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El ascenso del sector público: El crecimiento económico y el gesto social: del siglo XVIII al presente
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El ascenso del sector público: El crecimiento económico y el gesto social: del siglo XVIII al presente
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El ascenso del sector público: El crecimiento económico y el gesto social: del siglo XVIII al presente

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Investigación sobre la relación entre el crecimiento económico y las políticas públicas referidas al gasto social. En el primer volumen se defiende la tesis, mediante un análisis histórico, de que los programas sociales han contribuido al desarrollo de las naciones hegemónicas. En el segundo tomo (disco compacto) se incluyen los datos estadísticos y el modelo teórico y metodológico que está en la base de la investigación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2012
ISBN9786071611482
El ascenso del sector público: El crecimiento económico y el gesto social: del siglo XVIII al presente

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    El ascenso del sector público - Peter H. Lindert

    135-163.

    PRIMERA PARTE

    PANORAMA GENERAL

    I. MODELOS E INTERROGANTES

    1. CONTROVERSIA

    En los próximos 100 años habrá oleadas de intensos debates sobre el uso de los impuestos para los programas sociales. Sus defensores presentarán esos programas como inversiones de alto rendimiento que benefician a la mayoría de la sociedad y gravan sólo a las personas cuya parte del ingreso y de la riqueza pueden soportar fácilmente una disminución. Sus oponentes desacreditarán la estrecha bilateralidad de esas iniciativas que según ellos propician que tanto los gravados como los subsidiados sean menos productivos. Ambas partes invertirán en estudios que demuestren que están en lo correcto.

    Este debate futuro parece seguir naturalmente la corriente de la historia, la lógica del interés propio y el inevitable dilema de la ayuda versus los incentivos.

    Los dos conjuntos opuestos de argumentos han sido redescubiertos y repetidos durante siglos, principalmente en los debates sobre las transferencias a los pobres. En cualquier lectura de la historia social de los inicios de la Europa moderna encontramos todos los argumentos que escuchamos actualmente. Mucho antes de los fabianos ya existía una argumentación de la izquierda que sostenía que los pobres, los ancianos y quienes carecían de educación eran personas que necesitaban ayuda, pues no eran culpables de su condición. Muchos de estos infortunados nunca podrían sostenerse a sí mismos, por lo que usar duros incentivos para que trabajaran sería cruel y no tendría ningún efecto. Otros eran personas sanas y capaces cuyo potencial productivo podría compensar con creces a cualquier sociedad que invirtiera sabiamente en ellos.

    Mucho antes de Malthus ya existía el argumento conservador de que cualquier combinación de impuestos y transferencias es doblemente costoso: debilita los incentivos para trabajar, para asumir riesgos y para acumular, tanto para los que son gravados como para los que reciben los beneficios porque tienen bajos ingresos. Ese sistema hace que los pobres, los ancianos y los que carecen de educación estén peor a largo plazo, porque reduce el tamaño de toda la economía y los atrapa en una situación dependiente de la bondad pública. El esfuerzo propio es la clave para salir de la pobreza y ahorrar lo suficiente para los años de la vejez. Por lo tanto, el conservadurismo tradicional continúa redescubriendo la eficiencia del mercado y el valor de los incentivos para que la gente trabaje intensamente.

    Aparte de cualquier proyección simple de la historia pasada al futuro, podemos predecir que el mismo debate continuará aunque sólo sea por la lógica del interés propio. Los intereses propios de los humanos diferirán porque su capacidad para obtener ingresos siempre será diferente. Con seguridad tomarán posiciones opuestas en cualquier discusión sobre los méritos de usar el dinero de los impuestos de algunas personas para ayudar a otras con seguros o desarrollo humano. En realidad, toda la historia del debate sobre los programas sociales está simplemente desplazándose entre los dos polos del interés propio de las personas. Nuevos argumentos populares en el debate reflejan cambios en el equilibrio de poder entre los dos polos establecidos desde hace mucho tiempo, no nuevas ideas.

    Nuevos hechos no pueden terminar el debate. Esto se debe en parte a que el equilibrio entre el interés propio de las personas impedirá su resolución. Las personas tienen diferentes intereses y éstos siguen siendo la fuerza dominante que rige la forma en que votan.¹ Siempre habrá una lucha política constante entre los que probablemente se beneficiarán más por la redistribución y los que se verán gravados por ella.

    El debate no puede tener una solución clara porque no es posible evitar los conflictos que implican el deseo de ayudar a otros y el deseo de darles incentivos para que se ayuden a sí mismos. Estamos más familiarizados con estos conflictos en los debates sobre la ayuda a los pobres. En cualquier polémica acerca de la asistencia pública o de lo que los estadunidenses llaman la política del bienestar social, nos vemos atrapados en un triángulo en que las tres aristas representan tres objetivos sociales: ayudar a personas que se encuentran en una situación determinada, proporcionarles un incentivo para que eviten esa situación y mantener bajo el presupuesto de programas. Cualquier movimiento dentro de este triángulo debe alejarse por lo menos de una arista, de uno de los objetivos. Ningún hecho nuevo puede cambiar esto.

    Sin embargo, nuevos hechos pueden elevar el nivel del debate. Le proporcionan a todas las partes un conocimiento de la forma en que el gasto social fundamentado en los impuestos afectará el bienestar colectivo que todos afirman promover: la paz social y el tamaño de la economía. La competitividad del mercado intelectual, y del mercado político en las democracias electorales, hace posible que nuevos hechos ejerzan presiones en lo que se refiere a estos bienes colectivos. Por lo menos, los nuevos hechos pueden hacer que la sociedad rechace con más prontitud los malos argumentos.

    2. EL CAMINO A PARTIR DE ESTE PUNTO

    La mayoría de los hechos que necesitamos provienen de una historia que se remonta a finales del siglo XVIII. En ese entonces, en la época de Adam Smith y del despuntar de la economía clásica, los gobiernos casi no imponían ningún gravamen ni existían programas sociales, según los estándares modernos. No es fácil reunir estos hechos, porque la información sobre lo que acontecía en esas fechas está muy dispersa en archivos y porque los grandes programas sociales de hoy en día tienen efectos muy complejos. No obstante, sí nos ofrecen respuestas a importantes preguntas históricas sobre el gasto social fundamentado en los impuestos:

    • ¿Por qué aparece tan tarde en la historia? Es decir, ¿cuál es la razón de que ningún país antes de finales del siglo XVIII dedicara por lo menos 3% de su producto nacional a programas sociales redistributivos?

