye un amplio aparato crítico e historiográfico que sustenta sus ideas desde una perspectiva de la Sociología de la Historia (e, indirectamente, abrió un debate en el seno de la historia de la Sociología como disciplina). Entre sus numerosas fuentes cita al líder sionista León Pinsker (1821-1891), médico judeoruso fundador de Amantes de Sión, que por cierto falleció en Odesa sin haber cumplido su sueño de asentarse en Palestina o Eretz Israel. En 1882 Pinsker dejó escrito cómo la doble serpiente antisemítica que recorría ya Europa acusaba al pueblo judío de una misma cosa y de la contraria, es decir, de ser impulsor del capitalismo y promotor del socialismo (que

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