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Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles
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Libro electrónico941 páginas11 horas

Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles

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Raymond Queneau aseguraba que de todos los artistas contemporáneos, Miró "pasa por ser el más secreto". Su marchante francés, Pierre Loeb, no dudaba en afirmar que "era el hombre más misterioso, el más impenetrable que he conocido en mi vida", y Joan Prats, amigo de infancia del artista, decía: "lo sé todo de él y no sé nada de él". Miró es el único gran artista que revolucionó el arte del siglo xx que no contaba con una biografía exhaustiva. Hay muchos libros que estudian desde el punto de vista académico su obra, pero hacía falta una investigación que tratara de desvelar el enigma Miró, basada en la consulta de archivos y testimonios inéditos. Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles desmiente clichés y desvela la titánica lucha de superación personal de un hombre que tuvo que enfrentarse a sus demonios interiores, a sus padres y a su entorno; resitúa a Miró en el centro de la vibrante familia vanguardista y sigue el hilo de sus relaciones con Picasso, Picabia, Tzara, Breton, Bataille, Leiris, Duchamp, Kandinski, los expresionistas abstractos norteamericanos o la filosofía zen, hasta convertirse en un artista total que abarcó poesía, música, arquitectura, escultura, performance, danza y teatro. El libro incide en sus hasta hoy desconocidas relaciones sentimentales, reconstruye por qué se ausentó de España durante la Guerra Civil y cómo se las arregló para sobrevivir durante los años más duros del franquismo. La biografía se centra en los años 1893-1947, fecha de su primer viaje a Estados Unidos, y se completa con un largo epílogo con los sucesos más destacados hasta su muerte en 1983.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 mar 2018
ISBN9788417355302
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    Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles - Josep Massot

    © Marc Arias

    Josep Massot nació en Palma de Mallorca en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue miembro fundador en 1983 de uno de los primeros diarios españoles nacidos en democracia, El Día, que dirigió brevemente hasta entrar en 1987 en La Vanguardia, donde se encargó de la información literaria, sin dejar de atender las otras ramas del periodismo cultural, entendida como el mejor instrumento para hacer visibles las obras de los creadores más innovadores y ofrecer al ciudadano las claves que le permitan orientarse por sí mismo en el laberinto del mundo actual. En la vertiente artística, a lo largo de los últimos 30 años ha escrito numerosos artículos sobre la obra de Tàpies y se especializó en Joan Miró, de quien sacó a la luz su correspondencia inédita con Dalí y la biblioteca personal del artista. También ha publicado, entre otros, textos introductorios a las filosofías de Platón y Nietzsche y, junto con Ignacio Vidal-Folch, el Diario de Jules Renard (Random House Mondadori, 1998).

    Raymond Queneau aseguraba que de todos los artistas contemporáneos, Miró «pasa por ser el más secreto». Su marchante francés, Pierre Loeb, no dudaba en afirmar que «era el hombre más misterioso, el más impenetrable que he conocido en mi vida», y Joan Prats, amigo de infancia del artista, decía: «lo sé todo de él y no sé nada de él». Miró es el único gran artista que revolucionó el arte del siglo XX que no contaba con una biografía exhaustiva. Hay muchos libros que estudian desde el punto de vista académico su obra, pero hacía falta una investigación que tratara de desvelar el enigma Miró, basada en la consulta de archivos y testimonios inéditos. Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles desmiente clichés y desvela la titánica lucha de superación personal de un hombre que tuvo que enfrentarse a sus demonios interiores, a sus padres y a su entorno; resitúa a Miró en el centro de la vibrante familia vanguardista y sigue el hilo de sus relaciones con Picasso, Picabia, Tzara, Breton, Bataille, Leiris, Duchamp, Kandinski, los expresionistas abstractos norteamericanos o la filosofía zen, hasta convertirse en un artista total que abarcó poesía, música, arquitectura, escultura, performance, danza y teatro. El libro incide en sus hasta hoy desconocidas relaciones sentimentales, reconstruye por qué se ausentó de España durante la Guerra Civil y cómo se las arregló para sobrevivir durante los años más duros del franquismo. La biografía se centra en los años 1893-1947, fecha de su primer viaje a Estados Unidos, y se completa con un largo epílogo con los sucesos más destacados hasta su muerte en 1983.

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: marzo 2018

    © Josep Massot, 2018

    Reservados todos los derechos de todas las fotografías: Archivo Successió Miró, excepto de las siguientes: 8, Ajuntament de Girona. Archivo y biblioteca R. y M. T. Santos Torroella; 9, Archivo Espinal; 15, Bibliotèque Kandinky, Centre de documentation et de recherche du Musée national d’art moderne, Centre Pompidou; 16, fotografía de Ione Robinson, derechos reservados; 22, Archivo Tey; 31, Revista AC; 32, fotografía de Roness-Ruan. Archivo Successió Miró; 35, fotografía de Georges Platt Lynes. Archivo Successió Miró; 40, fotografía de Ishikawa Yoshinori. Archivo Successió Miró; 6, 10 (izquierda), 11, 12, 14, 18, 26, 27, 28, 30 y 34, derechos reservados.

    de la obra de Joan Miró: © Successió Miró, 2018

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2018

    Imagen de portada: Joan Miró en la playa, Málaga, 1935

    Foto: Margaret Michaelis

    Archivo Successió Miró

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-17355-30-2

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Joan Miró, Miquel Miró, Dolors Ferrà y Maria Dolors Miró en el Monasterio de Montserrat, 1903

    «El genio es la infancia recuperada a voluntad, el niño dotado ahora, para expresarse, de órganos viriles y la mente analítica que le permite ordenar la suma de los materiales acumulados involuntariamente.»

    BAUDELAIRE,

    Le Peintre de la vie moderne

    A David y Emili

    Joan Miró a la edad de un año, 1894

    Prefacio

    «La pintura de Miró es el camino más corto de un misterio a otro», anotó en su diario Michel Leiris en 1925. Treinta años más tarde, en 1954, Raymond Queneau aseguraba que «de todos los pintores contemporáneos, Miró pasa por ser el más secreto». Pierre Loeb, su marchante francés, no dudaba en afirmar: «[Fue] el hombre más misterioso, el más impenetrable que he encontrado en toda mi vida». Ya al final de la vida del artista, su fotógrafo de confianza, Francesc Català-Roca, decía: «Era como un caracol. Mientras le dejas hacer, va bien, pero cuando intentas tocarle, se esconde», y Joan Prats, su gran amigo, a quien consideraba un hermano, comentaba: «Lo sé todo de él y no sé nada de él». Joan Miró sigue siendo un enigma, el único de los grandes artistas que revolucionaron el arte del siglo XX que no cuenta con una biografía exhaustiva. Quien más se le acercó fue Jacques Dupin. Miró comenzó a proporcionarle algunos datos de su infancia para después desviar su monografía al concienzudo comentario de aspectos artísticos. En sus largas conversaciones con Georges Raillard, grabadas en 1975, el año en que Franco agonizaba, el artista desgranó más opiniones que detalles biográficos. Ante otros investigadores que intentaron construirle un relato, se replegó con la estrategia del caracol en cuanto asomaba su interés por un asunto personal, como le sucedió a Lluís Permanyer, quien tuvo que interrumpir las pesquisas que lo llevaron a escribir su iluminadora biografía de síntesis. Miró tenía la boca cosida como sólo en apariencia parece tenerla la imagen de la Virgen románica del ábside de Sant Climent de Taüll, que tanto fascinó al artista.

