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El autobús de la miel: Las memorias de una niña salvada por las abejas
El autobús de la miel: Las memorias de una niña salvada por las abejas
El autobús de la miel: Las memorias de una niña salvada por las abejas
Libro electrónico349 páginas5 horas

El autobús de la miel: Las memorias de una niña salvada por las abejas

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Información de este libro electrónico

La historia arranca el día en que, tras una pelea brutal entre sus padres, deciden separarse y la madre se va a casa del abuelo, descendiente de una tribu india. El libro es el viaje real de la autora, May, llegando al corazón de una colmena para encontrarse a sí misma y la idea de familia, trabajo, esfuerzo y la colectividad que le negaron sus padres, siempre peleándose. Ella terminará aprendiendo la generosidad y la resistencia de una fuente bastante inesperada: las abejas que su abuelo y líder guarda en Big Sur. Estas memorias revelan las lecciones, treinta años después, de vida que aprendió con su abuelo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2019
ISBN9788417893774
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    El autobús de la miel - Meredith May

    Malpaso-Tapas_EADLM_Elegida.jpg

    «Así trabajan las abejas, criaturas que por ley natural le enseñan el arte del orden a los reinos de la gente.»

    William Shakespeare, Enrique V

    Prólogo

    Enjambres

    1980

    La temporada de enjambres siempre llega por teléfono. El teléfono rojo de disco cobraba vida todas las primaveras cada vez que las personas llamaban frenéticas para reportar abejas en sus paredes, en sus chimeneas o en sus árboles.

    Vertía la miel del abuelo sobre mi pan de maíz cuando él salió de la cocina con esa sonrisa pícara que indicaba que otra vez habríamos de dejar enfriar nuestro desayuno. Yo tenía diez años y había atrapado enjambres con él por casi media vida, así que sabía lo que seguiría a continuación. Engulló su café de un sorbo y se limpió el bigote con el brazo.

    —Nos conseguí uno más —dijo.

    Esta vez la llamada provenía de un racho de tenis privado, aproximadamente a kilómetro y medio de Camel Valley Road. Al sentarme en el asiento del copiloto en su camioneta destartalada, pisó ligeramente el pedal para darle aliento y revivirla. El motor al final encendió y salimos rechinando de la cochera, revolviendo una nube de terracería detrás de nosotros. Zumbó al pasar por los letreros del límite de velocidad, los cuales, me enteré al viajar con la abuela, indicaban que debía ir a cua­renta. Debíamos darnos prisa para atrapar la plaga, pues a las abejas podía ocurrírseles volar hacia otro lugar.

    El abuelo bajó al club de tenis y se detuvo derrapando cerca de una barda de ganado. Recargó su hombro contra la puerta cerrada y la abrió con un rechinido. Nos acercamos hacia un pequeño ciclón de abejas, una mancha de tinta que rugía en el cielo, que se mecía de izquierda a derecha como una bandada. Mi corazón se aceleró con ellas, aterrado y absorto por igual. Parecía que el aire latía.

    —¿Por qué hacen eso? —grité por encima del ruido.

    Mi abuelo se arrodilló y se inclinó hacia mi oreja.

    —La reina dejó la colmena porque estaba demasiado llena por dentro —me explicó—. Las abejas la siguieron porque no pueden vivir sin ella. Es la única en la colonia que pone huevos.

    Asentí para mostrarle al abuelo que había entendido.

    El enjambre ahora volaba cerca de un castaño. Cada tantos segundos un puñado de abejas salía disparado del grupo y desaparecía entre las hojas. Me acerqué y miré hacia arriba para observar cómo se juntaban en una rama, junto a una pelota del tamaño de una naranja. Más abejas se unieron al racimo hasta que creció para formar un balón de básquet que palpitaba como un corazón.

    —La reina se detuvo ahí —dijo el abuelo—. Las abejas la protegen.

    Cuando las últimas abejas llegaron al grupo, el aire nuevamente se quedó quieto.

