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Vida de Guastavino y Guastavino
Por Andrés Barba
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Andrés Barba recupera aquí toda la audacia y libertad narrativa de maestros del género biográfico en una obra sobre la identidad, la paternidad, y los límites entre la narración histórica y la mera ficción.
En 1881, sin hablar una palabra de inglés y con cuarenta mil dólares procedentes de una estafa de valores, el arquitecto valenciano Rafael Guastavino viaja a Nueva York con intención de patentar allí la técnica medieval de la bóveda tabicada. Pero ese accidentado viaje –que culmina en su participación en edificios tan emblemáticos como Grand Central Station, la catedral de Saint John the Divine o el puente de Queensboro– es algo más que la enésima versión del cliché del «sueño americano». Guastavino es la demostración palpable de hasta qué punto una identidad arquitectónica nacional puede nacer de un modo completamente aleatorio e inesperado.
Andrés Barba recupera aquí toda la audacia y libertad narrativa de maestros del género biográfico como Aubrey, De Quincey, Schwob o Borges en una obra de no ficción especulativa acerca de la identidad, las dificultades de la paternidad y, sobre todo, de los difusos límites entre la narración histórica y la mera ficción a la hora de construir nuestros ídolos nacionales.
Autor
Andrés Barba
Andrés Barba (Madrid, 1975) es autor, entre otros títulos, de las novelas La hermana de Katia (finalista del Premio Herralde), República luminosa (premios Herralde y Frontières y finalista del Gregor von Rezzori) y El último día de la vida anterior (Premio Finestres); los ensayos La ceremonia del porno (coescrito con Javier Montes y Premio Anagrama) y Vida de Guastavino y Guastavino; y los poemarios Crónica natural, Libro de las caídas y Los años frente al puente. Es también traductor, y creador con Alberto Pina de la editorial El cañón de Garibaldi. Su obra se ha traducido a veintidós idiomas.
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Vida de Guastavino y Guastavino - Andrés Barba
Índice
Portada
Nota
Guastavino
I
II
III
IV
V
VI
Guastavino
I
II
III
IV
V
Agradecimientos
Créditos
NOTA
Se puede decir de la biografía lo que decía Borges del barroco: que es un género que agota sus posibilidades y por eso linda con la caricatura. Habría que añadir que su credibilidad no está menos en entredicho. Con el mismo puñado de datos fragmentarios y el pertinente aparato retórico, podrían hacerse múltiples biografías opuestas, todas ellas verosímiles. El biógrafo es siempre un exégeta por su obligación de interpretar lo que admite muchos significados posibles, pero también –y sobre todo– por la de darle a la vida una forma y un sentido que casi nunca tuvieron. Solo una sociedad que nos hace confundir información con sabiduría es capaz de olvidar ese aspecto tan elemental de la narración histórica: el de que no importa cuán documentado esté un texto, toda biografía es inevitablemente una ficción. Puede que este libro sea solo una mentira con respecto a la vida real de Rafael Guastavino (si es que existe tal cosa). Me gustaría, en cualquier caso, que esa mentira mereciera ser verdad.
A. B.
A Roque,
que aprendió a hablar
mientras yo aprendía a escribir este libro
Nueva York no es una ciudad, es una conjetura.
REM KOOLHAAS
GUASTAVINO
I
No sabemos nada y la historia es mentira y el amor no existe, pero a veces basta el miedo, el miedo como el hilo dorado de una fábula, para recuperar todas las realidades perdidas; la verdad, la ciencia, el amor. Por cada gesto bajo sospecha, el miedo engendra una constelación de ciudades posibles. Dadle miedo a alguien capaz de construirlas y tendréis el mundo.