    Habiendo impregnado su arte de una búsqueda de la verdad profunda, esencial, Miró no quería dejar su autoindagación a medias, tal como la concebía su buen amigo Leiris: si se decidía a contar su vida, debía exponerse en el doble sentido de la palabra, mostrar su interior, y exponerse al riesgo de esa verdad. Su último intento de pintar su autorretrato, en 1937, quedó inacabado, y cuando lo retomó, en 1960, garabateó, sobre la figura de la tela, una figura fantasmagórica. Sebastià Gasch, Josep Melià, J. J. Sweeney, James Thrall Soby, Jacques Dupin, Rosa Maria Malet, Yves Taillandier, Anne Umland, Carolyn Lanchner, Victoria Combalía, Roland Penrose, Rosalind Krauss, Barbara Rose, William Jeffett, Agnès de la Beaumelle, Clement Greenberg, Robert S. Lubar o Rémi Labrousse, entre otros, esbozaron un magnífico relato que se detiene en el límite del muro infranqueable que marcó Miró. Los libros que, junto a los citados, ofrecen más valiosas informaciones son la recopilación de algunas cartas y varias entrevistas de Selected Writings & Interviews, de Margit Rowell, las correspondencias con sus marchantes Pierre Matisse y Pierre Loeb, publicadas dispersas e incompletas en catálogos, tesis y monografías, y el imprescindible volumen del Epistolari català: 1911-1945, establecido por Joan Ainaud de Lasarte, y editado por Joan M. Minguet, Teresa Montaner y Joan Santanach. Desde muy pronto el artista supo que sus cartas pasarían a la posteridad, y por eso se mostró siempre hermético a la hora de desvelar por escrito rasgos de su vida. Si alguna vez los exteriorizó, debió de tratarlos en conversaciones confidenciales.

    Hacía falta, pues, un relato que diera vida a Miró y rellenara las líneas de puntos indefinidos de su biografía y sus aún más numerosas zonas de penumbra. Lo esencial en un artista es la obra, no la persona, pero el propio Miró dijo, hablando de otros creadores, que disociar la vida de la obra era un contrasentido. Miró no fue el niño eterno, el hombre ingenuo atrincherado en su taller, ni el medio monje, medio campesino, que se encerraba en sus largos silencios y que sólo sabía hablar con monosílabos, subrayados con gestos y bruscas onomatopeyas. La vida de Miró es un ejemplo titánico de superación de sus limitaciones, un rebelde perpetuo que, bajo la máscara de un atildado burgués, un día de su infancia se propuso liderar el mundo artístico y alzar su mano hacia el cielo para alcanzar las estrellas. Lo consiguió, no para su beneficio o fama personal, sino para dejar en herencia la vibración de libertad que desprenden sus obras de arte como antídoto de tiranías y para que incendiaran con su chispa –poética en ocasiones, salvaje en otras– el fuego interior de generaciones futuras. «El genio es la infancia recuperada a voluntad, el niño dotado ahora, para expresarse, de órganos viriles y la mente analítica que le permite ordenar la suma de los materiales acumulados involuntariamente», había leído Miró en Le Peintre de la vie moderne de Baudelaire, y para mantener esa inocencia, dejaba incluso que su hija Maria Dolors o sus nietos David y Emili intervinieran levemente en algunas de sus pinturas más complejas, para incorporar, intacta, la verdad de la infancia. Ahora que ya nadie se ríe de la pintura de Miró con el descalificativo ignorante que tanto sufrió en vida –«esto lo puede pintar un niño de guardería»–, es el momento de volver a poner en primer plano su reivindicación de la pureza del poder creativo infantil, la fuerza y el asombro de quien ve las cosas por primera vez. En un texto de Octavio Paz, recordando una velada en 1958 con los Miró en casa de Breton, el poeta mexicano dice que los cuadros del artista catalán son como un largo poema en el que lo cómico y lo cósmico se entrelazan, que no hay que comprender, sino asombrarse ante ellos, con la risa universal de la creación. Es un largo poema que –dice Paz– nos cuenta un viaje del adulto que somos al niño que fuimos, un viaje, en tiempos de exterminio, a la busca de la mirada del primer día, hacia dentro de nosotros mismos: «Wordsworth decía que el niño es el padre del hombre. El arte de Miró confirma esta idea. Debo decir que Miró pintó como un niño de cinco mil años de edad. Un arte como el suyo es el fruto de muchos siglos de civilización y aparece cuando los hombres, cansados de dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos ídolos, deciden volver al comienzo».

    «El lenguaje verbal no es lo mío», reconocía Miró en el discurso de aceptación del doctorado honoris causa de la Universitat de Barcelona poco antes de morir. Eligió para expresarse el lenguaje de las formas, los colores y los signos, y en su madurez, su pasión por los materiales y los objetos, pintar con el cuerpo y descargar su energía en obras en las que lo importante es la materia y el cómo, no lo que significa. La fuerza de su rebeldía nació en su niñez y la mantuvo viva ya anciano, sin apenas visión, con dificultades para andar, cuando lo fácil hubiera sido acomodarse y disfrutar de su celebridad mundial. Se tuvo que acostumbrar pronto a las burlas en su familia, en el colegio, en las escuelas de arte, en los círculos de amigos, entre los críticos o de las primeras novias que tuvo. Tuvo que apretar los dientes y superar sus escasos dones artísticos, su salud frágil, la oposición violenta de su padre y los llantos de su madre, y oír en su propia familia que nunca llegaría a nada, a presenciar cómo otros pintores con menos talento alcanzaban antes que él fama y dinero. En lugar de desmoronarse, entrenó su cuerpo y su voluntad para afrontar los torbellinos que zarandeaban su ánimo, oscilante entre la depresión y la exaltación. Alimentó su espíritu de resistencia como si fuera un duro combate de boxeo, contra todo y contra todos, incluido contra sí mismo. Como el pianista que, sólo si es obsesivo hasta lo maniático, llega a dominar las teclas para extraer música del silencio y del ruido, él logró adiestrar su mano y su ojo, adentrarse en los secretos más íntimos de la pintura y de la escultura, para volver a conectar al ser humano con el lenguaje original de la naturaleza y los ritmos del universo. Pero también su misma obsesión por la pintura, días enteros ante la tela, dándose cabezazos contra la pared hasta sangrar, en busca de una solución pictórica que no le llegaba, le hacía detestar su arte, sentir deseos de asesinarlo y destrozar los lienzos, como la desesperación que alguna vez ha confesado sentir algún compositor célebre respecto a su instrumento musical.

