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Desafío a la identidad: Viajes 1950-1993
Desafío a la identidad: Viajes 1950-1993
Desafío a la identidad: Viajes 1950-1993
Libro electrónico649 páginas9 horas

Desafío a la identidad: Viajes 1950-1993

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Paul Bowles fue siempre un viajero inquieto e infatigable desde que en 1929 abandonó Nueva York, ciudad donde nació, para viajar a París sin billete de vuelta y sin informar a nadie de sus intenciones.

El presente volumen reúne por primera vez sus escritos completos sobre viajes, la mayoría de ellos nunca recogidos en libro e inéditos en español. Algunos incluso se publican aquí por primera vez, como dos diarios inéditos: «17 Quai Voltaire» y «Paul Bowles, su vida».

Los países y ciudades que protagonizan estos relatos evidencian las preferencias de Bowles a la hora de buscar formas de vivir con las que identificarse. Los países del Magreb, con Tánger como centro donde residió durante cincuenta y dos años, el Sáhara, España y Francia, la India y Ceilán (hoy Sri Lanka), pero también Tailandia, Estambul, Kenia, México y Costa Rica son vividos y relatados por Bowles en una prosa impecable ya sea en forma de relatos, artículos, ensayos o diarios.

Los más de cuarenta textos que conforman este volumen se completan con fotos del archivo personal de Paul Bowles tomadas durante sus viajes y una introducción de Paul Theroux.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9788415863625
Desafío a la identidad: Viajes 1950-1993

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    Desafío a la identidad - Paul Bowles

    © Paul Bowles Estate

    Paul Bowles (1910-1999), viajero, compositor y escritor, es una de las figuras centrales de la cultura universal del siglo XX. Casado con la también escritora Jane Bowles, es autor de cuatro novelas, más de sesenta cuentos y numerosas piezas musicales y relatos de viajes. En su autobiografía (Without stopping, publicada en 1972), narra sus encuentros con gente tan diversa como Gertrude Stein, Aaron Copland, Djuna Barnes, Kurt Schwitters, Truman Capote, William S. Burroughs o Patricia Highsmith.

    Su obra de ficción incluye El cielo protector, llevada al cine por Bernardo Bertolucci, Por encima del mundo, La casa de la araña, Déjala que caiga y Muy lejos de casa, con acuarelas de Miquel Barceló. Todas ellas serán publicadas próximamente por Galaxia Gutenberg.

    Paul Bowles fue siempre un viajero inquieto e infatigable desde que en 1929 abandonó Nueva York, ciudad donde nació, para viajar a París sin billete de vuelta y sin informar a nadie de sus intenciones.

    El presente volumen reúne por primera vez sus escritos completos sobre viajes, la mayoría de ellos nunca recogidos en libro e inéditos en español. Algunos incluso se publican aquí por primera vez, como dos diarios inéditos: «17 Quai Voltaire» y «Paul Bowles, su vida».

    Los países y ciudades que protagonizan estos relatos evidencian las preferencias de Bowles a la hora de buscar formas de vivir con las que identificarse. Los países del Magreb, con Tánger como centro donde residió durante cincuenta y dos años, el Sáhara, España y Francia, la India y Ceilán (hoy Sri Lanka), pero también Tailandia, Estambul, Kenia, México y Costa Rica son vividos y relatados por Bowles en una prosa impecable ya sea en forma de relatos, artículos, ensayos o diarios.

    Los más de cuarenta textos que conforman este volumen se completan con fotos del archivo personal de Paul Bowles tomadas durante sus viajes y una introducción de Paul Theroux.

    Paul Bowles delante de sus maletas, Tánger 1952.

    Los viajes de Paul Bowles

    Paul Theroux

    El Paul Bowles estereotipado es el hombre de oro, el exiliado enigmático, bien vestido y con una boquilla entre los dedos, que se deleita en el sol marroquí, vive de remesas y, de vez en cuando, ofrece sus alarmantes y pulidas ficciones al ancho mundo exterior. Ese retrato tiene una pizca de verdad, pero deja mucho por conocer. Es indiscutible que Bowles tenía estilo y que triunfó con un libro. Pero un único libro, aunque tenga éxito, no suele garantizar unos ingresos estables. Y, muy aparte del dinero, la vida de Bowles era complicada en lo emocional, lo sexual, lo geográfico y, por supuesto, en lo creativo.

    Bowles era un hombre con recursos –como suelen ser los exiliados o los expatriados– y tenía varios cauces para su imaginación desbordante. Se hizo un nombre como compositor, escribió música para una serie de películas y obras de teatro. Fue un etnólogo de la música, un compilador avant la lettre de canciones y melodías tradicionales en aldeas remotas de Marruecos y de México. Escribió novelas y cuentos. Escribió poemas. Tradujo novelas y poemas del español, el francés y el árabe, y creó más de una docena de libros, junto con el cuentacuentos marroquí Mohammed Mrabet. Así que resulta que en realidad el alma lánguida y deslustrada del estereotipo fue un hombre muy ocupado y productivo, casi un esclavo.

    Escribió también crónicas de viaje, un libro entero, que se publicó con el título Cabezas verdes, manos azules (1963).¹ Y, como muestra esta nueva y valiosa edición, escribió muchos más artículos de viaje que los que constan en ese libro, y más de treinta no habían vuelto a publicarse. Esos textos incluyen entradas de diario y poemas en prosa, un largo poema autobiográfico («Paul Bowles, su vida»), ensayos polémicos, comentarios políticos y artículos para revistas de moda, así como autoritarias introducciones de libros, como la que intento escribir yo ahora.

    Era guapo, difícil de impresionar, atento, solitario y sabía lo que quería; su aceptación casi fatalista le convertía en el viajero ideal. No era muy gastrónomo, como muestra su ficción, la comida repulsiva (pelos en el estofado de conejo) le interesaba mucho más que la alta cocina. Le apasionaban el paisaje y sus efectos en el viajero –como demostró en «Bautismo de soledad»–, le fascinaban los humores del cielo y le estimulaba lo grotesco, en la forma deforme que fuese. (Le hubiese encantado la observación de Augustus Hare en The Story of my life: «Se decía que la razón por la que Mrs. Barbara no tenía sino un brazo y parte del otro era que la tía Caroline se había comido el resto».) Desprecia el presunto progreso y la tecnología, y en uno de estos textos, que versa sobre Colombo, dice que padece «la gangrena del siglo XX», en alusión a la modernidad.