    • ¿Por qué fue tan grande? Esto es, ¿por qué se expandió el gasto social hasta comprender más de una tercera parte del producto nacional en tantos países?

    • ¿Por qué en algunos países este aumento fue mucho mayor que en otros?

    • ¿Por qué no declinó? Es decir, ¿por qué el gasto social como proporción del producto nacional dejó de aumentar, pero no disminuyó, después de 1980 aproximadamente en los países más desarrollados?

    • ¿Cuánto nos ha costado el aumento del gasto social en términos de pérdida de desarrollo económico? ¿Cuál es la razón de que su costo en aumento no haya hecho que el gasto social empezara a declinar?

    • ¿Se presentará la misma historia en los países en desarrollo y en las economías en transición de la actualidad?

    Lo que abarca esta historia continuará ampliándose a medida que avancemos en las páginas de este libro. Al principio, nuestro punto de vista es muy limitado, porque el gasto social era igualmente limitado antes del siglo XX. Geográficamente, la segunda parte empieza en los siglos XVIII y XIX únicamente en la Europa occidental y en América del Norte. En los inicios del gasto social, sólo había dos clases de gasto redistributivo fundamentado en impuestos de los cuales se pueda discutir: la ayuda a los pobres y las escuelas públicas. Los capítulos III al VI tratan del sorprendente hecho de que Inglaterra y Holanda eran los más avanzados en la ayuda a los pobres, pero los líderes en el apoyo a la educación pública fueron primero los estados alemanes y después Estados Unidos. Para el periodo de 1880 a 1930, los programas sociales se habían difundido lo suficiente como para que podamos enfocarlos en 21 países. Para este periodo podemos también estudiar varias categorías de los presupuestos de los gobiernos, unas cuantas clases de impuestos y varias categorías de gastos sociales, que ya incluían compensación por desempleo, salud pública y subsidios para vivienda, así como ayuda a los pobres y educación pública. Al llegar a ese punto, en el capítulo VII, ya podremos aprovechar modelos estadísticos así como la historia institucional y presupuestal. Resulta que el surgimiento diferencial del gasto social puede explicarse mejor por las diferencias internacionales en la democracia, el número de personas mayores de 60 años, el ingreso y la religión.

    El verdadero auge en el gasto social se presentó en la segunda mitad del siglo XX. El capítulo VII muestra de nuevo que unas cuantas fuerzas bastan para explicar la mayoría de las diferencias en el auge del gasto social, durante el cual algunos países desarrollaron verdaderos estados de bienestar en tanto que otros se apegaban a programas sociales mínimos del gobierno.

    El envejecimiento de la población hará que se presenten crisis sociales en el presupuesto en algunos países industrializados, pero no en el resto del mundo, como lo muestran los capítulos VIII y IX. Los modelos de gasto social en los países en desarrollo tienen mucho en común con la temprana historia del conjunto inicial de países industrializados que pertenecen a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Asia no es tan diferente como pensábamos, ni de los países iniciales de la OCDE ni de la América Latina, una vez que se introducen variables explicativas. Lo que fue considerado un enfoque totalmente diferente de las pensiones y otros programas sociales resultó explicable en términos de democracia, niveles de ingreso y envejecimiento de la población. Las economías de transición de la Europa oriental y de la antigua Unión Soviética también se ajustan en general a los mismos modelos amplios, aunque han heredado una situación particularmente difícil después del derrumbe de los regímenes previos que habían prometido más crecimiento e incluso más seguridad social de lo que realmente pudieron alcanzar.

    En los capítulos X a XII se trata de la parte más controvertida del tema: ¿Qué puede decirse sobre el aumento de los costos del Estado de bienestar? Demuestran ser sorprendentemente elusivos. El volumen II confirmará estadísticamente un dilema que se presentará más adelante en este capítulo. No hay un costo económico neto del Estado de bienestar, ya sea en una primera ojeada a los números tal como se presentan o después de profundos análisis estadísticos en los que se supone que todo lo demás permanece igual. Para evitar aceptar un espejismo estadístico, en los capítulos X al XII se hace una observación más profunda de los mecanismos institucionales subyacentes. Resulta que existen buenas razones por las cuales enfoques radicalmente opuestos del Estado de bienestar producen muy pocas diferencias, o ninguna diferencia neta, en sus costos económicos. En términos de una lista institucional, estas razones son muchas, pero todas pueden reducirse a una lógica unificadora: la democracia electoral, con todas sus confusiones y torpezas, mantiene bajo control tanto los costos excesivos como un nivel muy bajo de gasto social en el Estado de bienestar. Esta interpretación también es congruente con el perturbador aumento del desempleo europeo desde la década de 1970 hasta la de 1990.

    Para mantener bajo control este tema tan complejo y en continua ampliación, es preciso hacer una aclaración inicial sobre el gasto y las transferencias sociales. A medida que nuestro enfoque se desplace entre los diferentes programas, el lector podría preguntarse: ¿Es éste un libro sobre la redistribución? ¿No difieren considerablemente los varios programas sociales en la medida en que redistribuyen entre los ricos y los pobres? ¿A qué finalidad se sirve si se suman en un todo los diferentes tipos de programas sociales?

    Los programas sociales sí difieren considerablemente por la cantidad que redistribuyen entre los ricos y los pobres, y sumar sus gastos no es una medida de la redistribución. De hecho, como veremos, a medida que el gasto social redistribuyó más y más en general, la redistribución promedio de cada dólar adicional disminuyó. Esto es, los programas pasaron de ser programas de ayuda a los pobres a convertirse en redes sociales de seguridad que retornaban muchos de los beneficios a los integrantes de las clases con ingresos que habían pagado los impuestos. Aun así, en definitiva hay un elemento de redistribución en todos los gastos sociales y esto es lo que los hace tan controvertidos. Para tratar con los continuos grados de progresión en un estudio que se concentra en explicar la demanda de la sociedad por programas sociales, usaremos las siguientes dos definiciones:

    El gasto social consiste en estas clases de gasto del gobierno, fundamentado en impuestos:

    a) Asistencia básica a familias pobres, conocido como ayuda a los pobres (antes de 1930), asistencia a la familia, gasto en bienestar social (welfare en Estados Unidos) o ingreso complementario;

    b) Subsidio por desempleo (dole en Estados Unidos);

    c) Pensiones públicas sin contribuir a ellas, en las que los fondos provienen de personas diferentes al receptor y a su patrón;²

    d) Gastos en salud pública;

    e) Subsidios para vivienda, y

    f) Gastos públicos en educación.

