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Demografía zombi: Resilientes y redundantes en la utopía neoliberal del siglo XX
Demografía zombi: Resilientes y redundantes en la utopía neoliberal del siglo XX
Demografía zombi: Resilientes y redundantes en la utopía neoliberal del siglo XX
Libro electrónico303 páginas4 horas

Demografía zombi: Resilientes y redundantes en la utopía neoliberal del siglo XX

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El género zombi en el siglo XXI ha evolucionado hasta convertirse en una distopía que da cuenta de la escisión de la población entre redundantes —los que sobran— y resilientes —los que son capaces de resistir. División propiciada por el neoliberalismo, y que comporta además la transformación de los individuos en un proceso de subjetivación basado en la competencia, tomando como modelo el concepto de resiliencia elaborado en la lógica contable de la gestión de empresas. Los muertos vivientes nos arrastran al mundo postapocalíptico, y logran traducir el miedo a caer en la redundancia, planteando al mismo tiempo las bases de una nueva gobernabilidad, a partir del liderazgo y de la representación política donde se reformula el género, la diversidad etnocultural o la orientación sexual. El análisis de la metáfora zombi permite la autopsia de la utopía neoliberal para entender la distopía en la que se ha convertido, que apunta a un desplazamiento hacia el pliegue tanatopolítico. Ese "dejar morir" que implica la redefinición del concepto vida, cuando el poder se plantea la atroz pregunta de ¿a quién se debe salvar?
IdiomaEspañol
EditorialIcaria
Fecha de lanzamiento5 may 2020
ISBN9788498889628
Demografía zombi: Resilientes y redundantes en la utopía neoliberal del siglo XX

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    Demografía zombi - Andreu Domingo

    Agradecimientos

    Prefacio: sombríos oráculos

    En 2008 se publicó la obra Descenso literario a los infiernos demográficos. Distopía y población.¹ En ella se analizaban las novelas que pudiéndose considerar distópicas, es decir en la que se imaginaba el peor de los mundos posibles en un horizonte más o menos lejano, donde la demografía aparecía como la causa principal de la catástrofe. Cuando el texto fue finalizado, la crisis económica aún no había asomado sus orejas. Y en las conclusiones se constataba el declive de las distopías literarias que veían en la evolución de la población una amenaza, y se reemplazaban por otras preocupaciones, entre las que descollaban el cambio climático o el control de la tecnología, especialmente la biotecnología y la genética.

    Así pues, las bautizadas «demodistopías» parecían cosa del pasado, el modo de explicar la emergencia tras la Segunda Guerra Mundial de unas obras de ciencia ficción, dedicadas a alertar sobre los peligros de la explosión demográfica, animadas por científicos como Paul Ehrlich y su Population Bomb, publicada en 1968.² Su continuación durante el resto del siglo xx, y las secuelas cinematográficas de las novelas más vendidas, que tuvieron un repunte con la crisis de los años setenta, constituían una buena guía de los cambios demográficos, desde la caída de la fecundidad al envejecimiento de la población que ha caracterizado lo que ha venido a llamarse «Segunda transición demográfica», y justo en el inicio del tercer milenio, la aceleración de las migraciones a nivel internacional que han acompañado la globalización.

    En el apartado «demograficción», con el que concluía el ensayo, jugaba a adivinar las condiciones de un futuro distópico en materia de población: la renovación de los miedos al crecimiento demográfico, y la involución en la gobernabilidad, en el intento de acabar con el proceso de igualación de los sexos, en limitar el crecimiento de la esperanza de vida, del derecho a la educación y la presión sobre la migración y sobre los inmigrantes, teniendo en cuenta que los jóvenes iban a ser progresivamente más escasos en algunas regiones, lo mismo que las mujeres lo resultarían para otras, debido al descenso generalizado de la fecundidad y a la selección de los sexos antes del nacimiento, respectivamente. Lo que entonces llamé la «utopía neoliberal». He de confesar con todo, que esa transformación me parecía tan torva como poco probable. ¿Íbamos a echar por la borda esas conquistas democráticas, certificadas por la transición demográfica? ¿Volvería a asustarnos el fantasma demográfico?