    Como muestran una y otra vez estos textos recién desenterrados, Bowles distaba mucho de ser el dandi diletante con el que a veces se le confunde. Durante los sesenta y dos años que representan, desde 1931 hasta 1993, Bowles fue un escritor serio y muy trabajador, que intentaba ganarse la vida; porque, tras el éxito de El cielo protector (1949), sus libros no se vendían rápido. Ésta es una colección tan saludable como iluminadora, que demuestra que si el escritor prudente desea librarse de las indignidades de un trabajo real y de las opresiones de un jefe irritable tiene que seguir escribiendo. Bowles tuvo la fortuna de escribir en una época (no muy lejana, pero desaparecida) en que las revistas de viajes aún aceptaban de buen grado los ensayos extensos y ponderados. Escribió para la revista americana Holiday. Bajo ese frívolo nombre se escondía una seria misión literaria. Los escritores ingleses de ficción V. S. Pritchett y Lawrence Durrell también viajaron para esa revista; lo mismo que John Steinbeck, después de obtener el Premio Nobel de Literatura, cuando atravesó los Estados Unidos con su perro. Bowles escribía asimismo para The Nation y para Harpers, y colaboraba con ensayos en antologías. Como vemos aquí, Bowles escribió un artículo para Holiday sobre el hachís, otro de sus entusiasmos, porque fumó durante toda su vida.

    Sabía qué le gustaba y qué le aburría de los viajes: «Si se me presenta la opción de elegir entre visitar un circo y una catedral, un café y un monumento público, o una fiesta y un museo, me temo que por lo general me decantaré por el circo, el café y la fiesta».

    Independientemente de para quien escriba –revistas de viajes o presuntuosas publicaciones trimestrales–, siempre es afortunado, y a menudo, divertido. Acerca del interior de Argelia: «Cuando uno llega a una población en dichas regiones, tirada como los restos de un almuerzo al aire libre en medio de un estacionamiento sin fin, sabe que fueron los franceses quienes la pusieron allí». O en el desierto, bebiendo «una Pepsi-Cola muy caliente», o viendo «datileras asoladas por langostas, cuyas ramas parecen las varillas de un paraguas roto», o el inolvidable Monsieur Omar, «tumbado en la cama fumando, con unos calzoncillos como único vestido, un Humpty Dumpty encantado e indestructible».

    Una de las rarezas, para no decir extraños anacronismos, en algunos de estos escritos es su despreocupada alusión a los esclavos o a la esclavitud: «Si no hay un esclavo o un sirviente a mano…» escribe en Holiday en 1950. En un texto del mismo año, sobre Fez, afirma sin dar detalles: «Sidi Abdallah ha tenido un hijo con una de sus esclavas. El comercio de esclavos fue abolido por los franceses, pero la institución persiste». Nueve años más tarde, hace otra pequeña observación en un artículo sobre la hospitalidad en «África Menor»: «Sólo el guardia, un viejo esclavo sudanés, tenía las llaves». Donde el lector podría esperarse algo escandaloso, Bowles se limita a afirmar, sin más.

    Escribió sobre París en una época en que él era francófilo y libre como el viento; sobre la Costa del Sol, cuando la costa seguía siendo elegante y no estaba destrozada; sobre Ceilán (donde era propietario de una isla entera no lejos de la costa); sobre Tailandia (la odiaba), Estambul («el desorden es la tónica visual»), Kenia en la época del mau-mau (donde era anticolonial a contracorriente), Madeira, India, y otros lugares a los que le mandaron o por los que pasaba por casualidad.

    Su lugar preferido era Marruecos, sus ciudades, su interior, y sobre todo, Tánger. Pero es el Tánger particular de Bowles, no el del turista o el de los hippies; ni siquiera es la ciudad de William Burroughs, Barbara Hutton o Truman Capote, pese a que les conocía a los tres y escribió bien sobre ellos. Para Bowles, Tánger no es tan decadente como suelen pintarla; es una ciudad amigable y desenfrenada; es barata, no hermosa y una mezcolanza de estilos arquitectónicos; está fuera de las rutas turísticas, no tiene centro y está desertificada por «una escasez de vida cultural». Bowles dice que la ciudad le infantiliza y la menosprecia cariñosamente: «Tánger es una ciudad donde todos viven con cierto grado de incomodidad».

    Pero Tánger tenía sus excéntricos. A Bowles le interesaban mucho más que los millonarios o los Beats. Mr. Black, con su bebida inusual, es como una ficción de Bowles: «Estaba el algo siniestro Mr. Black, al que nunca conocí, pero que, según me han dicho, tenía una nevera eléctrica descomunal en la sala de estar, en la que había una colección de botes de cristal de un cuarto de litro. De vez en cuando abría la puerta de la nevera, inspeccionaba las etiquetas de los tarros y seleccionaba uno. Luego, delante de sus invitados, vertía el contenido en un vaso y lo bebía. Una señora que conozco, que un día presenció aquello, preguntó ingenuamente si lo que había en el vaso era una mezcla de remolacha y zumo de tomate. Esto es sangre –dijo–. ¿Tomará un poco? Es deliciosa refrigerada, ¿sabe?. La señora, que había vivido en Tánger muchos años y por tanto estaba decidida a no demostrar asombro ante nada, contestó: Ahora mismo no, gracias. Pero. ¿puedo ver el tarro?. Mr. Black se lo entregó. La etiqueta ponía: Mohammed. Es un muchacho rifeño, explicó Mr. Black. Ya entiendo –dijo ella–, y los otros tarros?. Cada uno es de un muchacho diferente –explicó su anfitrión–. A ninguno le saco más de un cuarto de litro a la vez. No sería conveniente. Les debilitaría demasiado».