    —Ve y espérame cerca de la camioneta —susurró. Me recargué en la defensa delantera y lo vi subir por una escalera hasta que quedó cara a cara con las abejas. Docenas de ellas caminaron por sus brazos desnudos mientras él serruchaba la rama con una sierra. Justo en ese momento un jardinero encendió una podadora, espantó a las abejas y volvieron a volar aterrorizadas. El zumbido ascendió a un quejido punzante y las abejas se juntaron en un círculo más estrecho y más rápido.

    —¡Maldita sea! —escuché al abuelo quejarse.

    Le gritó al jardinero y la podadora lentamente se apagó. Mientras mi abuelo esperaba a que el enjambre regresara al árbol, sentí que algo se arrastraba en mi cabeza. Levanté el brazo y toqué pelusa, y luego sentí que unas alas y unas piernas diminutas golpeteaban mi cabello. Me sacudí para espantar a la abeja pero solo se enredaba y alebrestaba más, su zumbido subió al alto tono de un taladro de dentista. Tomé mucho aire para prepararme para lo que sabía que vendría. Cuando la abeja hundió su aguijón en mi piel, el ardor corrió en línea recta de mi cuero cabelludo hasta mis molares, lo que me hizo apretar la quijada. Frenética, volví a buscar en mi cabello, y ahogué un grito al descubrir que otra abeja paseaba en mi cabeza, luego otra; mi alarma formaba, desde mis costillas, un radio externo cada vez más amplio conforme sentía más bultos peludos que los que lograba contar, un pequeño escuadrón de abejas luchando con un terror equivalente al mío.

    Luego percibí el aroma a plátanos, aroma que emiten las abejas para pedir refuerzos, y supe que me encontraba bajo ataque. Sentí otra aguda punzada en mi cabeza seguida de un piquete atrás de mi oreja, y me puse de rodillas. Me desmayaba o quizá rezaba. Creía que moría. En cuestión de segundos, el abuelo tenía mi cabeza en sus manos.

    —Intenta no moverte —dijo—. Tienes unas cinco más ahí. Las sacaré todas pero es posible que te piquen de nuevo.

    Otra abeja me apuñaló. Cada punzada magnificaba el dolor hasta el punto de sentir que mi cabeza se incendiaba, pero sujeté la llanta de la camioneta y me aferré a ella.

    —¿Cuántas más? —susurré.

    —Solo una más —respondió.

    Cuando todo acabó, el abuelo me cargó en sus brazos. Descansé mi cabeza palpitante en su pecho musculoso, resultado de toda una vida de cargar cajas de veintitrés kilos de colmenas llenas de miel. Colocó suavemente su mano callosa sobre mi cuello.

    —¿Se te está cerrando la garganta?

    Le demostré cuánto podía inhalar y exhalar. Sentía mis labios extrañamente tintineantes.

    —¿Por qué no me gritaste? —preguntó.

    No tenía una respuesta. No sabía.

    Las piernas me temblaban, y dejé que el abuelo me cargara a la camio­neta y me colocara en el asiento de atrás. Las abejas me habían picado antes, pero nunca tantas al mismo tiempo, y el abuelo se preocupó por que mi cuerpo entrara en shock. Si mi rostro se hinchaba, me dijo, tendría que acudir a la sala de emergencias. Esperé con instrucciones de tocar el claxon si no lograba respirar. Mientras tanto él terminaría de serruchar la rama. Sacudió a las abejas para que se metieran a una caja blanca de madera y las llevó a la plataforma de la camioneta mientras yo tocaba y revisaba los bultos ardientes de mi cabeza. Estaban apretados y duros y parecía que se estaban agrandando. Me preocupaba que muy pronto toda mi cabeza se hinchara como una calabaza.

    El abuelo se apresuró hacia la camioneta y encendió el motor.

    —Solo un minuto —dijo poniendo mi cabeza en sus manos y explorando mi cuero cabelludo con sus dedos. Hice gestos por el dolor, segura de que me apretaba la cabeza con canicas.