    Con la llegada del nuevo milenio, en el año 2000, la población mundial alcanzó los 6.000 millones de habitantes, en 2011, se rebasaron los 7.000 millones, estimando que alrededor de los años ochenta de este siglo se estabilizaría en el límite de los 10.000 millones. Al hacerse eco de esa progresión, y debido al incremento de la incertidumbre que ha traído la crisis económica a nivel planetario, empezaron a oírse voces cada vez más inquietantes. Ya no se proyectaba solo la creación literaria, lo que empezaba a ser preocupante era que, con demasiada frecuencia, esos sombríos oráculos se pronunciaban abiertamente desde el mundo de la política y del de la ciencia. Así, en enero de 2012, el informe de riesgos globales presentado en el Fórum Económico Mundial de Davos, al exponer las tendencias más alarmantes (y según ellos más probables) que podían afectar el futuro, bajo el epígrafe de «Semillas de distopía», incluía la evolución demográfica como una de ellas, tanto en el volumen y crecimiento de la población, como en la estructura por edad y la dinámica para diferentes regiones mundiales. El año siguiente, en enero de 2013, el ministro japonés Taro Aso, apelando al patriotismo, pedía en la televisión a la población anciana de su país que se apresurara a morir para, de este modo, aliviar la creciente carga sobre las pensiones y el gasto sanitario. El mismo mes, el naturalista David Attenborough, famoso por su aparición en documentales sobre la naturaleza, hacía unas impactantes declaraciones advirtiendo que «los humanos somos una plaga sobre la Tierra», e instando a controlar el crecimiento de la población mundial, siguiendo la tesis difundida apenas dos años antes,³ posición por otra parte nada novedosa desde un ecologismo empeñado en ser el último bastión del maltusianismo. Tan solo unos meses más tarde, la fao sacaba a la luz un informe sobre el consumo de insectos exhibido por los medios de comunicación como una propuesta para combatir el hambre y atenuar así la presión que el crecimiento de la población ejerce sobre los recursos disponibles.⁴ Antes de acabar el año, la literatura reflejaba una vez más ese clima, y se publicaba Inferno, novela del escritor Dan Brown, una demodistopía en toda regla, donde se tomaba partido por la masiva esterilización de la humanidad, cuya versión cinematográfica fue estrenada en el año 2016 bajo la dirección de Ron Howard y con la actuación estelar de Tom Hanks. A partir de 2014, las distopías volvieron con más fuerza, alentadas por los sombríos parajes que anunciaba la crisis económica, y el desmoronamiento de estructuras e ilusiones que la acompañaban. En enero de 2015, coincidiendo con los atentados en Francia contra el semanario satírico Charlie Hebdo, perpetrados en nombre del fundamentalismo islámico, se promocionaba Soumission, de Michel Houellebecq, que además de inspirarse de la fuente de la distopía de Anthony Burgess 1985,⁵ donde imaginaba una Gran Bretaña dominada por un sindicalismo inoperante a punto de caer en manos del islamismo, en su apelación a la demografía podía ser considerada una actualización de los argumentos eugenésicos defendidos a principios del siglo xx por el filósofo Bertrand Russell (aunque en este caso era el prejuicio anticatólico y no la islamofobia el que animaba el temor a la substitución étnica)⁶ ¿Qué estaba ocurriendo?