    Miró amó toda su vida Cataluña y su lengua, la tierra ancestral, pero las magistrales líneas que trazó en muchos de sus cuadros no son cóncavas, sino convexas, se abren hacia afuera, hacia lo alto, y, como contraste a sus telas más violentas, en sus obras más desnudas hay un rico diálogo con el vacío, la nada, que limpia nuestra mirada de las cosas superfluas para encontrarnos a solas con el temblor de nuestra verdad profunda. Al igual que en el célebre relato de Georges Perec Espèces d’espaces, su grito de libertad partió primero de su mente y de su cuerpo, después de su taller y de su propia casa, luego de Barcelona, más tarde de Cataluña; a París siguieron Europa, América y Japón, para enlazar finalmente con el cosmos en comunión con la tierra de sus raíces. «La música excava el cielo», había proclamado Baudelaire, y Miró veía las nubes similares a los surcos de la tierra labrada de su masía de Mont-roig, de igual modo que las huellas que dejan los hombres y las ovejas sobre la arena de la playa de Cambrils le parecían constelaciones celestes. Una brizna de hierba y el más pequeño de los insectos se metamorfoseaban en sus pinturas con los astros más brillantes y las montañas más altas. Y en los tiempos bárbaros en los que los hombres se encarnizaban en guerras de aniquilación, desplegó un mundo de monstruos sedientos de sangre, ratas y seres nocturnos poblando las pesadillas de una humanidad en ruinas que había dejado de ser humana.

    Hay innumerables escenas que nos permiten revivir lo que sentía Miró en distintas épocas de su vida. Un niño con dificultades para expresar su desasosiego, si no es por medio de la pintura. Un padre severo y estricto que impone su autoridad a su hijo gritándole: «¡Hasta el aire que respiras me pertenece!». Un Miró adolescente que en sus dibujos en la academia sólo puede ver el mundo en dos dimensiones, desesperado por encontrar la tercera, el relieve, el volumen, ante el desprecio de sus compañeros, y que sólo cuando cierra los ojos y toca a ciegas los objetos que quiere representar y siente su peso, es capaz de capturarlos en su mente. Un adolescente hablando con los obreros que levantan el cuento de hadas arquitectónico del Park Güell y de la Sagrada Familia de Barcelona, y que escucha maravillado las explicaciones sobre cómo Gaudí crea, sin planos, sus sueños de piedra. Un joven Miró, acompañado de su medio hermano Joan Prats, entreviendo en 1917 desde los asientos altos de la ópera del Liceu cómo Picasso recibe triunfal los vítores y los aplausos por los decorados del ballet Parade, sin atreverse a acercarse a él, a pesar de que frecuentaba la casa de la madre de Picasso para admirar los cuadros de su ídolo. Un aspirante a pintor que, visitando sus queridas pinturas románicas catalanas, se cruzó con el irreverente Francis Picabia, sin intercambiar con él más que un tímido y anónimo saludo. Un ilusionado debutante que expone por primera vez sus pinturas en las Galerías Dalmau en 1918, creyendo que acariciaba la gloria, y recibiendo, en cambio, insultos y la bofetada de la mofa...

    En 1920, cuando asfixiado por la falta de ambición del medio artístico barcelonés, marchó a París y bajó del tren el 1 de marzo en la gare d’Orsay, su aspecto era el de un provinciano vestido de domingo, con una gran maleta de la que asomaba cómicamente un paraguas y sin saber hablar apenas francés. Sólo dos meses antes había desembarcado en la gare de Lyon, partiendo de Zúrich, Tristan Tzara. Lo esperaban –aunque no se encontraran– Breton, Aragon y Soupault, para ir los cuatro juntos a casa de Picabia. Eran más jóvenes que él, pero Miró durante aquellos primeros meses fue incapaz de dar una sola pincelada, mientras la revolución dadá incendiaba la capital del arte. Él necesitaba tiempo: trabajaba como un hortelano, absorbía lentamente cuanto veía, oía o leía, y necesitaba la fuerza y el silencio de Mont-roig para asumirlo, pero cuando lo hacía, era para ir más allá, para darle una forma propia, original, distinta.

    Picasso fue su gran referencia viva. Cuando se sentía bloqueado, una visita a su estudio le señalaba el camino. Lo admiraba más que a ningún otro pintor, y le llegó a querer. Pero él, que era fiero consigo mismo, capaz de luchar hasta la extenuación contra su propia sombra, se puso a sí mismo el reto de superar a Picasso, y eso le daba fuerzas. Lo había hecho con Van Gogh y con el japonés Hokusai, los dos extremos entre los que oscilaron siempre su carácter y su pintura, la locura salvaje y la serenidad, la búsqueda del equilibrio y su violencia interior. Aprendía de ellos para hacer otra cosa. Destruía para construir y seguir destruyendo, con la masía, su mundo real, como eje para no perderse. Contra el virtuosismo inalcanzable de Picasso, optó por la solución de Picabia, la extrema audacia. Miró se puso el monóculo dadá, funambulista caminando por la cuerda floja sin red, alimentado por el riesgo a la caída mortal y espoleado por el eco de las burlas. Cuanto más sonoras, más radical hacía su exploración, traspasando los límites conocidos. Es cuando se pierde, que se encuentra. Jarry, Baudelaire, Rimbaud, Péret, Goya, Van Gogh, Artaud pertenecían a su lado oscuro y violento. Kandinski, Mallarmé, san Juan de la Cruz, Bach, Mozart, la poesía china, los calígrafos japoneses, a su lado espiritual. La pintura románica, Gaudí, el arte popular, la tierra de Mont-roig y la luz y los siurells de Mallorca, a sus raíces.

    A Miró hay que hacerle caso cuando habla, pero no siempre. Sus palabras contra los intelectuales hay que entenderlas como un reproche instintivo contra la pedantería. Él era el único de su grupo en París que estaba acostumbrado a la vida diaria del campo, que no admite el artificio de esnobismos sofisticados. Por eso conectó también con artistas amantes del pueblo como Alexander Calder o el ceramista Josep Llorens Artigas. Su biblioteca y sus razonamientos siempre certeros sobre otros pintores revelan un conocimiento exhaustivo de los grandes escritores y una sabiduría extrema sobre las técnicas pictóricas, del grueso de los pinceles y las mezclas de colores a descubrir cuándo Goya utilizaba una cuchara para pintar. Él no partía de una idea o una teoría previa, porque ya la había asumido antes, formaba parte de su cuerpo. Se dejaba llevar por su intuición, su mano y los accidentes de la tela, por las señales que le llegaban del exterior, que activaban la chispa del espíritu que pedía Rimbaud y repetía Max Jacob, y que él descodificaba.

    Muchos historiadores se han empeñado en ver a Miró a la luz de los escritos de otros, como si el artista catalán fuera un mero ilustrador, vicario de las ideas de Breton o de Bataille. Es un error. Cuando Breton lanza en 1924 su manifiesto, todos los firmantes son escritores, menos Malkine. Y para entonces, Miró ya era surrealista a su manera, sólo tenía que sumar las nuevas ideas a las que ya había incubado desde la escuela Galí. Sin entrar en el debate de si el surrealismo es un epígono del dadaísmo, lo que representa el surrealismo estaba en el aire de París. Breton fue, sin duda, un potente faro, pero se apropió del término, le dio cuerpo y, sobre todo, articuló con su poderosa personalidad unas directrices y un eficaz aparato propagandístico. El arte africano, de los locos y de los primitivos, el lenguaje de la analogía universal de los románticos alemanes, las lecturas del vidente Rimbaud y de Lautréamont, el Coup de dés de Mallarmé, el mundo grotesco de Jarry, las afinidades con los alquimistas, los místicos y los ocultistas, las alucinaciones de los sueños, los procesos verbales de la poesía, reveladores de una realidad oculta, todos estos elementos, las nuevas artes del cine o la fotografía, los grafitis, las novelas populares como Fantômas, por no señalar la necesidad de superar el cubismo y el futurismo, y de destruir las ruinas de la cultura que había llevado a Europa al desastre de la Primera Guerra Mundial, todo ello estaba ya presente en el círculo de la rue Blomet, el taller en el que vivía Miró, ignorado por Breton –que despreciaba la música y a un pintor tan fundamental como Klee–, cuando el autoritario pontífice de las letras publicó el primer manifiesto surrealista.