    El inequívoco término transferencias sociales debe reservarse para todo el gasto social que acabamos de mencionar menos los gastos del gobierno en educación.

    Estos términos, y la lista anterior, han sido diseñados para dar orden a las confusas diferencias en el carácter progresivo de la redistribución, la tasa de transferencia de ingreso de los ricos a los pobres. En general, las categorías del gasto social se jerarquizan de la siguiente manera en términos de su progresividad:

    En vista de que la controversia sobre estos programas y el temor de que dañen a la economía se presentan en este orden de su progresividad, este libro se enfocará un poco más en las transferencias sociales que en la educación. También se concentrará más en la ayuda básica a los pobres, el programa más controvertido de todos, que en otras transferencias sociales.

    Empezaremos por una época en que casi ninguno de éstos existía.

    3. LOS IMPUESTOS, EL GASTO Y LA CARIDAD A FINALES DEL SIGLO XVIII

    En 1776, cuando se publicó la obra clásica de Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, y las colonias inglesas de América del Norte declararon su independencia de Inglaterra, aún no había hecho su aparición la edad moderna del gasto social. Las personas casi no pagaban impuestos para los programas sociales que toman mediante dichos gravámenes una gran parte de los cheques con que se nos paga hoy en día. La mayoría de la gente pobre recibía una que otra ayuda insignificante de una que otra persona. Los ancianos no recibían pensiones públicas, ante todo porque pocas personas sobrevivían hasta la vejez y los ingresos promedio de los trabajadores eran muy bajos para apoyar a muchos dependientes. La mayoría de los niños no iban a la escuela y los padres tenían que pagar en el caso de los que sí podían asistir a ellas.

    a) Ayuda a los pobres, pública y privada

    A finales del siglo XVIII, la entrega de dinero de los contribuyentes a los pobres, o ayuda a los pobres como se la llamaba antes de la década de 1930, apenas empezaba a hacerse notar como una proporción del salario promedio o del ingreso promedio en cualquier lugar del mundo. Como lo sugiere el cuadro I.1, sólo excedía 1% del ingreso nacional en Holanda y en Inglaterra y Gales. Ya en 1820 estos países se habían convertido en el centro mundial de la ayuda a los pobres, tanto de hecho como en los debates públicos, pues Holanda había reducido sus compromisos como consecuencia de los daños que su economía sufrió durante las guerras de 1792-1815. Sin embargo, incluso en Inglaterra y Gales, como lo muestra el cuadro I.1, la ayuda a los pobres era todavía menos de 3% del ingreso, y éste fue el nivel más alto que alcanzó en cualquier país antes de 1930.

    CUADRO I.1. Los bajos niveles del gasto social fundamentado en impuestos a finales del siglo XVIII e inicios del XIX

    No obstante, incluso este monto de transferencias —pequeñísimo según las pautas actuales— fue suficiente para crear una gran controversia a finales del siglo XVIII, la que se prolongó hasta principios del XIX. En 1798, el reverendo Malthus escribió su famoso Ensayo sobre la población en gran medida para criticar la creciente práctica inglesa de dar ayuda a los pobres. Argumentó que la ayuda a los pobres sólo los invitaba a tener muchos hijos. Dar a luz muchos trabajadores adicionales eventualmente haría que bajaran los salarios hasta un nivel de mera subsistencia. David Ricardo estuvo de acuerdo con las críticas de Malthus sobre este punto. Igual lo hizo el Parlamento, cuando aprobó su famosa reforma a la Ley de Pobres en 1834, que limitó el compromiso de los contribuyentes con los pobres. Incluso Carlos Marx, a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, estuvo de acuerdo en que la ayuda a los pobres de Inglaterra era degradante tanto cuando la ayuda era concedida condescendientemente como cuando se la limitó en la Reforma de 1834. Consideraba a lo que se daba y a lo que se quitaba como partes de las contradicciones internas del capitalismo. Aun hoy en día, las emociones siguen manifestándose intensamente en lo que se refiere al tema de usar el dinero de los impuestos para ayudar a los pobres.

    Se podría pensar que las iglesias y otros donantes privados proporcionaban la ayuda que los pobres no podían obtener de la asistencia pública financiada con impuestos. Pero esta idea convencional probablemente esté equivocada. Como veremos en el capítulo III, la gran variedad de las primeras organizaciones caritativas le daba muy poco a los pobres, tanto en Europa como en Estados Unidos, aun cuando se incluya la ayuda concedida por las iglesias.³ La caridad privada no era un sustituto de la ayuda a los pobres con sumas financiadas mediante impuestos y no fue eliminada por el posterior aumento de la ayuda pública. Era un complemento y ambas aumentaron y ocasionalmente disminuyeron. Pero en el siglo XVIII, tanto la ayuda pública como la privada casi no llegaban a los pobres.

    b) Los ancianos

    No existían las pensiones públicas para los ancianos a finales del siglo XVIII.⁴ En realidad los ancianos debían depender de sus propios activos, de la ayuda de su familia y de cualquier grupo de seguro al que se hubieran unido, a menos de que fueran extremadamente pobres. Si eran realmente pobres en su ancianidad, entonces calificaban para la ayuda ordinaria a los pobres. La que recibían de los gobiernos locales ya está incluida en los totales exiguos de ayuda a los pobres que se muestran en el cuadro I.1.