    En varios de los textos aquí reunidos, Bowles aprueba sin ambigüedad la cultura de la droga en Tánger: fumar el kif narcótico y comer majoun, la mermelada de cannabis. «En los países alcohólicos el cannabis –el único rival serio del alcohol en todo el mundo, del que se estima que hay millones de consumidores– siempre se describe como una amenaza social.» [de «Kif», un ensayo que escribió para El libro de la yerba²]. No es en absoluto un bebedor, y aun menos un alborotador, pero tiene sus placeres.

    Aunque algunos textos son puramente políticos, y otros tan elegantes como cualquier otro de sus escritos, en general su perspectiva es mucho más relajada aquí que en su ficción, e incluso que en los ensayos seleccionados para Cabezas verdes, manos azules, muchos de ellos redactados en el tono de quien escribe cartas a casa (otra paradoja, porque durante la mayor parte de su vida Bowles no tuvo realmente un hogar fuera de Tánger): son informativos, directos, de tono coloquial, informales y a veces abruptos: «Así que me marcho mañana. Ya no aguanto esta lluvia». Se le asocia con una ciudad, pero él deja caer, como quien no quiere la cosa, que en seis meses del año 1959 ha recorrido cuarenta mil kilómetros, y lo extraordinario aquí es que Bowles tenía miedo de volar, por lo que viajaba en barco, autobús y tren.

    Su amplia experiencia del mundo le equipó para escribir sobre viajes y uno de los mejores ensayos de este libro («Desafío a la identidad») analiza la literatura de viajes: «¿Qué es un libro de viajes? Yo diría que es el relato de lo que ocurrió a una persona en determinado lugar, y nada más que eso; no contiene información acerca de hoteles y carreteras, ni listas de frases útiles, estadísticas o sugerencias acerca de la clase de ropa que el visitante podría necesitar. Es posible que tales libros estén condenados a la extinción. Espero que no, porque no hay nada que yo disfrute más que leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa».

    Estos textos no sólo reflejan la larga y llena vida de Bowles, sino que también iluminan sus brillantes ficciones. Ésa fue la vida que él eligió. Nunca transigió y siguió su camino de forma admirable, escribiendo lo que quería, sin hacer nunca nada que no quisiese hacer; y así hasta la muerte.

    Los melancólicos versos de su poema autobiográfico cuentan algo sobre las dos últimas décadas de su vida. Sobrevivió veintiséis años a su esposa Jane, que murió en 1973. Jane había tenido varias relaciones apasionadas con mujeres y estaba encariñada, de forma profunda y monógama, con una mujer marroquí llamada Cherifa, de la que Bowles sospechaba que era bruja y envenenadora. Bowles también tenía sus amistades masculinas. Pero la muerte de su esposa, que al parecer era bastante desapegada y una lesbiana declarada, le dejó destrozado y en el limbo:

    Después de aquello le pareció que no pasaba nada más.

    Siguió viviendo en Tánger, traduciendo del árabe, el francés y el español.

    Escribió muchos cuentos, pero ninguna novela.

    Seguía habiendo cada vez más gente en el mundo.

    Y nadie podía hacer nada acerca de nada.

    1. Edición española: Alfaguara, Madrid, 1994.

    2. Edición española: Anagrama, Barcelona, 1977.

    VIAJES

    Escritos reunidos, 1950-1993

    Desafío a la identidad

    A juzgar por las reseñas o por los encomios de los editores, ya sea aquí o en Inglaterra (donde el género es más próspero), parece que quienes escriben acerca de libros de viajes no están seguros de quiénes los leen, ¿los que se quedan en casa, o los aventureros? Suponiendo que estas dos categorías definan dos tipos de temperamento, y tomando en cuenta que muchos viajeros en potencia no logran realizar sus planes de conocer el mundo a causa de las circunstancias, a mí me parece que los libros de viajes son leídos casi exclusivamente por los aventureros –los que ya han viajado y los que desean viajar– pero, desafortunadamente, hoy en día son leídos sólo por un pequeño porcentaje de éstos.

    Aun tan recientemente como hace un siglo, viajar era una especialidad. Como los lugares remotos estaban fuera del alcance de todos menos un grupo de afortunados y resistentes, era natural que el deseo de contacto con lo exótico se satisficiera a través de las experiencias de otros, por medio de la lectura. Hoy, cuando en teoría cualquiera puede viajar a cualquier sitio, el libro de viajes tiene otra función; el énfasis se ha desplazado de los lugares en sí al efecto que éstos tienen en la persona. El libro de viajes se ha vuelto, por necesidad, más subjetivo, más «literario». Pero esto tiende a dejar al escritor de viajes sin su lector natural. El aventurero suele ser extrovertido, alguien que desprecia las experiencias de segunda mano. Si quiere ir a Sudamérica –aun si sólo sueña con ir– no está deseoso de conocer las impresiones de Isherwood antes de haber ido. Quiere un volumen conciso con información acerca de la historia, el clima, las costumbres y los lugares más interesantes de cada república. Hasta es vagamente consciente de haber decidido formarse sus propias ideas, y al diablo con lo que otros hayan sentido al encontrarse cara a cara con el Aconcagua.

    ¿Qué es un libro de viajes? Yo diría que es el relato de lo que le ocurrió a una persona en determinado lugar, y nada más que eso; no contiene información acerca de hoteles y carreteras, ni listas de frases útiles, estadísticas o sugerencias acerca de la clase de ropa que el visitante podría necesitar. Es posible que tales libros estén condenados a la extinción. Espero que no, porque no hay nada que yo disfrute más que leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que le ocurrió lejos de casa.

    El tema de los mejores libros de viajes es el conflicto entre el escritor y el lugar. No importa quién lleve la mejor parte, siempre que el combate sea narrado con fidelidad. Para lograr esto es necesario que el escritor esté bien dotado para describir situaciones, lo que tal vez explica por qué muchos de los libros de viajes que no han huido de mi memoria fueron producidos por escritores expertos en el arte de la novela. Uno recuerda la indignación de Evelyn Waugh en Etiopía; la impasibilidad de Graham Greene en África occidental; cómo Aldous Huxley se dejó deprimir por México, o cómo Gide descubrió su conciencia social en el Congo, mucho tiempo después de que otros relatos de viaje igualmente precisos se han hecho borrosos o se han desvanecido. Dada la habilidad novelística de estos escritores, es quizá perverso de mi parte preferir sus libros de viajes a sus novelas, pero los prefiero.