    París era el centro del mundo del arte y quien dictaba la tendencia, pero Picasso había ganado la batalla a Matisse y a Braque. Francia salía de una guerra, herida de patriotismo. Se buscaba a un artista francés que tomara el relevo de Picasso y se pensó en un primer momento en André Masson, héroe en las trincheras. Max Ernst era alemán, De Chirico, italiano, y Miró y el primer Dalí, catalanes. Los tres primeros fundaron la pintura surrealista, aunque Miró no se sintió identificado con la marca. «Yo soy yo», decía. Y por medio de Sebastià Gasch, su portavoz, dejó claro que en todos los movimientos, como en el cubista, el único genuino es quien lo inicia (Picasso), mientras que el resto son epígonos (Metzinger, Gleizes…) que explotan una etiqueta. En el caso de los surrealistas, los epígonos, para él, eran Tanguy, Dalí o Magritte… En 1945, cuando Miró expuso sus Constellations en Nueva York y el centro del arte se trasladó al otro lado del Atlántico, el nuevo poder, el MoMA y la crítica norteamericana dieron por enterrada la Escuela de París y saludaron a Miró como el artista que había abierto una nueva época, el Picasso de la segunda mitad del siglo XX, como reconoció el propio pintor malagueño: «Miró ha sido el único después de mí que ha abierto una nueva puerta».

    Esta biografía se centra en la época decisiva de Miró, desde su nacimiento en 1893 hasta la exposición de sus Constellations en Nueva York, que cierra la Segunda Guerra Mundial, y su primer viaje a Estados Unidos de 1947, cuando el artista tiene cincuenta y cuatro años y ya ha construido, en pintura y en escultura, su universo artístico. Sigue un largo epílogo con un relato abreviado de su madurez, resaltando su compromiso político antifranquista, sus grandes trípticos y sus dos trascendentales viajes a Japón en los años sesenta. El lector seguirá casi el día a día de la vida del pintor por medio de las cartas, muchas de ellas inéditas, y los testimonios de los principales testigos de la época, sumados a los recuerdos contados por primera vez por miembros de la familia. Creo que en el libro se ordenan sus influencias, objetivos, contradicciones y hábiles estrategias en el mercado del arte, lo que ofrece una visión más completa del artista, y confío en que, al situarlo en un retrato de grupo, su fotografía se perciba más nítida y el lector pueda respirar la misma atmósfera en la que Miró se desenvolvió. Jacob, Tzara, Picabia, Masson, Leiris, Artaud, Limbour, Tual, Sert, Picasso, Hemingway, Breton, Éluard, Aragon, Crevel, Desnos, Dalí, Arp, Kandinski, Bataille, Calder, Braque, Queneau y tantos otros, dejan aquí de ser nombres citados para ser hombres con un relato humano que coincide en el mismo momento vital que el artista catalán. En su mayoría eran jóvenes de provincia llegados a París, que venían de una guerra para ir a otra aún más terrible, y que protagonizaron uno de los momentos más esplendorosos e imaginativos de la historia cultural europea, de la que Miró fue protagonista central.

    También, gracias a documentos inéditos encontrados en archivos de Cataluña, Mallorca, Madrid, Francia y Estados Unidos, he intentado dibujar un retrato más cercano a Miró. No he rehuido aclarar los trágicos motivos que lo llevaron a abandonar Barcelona en octubre de 1936 y el hecho de que no volviera a pisar Cataluña mientras duró la Guerra Civil, así como las razones de su retorno a la España franquista en junio de 1940 y cómo sobrevivió bajo la dictadura. Tampoco he desistido de narrar su vida sentimental, desvelando la identidad de las mujeres más importantes en su vida antes de su matrimonio con Pilar Juncosa, en 1929, sin tener en cuenta, en cambio, relaciones efímeras o no demostradas. El extremo celo que pusieron Miró y su entorno más próximo en mantenerlas en secreto ha dificultado sobremanera la recogida de datos en los amores que le dejaron huella y hasta ahora desconocidos.

    El libro no es un estudio académico de su obra, aunque he incluido algunos comentarios de sus piezas fundamentales y he esbozado, sin entrar en el detalle, los rasgos esenciales de sus principales ballets, así como de sus murales, cerámicas y objetos escultóricos, tanto de pequeño formato como de sus monumentales obras públicas. He pasado por alto los libros del artista y su abundante obra gráfica, ya muy bien tratados en otros trabajos. Sí, en cambio, he querido indagar en un aspecto tan poco investigado como esencial en Miró: sus fuentes literarias y las formas de escritura. Hago un comentario detallado de las obras que más le influyeron, basándome en su biblioteca personal y, cuando ha sido posible, en los subrayados debidos a la propia mano del artista o citados por él en sus textos y declaraciones. Para él fueron fundamentales, en primer lugar, los poetas: Dante, san Juan de la Cruz, Rimbaud, Baudelaire, Apollinaire, Saint-Pol-Roux, Tzara, Éluard, Breton, Péret o Desnos, aunque también prosistas como Goethe, al principio, y, muy especialmente, Alfred Jarry y Raymond Roussel, después. También, revistas claves para su formación: I Valori Plastici, L’Esprit Nouveau, la dadaísta 391, La Révolution Surréaliste, Minotaure y Documents de Bataille, Einstein y Leiris. Entre el arte que más tuvo en cuenta: las pinturas rupestres, el arte étnico, las pinturas románica y gótica catalanas, las ilustraciones de los Apocalipsis medievales, Blake, la arquitectura de Gaudí, Van Gogh, el Aduanero Rousseau, los pintores japoneses, Cézanne, Picasso, Picabia, Klee o Kandinski, y, sobre todo, la propia naturaleza, los dibujos de los niños que coleccionaba o los grafitis anónimos que descubría en las calles y los accidentes de los materiales con los que trabajaba. Cualquier piedra, muesca, objeto abandonado, foto o anuncio en la prensa podían servirle de inspiración.

