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Psicología de la religión oriental
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Psicología de la religión oriental

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"La sabiduría y la mística orientales tienen mucho que decirnos pese a hablar su propio e inimitable lenguaje. Ambas deberían hacer que recordáramos los bienes similares que posee nuestra cultura y que nosotros hemos olvidado ya, y dirigir nuestra atención a aquello que hemos dejado a un lado por insignificante, es decir, el destino mismo del hombre interior".

Estas palabras de C. G. Jung resumen bien lo que se ha denominado su "viaje a Oriente". La presente edición reúne sus principales textos sobre la religión y la civilización orientales, un encuentro y una confrontación que supusieron un estímulo para el desarrollo de la psicología analítica. Son comentarios y prólogos al Libro tibetano de la Gran Liberación y al Libro tibetano de los Muertos, o también a los trabajos de Daisetz T. Suzuki o Heinrich Zimmer, y en especial al I Ching, el libro sapiencial y oracular chino.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento15 ene 2020
ISBN9788498798319
Psicología de la religión oriental
Autor

C.G. Jung

C.G. Jung was one of the great figures of the 20th century. He radically changed not just the study of psychology (setting up the Jungian school of thought) but the very way in which insanity is treated and perceived in our society.

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    Psicología de la religión oriental - C.G. Jung

    COMENTARIO PSICOLÓGICO AL LIBRO TIBETANO DE LA GRAN LIBERACIÓN

    *

    1. LA DIFERENCIA ENTRE EL PENSAMIENTO ORIENTAL Y EL OCCIDENTAL

    El doctor Evans-Wentz me ha confiado la tarea de comentar un texto que alberga una importante exposición de la «psicología» oriental. El simple hecho de que tenga que encerrar esta última palabra entre comillas indica que habría mucho que decir sobre la idoneidad de esta expresión. Tal vez no estuviera de más mencionar que Oriente no ha creado nada equivalente a nuestra psicología, sino únicamente una metafísica. La filosofía crítica, la madre de la psicología moderna, es tan ajena a Oriente como a la Europa medieval. De acuerdo con el uso oriental de este vocablo, la palabra «mente» encierra un significado metafísico. Nuestra concepción occidental de la mente asistió a la pérdida de este significado tras la Edad Media, y en nuestros días este término se emplea para aludir a una «función psíquica». Pese a que no sepamos ni pretendamos saber lo que es la «psique», somos capaces de arreglárnoslas con el fenómeno de la «mente». Nosotros no suponemos que la mente sea una entidad metafísica, y tampoco pensamos que exista una relación entre la mente individual y una hipotética Mente Universal (Universal Mind). Por ello, nuestra psicología es una ciencia que versa sobre simples fenómenos y se halla absolutamente huérfana de implicaciones metafísicas. En los dos últimos siglos, la evolución de la filosofía occidental ha conseguido aislar a la mente dentro de su propia esfera, desvinculándola de su primitiva unión con el todo mundanal. El ser humano ha dejado también de ser un microcosmos y una imagen del cosmos, y en su actual ánima ya no hay sitio ni para una de las chispas del Anima Mundi, el alma del mundo, ni para la antigua scintilla consustancial.

    De acuerdo con estos términos, la psicología trata todos los postulados y afirmaciones metafísicas como fenómenos mentales, contemplando en ellos enunciados sobre la mente y su estructura que tienen en último término su origen en ciertas disposiciones inconscientes. La psicología no piensa que este tipo de enunciados disfruten de validez absoluta y tampoco les reconoce aptitud alguna para afirmar una verdad metafísica. Carecemos de recursos intelectuales para averiguar lo correcto o incorrecto de esta postura. Lo único que sabemos es que la validez de un postulado metafísico dado —como, por ejemplo, el de una mente universal— no se apoya en certeza alguna, y que su verdad no puede en absoluto ser demostrada. Cuando el entendimiento nos asegura que existe una mente universal, nosotros pensamos que todo lo que está haciendo con ello es formular una afirmación. Nosotros no suponemos que el simple hecho de efectuar una afirmación semejante contenga eo ipso la demostración de que existe una mente de estas características. No hay un solo argumento que contradiga esta reflexión, pero nada viene tampoco a procurarnos la certeza de que nuestra conclusión se halle en lo cierto. En otras palabras, entra dentro de lo posible que nuestra mente no sea más que la manifestación perceptible de una mente universal. Pero lo cierto es que no sabemos si las cosas son realmente así y tampoco vemos ninguna posibilidad para llegar a una conclusión definitiva en relación con este asunto. Por ello, la psicología parte del supuesto de que la mente no puede ni constatar ni demostrar la existencia de aquello que se encuentra fuera de sus fronteras.