    La incertidumbre provocada por la crisis económica ha ido acompañada de una acumulación de paradojas que nos ha empujado a la perplejidad al constatar de qué manera la respuesta política, aplicada frecuentemente, ahondaba en las mismas causas que nos habían precipitado a la recesión. ¿Quién no se ha preguntado con estupor cómo era posible que tras la crisis financiera que siguió al estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 se siguiera insistiendo en los discursos desregularizadores que se encontraban en la raíz de dicha crisis? O, en otro ámbito, ante la llamada «crisis de los refugiados», desencadenada por la ineficiente política migratoria de la Unión Europea, ¿quién no se ha pasmado frente a la lentitud en la toma de decisiones y su lamentable final, que ha incrementado la misma línea política basada en la externalización del control de fronteras, premiando a un régimen en plena deriva autoritaria como el turco bajo Erdogan, que había estado implicado en la avalancha de refugiados del verano de 2015 que ahora se quería detener? Esos contrasentidos dejan de serlo si entendemos la manera en que las catástrofes han pasado de ser un riesgo convertido en oportunidad, a un efecto buscado para imponer las mismas directrices políticas que muchas veces se encuentran entre sus motivos iniciales. El triunfo del Brexit en el referéndum del 23 de junio de 2016, con la necesidad de restringir la inmigración como estandarte de su campaña, pero también de luchar contra la «superpoblación» del Reino Unido postulada por grupos de presión favorables a la salida de la ue, como «Population Matters»,⁷ y apenas cinco meses después la victoria de Donald Trump el 8 de noviembre del mismo año, con una decidida política antiinmigatoria que hace retroceder al país a la situación anterior a 1965, han empujado a parte de los movimientos sociales y a la intelectualidad a creer que nos aproximamos a una situación crítica donde muchos siguen autoengañándose, negando el ascenso del totalitarismo, de modo similar a lo que ocurrió en los años precedentes a la Segunda Guerra Mundial. El repunte de las ventas en Estados Unidos de la distopía 1984 de George Orwell,⁸ semanas después de la toma de posesión de la presidencia por el candidato republicano y la popularidad del concepto de la «posverdad» tras su inclusión en la última versión del Diccionario de Oxford (asimilada a la orwelliana «Novolingua»), parece responder a esa inquietud. Otros prefieren seguir pensando que se trata del trasnochado gusto gótico de una izquierda desnortada, que ha abrazado el milenarismo como último recurso, obviando la mejora sin precedentes de los niveles de prosperidad y paz globales, siguiendo los dictados de Davos.⁹

    ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Esta ha sido la pregunta inicial que he intentado responder en este nuevo ensayo, por lo que me dispuse a analizar el discurso de políticos y científicos que habían abordado la evolución de la población en el nuevo milenio desde una perspectiva distópica. A diferencia del anterior, la exposición no se ha articulado mediante la óptica histórica, se ha priorizado la producción del siglo xxi. Ello no ha impedido retroceder al pasado cuando se ha considerado que la comprensión genealógica lo exigía, de modo que se han focalizado unos períodos clave, mientras que el resto ha quedado en las brumas que rodean la senda que me ha impulsado a reflexionar sobre el papel de la sociedad de mercado en el proceso de creación y catalogación de poblaciones. Durante la investigación descubrimos cómo el género zombi, en su transformación y popularidad en el nuevo milenio, resultaba el reflejo de ese cambio radical en la organización social y sus expectativas de futuro, que empezaba con la categorización de la población entre resilientes y redundantes. Pese al escepticismo que despiertan los estudios culturales en la demografía como disciplina científica, y al descrédito de la acusación de frikismo que suscitan en el mundo académico en general, defendemos que el análisis de las producciones sobre muertos vivientes como demodistopía nos permite entender la metamorfosis en la que nos encontramos inmersos. Escabroso camino que me ha conducido a unas tan inesperadas como lúgubres conclusiones sobre la construcción de esa realidad en lo imaginario social. Pero ya se sabe que una cosa son las intenciones que uno tiene al emprender una nueva investigación y otra muy distinta es cómo se acaba.

    Se ha organizado este ensayo en tres partes. En la primera, Regreso al futuro demodistópico, se expone la tesis que explica por qué las distopías sobre la población, con el triunfo de las políticas neoliberales en el nuevo milenio, no solo han vuelto a campear en el terreno de la creación artística, sino que contaminan los horizontes políticos y científicos. En la segunda parte, La metáfora zombi, se analiza el género de los muertos vivientes durante el tercer milenio. Tomado como modelo ejemplar de la translación al imaginario social de los cambios que, en la población y respecto a uno mismo, ha impuesto el neoliberalismo en la subjetivación. Lo que constituye una forma popular de explorar el fondo de esas mutaciones, basadas en la creación de redundancia, y en la resiliencia, y esboza un principio de geografía y demografía postapocalípticas. Por último, en la tercera parte, El pliegue tanatopolítico, resumimos las principales aportaciones y apuntamos posibles evoluciones, para finalizar defendiendo que lo que está ocurriendo es el desplazamiento de la biopolítica a la tanatopolítica, y ello en el seno de una sociedad que se obliga al positivismo, a la eterna sonrisa optimista. O eso simula.