    —Faltó una —dijo, pasando su uña sucia de lado a lado por mi cabeza para remover el aguijón. El abuelo siempre decía que sacar el aguijón al apretar el pulgar y el dedo índice era la peor forma de hacerlo, pues empuja todo el veneno hacia dentro de ti. Extendió la palma para mostrarme el aguijón adherido y una bolsa de veneno del tamaño de un alfiler—. Y sigue —dijo apuntando al órgano blanco que se doblaba y bombeaba veneno sin percatarse de que ya no se requerían sus servicios. Era asqueroso y me hizo pensar en los pollos que corren sin cabeza, y arrugué la nariz. Lo sacó por la ventana con su dedo y luego volteó hacia mí con una mirada satisfecha, como si acabara de mostrarle mi boleta de calificaciones con puros dieces.

    —Fuiste valiente. No entraste en pánico ni nada.

    Mi corazón se volcaba en mi pecho, orgullosa de mí por haber dejado que me picaran las abejas sin gritar como una niña.

    Ya en casa, mi abuelo añadió la caja de abejas a su colección de media docena de colmenas a lo largo de la cerca trasera. El enjambre ahora era nuestro, y pronto se establecería en su nueva casa. Ya las abejas salían disparadas de la entrada y volaban en círculos pequeños para explorar los alrededores, para aprenderse de memoria los puntos de referencia. Al cabo de unos cuantos días producirían miel.

    Al ver a mi abuelo verter agua azucarada en un frasco para ellas, pensé en lo que dijo sobre las abejas que persiguen a la reina porque no pueden vivir sin ella. Hasta las abejas necesitan a su madre.

    Las abejas del club de tenis me atacaron porque la reina había huido de la colmena. Se encontraba vulnerable e intentaban protegerla. Mortificadas hasta la locura, se lanzaron contra lo más cercano que pudieron encontrar: yo.

    Quizá por eso fue que no grité. Porque lo entendí. Las abejas a veces actúan como las personas. Tienen sentimientos y se asustan. Puedes ver que esto es cierto si te quedas muy quieta y observas cómo se mueven, date cuenta si fluyen juntas, suaves como el agua, o si corren por la colmena temblorosas como si sintieran comezón por doquier. Las abejas necesitan el calor familiar; sola, una abeja seguramente no sobreviviría la noche. Si su reina muere, las abejas obreras corren frenéticas por la colmena, buscándola. La colonia se mengua y las abejas se desaniman y se deprimen. Merodean por la colmena lentamente en vez de recolectar néctar. Matan el tiempo antes de que el tiempo las mate a ellas.

    Yo reconocía esa persistente necesidad de una familia. Un día tuve una pero de la noche a la mañana se había ido.

    Poco antes de cumplir los cinco, mis padres se divorciaron y de pronto me encontraba en la costa opuesta, en California, arrinconada en una habitación con mi madre y mi hermano menor en la casita de mis abuelos. Mi madre se metió bajo las cobijas hacia un maratón de me­lancolía mientras que mi padre nunca más fue mencionado. En el silencio vacío que le siguió, yo luchaba por entender lo que había sucedido. Conforme crecía mi lista de preguntas, me preocupaba saber quién me las respondería.

    Comencé a seguir a mi abuelo por todos lados, me subía a su camioneta por las mañanas y lo acompañaba a trabajar. Así comencé mi formación en los patios de abejas de Big Sur, donde aprendí que una colmena giraba en torno a un principio: la familia. El abuelo me enseñó el idioma secreto de las abejas, cómo interpretar sus movimientos y sus sonidos, y a reconocer los diferentes aromas que lanzan para comunicarse con sus compañeras. Sus cuentos sobre las conjuras shakespearianas de las colonias para derrocar a la reina y a su jerarquía de puestos de trabajo me transportaron a un reino secreto cuando el mío se volvía demasiado difícil.