    Si Miró decía que buscaba un poema musicado por un pintor, era necesario, para tratar de entenderle mejor, no sólo intentar captar o adivinar las posibles influencias pictóricas, como se ha hecho hasta hora, sino también repasar los libros de poesía que él leía y escuchar la música que él escuchaba para ponerse en trance creativo. Joan Punyet Miró ha estudiado la relación de su abuelo con Satie, Varèse, Antheil, Virgil Thomson, Stockhausen, Cage u Olivier Messiaen, el músico de la naturaleza, que tiene piezas sobre el canto de la tierra y del cielo, el canto de los pájaros o el sonido de los insectos, una obra inspirada en san Francisco de Asís y otra tan mironiana como Confusiones del arcoíris para el ángel que anuncia el fin de los tiempos. Messiaen, como Kandinski o Scriabin, tenía una visión sinestésica, veía los colores de la música. Miró quería también representar plásticamente el canto de la tierra, el cricrí de los grillos, el sonido de los cascos de los caballos, el canto de las aves. Y en su pintura, en los años terribles, con Franco en el poder y Hitler fotografiándose ante la torre Eiffel, la música fue su equilibrio y sosiego. Sin ser músico –a diferencia de Klee, que tocaba el violín, o Kandinski, el violonchelo– incorporó la música en sus lienzos, la melodía y el ritmo mediante arabescos y líneas en zigzag, la fuga de Bach con el contraste entre elementos curvilíneos (círculos, óvalos) y rectilíneos (triángulos, rectángulos, conos, cuadrados), personajes que parece que se persiguen, espirales, la repetición de elementos, diferencias de tamaños, etc. Incorporó intuitivamente estructuras polifónicas, melodías simultáneas, gradaciones de colores, zonas transparentes donde los colores se entrecruzan sin mezclarse, el tiempo que tarda la mirada en recorrer toda la superficie pintada del cuadro... Hay una tela en la que dibuja una bailarina en un círculo hecho como quien remueve con la cuchara un puchero, y con este movimiento pone a bailar a la bailarina. Ya anciano, cuando había perdido visión y partía del negro para inventar sus obras, impregnaba sus manos de pintura y con los diez dedos como diez pinceles interpretaba su melodía pictórica sobre la tela.

    Estoy convencido de que no bastan las bibliotecas o las pinacotecas para intentar introducirse en la mente creativa de Miró, un hombre que ha vivido la experiencia intransferible de la vida en el campo, el ritmo lento del arado, la siembra y la cosecha, la rutina del ciclo de las estaciones, los efectos de la luna y del sol abrasador, la lucha salvaje de los insectos y los animales, que se ha encaramado a las montañas de Cornudella o a la ermita de la Roca de Mont-roig para sentir la comunión con la naturaleza o percibir la soledad cuando el inmenso cielo estrellado aún era un misterio insondable.

    El libro es atravesado también por el debate que a lo largo del siglo XX se mantuvo sobre la función del arte. Miró adoptó una postura alejada de la abstracción decorativa y del realismo social, lo que le ha valido las críticas de los defensores de la pintura literalmente política y de quienes creen que lo real es sólo lo que logran distinguir los ojos, negando los misterios del ser humano. «No es la vida real de un hombre, la que los otros conocen, la que es verdadera. Es la imagen que se hacen de él. El verdadero Miró, es tanto el que soy, tal como me conozco, como aquel en que me he convertido para los demás, y quizá también para mí. Lo esencial, ¿no es esta irradiación misteriosa emanada del fogón oculto donde se elabora la obra y que acaba por convertirse en el hombre entero? La verdadera realidad está allá. Realidad más profunda, irónica, que se ríe de la que tenemos delante de los ojos, pero que de todas maneras, es la misma. Sólo hay que iluminarla por debajo con un fulgor de estrella. Entonces todo se vuelve insólito, inestable, limpio y enmarañado a la vez. Las formas se engendran al transformarse. Se intercambian y crean así la realidad de un universo de signos y de símbolos donde las figuras pasan de un reino al otro, tocan con un pie las raíces, son raíces y van a perderse en la cabellera de las constelaciones. Es como un lenguaje secreto, compuesto de fórmulas de encantamiento que se remonta a antes de las palabras, de las épocas en las que lo que los hombres imaginaban, presentían, era más verdadero, más real que lo que veían, eran la única realidad», contestó en 1957 a Pierre Volboudt en una encuesta de la revista XXe Siècle sobre el concepto de realidad.

    «El mundo exterior, los acontecimientos contemporáneos –decía en los trágicos años treinta– no cesan de influir en la pintura, por supuesto. El juego de líneas y de colores, si no desnuda el drama del creador, no es nada más que divertimiento burgués. Las formas que expresa el individuo vinculado con la sociedad deben detectar el movimiento de un alma que se quiere evadir de la realidad presente, de un carácter hoy particularmente innoble, después aproximarse a realidades nuevas, ofrecer en fin a los hombres una posibilidad de elevación. Para descubrir un mundo habitable, ¡cuánta podredumbre que barrer!» Imbuido del espíritu dadaísta, desde muy pronto quiso, según una de sus frases más comentadas, asesinar la pintura, la pintura de oficio y la pintura de caballete. Tenía pavor a hacer una obra muerta, y a lo largo de su vida ensayó la apertura de caminos inéditos en la historia del arte que sorprenden aún hoy por su osadía. Al final de su vida, tras un viaje a Japón que lo ayudó a serenar su violencia interior y ahondar sus indagaciones sobre el vacío y también sobre la nada, pues ambas son cosas muy distintas, dijo: «Nada se inventa: me he conformado con regresar a las fuentes». Regresar a las fuentes. Esto es lo que yo también he pretendido hacer.

    Por último, quiero dejar constancia de que las inesperadas sombras y contradicciones de Miró halladas a lo largo de la investigación no alteran mi admiración por una persona, de quien en vida, aunque ya anciano, pude apreciar –yo era muy joven– su inmensa generosidad y su espíritu libre, atento siempre al pulso del tiempo, hasta el punto de que llegué a creer que todos los artistas eran como él. Una idea que, con el transcurrir del tiempo y el trato por razones profesionales con el mundo del arte, comprobé que fue un delirio de juventud.

    En todo momento me ha guiado el principio de ir a las fuentes originales de los documentos, tanto en el epistolario como en los libros de memorias y en las informaciones de la prensa de la época. Aunque aporto al final del libro el listado de archivos consultados en el apartado bibliográfico y los agradecimientos a las personas que me han prestado ayuda en la investigación, quiero citar aquí expresamente al nieto del artista, Joan Punyet Miró, a Lola Fernández, hija de Emili Fernández Miró; y a todo el equipo de la Successió Miró, especialmente a Pilar Ortega y Gloria Moragues; a Rosa Maria Malet y Teresa Montaner, de la Fundació Joan Miró de Barcelona; a la Fundació Pilar i Joan Miró; a la Fundació Mas Miró de Mont-roig del Camp; a Alejandro Darnell; al ceramista Joan Gardy Artigas; a mi hija Luz, historiadora del arte; a Elena Juncosa Vecchierini, Dolors Juncosa Álvarez de Sotomayor, Maria Teresa Juncosa e Isabel Font; a Oriol Espinal; a Anna Gudayol; a Ana Godó y Sergio Vila-Sanjuán, que me animaron a escribir el libro, y a Cristóbal Pera y Joan Tarrida por sus inteligentes comentarios y su paciencia.