    1. Domingo, Andreu (2008), Descenso literario a los infiernos demográficos. Barcelona: Anagrama.

    2. Ehrlich, P. R. (1968), The Population Bomb. Nueva York: Sierra Club.

    3. Attenborough, David (2011) «This Heaving Planet». New Statesman, 27.

    4.

    fao

    (2013), Edible Insects. Future Prospects for Food and Feed Security. Rome: Food and Agricultural Organisation of the United Nations.

    5. Burgess, Anthony (1978), 1985. Boston: Little, Brown and Company.

    6. Russell, Bretrand (1916), «El matrimonio y el problema de la población». En Russell, Bertrand (1993), Sobre la ética, el sexo y el matrimonio. Barcelona: Alcor, pp. 443-461.

    7. Gietel-Basten, Stuart (2016), «Why Brexit? The Toxic Mix of Immigration and Austerity». Population and Development Review 42 (4): 673-680.

    8. Orwell, George (1949) Nighteen Eighty-Four. Londres: Harwill Secker.

    9. World Economic Forum (2017), Global Risks, 2017. Ginebra: World Economic Forum.

    PARTE I

    REGRESO AL FUTURO DEMODISTÓPICO

    I. La evolución de la población como Riesgo Global

    Para entender el discurso demodístópico en el siglo xxi en el campo científico y político es imprescindible referirnos a la propia construcción de la demografía como riesgo global, de su crecimiento, de su estructura —el envejecimiento—, y de su dinámica —especialmente las migraciones—. Lo que nos obliga a relacionar los cambios y continuidades en la percepción de esa evolución de la población dentro del marco de la «sociedad del riesgo». El sociólogo alemán Ulrich Beck es quien en 1986¹⁰ acuñó el término para explicar la fase de la modernidad en la que la gobernabilidad está marcada por la construcción política del riesgo, y su gestión. Hasta cierto punto la enunciación teórica llega cuando ese concepto se va a ver profundamente alterado debido, entre otras circunstancias, a la aceleración del proceso de globalización, como el propio autor explicará en sus obras posteriores.

    La sociedad del riesgo: de la prevención a la resiliencia

    Transformaciones en la sociedad del riesgo global

    Cuando en 1986 Ulrich Beck formulaba su teoría, la prevención era el elemento clave para entender la gobernabilidad como gestión del riesgo. Lo hacía con las miras puestas en una distribución más equitativa entre ciudadanos y Estado de los costes que podían ocasionar aquellos fenómenos interpretados como posibles elementos de inseguridad, como por ejemplo: la salud, el trabajo u otras circunstancias personales o de índole general. El Estado, en su papel de garante de la seguridad, asumía la contención previsora y la distribución de las consecuencias y de los gastos derivados de las decisiones individuales, haciendo a su vez partícipe al individuo de su prevención. Esta concepción resulta la culminación de un proceso de internalización del riesgo que empieza con la industrialización y que, tras someter a la naturaleza y proceder a la desacralización de la catástrofe, convierte a la sociedad misma en una suerte de aseguradora ante los riesgos que provoca su desarrollo. El accidente, esencialmente el laboral, pero con él los demás riesgos, se inscribe entonces dentro de las relaciones sociales y de la interdependencia de las sociedades humanas.¹¹ El mismo Beck afirmaría, mucho más tarde, siguiendo el Principio de esperanza publicado en1959, del filósofo Ernst Bloch,¹² que el despliegue de su teoría del riesgo llevado a sus últimas consecuencias en el Estado de bienestar implicaba un horizonte utópico.¹³ Desprendiéndose de esa concepción, se define la población vulnerable como aquella que se encuentra en riesgo (individuos o colectivos), sobre la que se habrá de intervenir de forma preventiva.