    Es posible que los ancianos pobres tuvieran más apoyo que otros pobres, ya que caían en la categoría más merecedora porque eran más débiles físicamente y su capacidad para el trabajo era menor. Algunos incluso han argumentado que antes de 1840 se les apoyaba tan bien como se apoya a los pensionados de finales del siglo XX.⁵ No obstante, había límites a lo que se les daba como proporción del producto nacional y como coeficiente del apoyo concedido a los beneficiarios con respecto al ingreso promedio de un adulto. Los ancianos recibían una proporción mucho más pequeña del ingreso nacional que la proporción que representaban en la población total, lo que significaba que el dinero recibido por una persona anciana promedio debe haber estado muy por debajo del ingreso promedio de todo el país, aun cuando en comparación fuera superior a la ayuda que se daba a los jóvenes pobres.⁶

    c) La educación pública

    Si bien los ancianos pobres pueden haber recibido su parte de ese pequeño presupuesto de ayuda a los pobres a finales del siglo XVIII, las escuelas sólo recibían una ayuda insignificante. El cuadro I.1 presenta algunas de las proporciones del producto nacional que se destinaba al apoyo público para todos los niveles de educación, en los países más avanzados en este rubro en 1833 o 1850. Ningún país recaudaba ni siquiera la mitad de 1% del ingreso nacional en impuestos para la educación. Pequeñas como eran esas sumas, a finales del siglo XVIII las proporciones eran mucho menores. Como se verá en el capítulo V, los contribuyentes apenas habían empezado a dar su apoyo a la educación, en especial a la educación para los pobres, a finales de ese siglo.

    ¿Cuál es la razón de que los líderes políticos de finales del siglo XVIII no creyeran en la educación pública? En este libro argumentaré que la razón real era la desigual distribución de las voces políticas, no la falta de líderes intelectuales que consideraran que sí era conveniente promover la educación pública. De hecho, tanto Adam Smith en Inglaterra como Thomas Jefferson en las colonias inglesas de la América continental hablaron a favor de destinar dinero de los contribuyentes para pagar la educación de los niños de otras personas. Vale la pena tener en cuenta su opinión, incluso aunque haya sido superada por los propios intereses de personas poderosas que se oponían a los impuestos para financiar las escuelas.

    Aunque a Adam Smith se le conoce más por argumentar a favor del mercado libre, él consideraba que era conveniente tener impuestos y que el gasto del gobierno proporcionaba cosas útiles que los individuos no podían proporcionarse adecuadamente por sí mismos. La defensa nacional, la justicia, la infraestructura para el comercio y la educación pública debían ser financiadas mediante los impuestos, o incluso se les debía proporcionar directamente como servicios del Estado. Esta idea se deriva del mismo punto básico, tanto en La riqueza de las naciones como en la economía actual: si un individuo no logra captar para sí todos los beneficios sociales que les proporcionarían estas cosas, entonces no se puede confiar en que los individuos las proporcionarán en cantidad suficiente:

    Un deber [esencial] del Soberano y del Estado es el de establecer y sostener aquellas instituciones y obras públicas que, aun siendo ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos, y, por lo mismo, no debe esperarse que éstos se aventuren a fundarlas ni a mantenerlas […]

    Cuando se trata de instituciones y obras públicas que son ventajosas para toda la sociedad, pero que no pueden ser sostenidas completamente, o a lo sumo sólo en forma parcial, por los individuos que de una manera inmediata las aprovechan, el déficit, en la mayor parte de los casos, deberá ser cubierto por contribución general de toda la colectividad.

    Esto no significa que a Smith le agradaran los impuestos y el gran gobierno por sí mismos. Por el contrario, en su tiempo veía mucho desperdicio en el gasto del gobierno, en especial en los subsidios a los altos cargos improductivos. Despotricó contra los aranceles a los artículos importados, como los de las dañinas Leyes Cerealistas en Inglaterra. E incluso cuando aprobaba los impuestos como la base para esas instituciones públicas y obras públicas, lo hizo sólo con algunas clases de ellos, y otras no. Prefería fijarles un derecho o establecer impuestos directos proporcionales sobre el ingreso. Le desagradaban la mayoría de los impuestos indirectos (impuestos sobre las ventas, los aranceles, los impuestos sobre el comercio interior) y probablemente no estaría de acuerdo con los impuestos progresivos sobre el ingreso que prevalecen hoy en día.

    A pesar de todo, Smith aprobaba que se gravara a los contribuyentes para algunos fines, y una clase de gasto social parece haber estado, junto con la defensa nacional, en lo más alto de su lista de mejoras públicas que ameritaban el establecimiento de impuestos. Smith favorecía el apoyo fiscal para la educación pública en todos los niveles, en especial si los impuestos recaían sobre los beneficiarios locales de la educación de los hijos de otras personas.

    Thomas Jefferson estuvo de acuerdo con Adam Smith en lo que se refiere a la educación pública. En 1779 Jefferson presentó su propuesta de Ley para la difusión más general del conocimiento a la Asamblea de Virginia, proponiendo un sistema estatal de escuelas primarias gratuitas que serían sostenidas con los impuestos pagados por los contribuyentes locales. Al igual que Adam Smith, el principal autor de la Declaración de Independencia pensaba que todos, y no sólo los padres de los niños en edad escolar, estarían mejor si todas las personas (blancas) tuvieran la oportunidad de obtener una educación liberal costeada por el gobierno. En el nivel secundario, propuso que la carga debería desplazarse más hacia los padres y menos a los contribuyentes, aunque sí presentó la idea de una ayuda fundamentada totalmente en los ingresos por impuestos a los mejores estudiantes de las escuelas primarias. En el nivel universitario, Jefferson pensó que también era conveniente una educación fundamentada en los ingresos por impuestos. Descontento con el desempeño del colegio privado de William and Mary, propuso una administración estatal, financiamiento con los impuestos pagados al Estado y la secularización.⁹ Su propuesta de ley fue un presagio del temprano liderazgo de Estados Unidos en la educación pública, como veremos en el capítulo V. No obstante, cada vez que la propuso en Virginia —en 1779, en la década de 1790 y nuevamente en 1817— fue derrotada por aquellos cuyos propios intereses se verían afectados por los impuestos sobre la propiedad que pagarían por las escuelas de la comunidad.¹⁰ El mismo tipo de oposición política era característico de la sociedad británica que Adam Smith estaba tratando de educar con La riqueza de las naciones.