    EL NIÑO QUE HABLABA

    CON LOS ÁRBOLES

     (1893-1919) 

    La sombra del padre

    Joan Miró de niño pintaba masías y ermitas y, de mayor, árboles con orejas y perros ladrando a la luna. Es en sus años de infancia cuando forma su mirada, su mundo interior, un archivo de sensaciones al que luego acudirá para no perder en su obra el poder transfigurador de esa primera inocencia. ¿Qué clase de niño era Miró? A lo largo de su vida habló poco, pero escribió centenares de cartas, realizó once mil obras en todos los formatos y concedió decenas de entrevistas. A veces sus recuerdos se contradicen, quienes mejor lo conocieron callaron –como él– los secretos de su intimidad y los coetáneos tenían en su mirada la niebla de los prejuicios. Las huellas más marcadas que dejó su infancia dibujan su ira por la incomprensión, rozando el desdén, de su entorno, y por las formas autoritarias de su padre; un sentimiento profundo de soledad y de abandono; un instinto salvaje de rebeldía para autoafirmarse, superando carencias y burlas por medio de una férrea fuerza de voluntad en la que se entrenaba a diario y, por último, una actitud de hermética introspección y una íntima identificación con la naturaleza, el cielo estrellado, las piedras, los árboles, los insectos, los animales. «Con mis padres –dijo a Georges Raillard en 1977– había una barrera. A mí, la vida que llevé en la infancia me hizo fuerte», y también: «Yo estaba muy solo. Nadie se ocupaba de mí. Sí, muy solo, porque yo miraba más allá de todas las cosas estrechas. Sentía esa soledad de forma muy dolorosa y violenta cuando era muy joven, un niño». Al periodista Lluís Permanyer le contó que su madre, cuando estaba embarazada de él, ansiaba tener una niña y que su decepción fue tal que lo dejaron desnudo sobre una fría mesa. Miró no dice quién le contó la escena, propia de un libro de D’Annunzio, pero él creía en ella.

    El sentimiento de abandono y el enfrentamiento con su padre es crucial en la deriva de su vida, en la afirmación de su afán de libertad por encima de cualquier conveniencia, en la repulsa que sentía por todo tipo de autoritarismo, en oponer a la idea de conformismo, progreso material y búsqueda de posición social de su progenitor una ambición superior: un idealismo generoso con la humanidad, la elevación espiritual del ser humano por medio de un arte que fuera inmune al tiempo. Su vida es un ejemplo gigantesco de superación, un camino de enormes sacrificios en el que muchos, sin la mesiánica fe que Miró tuvo en sí mismo y en su arte, hubieran sucumbido.

    Miquel Miró Adzeries fue uno de los miles de inmigrados de la Cataluña rural a la Barcelona de la fiebre del oro que retrató en sus novelas otro tarraconense: Narcís Oller. Durante generaciones, la familia de Miquel había residido en Cornudella de Montsant, un pequeño pueblo que a mediados del siglo XIX vivió un pequeño boom y que llegó a los dos mil habitantes, a pesar de las tres guerras carlistas y las epidemias de cólera, pero que entró en depresión cuando la filoxera, después de arrasar los viñedos de Francia, llegó a sus tierras. Nacido el 4 de junio de 1858, no quiso seguir el destino familiar. De hecho, su hermano Jaume fue el último de la saga que permaneció en el pueblo. Allí, como suele pasar en los lugares pequeños, con apellidos que se repiten, eran conocidos por su alias, Serraller, «Cerrajero», por poseer una de las herrerías de la zona en el carrer de la Creu 7.

    Miquel Miró fue llamado a filas en 1878, sin que conste que su padre, Joan Miró Pallejà, pagara las dos mil pesetas –una suma desorbitante para un herrero–, que le hubiesen librado de sus seis años de servicio militar activo (aunque en la práctica sólo se cumplían tres años más otros tres, en su caso, en el batallón de reserva de Tortosa, con sede en Falset, durante los cuales sólo tenía la obligación de pasar revista una vez al año). Tuvo suerte, porque la ley de servicio militar se cambiaría para ampliarse a doce años en la siguiente reforma. Tras un aprendizaje de orfebrería en Reus, Miquel probó fortuna en Barcelona. Como solía ser habitual, debió recurrir a parientes o conocidos de su comarca ya instalados en la ciudad para dar los primeros pasos. Los imprecisos recuerdos familiares sitúan su primer taller de reparaciones de relojes y platería en 1882 en torno al pasaje del Crédito (hoy Crèdit), una galería construida entre 1875 y 1879. Su arquitectura de hierro, piedra y artesonado recordaba vagamente el estilo de galerías similares de Milán, París o Londres abiertas en la misma época. Su situación era estratégica para el comercio, al estar junto a la calle de Fernando VII (hoy Ferran), la nueva y bulliciosa arteria alzada para unir la Rambla con la plaza de la Constitución de 1837 (hoy plaza de Sant Jaume). La aristocracia empezaba a abandonar los viejos caserones del centro, mientras la nueva burguesía competía entre sí levantando atrevidas residencias en el esplendoroso paseo de Gràcia. Barcelona –en plena fiebre expansionista– aspiraba a convertirse en el París del sur de Europa.

    La madre de Miró, Dolors Ferrà Oromí, era hija de Josefa Oromí Torrens, una mujer enérgica, inteligente, estricta, acostumbrada a ser obedecida, que se había casado el 8 de abril de 1859 en la iglesia Santa Maria del Pi de Barcelona con un emprendedor carpintero de Sòller (localidad costera del norte de Mallorca), Joan Ferrà Santandreu, diseñador de muebles, una de cuyas mecedoras de mimbre llegó a interesar a la reina Isabel II en su visita a Mallorca de 1860. En la inscripción matrimonial constan los domicilios barceloneses de calle Hospital, 1 (Josefa Oromí), esquina con la Rambla, y la calle de las Cabras, 4, 4.º (Joan Ferrà). Una vez casados, pasaron a vivir en la calle Minyones, 11, de Palma de Mallorca. Tuvieron dos hijos, Dolors y Josep.

    Josefa Oromí, abuela de Miró, viajaba con frecuencia con sus hijos a Barcelona para visitar a su padre, Josep, quien tenía raíces en Anglesola (Lleida) desde el siglo XVII, pero había nacido en L’Espluga de Francolí (Tarragona), a cuarenta y un kilómetros de Cornudella. Su aspecto era el de un hombre sencillo, como corresponde a sus sucesivos oficios de payés, tonelero y zapatero, con un rostro subrayado por una permanente sombra de barba y una mirada triste. Josefa Oromí era fruto de su primer matrimonio, con Bonaventura Torrens, fallecida en 1840. Miró apenas mencionó en sus muchas entrevistas a su bisabuelo, a pesar de que este murió el 26 de enero de 1899, cuando el futuro pintor tenía cinco años, y habitaba en el segundo piso del pasaje del Crèdit 4. «Esta casa –dijo a la periodista María Dolores Serrano, en un reportaje de Destino– la compró mi bisabuelo, un hombre muy cabal y muy honrado.» El edificio recién construido, sótano, entresuelo y cinco plantas, fue adquirido como inversión para obtener rentas de alquiler y como vivienda. Los hijos de otros matrimonios de Josep Oromí murieron muy jóvenes.

    En uno de sus viajes a Cataluña, Dolors Ferrà Oromí, futura madre de Miró, puso sus ojos en un médico de Cambrils con el que hizo planes de boda. Rompieron el compromiso porque sus padres no se pusieron de acuerdo en las capitulaciones matrimoniales. Reciente aún la ruptura, participaba en una de las carrozas de carnaval que recorrían las calles de Barcelona cuando el corazón se le aceleró sin control al descubrir a su exprometido sonriente a bordo de otro carruaje. El embarazoso encuentro inesperado, los nervios, lo ajustado de los corsés de la época, el tumulto del gentío, le provocaron un desmayo. Fue atendida en casa de unos amigos o en el local que los Oromí tenían en la calle Hospital. Uno de los más solícitos en cuidar de ella fue Miquel Miró Adzeries. El avispado relojero no dejó escapar la oportunidad. Se casaron en la iglesia de San Nicolás de Palma de Mallorca el 11 de septiembre de 1891, frente a la casa familiar de la calle Minyones, 11. Ella tenía veintisiete años y él, treinta y tres. Josefa Oromí les cedió como hogar uno de los pisos del pasaje del Crèdit, en Barcelona.