    El neoliberalismo, como ideología de mercado,¹⁴ que precisamente en los años ochenta inicia una ofensiva para desmantelar el Estado de bienestar, lo hará en primer lugar cuestionando la redistribución de responsabilidades y costes entre el individuo y el Estado. Esa redistribución será puesta en solfa por el mismo concepto de «gobernanza» desarrollado poco más tarde, con la aspiración de reducir la intervención del Estado para posibilitar la conciliación entre el sector público y los agentes privados. La acusación de paternalismo (al Estado) y la culpabilización de los individuos, en nombre de la «adicción o excesiva dependencia del Estado de bienestar», en definitiva de su abuso, para hacerles asumir progresivamente una mayor parte de los costes —el ejemplo más característico es la propuesta de limitación de derechos sanitarios sujeta a los (malos) hábitos de las personas—, constituirán las dos campañas más notorias a este respecto. El sustancioso objetivo: la privatización de los servicios públicos.

    La catástrofe y el riesgo siguen de este modo asociándose a la culpa individual y colectiva. En ese sentido se acercan a los valores premodernos y sacralizados que querían ver en la catástrofe un castigo divino por el comportamiento pecaminosos de los sujetos, y que necesitaban de ritos expiatorios. Sin embargo, ese discurso inculpatorio persiste en la «racional» sociedad del riesgo, que hace responsables a los ciudadanos de malos cálculos o de obrar ignorando el cálculo de probabilidades que supone el riesgo.

    No será hasta finales del siglo xx que ese cambio definitivo conducirá a un desplazamiento de la concepción de la sociedad del riesgo, que culminará con la reciente crisis económica, abriéndose camino la transformación del Estado de bienestar en «la inversión Social del Estado», y que en Europa se ha presentado como la tabla de salvación en la tempestad de la globalización que amenaza con hacerla naufragar. En consecuencia, como sintetiza Laura Bazzicalupo, a partir de entonces:

    La única verdadera política social es la búsqueda del fin, el crecimiento económico, favorecido por la intervención del Estado […] no se interviene sobre los mecanismos del mercado, sino sobre las condiciones sociales para que los mecanismos competitivos puedan desarrollar el rol regulador.¹⁵

    Consecuentemente, con el triunfo del discurso neoliberal defendido por Milton Friedman,¹⁶ la función del Estado deja de ser la protección del ciudadano frente a las desigualdades generadas por el mercado, para adoptar la protección del mercado como fin último. Esa transformación conlleva que de la ayuda universal entendida como un derecho de los ciudadanos se pase a una ayuda selectiva a ciertos segmentos de la población, a partir de criterios sobre el interés y la eficacia de esa inversión. La vulnerabilidad se ve sustituida por la pauperización.¹⁷ Asimismo se ha defendido que esa eventualidad se acompaña de una visión positiva: asumir riesgos formará parte desde ahora de una nueva percepción donde la seguridad ya no depende de la minimización de los riesgos sino de su aceptación, ya que son vistos como oportunidades.¹⁸ Como François Walter apunta al analizar la modificación de los conceptos de catástrofe y de riesgo, gracias a la teoría de los juegos de Johannes von Newman, quien muestra que la incertidumbre tiene su origen en las relaciones con los demás, es posible desarrollar estrategias de mitigación. Es entonces cuando el riesgo puede ser integrado como oportunidad más que como peligro.¹⁹