    Así pues, cuando reconocemos los límites impuestos a nuestro espíritu, damos prueba de nuestro buen juicio. Concedo que siempre supone un cierto sacrificio despedirse del mágico mundo en el que viven y se mueven las criaturas y realidades creadas por la mente. Este mundo es el mundo de los primitivos, en el que aun los objetos inanimados son investidos de fuerzas vivas, mágicas y curativas, y en el que gracias a estas fuerzas nosotros participamos de ellos y ellos de nosotros. Sin embargo, tarde o temprano tuvimos que comprender que su poder era en realidad nuestro poder, y su significación, una proyección de la nuestra. La teoría del conocimiento es tan solo el último de los pasos que hemos dado al alejarnos de la infancia de la humanidad y de un mundo en el que las figuras creadas por la mente poblaban un cielo y un infierno metafísicos.

    A pesar de esta inevitable crítica gnoseológica, nos hemos aferrado al convencimiento de que un órgano religioso faculta al hombre para conocer a Dios. Y así es como Occidente ha venido a padecer una nueva enfermedad: el conflicto entre la ciencia y la religión. La filosofía crítica de la ciencia terminó por convertirse en una metafísica negativa —en otros términos, se hizo materialista— apoyándose en un juicio errado. Se consideró que la materia era una realidad cognoscible y tangible. Pero lo cierto es que la materia no es más que un concepto cien por cien metafísico, hipostasiado por cabezas acríticas. La materia es una hipótesis. Cuando decimos «materia», lo que en propiedad estamos acuñando es un símbolo de una realidad desconocida, una realidad que puede ser tanto un espíritu como cualquier otra cosa; podría tratarse, incluso, del mismo Dios. Por su parte, la fe religiosa se niega a abandonar una cosmovisión precrítica. En contradicción con las palabras de Jesús, los creyentes se empeñan en seguir siendo niños, en lugar de hacerse como niños, y continúan aferrándose al mundo de la infancia. Un conocido teólogo de nuestros días ha confesado en su autobiografía que Jesús fue para él un buen amigo «desde la niñez». Jesús es el ejemplo evidente de un hombre que predicaba algo muy distinto a la religión de sus padres. Pero la imitatio Christi no parece incluir el sacrificio anímico y espiritual que él mismo tuvo que efectuar al comienzo de su trayectoria, y sin el cual jamás habría llegado a ser un redentor.

    En realidad, el conflicto entre ciencia y religión reposa en una mala comprensión de ambas. El materialismo científico se ha limitado a introducir una nueva hipóstasis, lo cual no es sino un pecado intelectual. Dicho materialismo ha conferido un nuevo título al principio supremo de la realidad, presuponiendo que con ello estaba creando algo nuevo y destruyendo a la par lo antiguo. Pero por llamar al principio del ser «Dios», «materia», «energía», etc., no se ha creado nada; lo único que se ha hecho ha sido sustituir un símbolo por otro. El materialista es un metafísico malgré lui [a su pesar]. El creyente, por su parte, se esfuerza por preservar un estado espiritual primitivo por razones puramente sentimentales. El creyente no está dispuesto a renunciar a sus vínculos infantiles y primitivos con figuras hipostasiadas y creadas por la mente, y pretende seguir gozándose en la seguridad y familiaridad de un mundo cuya tutela es labor de unos padres poderosos, responsables y bondadosos. La fe incluye posiblemente un sacrificium intellectus (presuponiendo, claro está, que se disponga de un cierto intelecto que sacrificar), pero en ella nunca hay sitio para un sacrificio sentimental. Así que los creyentes siguen siendo niños, en lugar de hacerse como niños, y no llegan a ser dueños de sus vidas por no haberse atrevido a perderlas. A ello se añade también que la fe choca con la ciencia, cosechando de este modo lo que había sembrado, ya que se ha negado a tomar parte en la aventura espiritual de nuestros días.