    Los libros de viajes que tratan de una misión o una busca definida, lo mismo que las crónicas de conquistas o exploraciones, tienen su encanto especial, pero el lector recuerda demasiado a menudo que los autores eran viajeros que también escribían y no escritores que también viajaban. (Smara, de Michel Vieuchange, es una ilustre excepción, y la razón es que su busca era fundamentalmente interior; buscaba el éxtasis, y como no encontró más que sufrimiento físico, se vio obligado a usar las páginas de su diario como un alambique para obrar la transformación.)

    Existe una categoría que, por el enfoque y por el tema, se parece más a la autobiografía que al libro de viajes pero, como trata de personas desplazadas a sitios más o menos extraños, se reconoce como parte de la literatura de viajes. Son relatos íntimos de la vida diaria del escritor durante su prolongada residencia en el extranjero. Tengo varios favoritos en este grupo: Viva México!, de Flandrau; Hindoo Holiday, de Ackerley; Memorias de África, de Dinesen; The Alleys of Marrakech, de Peter Mayne. Son libros en los que la personalidad del autor es el elemento decisivo; su encanto proviene de este claro énfasis puesto en las actitudes y las reflexiones personales.

    Me pregunto, si estuviera escribiendo un libro de viajes, ¿me comportaría de manera distinta de la que me comporto ahora? Estoy sentado en un banco en un parque muy pequeño que domina la ciudad de Lisboa. Los sonidos del puerto suben hasta aquí, y son audibles entre los agudos gritos de los niños que juegan cerca sobre la hierba. La luz es muy intensa, aunque el sol está oculto tras un velo de niebla, y el olor del aire es una mezcla de insinuaciones de primavera imposibles de identificar. La pelotita roja con que juegan los niños rebota de pronto en la verja de hierro forjado y va a caer más allá del parapeto a un patio entre muros mucho más abajo. Hay una serie de regaños y gritos a raíz de este acontecimiento, y luego los jóvenes deportistas se dispersan, todos menos uno, el dueño del juguete perdido, evidentemente, quien se queda agarrado a los barrotes de la cerca mirando hacia abajo con anhelo. Ahora tengo la respuesta. Si tuviera que escribir un libro de viajes, lo llamaría y conversaría con él, le ofrecería dinero para comprar otra pelota. Pero como no es así, me quedo sentado y sigo imaginando, si quisiera escribir ese libro, cómo lo haría.

    No creo que un libro de viajes pueda escribirse de manera suficientemente precisa si se hace después de los hechos, si el autor ha estado viviendo a su antojo durante el tiempo sobre el cual se propone escribir, sin tomar notas y sin percatarse de su función como instrumento receptivo. El recuerdo mal definido de sus reacciones emotivas es siempre más intenso que la memoria puntual de lo que las causó. Confiar en la memoria es lo indicado para determinar la sustancia de una novela, pero no es aconsejable en este caso, pues es demasiado probable que altere la consistencia de la escritura.

    El escritor debe tomar la decisión de ser escrupulosamente honesto al hacer su relato. Cualquier distorsión voluntaria equivale a hacer trampa en un juego de solitario: el juego pierde sentido. El relato debe ceñirse lo más posible a la realidad, y me parece que la forma más sencilla de lograr esto es proponerse ser exacto al describir sus propias reacciones. El lector puede hacerse una idea de cómo es en realidad un lugar sólo si conoce los efectos que éste ha tenido en alguien acerca de cuyo carácter tiene alguna noción y cuyas preferencias le son familiares. De modo que parece esencial que el escritor ponga cierto empeño en presentar objetivamente su propia personalidad; esto facilita al lector una clave interpretativa para valorar por sí mismo la importancia relativa de cada detalle, como la escala al pie de un mapa.

    El problema de dar al relato de viajes una estructura lineal no es esencialmente literario. El escritor tiene que asegurarse de que las experiencias que constituirán su material lleguen a producirse. Escribe una historia que antes debe vivir, y si el curso que la historia sigue exige ciertos elementos que hacen falta en su vida, tendrá que arreglárselas para reorganizar su existencia con el fin de obtener esos elementos. Debe usar su poder de invención para enfrentarse, no con la escritura en sí, sino con la relación entre sí mismo y el mundo real a su alrededor.

    No hace falta decir que cada intento de hacer accesible un lugar a los turistas es un obstáculo en el camino del escritor, y si éste logra establecer contacto con el lugar es a pesar de ellos y no gracias a ellos. El propósito de los servicios oficiales para visitantes es hacer innecesaria la investigación personal. En varios países, las oficinas de turismo patrocinadas por el Estado llevan además una mira más siniestra: impedir las relaciones personales entre residentes y forasteros. Los escritores son particularmente sospechosos, desde luego, pero sortear este tipo de dificultades es una de sus tareas rutinarias. «No necesita hablar con nadie –me aseguraba un policía de un país africano–. En nuestra oficina de turismo venden guías a precios fijos, y le darán gratis un folleto especial en inglés donde encontrará toda la información necesaria.»

    Y de nuevo: «¿Cómo sé que usted es en verdad un turista?», me preguntó una empleada de un consulado sudamericano en Londres cuando fui a solicitar un visado.

    –¿Cómo, qué otra cosa iba a ser?

    –No sé –contestó–. En su pasaporte dice «escritor». ¿Cómo sé yo lo que irá a hacer?

    –Quién sabe –le dije, y en vez de ir a Sudamérica me fui al Lejano Oriente.

    1958

    París, ciudad para artistas

    Recuerdo particularmente mis inviernos en París –sin placer, sin enojo–: solamente las impresiones vacías, insignificantes y sin embargo poderosas, del frío intenso y silencioso que se extendía sobre el Sena temprano por la mañana, la luz gris lavanda que caía filtrada por el húmedo cielo de mediodía; también, en los días claros, el sol inútil, ridiculamente distante y pequeño allá en lo alto. Recuerdo que disponía mis caminatas del trabajo a casa para pasar por las Tullerías con la anhelante penumbra del anochecer.