    4. EL PROLONGADO ASCENSO DEL GASTO SOCIAL

    A partir de esa base insignificante de finales del siglo XVIII, el gasto social como proporción de la economía nacional aumentó erráticamente durante los siguientes 100 años y luego se aceleró entre 1880 y la segunda Guerra Mundial, para alcanzar un auge entre la segunda Guerra Mundial y 1980. Desde 1980 su proporción del producto nacional ha aumentado muy poco. El cuadro I.2 y la gráfica I.1 muestran el avance de las transferencias sociales (con exclusión de la educación pública) en varios países.¹¹

    El modelo más obvio en el aumento de las transferencias sociales es el que ocurrió en los países de la actual OCDE, principalmente en el siglo XX. En 1980 todos ellos captaban más de 10% de los impuestos a los contribuyentes para ayuda a los pobres, los ancianos y los enfermos, incluso sin tomar en cuenta el gasto en educación pública. El mensaje claro en esto es que la historia de la tributación y de las transferencias no es sólo una miscelánea de historias nacionales únicas y separadas. Hay una pauta común obvia, y los capítulos posteriores mostrarán la forma en que se está difundiendo a otros países a medida que aumentan sus ingresos. ¿Es éste un proceso de difusión en el que algunos países aprenden de otros la sabiduría y técnica del establecimiento de programas sociales? Probablemente no. Como veremos, algunas fuerzas básicas comunes estaban operando en todos los países, buscando respuestas similares que probablemente poco debían a cualquier difusión del conocimiento sobre los programas sociales basados en impuestos.

    Dentro de esta impresionante tendencia ascendente en todos los países ocurrieron algunos cambios intrigantes en el liderazgo, como lo sugieren los números en negritas en el cuadro I.2 y los cursos nacionales que muestran las curvas superiores de la gráfica I.1. A finales del siglo XIX, los pioneros de las transferencias sociales eran los países escandinavos, en especial Dinamarca y Noruega, seguidos por la Gran Bretaña. Aproximadamente en 1900, a estos pioneros se unieron Australia y Nueva Zelanda, que repentinamente instituyeron generosos programas públicos de pensiones y servicios de salud. Antes de 1930, ni Estados Unidos ni Japón ni los países de la Europa continental al sur de Escandinavia tuvieron un lugar prominente.¹²

    Sin embargo, para 1960 los rangos habían cambiado. Los trastornos que significaron las guerras mundiales y la Gran Depresión hicieron que la Europa continental cambiara en forma impresionante hacia impuestos más progresivos y programas sociales más amplios. Una razón subyacente, de la que trataremos de nuevo en el capítulo VII, fue un cambio en la actitud de la Iglesia católica romana y de los partidos católicos a favor de la redistribución como un medio para lograr la justicia social y contrarrestar la amenaza del comunismo. Así, en la era de la posguerra, los países escandinavos vieron cómo se les unían en su posición de avanzada favorable hacia el Estado de bienestar otros países continentales, como Austria, Bélgica, Francia, Alemania, Italia y Holanda. Mientras esto ocurría, Japón, Suiza y Estados Unidos resistían firmemente el aumento de los impuestos y de las transferencias, y todavía siguen teniendo hoy en día las tasas de transferencias más bajas de la OCDE. En el capítulo VII se enfrentará el desafío de explicar estas diferencias internacionales.

    a) La paradoja de Robin Hood

    Un modo útil de resumir la historia global del gasto social toma la forma de una interrogante que nos lleva a meditar cuidadosamente sobre las fuerzas políticas subyacentes. El sorprendente enigma es el siguiente: la historia revela una paradoja de Robin Hood, en que la redistribución de los ricos a los pobres está menos presente cuando y donde parece necesitársela más. Se supone que la política para combatir la pobreza dentro de cualquier sistema o jurisdicción política ayudará más a los pobres cuanto menor sea el ingreso promedio y mayor la desigualdad de los ingresos. A pesar de todo, tanto en el tiempo como en el espacio, la pauta común es la opuesta.

    Aunque hay excepciones a esta tendencia general, la tendencia subyacente es en sí inconfundible, tanto en todo el mundo como en los últimos tres siglos. Si se observan los países de todo el mundo se encontrará un notorio contraste entre las proporciones del producto interno bruto (PIB) destinado a los programas de beneficio social o de seguridad social de los gobiernos centrales. Por ejemplo, en 1985-1990, esos programas absorbían cerca de 16.3% del PIB en los países ricos de la OCDE, en tanto que sólo era 2.7% en los países en desarrollo, donde la pobreza y la desigualdad son mayores.¹³ De manera parecida, entre los estados de Estados Unidos, el apoyo a los pobres representa una menor proporción de los ingresos en aquellas entidades que tienen mayores problemas de pobreza y mayor desigualdad en los ingresos antes de las operaciones con el fisco.¹⁴ Lo que hacen el cuadro I.2 y la gráfica I.1 es recordarnos que ésta es también una paradoja básica de la historia. Era en los países más pobres y con más desigualdades nacionales antes de la segunda Guerra Mundial en donde se daba menos a los pobres o, lo que es su equivalente, es en el mundo próspero actual, con menores desigualdades en los ingresos antes de las operaciones fiscales, en donde los pobres reciben el apoyo más generoso según los datos históricos. ¿Por qué en los diferentes sistemas políticos el modelo debe ser contrario a la pauta de redistribución que se desea y se diseña característicamente dentro de un sistema político? Y ¿por qué deben los gobiernos proporcionar menos (más) seguridad social cuando los seguros privados están menos (más) disponibles?

    CUADRO I.2. Transferencias sociales en los países de la OCDE, 1880-1995, como porcentaje del producto interno bruto (PIB) a precios corrientes

    GRÁFICA I.1. Transferencias sociales como proporción del PIB, 1880-1995

    Esa paradoja política probablemente haya sido ineficiente, pues la ayuda a los pobres probablemente ha tenido el mayor efecto positivo sobre la oferta de mano de obra y el PIB donde menos se le da. Para subrayar aún más esta paradoja, considérese la preocupación tradicional de que los programas sociales subsidien el ocio y por lo tanto reduzcan la oferta de trabajadores, perjudicando a los patrones (y al PIB) y a quienes pagan impuestos. Hoy en día esta preocupación es razonable aunque una amplia bibliografía empírica nos ha enseñado a no esperar una gran respuesta en la oferta de mano de obra cuando cambian las tasas promedio de impuestos sobre los salarios.¹⁵ No obstante, existen importantes tendencias en contrario en el pasado lejano y en los países que en la actualidad son más pobres. Concedemos que es posible creer que incluso en esos ambientes pobres se aprovechaban los fondos recibidos para tener horas adicionales de ocio, como se sabe que lo creían Malthus y los reformistas británicos de las leyes sobre la pobreza en 1834. Pero las condiciones de la alimentación y de la vivienda eran entonces tan malas, que la ayuda adicional a los pobres casi seguramente tuvo el efecto de mantener más pobres vivos y trabajando. ¿Habrá sido posible que la oferta de mano de obra adicional implicada por esta reducción en la mortalidad haya más que compensado la disminución de la oferta de mano de obra por el subsidio a quienes no trabajaban?¹⁶