    Todo el que piense honestamente tiene que admitir lo inseguro de toda postura metafísica y, en particular, lo inseguro de toda profesión de fe. Del mismo modo, debe también reconocer que las afirmaciones metafísicas, por su propia naturaleza, no ofrecen ninguna garantía, y está obligado a aceptar que no contamos con una sola prueba de que el intelecto humano sea capaz de arrastrarse fuera de la ciénaga tirando de su propia coleta. Es, pues, en extremo dudoso que el espíritu humano pueda constatar la existencia de algún tipo de realidad transcendental.

    El materialismo es una reacción metafísica al súbito descubrimiento de que el conocimiento es una facultad mental que se convierte de inmediato en una proyección tan pronto como es llevado a transcender los límites del ámbito humano. La reacción fue «metafísica» en la medida en que un hombre equipado con una mediana formación filosófica no podía acertar a ver la hipóstasis que era preciso concluir. Este hombre no se percató de que la «materia» no era nada más que un nuevo nombre con el que designar al antiguo principio supremo. En contraposición, la actitud religiosa nos muestra cuán profunda es la resistencia de los seres humanos a asentir a las críticas filosóficas. Esta actitud nos muestra también cuán grande es el temor a verse obligado a abandonar la seguridad de la infancia y adentrarse en un mundo extraño y desconocido; un mundo gobernado por fuerzas para las que el hombre nada significa. En propiedad, en ninguno de los dos casos cambia nada en absoluto: el hombre y su entorno, en efecto, siguen siendo en todo momento los mismos. Lo único que el ser humano tiene que comprender es que está encerrado en su propia psique y que nunca, ni aun en la locura, puede transcender dichos límites. E igualmente el hombre tiene que reconocer que las modalidades de manifestación de su mundo o de sus dioses dependen en gran medida de su propia constitución espiritual.

    He insistido ya en que la estructura de la mente es la principal responsable de nuestras declaraciones sobre los hechos metafísicos. También nos hemos dado cuenta de que el intelecto no es un ens per se, y tampoco una facultad intelectual autónoma, sino una función psíquica, y que en cuanto tal depende de la naturaleza de la psique como un todo. Una afirmación metafísica es el producto de una personalidad determinada que vive en una época determinada en un lugar determinado. Este tipo de afirmaciones no son el resultado de un proceso en puridad lógico e impersonal, y en dicha medida son subjetivas en lo fundamental. Su validez o no validez objetiva depende de si son muchas o pocas las personas que piensan de la misma manera. El aislamiento del hombre en su psique, en cuanto tal una consecuencia de la crítica gnoseológica, ha desembocado en buena lógica en una crítica psicológica. Este tipo de crítica no es del agrado de los filósofos, los cuales contemplan de buena gana en el intelecto filosófico el imparcial y sin par instrumento de la filosofía. Pero este intelecto es una función que depende de la psique individual y se halla expuesto en todos sus flancos al influjo de condiciones de carácter subjetivo (de momento haremos abstracción del influjo, no menos evidente, ejercido simultáneamente por el entorno). En realidad, nos hemos acostumbrado hasta tal punto a esta manera de ver las cosas, que la «mente» ha perdido totalmente su carácter universal, convirtiéndose en una magnitud más o menos humanizada en la que ya no queda ni una sola huella de sus primitivos aspectos metafísicos y cósmicos de anima rationalis. En nuestros días, la mente es contemplada como una entidad subjetiva y aun arbitraria. Tras haberse puesto de manifiesto que las ideas universales antaño hipostasiadas son principios mentales, hemos empezado a tomar consciencia de hasta qué punto es psíquica nuestra entera experiencia de eso que llamamos realidad. Todo pensamiento, todo sentimiento y toda percepción están compuestos por imágenes psíquicas, y el mismo mundo que nos rodea existe únicamente en la medida en que somos capaces de crear una imagen de él. Nuestro estar presos y limitados por la psique ha provocado en nosotros una impresión tan honda que estamos dispuestos a aceptar que en la psique existen cosas de las que no tenemos conocimiento. Esas cosas son lo que llamamos «lo inconsciente».