    Joan Miró, Barcelona, 1909

    Bajo el signo de Tauro, Escorpio

    y la Serpiente

    Joan Miró nació el lunes 20 de abril de 1893, a las nueve de la noche, con el sol en Sagitario, tres días antes de la luna llena en Géminis. Recibió los nombres, inscritos en el Registro Civil en castellano, de Juan, José y Miguel. «Creo en las fuerzas oscuras y en la astrología. Soy Taurus ascendente Escorpio», dijo a Pierre Bourcier. Y a Georges Raillard: «El 3 y el 9 han desempeñado un papel mágico en mi existencia», recordando el año y la hora de nacimiento y que su padre había comprado una cripta en el cementerio de Barcelona en cuyos papeles aparecían las dos cifras, 3 y 9. Nacimiento y muerte, un círculo que formará parte de la simbología del futuro pintor, parte de su supersticiosa obsesión por los números impares. El 9 de diciembre del año siguiente nació su hermano Miguel, que moriría al cabo de cinco meses, el 12 de mayo de 1895. Enseguida, el 16 de marzo de 1896, nacería otra hermana, Josefa, y de nuevo aparece el fatídico número 9: fallecía a las nueve de la noche del 26 de abril de 1896. El acta del óbito extendida por el párroco de Cornudella, al indicar los datos del padre, especifica: «Miguel, de oficio cerrajero». En su pueblo seguía siendo Miquel Serraller.

    Las muertes de dos hijos seguidos, aunque a principios de siglo la mortalidad infantil era muy elevada, debió de afectar a la madre de Miró, quien seguramente adoptó todo tipo de precauciones para que su siguiente embarazo culminara con éxito. El 2 de mayo de 1897 tuvo otro parto difícil. Iba a dar a luz a dos niñas gemelas, pero sólo sobrevivió una de ellas, Maria Dolors, la única hermana que tendría Miró, la cual, de resultas de la complejidad del alumbramiento, quedaría afectada por una leve cojera.

    Joan Miró nació el año de la bomba del Gran Teatre del Liceu. Fue arrojada por un anarquista sobre la platea de la ópera barcelonesa y causó veinte muertos entre los miembros de la naciente burguesía industrial. La bomba Orsini, de fabricación italiana, había sido lanzada por el anarquista Santiago Salvador Franch en venganza por el fusilamiento de Paulino Pallàs, acusado de intentar asesinar al capitán general de Cataluña Arsenio Martínez Campos, durante un desfile militar en la Gran Via barcelonesa el 24 de septiembre anterior. Empezaba una sangrienta espiral de violencia revolucionaria y respuesta armada empresarial y policial que, tres décadas después, en los años veinte, convertirían las calles de Barcelona en una ciudad tan violenta como el Chicago de Al Capone.

    En 1900 Joan Miró es matriculado en el colegio de San Antonio, situado a pocos minutos de su casa, en el principal de la calle Regomir, 13, dirigido por Josep Maria Marqués Farran –de larga y poblada barba, partida en dos, como el Moisés de Miguel Ángel– y su hijo Josep Maria Marqués Sabater, un destacado carlista. El colegio impartía las clases en castellano, una primera ruptura del nuevo alumno con su ambiente familiar, en el que todos hablaban en catalán. Los Marqués garantizaban una «sólida educación católica», como rezaban sus avisos publicitarios. El colegio estaba situado en un edificio del siglo XV, oscuro y húmedo, con un diminuto patio en la entrada y una amplia escalera que daba a dos salas de techos inmensos. Los castigos, contó Miró a Serrano, consistían en dar al alumno díscolo un fuerte golpe con la regla en la yema de los dedos o en la palma de la mano, y el premio, dejarles oler una cartera de piel de Rusia. Junto al colegio, se encuentra el portal de la capilla de Sant Cristòfol, el santo que ayudó a vadear un río al Niño Cristo portándolo sobre los hombros, una carga que cada vez le pesaba más porque llevaba encima los pecados del mundo. Cada 10 de julio, hasta 1906, se celebraba una fiesta en la que los chicos regalaban abanicos a las chicas y ellas, silbatos. A Miró –que pintó un cuadro inspirado en el adulto transportando al niño y que mantuvo pegada a la pared de su taller de Mallorca una estampa de la escena– le interesaban las marcas en el portal de la capilla que, agrupadas de tres en tres, ascendían por los marcos de piedra. Entre los alumnos del mismo curso se encontraba Valentín Via Ventalló, que apoyó la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930) y se casó con una hija del general Severiano Martínez Anido, el gobernador militar que reprimiría con saña el movimiento obrero barcelonés. También figuraba el futuro abogado y periodista Pablo Vila-Sanjuán, que en 1976 recordaba a su antiguo condiscípulo:

    Durante seis años, estudiamos juntos el bachillerato en el colegio de San Antonio que dirigían los señores Marqués en la calle Regomir, ocupando un caserón antiguo en cuyos bajos estaba –y está– la capilla de San Cristóbal de tan tradicional historia barcelonesa. Por la amplia escalera del colegio escapábamos él y yo al terminar las clases para piropear a las alumnas del colegio de monjas cercano de la calle Bellafila, que todavía existe, y que aparecían alborotadamente dentro de sus negros uniformes con ancho canotier de gran lazo escocés. Recuerdo un par de bofetones que nos pegamos con ocasión de que una de las alumnas –morena de ojos deslumbrantes– me miraba a mí, y le gustaba a él. Juanito Miró era –como ahora– bajito, vivo, de ojos azules intensamente luminosos, como buscando siempre el más allá. Tímido, más bien encogido, pero sensato y pacífico sin el menor recelo ni intención oculta.

    El siglo XIX se cierra con tintes sombríos. España pierde sus últimas colonias y la pujante Cataluña industrial comienza a reclamar su singularidad frente a una Castilla rural. La guerra con Estados Unidos no sólo ha dejado una profunda desmoralización en España, sino también cuantiosas deudas. La bandera norteamericana ondea en La Habana y Manila, los españoles venden a Alemania las migajas de su antiguo imperio: las islas Carolinas, Marianas y Palaos; ceden Guam a Washington, y pronto los españoles se desangrarán en una catastrófica guerra en el norte de Marruecos contra las aguerridas cábilas rifeñas de Abd el-Krim.

    Miquel Miró, padre de Miró, estrena en 1893 su nueva vida montando El Acuarium, una relojería y platería en la céntrica plaza Reial 4, esquina con el pasaje Madoz, número 6, compartida con un local de venta de objetos de escritorio y junto a un abigarrado bazar de quincallería. El nombre es un eco del vistoso acuario que se había inaugurado en el parque de la Ciutadella, como anexo al zoo con motivo de la reciente Exposición Universal de 1888. El local de su padre quedaría fijado para siempre en la retina de Miró, junto con la fuente de las Tres Gracias de la plaza Reial, iluminada por farolas diseñadas por Gaudí. Lo recordaba en un poema entregado a Joan Perucho en los años sesenta: «Los tres elementos. El espacio, la tierra, el agua, el aquàrium, Plaza Reial, la fuente. Atracción cada vez más viva ante esta cabellera de agua, el fuego. La cola de la ardilla como una llama viva (en el espacio), cabellos, cola de ardilla, fuente, palmera, arcos góticos. El juego del agua paralelo a las ramas de la palmera. Palmeras, punto de partida del gótico catalán. El Tinell. Santa Maria del Mar».