    El geógrafo Ash Amin²⁰ clasificó ese proceso operado durante la primera década del siglo xxi como el desplazamiento de la «prevención» a la «resiliencia». Entendiendo por resiliencia la capacidad de un individuo, población o sistema complejo de resistir o volver a un nuevo equilibrio tras el impacto de un fenómeno de carácter catastrófico que lo pone a prueba. De este modo, en vez de situarnos en la economía del bienestar que perseguía el progreso económico y la redistribución equitativa de sus beneficios y costes, tal y como propugnaba Ulrich Beck, la nueva lógica neoliberal considera las poblaciones y los individuos desde el punto de vista más estrecho de su contribución a la competencia mundial y de su coste. Se pasa de la lucha por la reducción de la vulnerabilidad a una muy distinta que pretende crear o aumentar la resiliencia. No es lo mismo, ya que ni las intervenciones ni las poblaciones a las que se dirigen son necesariamente las mismas. Ese discurso que se apropia de tradiciones políticas completamente opuestas, tanto en la definición de la «sociedad del riesgo», como de la idea de «resiliencia», ahonda en la línea de la desregularización iniciada con la crisis de 1973, pero llevando mucho más allá los mecanismos a través de los cuales los sujetos asumen ese nuevo horizonte. La primacía de la «resiliencia» implica que el peso de la carga del riesgo se deposita casi exclusivamente en el plato de la balanza del individuo, ratificando el paso del sistema del wellfaire al del workfaire. Un sistema en el que el sector público tiene por misión dotar al trabajador de las herramientas necesarias para que sea él, y bajo su única responsabilidad, el que haga frente a las crisis y gestione su carrera, sus riesgos y su seguridad económica.²¹ La idea de resiliencia incluye en definitiva la asunción de la co-producción de bienestar y seguridad, que está implícita en la contractualización de la relación entre el demandante de recursos y quien los suministra, como sugirió Robert Castel.²² En la sombra quedaría el desarrollo del «puño de hierro» del Estado penal, que tiene por misión compensatoria contener el desajuste que introduce la difusión de la inseguridad social, como advierte Loïc Wacquard,²³ así como la maleabilidad del individuo frente a los poderes estructurados, según infiere Laura Bazzicalupo,²⁴ a propósito de la industria farmacéutica, por ejemplo.

    A la aceptación de ese desplazamiento de la prevención a la resiliencia habría contribuido la sucesión de fenómenos naturales y sociales captados como catástrofes, empezando por los ataques terroristas (en Nueva York el 11 de septiembre de 2001; en Madrid el 2004 y en Londres el 2005), catástrofes naturales (tsunami que arrasó las costas del sudeste asiático en diciembre de 2004, el huracán Katrina en agosto de 2005 en Nueva Orleans, la erupción del volcán islandés de abril de 2010, y la crisis nuclear provocada por el azote del litoral japonés de un tsunami en marzo de 2011), a las que podríamos añadir los brotes de gripe aviar entre 2004 y 2006, juntamente con los efectos de la crisis del sistema financiero con la caída de Lehman Brothers en 2008. Los períodos de crisis en sí mismos son conceptualizados como una oportunidad para introducir y profundizar en las políticas desreguladoras y de privatización, cuya meta es convertir los servicios del Estado en un yacimiento para el capital, dando un nuevo sentido al concepto de Schumpeter sobre «la destrucción creativa» del capitalismo —volveremos sobre ello en el próximo capítulo—. Es el proceso que Naomi Klein²⁵ ha llamado doctrina del Shock, y que fue perfeccionándose desde el laboratorio que significó el programa económico aplicado por la dictadura pinochetista en los años setenta del siglo xx inspirado por Milton Friedman y la Escuela Económica de Chicago, a la aplicación de políticas de «ajuste estructural» en la Unión Europea, defendida por el Fondo Monetario Internacional, siguiendo esa doctrina.

    La amenazante ascensión de la catástrofe

    Ante la multiplicación de los riesgos y asumiendo su corta predictibilidad, la nueva perspectiva los reconoce como inevitables, otorgándoles su carácter de catástrofe, adoptando estrategias de minimización y mitigación en vez de prevención y evitación. La «seguridad» sigue, en cambio, apareciendo como eje vertebrador del discurso. A diferencia del riesgo, la catástrofe no puede ser ni prevenida, ni neutralizada o contenida, introduciendo una nueva aproximación al tema de la seguridad. ¿Cómo actuar ante lo imprevisible, ante lo que no sabemos que desconocemos? El paso del desastre a la catástrofe es un marcador de intensidad, pero al mismo tiempo del tratamiento que va a recibir de «la escenificación política» necesaria en la conceptualización del riesgo. Introduce la idea de discontinuidad, a la vez que se sitúa en el límite de nuestro conocimiento. La ignorancia de lo desconocido se ha convertido en un campo de intervención sobre la seguridad diferente del suscitado por el simple riesgo. La planificación de emergencias en el sector privado, y su

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