    Tener diecisiete años y estar en París, libre de hacer lo que quisiera, tal era la condición ideal para cualquier aspirante a artista o a escritor de la generación pasada. Era ideal aun si no tenías dinero. Quizá especialmente si no tenías dinero. Si lo tenías, eras un poco sospechoso, pues era casi un axioma que dinero y habilidad artística no podían pertenecer a la misma persona; en tal caso, por lo tanto, se suponía que tu deber era ayudar a sobrevivir a quienes no tenían más que habilidad artística.

    Pero a los diecisiete años uno tiene energías: puede andar unos cuantos kilómetros para ahorrarse el billete de autobús, puede subir corriendo siete pisos para llegar a su cuarto en la guardilla, puede mantenerse con una comida diaria, si está sin empleo, permaneciendo en la cama todo el día y comiendo pan. Yo pasé meses enteros sin darme un baño y lavaba yo mismo mi ropa sucia, fui devorado por las chinches noche tras noche, y tuve que hacer frente a mil inconvenientes (cualquiera de los cuales, si hubiera tenido que sufrirlo en América, me habría parecido un verdadero infierno) y todo me encantaba, porque estaba en París.

    Supongo que esto era así porque me parecía que todo el mundo estaba allí. Yo compartía la ciudad con todos ellos. Picasso acababa de iniciar su período de rag-bone and hank of hair; Gertrude Stein estaba ocupadísima preparando la publicación de sus obras en la Plain Édition; Stravinsky componía la Symphonie des Psaumes; Joyce estaba inmerso en su Work in Progress; Diaghilev estaba allí con su magnífica compañía. Además, en aquel tiempo, me parecía que las luchas y los escándalos del mundo de las artes eran de la mayor importancia; en cierta manera, era como vivir cerca del frente durante una guerra cuyo resultado es para ti de interés vital. Los surrealistas presentaban regularmente batallas campales en sus propios cabarets; la presencia de unos cuantos policías era casi indispensable en cualquier manifestación artística. Era la culminación de una era de violencia estética, en la cual el deseo básico de los creadores era sorprender con lo nuevo.

    Para los artistas, los aspirantes a artistas, y el sinnúmero de gente para quienes la asociación con alguna forma de arte y con quienes lo practican es una necesidad, París es mucho más que una ciudad espléndida con bulevares, cafés, almacenes, alegres cabarets, parques, museos y monumentos históricos. Es todo un continente, cada región del cual debe ser explorada a pie. Me pregunto cuántas millas habré recorrido andando por aquellas calles, desde el Bois de Vincennes hasta Les Buttes-Chaumont, de Auteuil a Charenton, siempre intentando comprender, participar y penetrar en el misterio que envolvía la ciudad, en busca de barrios que nadie conocía, descubriendo callejones extraños que no se parecían a nada antes visto, y muchos de los cuales se conservan todavía intactos en mi imaginación.

    Una infinita variedad en un todo armonioso, la certidumbre de algo nuevo e intenso cada día, esto le da al artista que vive en París un sentimiento de satisfacción y bienestar espiritual. Yo creo que son éstos, y no los beneficios más tangibles que la ciudad ofrece, los que hacen de París el principal lugar de reunión para los artistas de todas partes del mundo.

    Sin duda, los beneficios tangibles fueron mayores en el pasado. Hubo un tiempo en que parecía que toda la Rive Gauche existía principalmente para el artista. Era él quien se sentía allí como en su casa, era él quien regulaba el ritmo de la vida, y los cuartos de hotel, los cafés y restaurantes le eran accesibles por cantidades de dinero que, usualmente, podía reunir. No es así hoy, con la comida a precios astronómicos y con París en las garras de una de las carestías de vivienda más graves de Europa. Hoy, la vida del artista medio tiene poco de común con la tradicional vie de bohème del estudio en el ático, iluminado con una vela metida en una botella de vino. Antes, era algo humilde; hoy es deprimente. Los «estudios» ya no son para él; han sido ocupados hace tiempo por burgueses prósperos que creen que es chic vivir en sitios con ambiente «artístico». Incluso los cuartos para sirvientes en los desvanes de las casas de apartamentos le resultan demasiado caros. Literalmente, ha sido obligado a dejar el centro de París para irse a los arrabales, donde su vida se ha vuelto bastante desesperada. Si come, prepara su comida en su cuartito, y a menudo tiene que llevar su propia agua varios pisos arriba, en un cubo que llena en el grifo del patio inferior.

    No es sorprendente que hace poco se haya inaugurado una especie de movimiento de «vuelta a la tierra». Un pequeño número de personas que practica distintas artes se une y alquila una casita en un barrio de las afueras. Pueden hacerlo sin pagar derecho de llave. (El derecho de llave no tiene nada que ver con el alquiler; es una prima que se paga al propietario por el privilegio de ocupación, y por el derecho de llave de un estudio en París se paga un promedio de mil dólares.) Luego, dividen la casa según sus necesidades, siembran un huerto y se establecen, y si quieren ir a la ciudad van en bicicleta. El huerto es una gran ayuda para sus bolsillos. Este modo de vida dista mucho de la tradicional idea de la vida de un artista en París, y es posible que un movimiento así llegue a tener amplias repercusiones estéticas, quizá siguiendo la línea de la reciente tendencia a dejar de lado la abstracción y el no-objetivismo en favor de la pintura figurativa. De todas formas, al artista medio no le va muy bien estos días en París (y se calcula que en la ciudad habitan aproximadamente 46.800, contando sólo a los pintores).

    A los estudiantes de arte les va todavía peor, pues para acudir a las academias tienen que vivir en el centro de la ciudad en cuartos amueblados, y para comer dependen de los restaurantes, cuando por lo general, después de pagar el alquiler les queda muy poco dinero. Hay un foyer para estudiantes cerca de Beaux-Arts, donde se sirven comidas, que consisten principalmente en sopas y cereales, por 70 francos, y eso es una ayuda. Pero las academias sirven sobre todo como centros de entrenamiento para pedagogos, y no detienen mucho tiempo a los estudiantes con verdadero talento artístico; éstos se liberan y trabajan por su cuenta, en talleres colectivos o en sus habitaciones.