    La vastedad en apariencia universal y metafísica de la mente ha visto así reducidos sus dominios al estrecho círculo de la consciencia individual, y la ilimitada subjetividad de la consciencia y su predisposición arcaica e infantil a dar rienda suelta a todo tipo de ilusiones y proyecciones han causado una profunda impresión en todas las consciencias. Un buen número de personas afines a un modo científico de pensar no han dudado en sacrificar incluso sus inclinaciones religiosas y filosóficas ante el temor a convertirse en víctimas de un incontrolado subjetivismo. Como compensación por la pérdida de un mundo que se ha alimentado de nuestra sangre y respirado con nuestro aliento, hemos desarrollado un gran entusiasmo por los hechos, montañas de hechos que nunca pueden ser abarcados por la mirada de un solo observador. Abrigamos la piadosa esperanza de que esta acumulación casual conforme algún día un todo lleno de sentido, pero ninguno de nosotros puede estar seguro de ello, ya que a ningún cerebro humano le es posible abarcar la gigantesca suma final de este saber producido en masa. Los hechos nos entierran, pero quien se atreve a especular se ve obligado a pagar cara su osadía siendo pasto de remordimientos de conciencia —y con razón, pues enseguida tropezará con los hechos—.

    La psicología occidental considera que la mente es lo que se conoce como la función intelectual de la psique. La mente es la «mentalidad» de un individuo. En la esfera filosófica es todavía posible tropezarse con una mente universal impersonal que parece constituir un residuo del «alma» humana original. Esta imagen de nuestra concepción occidental puede parecer algo drástica, pero a mi modo de ver no se alejaría en demasía de la verdad. Sea de ello lo que fuere, algo muy similar sale a nuestro encuentro cuando observamos la mentalidad oriental. En Oriente la mente es un principio cósmico, la esencia del ser en cuanto tal, mientras que en Occidente hemos llegado a la conclusión de que la mente es la condición indispensable del conocimiento y, por ende, del mundo como representación. En Oriente no existe ningún conflicto entre la ciencia y la religión, ya que no existe una ciencia basada en la pasión por los hechos, y tampoco una religión que repose exclusivamente en la fe; lo que observamos es un conocimiento religioso y una religión gnóstica¹. Entre nosotros el hombre es infinitamente pequeño, y la gracia de Dios lo significa absolutamente todo. En Oriente, en cambio, el hombre es Dios, así como el artífice de su propia redención. Los dioses del budismo tibetano son proyecciones creadas por la mente y forman parte de la esfera de la separación ilusoria, pero, pese a ello, disfrutan de existencia. En cambio, en lo que a nosotros concierne, una ilusión no es más que una ilusión y, por ende, nada en absoluto. Por paradójico que sea afirmarlo, lo cierto es que entre nosotros las ideas carecen en último término de realidad; hacemos uso de ellas como si no existieran. Aunque entra dentro de lo posible que la idea sea correcta, suponemos que, si existe, lo hace tan solo en virtud de los hechos por ella formulados. Con la ayuda de estas multicolores creaciones de la fantasía, ideas que carecen de existencia real, somos capaces de crear cosas sumamente destructivas, como, por ejemplo, la bomba atómica. Pero si alguien barajara en serio la hipótesis de que las ideas son reales, le retiraríamos de inmediato nuestro crédito.