    Además, la queja clásica de Malthus respecto a la ayuda a los pobres tiene una extraña implicación para la oferta de trabajadores. Cuanto más alentaba a la fertilidad, tanto más mano de obra adicional proporcionaría una o dos generaciones después. Uno debería aceptar la demostración de George Boyer de que Malthus tenía razón sobre la ayuda a los pobres y el mayor número de hijos,¹⁷ y ampliarla por la oferta adicional de trabajadores que esto significaría, incluso si seguían siendo tan dependientes de la ayuda social como la persona promedio que recibía alguna ayuda.

    Si el efecto neto sobre la oferta de trabajo era en realidad positivo, entonces la ayuda a los pobres pudo haber promovido el crecimiento económico. A medida que los nuevos trabajadores ingresaran a la fuerza de trabajo, aumentarían el producto nacional. En realidad, su oferta de trabajo adicional habría aumentado incluso los ingresos de los contribuyentes dueños de propiedades que habían negado esa ayuda cuando había vidas en peligro. Esto habría sucedido porque una mayor oferta de trabajo habría significado mayores rentas para los terratenientes. Si ésta era una clara posibilidad ¿por qué no se ayudó a los pobres, excepto durante el interludio de la Ley de pobres en Inglaterra antes de 1834? Veremos las determinantes de los primeros esfuerzos de ayuda a los pobres en los capítulos III y IV.

    b) ¿Es el Estado de bienestar un free lunch?

    Otro enigma que se nos presenta está relacionado con la paradoja de Robin Hood, aunque es más importante y controvertido que ésta.

    Al saber que las tasas de impuestos más altas y los mayores subsidios a personas que no producen pueden desalentar la productividad, muchos de nosotros sospechamos naturalmente que los impuestos y los subsidios deben reducir la productividad de toda la economía. Cuando damos a los pobres, ¿no subsidiamos su permanencia en la pobreza? Cuando damos a los desempleados, ¿no subsidiamos que dejen de buscar un trabajo? Cuando damos a los retirados, ¿no subsidiamos los retiros tempranos? Y así sucesivamente. Estas sospechas naturales plantean una pregunta sensata cuando se la combina con el aumento de los programas de transferencias sociales que se muestran en el cuadro I.2 y en la gráfica I.1. Si los países europeos en que predomina el Estado de bienestar gastan ahora entre 25 y 35% de su producto nacional en las personas menos productivas, y gravan a los más productivos para pagar por esos programas, ¿no perjudica esto al crecimiento económico?

    Aquí surge el interrogante potencial del free lunch. Si los impuestos y el gasto antiproductivos llegan a ser hasta 25-35% del producto nacional, ¿por qué no observamos un gran efecto negativo en el nivel y crecimiento del ingreso per capita? Incluso si se acepta que el PIB es resultado de muchas fuerzas, el efecto negativo de las transferencias sociales debería ser visible a simple vista si la transferencia de dólares causó, digamos, una pérdida de 0.60 por cada dólar transferido. Esa tasa de pérdida de producción en 25-35% del PIB debió de haber causado una mella de 15-21% en el tamaño de la economía. Si los programas antiproductivos han surgido casi en su totalidad a partir de 1960 ¿no deberíamos ver un lento crecimiento en esos países en que predomina el Estado de bienestar desde 1960?

    Pero la historia del crecimiento económico no favorece esta sospecha natural. Ni las simples correlaciones sencillas, ni una ponderación cuidadosa de las fuentes aparentes del crecimiento muestran algún efecto negativo claro de toda esa redistribución. El cuadro I.3 presenta en forma impresionante este enigma en su totalidad. En nueve décadas de experiencia histórica no es posible mostrar que la transferencia de una mayor proporción del PIB de los contribuyentes a quienes la reciben tenga una correlación negativa ya sea con el nivel o con la tasa de crecimiento del PIB por persona. En esencia, la correlación promedio es cero. Si observáramos conjuntamente todas las décadas de experiencia internacional, en vez de simplemente promediarlas, podríamos encontrar que las transferencias sociales tuvieron correlaciones positivas tanto en el nivel como en el crecimiento del PIB por persona. La correlación fuertemente positiva en el nivel del PIB por persona pone de relieve la paradoja de Robin Hood: si se considera todas las experiencias históricas como un solo experimento, cuanto más rico es el país, más tiende a hacer transferencias a los pobres, los enfermos, los ancianos y los desempleados.¹⁸ Hasta ahora, cualquier retroalimentación negativa de los programas sociales a los niveles de productividad, o al crecimiento de ésta, permanece bien oculta.

    Este sorprendente problema se profundiza un poco cuando pasamos del PIB por persona, la medida del ingreso y la productividad frecuentemente más usual, al PIB por hora trabajada, que es una mejor medida de la productividad del trabajo. Si el elevado gasto social debilita los incentivos para invertir y para aumentar la productividad de la mano de obra, esto debería hacer que los países con un elevado gasto cayeran detrás de los líderes en el gasto social bajo, como Estados Unidos y Japón. Sin embargo, como lo han observado otros investigadores, países como Holanda, Francia y Alemania han alcanzado a Estados Unidos en el producto por hora trabajada. De hecho, en el PIB por horas trabajadas, Estados Unidos estaba por debajo de otros ocho países en 1992. Seis de estos países con una mayor producción por hora se encontraban en la Europa continental y seguían las políticas del Estado de bienestar.¹⁹

    CUADRO I.3. Forma en que las transferencias sociales como proporción del PIB se correlacionan con el crecimiento y la prosperidad en 19 países, 1880-2000

    Puesto que estamos más interesados en el bienestar que en la sola productividad del trabajo, el interrogante del free lunch es aún más profundo. Junto con sus niveles de productividad cercanos a los estadunidenses, las personas en los países que tienen presupuestos sociales más altos disfrutan cada año de más tiempo libre y se retiran a edades más tempranas. Trabajan menos horas por persona empleada. Por ejemplo, en 1997 el empleado estadunidense promedio trabajó 1 966 horas y en Japón la persona empleada promedio cerca de 1 900. En comparación, sus contrapartes en Alemania y Suecia trabajaron sólo cerca de 1 550 horas y sólo 1 400 en Noruega.²⁰ El tiempo libre adicional es valioso, como lo son los años adicionales de ocio de que disfrutan los europeos occidentales de mayor edad, pues se retiran antes y viven más años.