    Con el tiempo, entre más descubría del íntimo mundo de las abejas, más sentido le dotaba al mundo exterior de las personas. Conforme mi madre se hundía cada vez más en la desesperación, mi relación con la naturaleza se hacía más profunda. Aprendí que las abejas se cuidan unas a otras y que trabajan duro, que toman decisiones democráticas sobre dónde buscar alimento y cuándo formar un enjambre, y que hacen planes. Hasta sus aguijones me enseñaron a ser valiente.

    Gravité hacia las abejas porque sentí que una colmena contenía sabiduría antigua para enseñarme las cosas que mis padres no podían. Es de la abeja, una especie que ha sobrevivido los últimos cien millones de años, de quien aprendí a perseverar.

    Uno

    CAMINO DEL VUELO

    Febrero de 1975

    No alcancé a ver quién lo lanzó.

    El molinillo de pimienta voló de un extremo a otro de la mesa del comedor formando un arco fatal hasta aterrizar en el piso de la cocina con una explosión de balines negros. O mi madre intentaba matar a mi padre o viceversa. Con una mejor puntería hubieran podido lograrlo, pues era uno de esos molinillos pesados de madera, más largo que mi antebrazo.

    Si tuviera que adivinar, diría que fue Mamá. Ya no lograba soportar el silencio de su matrimonio, así que llamó la atención de Papá lanzando lo que tuviera a su alcance. Arrancó las cortinas de las varillas, lanzó los bloquecitos de Matthew hacia las paredes y azotó los platos contra el piso para asegurarse de que supiéramos que iba en serio. Era su manera de rehusarse a ser invisible. Funcionó. Aprendí a mantener la espalda contra el muro y a tener los ojos sobre ella en todo momento.

    Esta noche, su furia contenida radiaba de su cuerpo en ondas, convertía su piel de alabastro en un rosa brillante. Un miedo conocido se asentó en mi estómago mientras contenía la respiración y estudiaba el patrón del papel tapiz de hojas de hiedra enrolladas en ollas de cobre y rodillos, temeroso de que el más mínimo ruido que yo provocara redirigiera el ardiente rayo blanco invisible entre mis padres y dejara una bola de humo donde antes estaba una niña de cinco años. Reconocí la calma antes de la tormenta, la pausa momentánea de utensilios levantados antes del encontronazo verbal. Nadie se movía, ni siquiera mi hermano de dos años, congelado a medio cereal en una silla alta. Papá bajó su tenedor con tranquilidad y le preguntó a Mamá si pensaba recoger el de­sorden.

    Mamá soltó su servilleta sobre la comida que seguía sin tocar; otra vez cenábamos chop suey americano: una mezcolanza económica de sopa de coditos, carne molida y cualquier vegetal enlatado que tuviéramos, revueltos con salsa de tomate. Ella prendió un cigarro, larga y lentamente, y luego echó el humo en dirección a Papá. Yo esperaba que él tomara un curso normal de la acción, que desdoblara su largo cuerpo de la silla y desapareciera hacia la sala de estar y le subiera tan alto a los Beatles que ya no pudiera escucharla. Pero esta noche simplemente se quedó sentado, con los brazos cruzados, sus ojos negros viendo hacia Mamá a través del humo. Ella dejó caer las cenizas a su plato sin interrumpir su mirada. Él la vio, el asco se dibujó en su rostro.

    —Prometiste dejarlo.

    —Cambié de opinión —dijo, inhalando con tanta fuerza que podía escuchar crujir el tabaco.

    Papá golpeó la mesa y los cubiertos resonaron. Mi hermano se sobresaltó, luego su labio inferior se enrolló hacia abajo y su respiración se agitó mientras se preparaba para un llanto de cuerpo completo. Mamá de nuevo exhaló en dirección a Papá y entrecerró los ojos. Mis nervios saltaron como una gota de agua en un sartén mientras bajo la mesa yo golpeaba nerviosamente los dedos contra mis muslos, contando los segundos mientras esperaba que uno de ellos se abalanzara. Cuando conté hasta siete, noté el comienzo de una sonrisa sarcástica en las comisuras de la boca de Mamá. Apagó el cigarro en su plato, se levantó y esquivó los granos de pimienta, luego entró en la cocina. La oí golpear las ollas, y luego una tapa cayó al suelo, sonando unas cuantas veces antes de que se detuviera. Algo tramaba, y eso nunca fue bueno.