Un par de casualidades y varios accidentes llevan a Rafael Guastavino a Nueva York. Sabemos cómo es su rostro en 1881: la boca tachada por un bigote prusiano, los párpados caídos, la calva incipiente. Lo vieron nuestros bisabuelos, se cruzaron con él en el muelle de Marsella y no lo recuerdan. Algo les llevó a quitarse el sombrero; el traje caro, quizá, o la belleza de la mujer que le acompaña con dos niñas propias a un lado y un niño ajeno al otro, un niño que es como la versión embellecida y diminuta de su padre, algo les llevó a quitarse el sombrero y sin embargo no lo recordaron más, era demasiado normal, demasiado español. Ahora sabemos lo que no sabían nuestros bisabuelos: ese hombre y ese niño se llaman Rafael Guastavino, sabemos que serán encumbrados como los grandes constructores de Nueva York y luego olvidados y finalmente recuperados como el germen de la arquitectura modernista en Norteamérica, sabemos que serán ninguneados como los caraduras que patentaron un sistema de construcción medieval para que nadie pudiera emplearlo sin su consentimiento añadiendo, a lo que todo el mundo había hecho desde el siglo XII, un puñado de cemento Portland o unas cinchas de hierro, los que vendieron una arquitectura ignífuga a un país horrorizado por el fuego, los visionarios que hicieron migrar de continente a todo un sistema de construcción y le otorgaron una dignidad que nunca habría tenido, los genios, los albañiles, los timadores, los hacedores de vinos, los nepotistas, los constructores compulsivos, circunstancias demasiado contradictorias como para ser ciertas o tal vez precisamente lo bastante contradictorias como para serlo, pero no sabemos cómo era ese miedo de Guastavino, el que le hizo embarcar en Marsella rumbo a Nueva York el 26 de febrero de 1881 sin hablar una palabra de inglés y tras una estafa que le impediría volver para siempre, el miedo electrizante que hace que cada vida tenga un rumbo. Es decir, no sabemos nada.
Aunque, bien pensado, puede que el miedo no fuera estrictamente de su competencia. El antropólogo chino Fei Xiaotong escribió una vez que los Estados Unidos de América era el único país sin fantasmas. Tal vez Rafael Guastavino eligió sencillamente Nueva York como mundo sin fantasmas. Un mundo sin fantasmas al que llevar una arquitectura sin fuego.
Se dice que Rafael Guastavino, de segundo apellido Moreno, vio su primer incendio a los dieciséis años, en 1859, en la ciudad de Valencia. No sabemos las circunstancias precisas. Suponemos, porque somos de naturaleza novelesca, que lo hizo asomado entre la muchedumbre. Sabemos que vivía a poca distancia de allí, en la calle Verónica, que su padre era un ebanista descendiente de un fabricante de pianos y que era el quinto hijo de una familia de catorce de la que solo siete llegaron a la edad adulta. El incendio fue en la antigua casa consistorial. Sabemos también cómo es el fuego. En su Traicté du feu et du sel, Vigenère lo describe como «un animal insaciable que devora cuanto experimenta nacimiento y vida, un animal que, tras devorar todo, se devora a sí mismo». Y aunque hemos perdido «el hábito de leer los secretos del libro de la naturaleza» –como decía, un poco pomposamente, el propio Guastavino–, en la masa de las llamas dejamos de leer y empezamos a sentir. Qué extraño saber se apodera de nosotros: de pronto resulta evidente que los edificios resisten o arden hasta los cimientos y caen, como cae esa casa consistorial, que los edificios y los puentes caen como caen las personas, sin que tenga mucho sentido preguntarse qué ha sucedido.
Tal vez en la fábrica de azulejos del arquitecto Monleón, Rafael Guastavino ve también otro fuego, uno inmóvil que se repite sin menguar ni crecer, el fuego del horno de ladrillo. Y también lo ve en la música, en las vetas de la madera del violín. Desea ser músico y luego no, o quizá no completamente, porque sabe que no tiene talento aunque tenga amor. Siempre es así. El fuego de la música se parece al que hunde la casa consistorial, es exigente y comprometedor, sin moraleja. Y también ve el fuego en las bóvedas de su pariente lejano Juan José Nadal, en la curva que se inclina sobre los fieles de la iglesia de Sant Jaume. Lo ve años después en los cuerpos de las mujeres, en la excitación que le provoca llegar a ellas. A veces querría señalar a una en la lonja y tenerla allí mismo, querría que ellas sintieran lo que siente él y que todo fuese expeditivo, que la misma obnubilación que le priva de sentido las privara también a ellas y a los pocos minutos estuvieran los dos resoplando en un callejón. ¿Simple? Puede que sí,
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