    Este interrogante es rigurosamente internacional. Desde 1960, en Estados Unidos las transferencias sociales han representado una proporción creciente del producto de los estados y también han aumentado las variaciones en su generosidad —y se las ha correlacionado positivamente, no negativamente, con el nivel y crecimiento del producto estatal per capita. ¿Cómo pueden los estados generosos, como Connecticut, Nueva Jersey y California, no verse afectados por las más generosas transferencias para bienestar y de otro tipo que hacen año tras año? ¿Por qué no han crecido más lentamente que otros estados? ¿Por qué las empresas no se han ido a otra parte, dejándolos con menos empresas y más familias dentro de los programas de bienestar social?²¹

    Por sí solas, las correlaciones que se aproximan a cero y los breves cuadros no pueden demostrar o negar ninguna argumentación, ni podría alguna persona ganar un debate sobre el gasto y el crecimiento sociales simplemente eligiendo un contraste favorito entre dos países.²² La única forma de superar el interrogante que presentan las correlaciones históricas consiste, no en una retirada hacia contrastes periodísticos seleccionados, sino en una marcha decidida hacia la utilización del análisis multivariado y la historia institucional para ver cuáles podrían haber sido los costos de las transferencias sociales después de tener en cuenta adecuadamente otras fuerzas explicativas. Esta difícil tarea es el tema de la tercera parte.

    c) Una interrogante sobre la educación

    Un tercer enigma importante en la historia del gasto social es la identidad de los líderes en la educación pública. Los líderes del siglo XIX en el movimiento para proporcionar escolaridad generalizada a costa del contribuyente fiscal no eran líderes en el movimiento de ayuda a los pobres. Gran Bretaña, Holanda y los países escandinavos fueron pioneros en la ayuda a los pobres, aunque sólo gastaban pequeñas cantidades en comparación con las normas actuales. Sin embargo, al proporcionar dinero proveniente de los impuestos para la educación primaria generalizada, el liderato fue tomado por Prusia, otros pocos estados alemanes, Estados Unidos y Canadá. ¿Cuál es la razón de que las identidades fueran tan diferentes? ¿Qué hizo que algunos países prefirieran el apoyo a los pobres en tanto que otros optaran por los impuestos para pagar las escuelas?

    Las naciones pioneras en la educación generalizada financiada por los impuestos eran a su vez una combinación extraña. ¿Qué tenían los estados autocráticos alemanes en común con Estados Unidos y Canadá, seguidores del laissez faire? ¿Qué atributos tenían ambas clases de países que sesgarían sus preferencias hacia los impuestos para la educación? Ciertamente ninguna ley histórica dictó que las monarquías antidemocráticas alemanas quisieran que todos los niños fueran educados. Es igualmente extraño que el Alto Canadá y los estados no sureños de Estados Unidos hayan votado tan temprano y espontáneamente a favor de mayores impuestos locales. ¿Qué fuerzas promovieron la educación pública generalizada en esos países y no en la Gran Bretaña, el taller innovador del mundo en el siglo XIX? En el capítulo V se presentan algunas respuestas.

    Después, en el siglo XX, el liderazgo en la educación cambió de nuevo, de una forma que requiere una explicación, como la que presentamos en el capítulo VI. En el transcurso del siglo, según la mayoría de las mediciones de insumos y éxitos educativos, Estados Unidos se rezagó y quedó en la mitad de las filas y Alemania cayó hasta la mitad inferior, entre los 20 países de mayor nivel de la OCDE. El rezago no es uniforme, pues Estados Unidos continúa sobresaliendo en el número de años de escolaridad. No obstante, en gastos como proporción del PIB, en profesores por cada 100 estudiantes y en resultados de los exámenes de conocimientos, estos dos líderes definitivamente se han rezagado. Para Alemania, la palabra única que comúnmente se usa para explicar la declinación de la educación (Hitler) no explica la razón de que los niños alemanes tengan una educación poco sobresaliente incluso en los primeros años del siglo XXI. Y ¿cuál es la razón de que la educación en Estados Unidos parezca tan opaca en los niveles primario y secundario, mientras que la educación superior de ese país sigue en el primer lugar en la obtención de empleos bien remunerados y en la exportación de servicios educativos al resto del mundo?

    Interrogantes como éstas requieren una indagación histórica más profunda.

    ¹ En las encuestas entre la opinión pública, como las que se refieren a la conducta al votar, gravar a los ricos para dar transferencias a los pobres es congruentemente más favorecido por las personas de bajos niveles de ingreso que por las de altos ingresos. Aunque las personas sí expresan una razón más general relacionada con el bienestar público para redistribuir el ingreso, sus opiniones pueden explicarse mejor por las diferencias reales y percibidas en sus propios intereses económicos directos que por las diferencias en sus opiniones acerca del bien colectivo.

    ² En este libro es conveniente excluir las pensiones a cuyos fondos contribuye el beneficiario, esto es, las que total o parcialmente se conforman por las sumas pagadas por éste o su patrón. No son una redistribución controvertida de recursos, sino más bien sólo una parte del contrato de trabajo. Por lo tanto, es conveniente excluir las pensiones del gobierno o de los militares de las medidas que empleamos aquí. Esto fue posible en el caso de la información del capítulo VII para 1880-1930 y para la serie de datos de la OCDE correspondientes a 1980-1995. Sin embargo, no fue posible para las pensiones de la OCDE en el periodo 1960-1981, que inevitablemente incluían las pensiones de los empleados públicos.

    ³ Tanto aquí como en la evidencia del capítulo III, esta conclusión excluye ciertas clases de donaciones por considerarlas autoayuda más que una caridad o una redistribución hacia otros. En particular excluye cualesquiera transferencias dentro de las familias o cualquier beneficio pagado por sociedades de ayuda mutua o por asociaciones fraternales de ayuda.