    El concepto de «realidad psíquica», al igual que los de «psique» o «mente», está sujeto a discusión. Unos piensan que estos dos últimos conceptos aluden a la consciencia y a sus contenidos, mientras que otros admiten la existencia de imágenes «oscuras» o «subconscientes». Unos incluyen a los instintos dentro de la esfera psíquica, otros los localizan fuera de ella. La gran mayoría considera que el alma es un resultado de los procesos bioquímicos que tienen lugar en las células del cerebro. Algunos conjeturan que la psique es la causa del funcionamiento de las células corticales. Otros identifican «vida» y psique. Pero solo una insignificante minoría contempla el fenómeno psíquico como una categoría del ser en sí y para sí, deduciendo a partir de ahí las conclusiones pertinentes. En realidad, resulta contradictorio que la categoría del ser, la condición indispensable de todo ser, en otras palabras, la psique, sea tratada como si fuera real solo a medias. Toda vez que nada puede ser conocido a menos de que haga aparición en forma de una imagen psíquica, el ser psíquico constituye en realidad la única categoría del ser de la que tenemos inmediato conocimiento. Se trata de la única existencia que puede ser inmediatamente demostrada. Si el mundo no adoptara la figura de una imagen psíquica, en la práctica carecería de existencia. Es este un hecho del que, salvo en contadas excepciones —por ejemplo, en la filosofía de Schopenhauer—, Occidente no ha tomado todavía consciencia en el sentido pleno de esta expresión. Pero Schopenhauer, claro está, estaba influido por las Upanisad y el budismo.

    Es suficiente estar superficialmente familiarizado con el pensamiento oriental para advertir que Oriente y Occidente están separados por una diferencia fundamental. Oriente descansa en la realidad psíquica, es decir, en la psique como condición principal y única de la existencia. A juzgar por las apariencias, esta concepción constituiría más bien un fenómeno psicológico que el resultado de una reflexión filosófica. Se trata de un punto de vista típicamente introvertido, el opuesto exacto del no menos típico punto de vista extravertido de Occidente². Como es sabido, introversión y extraversión son actitudes temperamentales, o incluso constitucionales, que en circunstancias ordinarias nunca se adoptan de forma deliberada. En casos excepcionales pueden ser el resultado de una decisión voluntaria, pero solo si se dan condiciones muy especiales. La introversión define, si se me permite expresarlo así, el estilo de Oriente, es decir, una actitud habitual y colectiva; la extraversión, en cambio, define el estilo de Occidente. Desde el punto de vista occidental, la introversión es anormal, patológica o, en los demás casos, inadmisible. Freud la identifica con una actitud espiritual onanista. El fundador del psicoanálisis adopta en este caso una actitud tan negativa como la de la filosofía nazi de la Alemania moderna³, para la cual la introversión es un crimen que atenta contra el espíritu de la comunidad. Esa misma extraversión a la que nosotros dispensamos tan tiernos cuidados conforma lo que Oriente conoce como la concupiscencia engañosa, la existencia en el samsâra y la esencia intimísima de la cadena de nidanas que alcanza su punto culminante en la suma de los padecimientos del mundo⁴. Quien haya tenido experiencia práctica del ir y venir de reproches con que introversión y extraversión rebajan su respectiva valía, entenderá muy bien cuál es el conflicto emocional que separa los puntos de vista occidental y oriental. La enconada polémica de los universalia, la cual dio ya comienzo en el pensamiento de Platón, procurará al familiarizado con la historia de la filosofía europea un instructivo ejemplo de lo que acabo de decir. Aunque no es mi deseo ocuparme aquí de todas las ramificaciones del conflicto entre la introversión y la extraversión, estoy obligado a mencionar los aspectos religiosos del problema. El Occidente cristiano considera que el hombre depende por entero de la gracia divina o, por lo menos, de la Iglesia, único instrumento terrenal de la redención sancionado por Dios. Oriente, por el contrario, insiste una y otra vez en afirmar que el ser humano es el único responsable de su evolución espiritual. Oriente, en efecto, cree que es posible redimirse a sí mismo.

    Las creencias religiosas, incluidas las de aquellas personas que se han olvidado de su propia religión o no han oído jamás ni una sola palabra de ella, son siempre un reflejo de la actitud psicológica fundamental y sus particulares prejuicios. En lo que concierne a la psicología, Occidente es pese a todo cristiano hasta la raíz. El juicio contenido en el anima naturaliter christiana de Tertuliano se halla absolutamente en lo cierto con respecto a Occidente, aunque no en un sentido religioso, como pensaba el autor latino, sino psicológico. La gracia viene de otra parte; en cualquier caso, de fuera. Cualquier otra opinión es pura herejía. De ahí que

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