    Marc Raimbault es un buen ejemplo de esta clase de estudiante. Tiene veintitrés años. Cuando llegó a París por primera vez, dos años atrás, estaba inscrito como estudiante de arquitectura en la Escuela de Bellas Artes, pero esto era solamente una treta para alejarse de sus familiares, en Poiters, quienes no querían saber nada de sus aspiraciones a pintor. Ahora, hace lo que desea, y se forja una vida según sus propios gustos. Es una vida precaria, sin duda, y a menudo difícil; el ingenio y el trabajo arduo son necesarios para salir adelante con el poco dinero que su familia le envía para sus gastos. Sin embargo, sólo cuando el ingenio le falla recurre al trabajo, que significa caminar a las tres de la mañana de Montparnasse a Les Halles para pasar cinco o seis horas descargando cajas de vegetales de los camiones que llegan del campo. No es que no sea trabajador, pero esto le quita tiempo y energías, los que él quiere invertir en la única cosa que le interesa: la pintura. No paga un alquiler muy alto; ha conseguido un cuartito en la Rue Boissonade, en el apartamento de una vieja y amable dama que teje corbatas de crochet para una elegante tienda de la Rive Droite. La mujer solía pintar paisajes a la acuarela, y le gusta pensar que ella también es artista, de modo que le alquila el cuarto por muy poco dinero.

    Cuando vive según su rutina normal –y no descargando vegetales en el mercado– se levanta a eso de las ocho, prepara el café en una cocina de gas, se viste y va al Atelier de la Grande Chaumière, donde, a principios de la estación, pagó una pequeña suma por el privilegio de poder acudir diariamente a trabajar y servirse de los modelos que el taller facilita. En el camino, nunca deja de pasar por el Dôme. Examina cuidadosamente la terraza, con la esperanza de ver a algún amigo sentado allí, preferiblemente un extranjero, pues un extranjero podría invitarlo a sentarse y beber algo. Naturalmente, para Marc sería imposible sentarse en la terraza de ningún café y pedir una bebida. Los amigos son extremadamente importantes para él, no sólo porque cumplen la mundana función de ayudarle en los gastos, sino porque la vida sin ellos sería inimaginable. Sus tres o cuatro amigos verdaderamente cercanos son estudiantes de arte como él, aunque ellos prefieren pensar que son pintores. Para cada uno de ellos, el pequeño círculo que forman es el núcleo de su vida social. Cada uno puede contar con que los otros le darán apoyo moral, intelectual e incluso, por algún tiempo, apoyo material. Más importantes que los préstamos, son las presentaciones a personas ricas o influyentes. Estas pequeñas hermandades de apoyo mutuo son casi siempre un sine qua non en la vida de cualquier artista joven.

    El Atelier de la Grande Chaumière, que huele a humo de cigarrillos y a trementina, es un refugio contra el frío y la humedad que parecen estar perpetuamente en las calles. Allí, Marc saluda brevemente a sus colegas y continúa el trabajo interrumpido ayer. Se concentra intensamente, y sólo después de haber sufrido hambre durante algún tiempo, se da cuenta de que está hambriento. Aun así, sigue trabajando: es imposible volver a sumergirse en algo después de una comida. Cuando no puede aguantar más, sale. Si tiene algo de dinero en los bolsillos, quizá camina hasta el restaurante Wadja, que ha sido un sitio clave en el barrio durante muchos años, y donde la propietaria, una polaca amante del arte, da a su clientela de artistas y modelos una comida nutritiva por un mínimo de francos. El lugar es agradable, invita a comer despacio y a hacer la sobremesa con un café, pero Marc no tiene tiempo para eso. Ha hecho planes para la tarde: hay tres exposiciones que quiere visitar antes de volver a casa, donde ha de pasar una hora pintando una naturaleza muerta que dejó a medias. Consigue que un amigo lo acompañe a las exposiciones. Caminan con calma por las calles, conversando, discutiendo sin cesar. Marc regresa a su cuarto de la Rue Boissonade a eso de las cinco y media y se sienta a trabajar. A las siete menos cuarto sale a comprar comida para la casa; dos amigos vendrán a cenar con él. Compra medio kilo de tomates, varias hogazas de pan y un litro de vino. Han acordado que los otros traerían un bistec de buen tamaño. Cuando llegan, resulta que el filete no es tan grande como él había esperado, pero en todo caso hay suficiente. Durante la comida hablan interminablemente sobre el arte y la literatura, como de costumbre. Como el tiempo no lo impide, pueden dar un paseo hacia el Sena, y continúan su charla como si apenas se percataran de haber salido del cuarto.

    Pero de pronto Marc Raimbault dice buenas noches precipitadamente y dobla a una calle lateral. Tiene una cita con Nicole. Hace casi un año que la conoce. Un hermoso día, la primavera pasada, había ido al Jardín de Luxemburgo a tomar el sol después del almuerzo. De tiempo en tiempo, cuando el guardia se acercaba, cambiaba de banco para no tener que pagar, y allí estaba ella, jugando al mismo juego. Ella aún no le ha presentado a su familia; en primer lugar, viven muy lejos, por la Porte Maillot. Ahora, Marc camina deprisa hacia el Boulevard Saint-Michel. Nicole está en la esquina de la Rue Soufflot, frente a un café. Marc la toma del brazo y se van hacia el Luxemburgo. En esta ocasión, Marc no habla, dice sólo una palabra de vez en cuando. No hacen falta muchas palabras. Cuando llegan a la Rue Auguste-Comte, empiezan a andar más despacio. Entre las sombras, tocando el hierro forjado de la cerca, se quedan quietos, en silencio. Los transeúntes no les prestan atención, ni siquiera un agent de police solitario se acerca a molestarlos. Una que otra vez durante el año, cuando sabía que la propietaria estaría ausente, Marc se había atrevido a llevar a Nicole a su pequeña habitación, pero era algo arriesgado: la vieja señora ya se había expresado clarísimamente acerca de este tema. El predecesor de Marc fue expulsado por comportarse exactamente de esa manera, y perder un cuarto barato es una verdadera tragedia. De modo que Marc y Nicole continúan de pie entre las sombras de la Rue Auguste-Comte.