    Mamá regresó a la mesa con una olla, aún caliente, de la estufa. La levantó por encima de la cabeza de Papá y yo grité, consternada por que fuera a matarlo. Él se hizo hacia atrás y su silla chirrió, se levantó y la retó a que la lanzara. Mi estómago se sacudió, como si la mesa y las sillas repentinamente se hubieran levantado del suelo y me hubieran dado vueltas demasiado rápido, como uno de esos juegos mecánicos de tazas de té.

    Cerré los ojos y deseé tener una máquina del tiempo para poder volver al año anterior, cuando mis padres todavía se hablaban. Si pudiera regresar al momento justo antes de que todo saliera mal, de alguna manera podría arreglarlo y evitar que este día sucediera. Tal vez les mostraría la olvidada caja de diapositivas de Kodachrome en el sótano, evidencia de que alguna vez se amaron. Cuando sostuve por primera vez los cuadros de papel contra la luz del sol, descubrí que la cara de Mamá alguna vez estuvo llena de risas, que solía usar vestidos cortos y botas blancas brillantes y que fumaba cigarros por un palillo largo como las estrellas de cine. Ella aún lucía el mismo corte de cabello, corto como de niño, pero en ese entonces era un tono de rojo más brillante, y sus ojos parecían más esmeralda. En cada diapositiva, Mamá sonreía o le guiñaba a Papá por encima del hombro. Tomó las fotos poco después de haberla visto inscribirse a las clases en el Monterey Peninsula College, y de invitarla a dar un paseo por la costa a Big Sur.

    La había reconocido en algunas fiestas de verano. Ella había sido la que reía a carcajadas, la simpática con un público natural que siempre la seguía. Se dio cuenta de lo fácil que fluía entre una multitud de extraños, lo que sacó a mi tranquilo padre de los rincones. Lo educaron para no hablar nunca a menos de que se le hablara, y le gustaba estudiar a las personas antes de decidir hablar con ellas. Esto lo volvió un poco misterioso ante mi madre, quien se sintió atraída por el desafío de conseguir que se abriera este extraño alto con entradas pronunciadas y los ojos ahumados. Cuando él le contó su plan de unirse a la Armada y viajar al extranjero después de la universidad, Mamá, que nunca había estado fuera de California, cayó rendida.

    Se casaron en 1966, y al cabo de cuatro años, la Armada los trasladó a Newport, Rhode Island, donde nacimos Matthew y yo. Después de su servicio, Papá trabajó como ingeniero eléctrico haciendo máquinas que calibraban otras máquinas. Mamá nos llevaba a la carnicería y al supermercado, y se aseguraba de que la cena estuviera en la mesa a las cinco. Desde afuera nuestras vidas parecían pulcras, organizadas, bien encaminadas. Vivíamos en un edificio multifamiliar con tejas de madera, y mi hermano y yo teníamos nuestras propias habitaciones en el segundo piso, conectadas por un rastro de juguetes de Lincoln Logs y piezas de Lite-Brite y plastilina que dejábamos donde fuera que los hubiéramos usado por última vez. Papá instaló un columpio en el porche delantero y jugamos con los vecinos que vivían en las tres casas idénticas al lado de la nuestra. En las mañanas de los fines de semana, Papá entraba a mi habitación e identificábamos las formas en las nubes que pasaban por la ventana, señalando los dinosaurios, los hongos y los platillos. Antes de irse a dormir, me leía cuentos de los hermanos Grimm y, aunque cada historia terminaba con alguna especie de muerte violenta, nunca dijo que era demasiado pequeña para escuchar esas cosas.