    ⁴ Por supuesto, algunos funcionarios del gobierno recibían pensiones de retiro, y a éstas se les puede llamar públicas en el sentido de que fluían a través del sector gubernamental. No obstante, continuaremos dejándolas de lado por considerarlas solamente una parte del paquete de pagos negociado entre el patrón y el empleado y no como una clase redistributiva de apoyo para los ancianos.

    ⁵ En particular, véase el interesante artículo de David Thomson (1984). Sin embargo, la conjetura de Thomson de que los ancianos recibían un coeficiente más alto de beneficio/salario que en la década de 1980 estaba basada en el supuesto de que todos los ancianos pobres recibían la asistencia que fue registrada como norma para algunos, y por el cambio que hizo Thomson de las clases de tasas salariales con las que se compararon sus beneficios. Como el cambio fue de los trabajadores agrícolas de salarios bajos a los trabajadores industriales de salarios mayores aproximadamente en 1870, su efecto es el de disminuir el coeficiente relativo aparente de la ayuda concedida después de 1870.

    ⁶ En esta nota se presenta un ejemplo numérico del coeficiente probable de apoyo a los beneficiarios ancianos pobres (recuérdese que éstos eran sólo una parte de la población total de ancianos). En Inglaterra y Gales en 1802-1803, las personas mayores de 60 años eran aproximadamente 8% de la población, en tanto que los adultos menores de esa edad representaban 55%, esto es, eran 8/55 = 14.5% de todos los adultos, o 17% 8/(55-8) de todos los adultos menores de 50 años.

    Todos los beneficiarios pobres recibían 2.15% del ingreso nacional en 1802-1803. Esto significaba un coeficiente de apoyo de 16.7%, que es el coeficiente (beneficios/beneficiarios)/(ingreso/adultos) (véase Lindert, 1998, cuadro I.2). ¿Qué nos dice la comparación del apoyo por beneficiario anciano con este coeficiente de apoyo? Si el beneficiario anciano promedio, frecuentemente una viuda, recibía plenamente 2.5 veces el coeficiente de apoyo del beneficiario pobre promedio de cualquier edad, entonces el beneficiario anciano promedio pudo haber recibido 41.75% del ingreso promedio de un adulto. Esto es bajo de conformidad con las normas actuales. Además, se tendría que dividir ese apoyo entre todos los ancianos pobres, o entre todos los ancianos, no todos los cuales recibían ayuda. La generosidad para un anciano pobre del total o para la población anciana total habría caído por debajo de ese 41.75% del ingreso promedio [de los adultos] que habría recibido un anciano comprendido entre los beneficiarios. No se trataba del característico apoyo de una pensión pública en algún país de la OCDE hoy en día.

    ⁷ Smith (1776, pp. 413, 443). Edwin G. West (1970, pp. 98-99) niega que Smith favoreciera la compleja provisión de educación universal por parte del Estado. Si se le toma literalmente y muy limitadamente, la negativa de West es correcta. Smith no buscaba la ayuda del gobierno a una educación compleja, o necesariamente un apoyo directo por escuelas del gobierno o administradas por el gobierno central. Como lo señala West, Smith esperaba que en algunos casos las externalidades pudieran ser tan locales que la ayuda a la educación cubierta mediante impuestos, o incluso la fundamentada en la filantropía, pudiera hacerse a un nivel muy local, aproximándose al extremo privado del espectro. No obstante, para Smith estaba claro que en general se debía recurrir a los impuestos locales, como parece reconocerlo West. Como veremos más adelante en este capítulo y con más detalle en el capítulo VI, todos los países que fueron de los primeros en fomentar la educación siguieron la misma fórmula y emplearon principalmente impuestos locales para lanzar sus grandes programas de educación pública.

    ⁸ Smith (1776, pp. 130-134, 420-434, 443).

    ⁹ Butts (1978, pp. 26-28).

    ¹⁰ Virginia no adoptó un sistema escolar estatal hasta 1870, durante la era de la Reconstrucción (Kaestle, 1983, pp. 8-9, 198-199).

    No todos los padres fundadores de Estados Unidos compartían el apoyo que Jefferson daba a las escuelas primarias basadas en impuestos. Benjamín Franklin estaba a favor de los subsidios a las universidades, pero no le interesaba la educación subsidiada para los pobres (Alexander, 1980, p. 143).

    ¹¹ Para un desglose de las transferencias sociales, antes de 1930, en ayuda a los pobres, compensaciones por desempleo, pensiones públicas, apoyos al sistema de salud pública y subsidios a los programas públicos de viviendas, véase Lindert (1994, cuadro I.1). Estas categorías de gasto separadas se analizan en el capítulo VII para el periodo de la posguerra.

    ¹² Aquí no consideramos que la Alemania imperial haya sido un líder. Como se argumenta en el capítulo VII y en Lindert (1994, cuadro I.1), los famosos programas de seguridad social de Bismarck fueron en gran medida autoseguros de los trabajadores y por lo tanto no constituyeron una gran transferencia social entre las clases con diferentes ingresos. La alta cifra de gastos para Alemania en 1930 corresponde a la República de Weimar, no a la Alemania imperial.

    ¹³ Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 1994, 1996.

    ¹⁴ Ingresos antes de las operaciones con el fisco es una forma breve de la frase más larga los ingresos antes de que los impuestos de este año hayan sido deducidos y que se hayan sumado los pagos netos de transferencias del gobierno.

    ¹⁵ Killingsworth (1983), Burtless (1987), Triest (1990), Moffitt (1992, 2002b).

    ¹⁶ Algunos indicios de un significativo efecto sobre la oferta de mano de obra a través de la mortalidad y la migración pueden encontrarse en Mokyr (1983, pp. 261-274, esp. 272-273).

    ¹⁷ Boyer, 1989.

    ¹⁸ La ausencia de una correlación negativa es incluso más marcada después de hacer otros dos ajustes que correlacionan positivamente las transferencias sociales con el nivel de ingreso por persona:

    1) Deberíamos desplazarnos del empleo convencional del PIB per capita al PIB por hora de trabajo, teniendo en cuenta que los europeos occidentales trabajan menos horas por año. Este ajuste tiene sentido si se evalúa positivamente el tiempo libre de las personas. Muestra lo que se obtiene si evaluamos cada hora del tiempo de una

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