    Finalmente, comienzan a andar de nuevo, ahora más despacio, hacia el metro de Notre-Dame-des-Champs. El último tren pasa a la una menos cuarto, y es necesario que Nicole lo tome. Marc compra dos billetes en la ventanilla, y descienden al túnel. En un extremo del andén, mientras un barrendero grita: «Balai! Balai!», se dicen adiós. El estrépito del tren que se aproxima apaga sus últimas palabras. Corren por la plataforma detrás del tren, Nicole entra sola en el último vagón. Marc se queda mirándola un momento, y luego vuelve a subir las escaleras para salir a la calle y regresar a la Rue Boissonade a dormir.

    Aparte de las dificultades materiales que supone el ser o llegar a ser un artista en París, la ciudad ofrece algunas ventajas muy claras. Como es de esperar, éstas son ante todo psicológicas, y precisamente por eso son tan importantes para los artistas. En primer lugar, en París un artista de cualquier clase es un ciudadano respetado, no una rareza social. Su rango está a la altura del de cualquier profesional. Y esta sensata actitud por parte de la población tiene a la vez concomitantes prácticos. Por ejemplo, cuando yo componía música en París y quería enviar una partitura por correo, me permitían clasificarla como papiers d’affaires, lo que significaba que recibiría un tratamiento de primera clase a un precio muy inferior al de un envío de primera clase. Una partitura pesa bastante, y la diferencia era enorme.

    Además, los franceses están tan acostumbrados a la conducta extravagante de los artistas, que hace falta cometer un exceso para merecer su desaprobación. Si se trata de auténtica tolerancia o de simple indiferencia, al artista no le importa. Se le deja en paz y puede vivir, vestirse y amar como le plazca. Los franceses dan por sentado que cada cual es un individuo, y es natural que un artista exprese una individualidad un poco distinta de la norma, y no hay más que decir.

    Hay otro fenómeno que contribuye a que París atraiga a los artistas, y es el hecho de que, si uno tiene éxito, los réditos justifican sobradamente la inversión. Es extraordinario cuánto llegan a ganar en París los llamados Maestros Modernos. Los pintores conocidos en los Estados Unidos se consideran afortunados si ganan diez mil dólares al año. En París no es insólito ganar varias veces esa cantidad. Un pintor latinoamericano que no podría llamarse todavía un «maestro moderno», y no muy conocido en América ni en Europa, tuvo el año pasado un ingreso de más de setenta y cinco mil dólares en París. Y eso pese a que el no ser francés es una gran desventaja para un pintor, pues los franceses son sorprendentemente nacionalistas cuando se trata de comprar cuadros. Así, uno puede imaginar los ingresos de pintores franceses como Braque, Rouault, Matisse o Dufy. Todo esto no es más que una manera de decir que una vez la carrera de un pintor comienza a marchar bien en París, marcha de verdad bien. Los franceses compran pinturas sobre la base de la especulación. Es un gran negocio, y lo que importa es la firma.

    A propósito de firmas, recuerdo un incidente divertido que ocurrió recientemente. En París ha habido siempre un grupo de pintores españoles, y generalmente han formado un círculo aparte de los demás, con quienes no se llevan muy bien. Últimamente se reúnen en el Dôme, acaudillados por el ex surrealista Domínguez. Uno de ellos, un joven llamado Ortiz, se encontró un día más pobre que de costumbre. El hecho es que no tenía nada, nada más que un pedazo de oro que había estado atesorando durante bastante tiempo, para una emergencia como ésta. La persona a quien debía venderlo, evidentemente, era Picasso, todos estaban de acuerdo: él era español como ellos, y, afortunadamente, era un hombre muy rico. Pero cuando Ortiz le llevó el oro al maestro, Picasso dijo que no lo quería. «Pero déjamelo unos días –añadió al ver la expresión en la cara de Ortiz–, y veré qué puedo hacer.»

    Ortiz se marchó más o menos tan triste como había llegado. Volvió a la terraza del Dôme, abatido, y se sentó a esperar. Mientras tanto, Picasso estaba estudiando febrilmente el arte de la orfebrería, una de las pocas que hasta entonces había descuidado. Fundió el oro y lo convirtió en una pequeña máscara con cierto aire azteca, y grabó su firma en el reverso. Cuando Ortiz regresó al estudio a ver si el maestro había encontrado comprador para su oro, Picasso le entregó la máscara y le dijo: «Creo que por esto podrás obtener exactamente el triple que por el oro». El cálculo resultó bastante acertado.

    La feroz competencia entre artistas en París se ve contrarrestada en cierta manera por el enorme consumo de subproductos del arte. Los escaparates, los carteles, el embalaje y hasta los decorados de teatro son hechos por pintores y no por especialistas en estas ramas. Además, en Francia hay más gente interesada en la pintura –hasta el punto de invertir en ella– que en otros países. Hay muchos pintores franceses desconocidos fuera de Francia, cuyos cuadros, sin embargo, son bien pagados en París porque a la gente le gusta tenerlos colgados en sus cuartos. Puedes verlos en el despacho de tu médico, de tu abogado o tu dentista. Y los compradores son coleccionistas aficionados que conocen muy bien el valor de sus adquisiciones y se mantienen alerta por si hubiera fluctuaciones en los precios del trabajo de los artistas que les interesan. Esta clase de comprador no suele invertir en los muy jóvenes; si un principiante logra vender algo, suele ser a los extranjeros de visita en París, y no a los franceses.

    En cuanto a los pintores estadounidenses que viven en París, puede decirse sin ningún riesgo que no les venden más que a sus compatriotas. Los franceses desconocen casi totalmente la pintura americana y no se interesan por ella: carece de valor en el mercado parisiense. Esto, desde luego, tiene sin cuidado a los muchos artistas estadounidenses que viven en París; no es por eso por lo que están allí, de todas formas. Tampoco están allí para estudiar. De los tres mil estudiantes de Beaux-Arts, sólo un par de docenas son norteamericanos. La mayor parte han elegido vivir en La Ville Lumière por una de dos razones: les place vivir allí (viven más cómodamente que en casa por la misma cantidad de dinero), o quieren una exposición en una galería parisiense.