    Parecía que éramos felices, pero el matrimonio de mis padres ya se estaba estropeando.

    Me imagino que al principio intentaron lidiar con sus disputas, pero al final sus desacuerdos se multiplicaron y se extendieron como cáncer hasta que se envolvieron a sí mismos en una gran discusión. Ahora los gritos de Mamá atravesaban continuamente las paredes que compartíamos con los vecinos, por lo que sus problemas sin duda se habían vuelto públicos.

    Abrí los ojos y vi a Mamá de pie allí en posición, lista para lanzar la olla de chop suey americano. Sus amenazas iban y venían adelante y atrás, adelante y atrás, el monótono contenido de Papá se combinaba con el falsete ascendente de Mamá hasta que sus palabras se mezclaron en un sonido agudo dentro de mis oídos. Intenté hacerlo desaparecer al tararear «Yellow Submarine» suavemente. Es la canción que Papá y yo solíamos cantar juntos usando cucharas de madera como micrófonos. Cuando la música llenaba nuestra casa. Papá grabó todas las canciones de los Beatles desde la radio o desde discos de vinilo en carretes de cinta, que guardó en cajas de plástico color hueso en la estantería, alineadas como dientes. Escuchaba las cintas en su magnetófono y, últimamente, prefería «Maxwell’s Silver Hammer» —la del hombre que mata a sus enemigos a golpes— a todo volumen desde la sala hasta que Mamá inevitablemente le decía que le bajara al escándalo.

    Yo me encontraba en algún punto del segundo verso cuando la vi levantar el brazo, y el asa de la olla se soltó de su mano en lo que parecía cámara lenta. Papá se agachó, y nuestras sobras de la cena volaron por el aire hasta chocar contra la pared, donde se deslizaron hacia el suelo, lo que dejó una mancha tras de sí mientras se juntaban con los granos de pimienta. Papá recogió la olla que cayó cerca de su pie y se levantó, todo su cuerpo temblaba de rabia silenciosa. Con un ruido sordo dejó caer la olla sobre la mesa, sin molestarse siquiera en ponerla sobre una tabla como debía. Matthew ya estaba llorando, levantaba los brazos para que lo cargaran, y Mamá fue hacia él, como si nada hubiera pasado. Ella mecía a Matthew, susurrando suavemente a su oído para calmarlo, de espaldas hacia Papá y hacia mí. Papá giró sobre sus talones y escapó al ático, donde pasaría la noche tecleando en código Morse en su equipo de radioafición mientras conversaba con amables extraños.

    No me molesté en pedir permiso para abandonar la mesa. Corrí hacia la escalera, subí hasta mi habitación y cerré la puerta. Quité la colcha de los Picapiedra y la arrastré debajo de mi caballo inflable. Se trataba de un caballo de plástico sostenido por cuatro resortes enrollados, uno en cada pata unida a un marco de metal. Puse mis pies debajo de su barriga de fieltro y lo empujé arriba y abajo hasta que logré un ritmo relajante. Me tapé los ojos con mi cabello, que llegaba hasta los hombros, borrando la realidad para que casi pudiera creer que estaba a salvo dentro de un submarino amarillo, debajo de la superficie, sola, y tan profundo que no lograra escuchar absolutamente ninguna voz.

    Aunque no entendía por qué mis padres peleaban tanto, en el fondo entendí que algo significativo cambiaba dentro de nuestra casa. Papá había dejado de hablarle y Mamá había comenzado a hablar demasiado. Traté de entenderlo recopilando información que escuchaba por casualidad cada vez que mi madrina, Betty, pasaba mientras Papá se encontraba en el trabajo. Mamá y Betty se sentaban en el sofá y hablaban de todo tipo de cosas mientras Betty jugaba con mi pelo. Matthew bajaría para su siesta, y me sentaría en la alfombra, entre sus piernas, donde Betty podría estirarse y distraídamente enrollar por sus dedos mechones de mi cabello castaño. Torcía mis mechones como serpientes enredadas y luego dejaba que se estiraran, una y otra vez, mientras ella y Mamá resolvían sus problemas. Enrollaba y apretaba mi cabello, y luego lo soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Se sentía como rascarse una picazón profunda, un masaje de cosquillas en el cuero cabelludo que podía durar lo que les tomara fumar una cajetilla entera.