    Para un pintor o escultor norteamericano significa mucho, al volver a casa, haber tenido una exposición individual en una galería acreditada en París. Haber expuesto en París es como tener un sello de aprobación oficial en su producto, pues podría decirse que la obra ha sido aceptada en los salones del más alto criterio artístico. En realidad, el hecho dista mucho de significar esto. Quiere decir en primer lugar que el artista ha conseguido suficiente dinero para montar la exposición. Si hay críticas, serán favorables, y esto querrá decir que también ha conseguido suficiente dinero para pagarlas. Probablemente no hay ninguna metrópoli donde la crítica sea tan venal como en París. (El reverso de la moneda es que el público desconfía saludablemente de toda crítica, así que sus efectos son en realidad nulos.) Pero para el artista norteamericano es muy importante. Las reseñas de tales exposiciones son un ábrete sésamo para introducirse en las galerías norteamericanas, y también le ayudan muchísimo a vender su trabajo en los Estados Unidos.

    Un amigo mío que es socio de una de las galerías más importantes de la Rive Droite me contó hace algunos días un cuento absurdo. Un crítico de arte a quien aguardaban no se había presentado ni antes, ni durante, ni después de la inauguración de cierta exposición, y los propietarios de la galería estaban perplejos. Más tarde, una reseña favorable fue publicada en el periódico para el que trabajaba el crítico, y los propietarios estuvieron aún más perplejos. Unos días después, el crítico entró en la galería, tomó un costoso libro de arte y, poniéndoselo bajo el brazo, se dispuso a salir de nuevo. Un empleado de la galería le preguntó si no habría algún malentendido. «Oh, no –respondió, como si tal cosa–. No hay ningún malentendido. La semana pasada escribí una crítica para esta galería. ¿No se acuerda?» Y salió a la calle con el libro, que probablemente fue a vender a la vuelta de la esquina.

    Si quieres una exposición en París, debes estar preparado a pagar muy caro por el privilegio. Hay que atender a los críticos, darles vino e invitarles a cenar, y la exposición costará de suyo entre cincuenta mil y trescientos mil francos en una galería media, y mucho más que eso en ciertos lugares particularmente elegantes. Si eres norteamericano, lo más probable es que encuentren algún pretexto para aumentarte el precio. Los franceses sienten que es indudablemente injusto que un norteamericano consiga cualquier cosa al mismo precio que un francés.

    Para evitar este tipo de explotación –de hecho, para poder exponer su obra en París– un grupo de pintores norteamericanos formaron una pandilla y alquilaron una tiendecita no muy lejos de Notre-Dame, en la Rue Saint-Julien-le-Pauvre. La convirtieron en galería y la llamaron Galerie 8. No sé cuántos serían cuando se embarcaron en la aventura, pero ahora son más de veinte. Allí exponen, además de su trabajo, las obras de otros artistas que no pertenecen a la cooperativa. (Hasta la fecha, sólo han presentado a artistas norteamericanos.) De esta manera han reducido el precio de una exposición a unos dieciocho mil francos, y sin duda este ahorro significa mucho para el artista. Y como está situada en un barrio que los turistas norteamericanos suelen visitar, pues aparece en las guías, y tiene cabarets como Le Caveau de la Bolée, la galería ha tenido éxito.

    París es casi constantemente el escenario de algún escándalo artístico a causa del cual todo el mundo se excita y no hace nada. El año pasado hubo otro robo de cuadros famosos, no del Louvre esta vez, sino del Musée d’Art Moderne. Los dos jóvenes que idearon el asunto supieron escoger: el botín incluía la famosa Planchadora de Picasso y un Renoir de cuarenta millones de francos. Sin embargo, cuando la policía los interrogó, sostuvieron resueltamente que el proyecto había sido motivado puramente por el afecto que sentían por los cuadros y no por el deseo de lucrar. (En los Estados Unidos, probablemente hubiesen alegado que lo habían hecho sólo para divertirse.) Se supone que en París anda suelto un falsificador diabólicamente hábil, que pinta y vende a diestra y siniestra obras maestras perdidas hace tiempo. Todo el mundo dice que es un personaje conocido, pero que todavía no se le ha hecho procesar porque tiene amigos poderosos. Si intentas descubrir de qué pinturas se trata y a qué pintores se atribuyen, la pista se hace borrosa y te conduce a la oscuridad. No obstante, puede hacerte ver la dirección en que se mueve la fantasía parisiense cuando decide crear una leyenda.

    Hace poco la plaza de la Concordia fue escenario de un breve escándalo que hubiera estado a la altura de las primeras películas de René Clair. Una mañana, un anciano de barba y aspecto distinguido apareció con un maletín al pie del obelisco en medio de la gran plaza y comenzó a prepararse para escalarlo. Inmediatamente, dos policías se acercaron a decirle que, aunque tal cosa no estaba explícitamente prohibida, era inaudita. El caballero se sacó del bolsillo un fajo de papeles de apariencia oficial. Había visitado –dijo– a las autoridades competentes para solicitar permiso para estudiar los jeroglíficos en lo alto del obelisco, y después de mostrarse sorprendidos de que los hubiera (pues se suponía que las inscripciones estaban en los costados del monumento y que habían sido descifradas hacía mucho tiempo) habían decidido, en beneficio de la ciencia y el arte, acceder a su extraordinaria petición.

    No cabía duda acerca de la autenticidad de los papeles, de modo que, de mala gana, los policías le dejaron seguir con sus eruditos preparativos. Aun así –le dijo uno de los agents de police, que estaba dudoso–, durante todos los años que el obelisco había estado allí, nadie intentó hacer algo semejante.

    –Sí, sí, lo sé –respondió el anciano, mientras daba órdenes a sus subordinados para que pusieran la escalera en el lugar apropiado.

    Cuando todo estuvo listo y el sabio barbudo se dispuso a ascender, era mediodía, y un buen número de personas se habían detenido a observar. El anciano caballero, todavía con su maletín, subió hasta lo alto de la aguja con sorprendente rapidez. Empezó a quitarse la ropa y a lanzar sus prendas una por una a los cuatro vientos. Mientras tanto, sus ayudantes habían retirado la escalera y desaparecido entre la muchedumbre, que aumentaba rápidamente. Los policías comentaron entre ellos que desde el principio habían sabido que se trataba de un loco, y se

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