    Hablaron por muchas tardes, y me quedaba tan callada que se olvidaban de mí y discutían cosas que probablemente no debí haber escuchado. Principalmente aprendí que los hombres son una decepción. Que prometen la luna, pero luego no traen a casa el suficiente dinero ni para la despensa. Escuché a Mamá decir que Papá podría perder su trabajo porque su jefe estaba haciendo algo llamado «reducción de personal».

    —¿Despidos? —preguntó Betty. Girar, tirar, soltar, girar.

    —Eso parece —respondió Mamá—. Están dejando ir a todos los ingenieros menores.

    —Que se vayan al carajo.

    —Tú lo has dicho.

    —¿Qué vas a hacer? —Giro, tirón.

    —Diablos, no lo sé.

    Betty tiró de mi cabello una vez más y dejó que se desenrollara de su dedo índice. Me quedé como estatua en silencio, oreja atenta. Guardaron silencio por unos minutos, y Betty empezó a rascarme el cuero cabelludo, enviando como renacuajos de éxtasis que se deslizaban por mi cuello. Mamá se levantó y sacó dos refrescos de la nevera y los abrió, entregándole uno a Betty. Se dejó caer de nuevo en el sofá y apoyó los pies en la otomana hundida. Suspiró tan fuerte que sonaba como si se estuviera desinflando.

    —Honestamente, Betty, no creo que el matrimonio sea todo lo que se ha creído. Tengo veintinueve años y me siento como de noventa y dos.

    Betty movió sus piernas pesadas, despegándolas del cuero sintético y estirándolas por el largo del sillón. Intentó inclinarse hacia adelante, pero no pudo alcanzar con sus manos más allá de sus rodillas. Gruñó con esfuerzo y volvió a sentarse. Apartó las cortinas y miró por la ventana.

    —¿Crees que la soltería es de arcoíris y de unicornios?

    Mamá soltó una cuña de humo por un lado de su boca y dejó caer la colilla en una lata de refresco rosa vacía mientras susurraba:

    —Al ritmo que voy, con gusto cambiaría de lugar.

    Betty volteó y miró directamente a Mamá, para asegurarse de que tenía toda su atención.

    —A veces una se siente sola.

    —Es mejor estar sola sola que sola casada.

    Betty levantó una ceja como pidiéndole evidencias. Mamá se lanzó a la Prueba A, la hora en que regresaba de un paseo conmigo en el coche­cito, y Papá la saludó desde la ventana del piso de arriba y se acercó rápi­damente. Aterrada de que le hubiera pasado algo a Matthew, me dejó en el cochecito sobre la acera, entró en la casa y subió las escaleras, solo para descubrir que la crisis era un pañal que debía cambiarse.

    La voz de Mamá se volvió indignada.

    —¿No se supone que la crianza de los hijos era cincuenta y cincuenta?

    Betty dejó escapar un bajo silbido de conmiseración. Yo quería preguntarle si ella regresó a buscarme en el cochecito, pero sabía que no era el momento de recordarles que las escuchaba.

    —Betty, escúchame. No te cases sin primero hacerte una pregunta crucial.

    Los dedos de Betty se congelaron por un momento en mi cabello, esperando el secreto de la felicidad conyugal.

    —Pregúntale si está dispuesto a cambiar pañales. Dependiendo de su respuesta, te tratará a ti como a su igual, o como a su empleada.

    Levanté la cabeza como un gato para tocar los dedos de Betty y recordarle su tarea. Sus dedos automáticamente engancharon un mechón de mi cabello y comenzaron a enrollar un nudo. Sabía que yo no debía repetir nada de lo que se decía en el sofá.

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