    Cinco años más tarde, en 1898, el padre de Miró abre otro local, esta vez en solitario, en la portería de la calle de las joyerías de lujo, Fernando, 34. Al año siguiente, el Gobierno del conservador Silvela promovió una reforma de las contribuciones con unos tipos más altos en Cataluña que en Madrid, que fue contestada en Barcelona con el llamado Cierre de Cajas (los comercios y las industrias se dieron de baja para no pagar los polémicos impuestos). El Gobierno decretó el estado de guerra en Cataluña. A las nueve de la mañana del 27 de octubre la Guardia Civil, a pie y a caballo, ocupó la calle Fernando. Los comercios, prevenidos, tenían las puertas cerradas o entornadas. Los agentes del fisco entraron en los negocios embargando objetos por el valor de la deuda. Por la mañana irrumpieron en las lujosas joyerías Masriera y Carreras. A las tres de la tarde se presentaron en la modesta joyería de Miquel Miró: le embargaron, sin incidentes, «un estuche con todos los accesorios para escribir y una docena de relojes de sobremesa de bronce dorado». Ante el temor a mayores pérdidas económicas, los comerciantes desistieron de la protesta. En diciembre se volvió a la normalidad, tras la dimisión del ministro catalán Duran i Bas y del alcalde de Barcelona, promotor de la rebelión, Bartomeu Robert. Sería el inicio de la creación de la Lliga Regionalista de Enric Prat de la Riba, que propugnaba una mayor autonomía política de Cataluña.

    Los recuerdos que Miró conservó del colegio son de angustia, asfixia e impotencia. Se lo contó a Jacques Dupin: «Era un pésimo alumno. Me apartaba de mis compañeros de clase, que me llamaban cabezón. Era silencioso, más bien taciturno y soñador. Era nulo en ciencias exactas, y mejor en geografía. A menudo acertaba con precisión la respuesta a la pregunta que hacía el profesor señalando al azar con un puntero en el mapa. Yo aspiraba a ser un gran ingeniero o un gran médico, pero nunca –recalcaba– aceptaría la mediocridad».

    «Para escapar de la monotonía diaria –sigue diciendo Miró– me apunté a clases de dibujo en el mismo colegio después de acabar el horario escolar. El nombre de mi profesor era Civil. Esta clase era para mí como una ceremonia religiosa. Me lavaba cuidadosamente las manos antes de tocar el papel y los lápices. Los útiles de trabajo eran para mí como objetos sagrados y trabajaba como si se tratara de un rito religioso. Ese espíritu subsiste todavía en mí y de forma cada vez más marcada. No conseguía copiar un rostro humano a partir de una reproducción; en cambio, dibujaba con todo detalle las hojas de los árboles.»

    Un niño silencioso, solitario y taciturno, de salud quebradiza, con malas notas que debían desesperar a un padre criado en la dureza sin caprichos de la vida de un pequeño pueblo, un niño del que se burlaban sus compañeros de clase y que incluso en su gusto por el dibujo, por el medio de expresión mágico que le permitía expresarse y mediante el cual buscaba trascender su previsible destino hacia la mediocridad, se topaba con penosas dificultades técnicas. Sería aventurado poner nombre clínico a sus demonios interiores y a sus cambios de ánimo, de exaltación y depresión, de extrema introspección y alegre sociabilidad. Tuvo que aprender a dominarlos y equilibrarlos mediante un titánico esfuerzo, construyendo pacientemente a su alrededor una jaula hecha de inalterable rutina, férrea voluntad, escrupuloso orden, severa disciplina y obsesiva terquedad, sin dejar el mínimo resquicio a la imprevisión. La pintura formaba parte de este aprendizaje y, a la vez, era una pantalla sobre la que liberar con violencia sus demonios. «Si no trabajo, pierdo el equilibrio, tengo ideas negras. El trabajo es necesario para mi equilibrio moral», dijo a Raillard. Lo que es evidente es que la ruda incomprensión de su padre no ayudaba a aliviar su desasosiego. Por el contrario, ahondaba su angustia existencial. «Mi naturaleza –le dijo a Yvon Taillandier en 1959– es trágica y taciturna. Cuando yo era joven, pasé periodos de profunda tristeza. Yo ahora estoy estable, pero todo me disgusta: la vida me parece absurda. Esto no tiene nada que ver con la razón; lo siento dentro de mí. Soy un pesimista. Siempre pienso que todo irá a peor. Si hay humor en mi pintura no es algo buscado conscientemente por mí. Quizás este humor procede de una necesidad de escapar del lado trágico de mi temperamento. Es una reacción, pero una reacción involuntaria.» El negro estuvo siempre en su pensamiento y en su obra, pero lo contrapesaba, por una parte, con los colores y la alegría para contrarrestar la corrupción y lo negativo de la vida que veía a su alrededor y, por otra, con el equilibrio de sus telas. «Si no trabajo, soy una persona distinta, malhumorada. Cuando no trabajo, pierdo el equilibrio, quedo anulado, estoy jodido (estic fotut), y esto puede conducir a un resultado trágico. Pero cuando mejor trabajo es cuando estoy enfadado (emprenyat)», le dijo a Joaquim Ibarz en Tele-Exprés (el 15 de enero de 1977). Ahí radica la clave del enigma Miró, el secreto de su cara oscura, la convulsión, la duda, la violencia que esconde bajo la aparente inocencia, alegría y levedad de sus formas, figuras y colores, y el hecho de que en muchos de sus cuadros los personajes parezcan aislados unos de otros, en tensión para trascender su fijeza.

    En su biblioteca personal abundan los libros que hoy llamaríamos de autoayuda. Además de los religiosos, como el Kempis, o las vidas de santos, poseía –y conservó– el manual clásico de Ralph Waldo Emerson, Confianza en uno mismo, el gran cantor de la fuerza vital de la naturaleza y de la unidad del cielo y la tierra, maestro de Thoreau y Whitman, y Els plaers de la vida, los consejos de lord Avebury para una vida plena y armónica, que cita a Bacon: «Todos los que se elevan a grandes cimas lo hacen por una escalera de caracol». Desde niño debió completar con lecturas, la práctica del arte y el ejercicio físico –al principio largas caminatas, después bicicleta, gimnasia, natación o boxeo– una severa disciplina de control interior que equilibrara su talante indómito y ansioso. En la Successió Miró se conserva una libreta en la que anota año a año, desde 1928 hasta su vejez, los controles de peso que seguía con metódica regularidad. Medía 1,56 metros –nueve centímetros por debajo de la estatura media española– y su peso oscilaba entre los 59 y los 63 kilos.

    El mismo Miró cuenta que le gustaba pasear por las calles del barrio, tan animadas, pero que su verdadera evasión la sentía realizada cuando sus padres lo enviaban de vacaciones con los abuelos paternos a Cornudella y con su abuela materna a Mallorca. «Para mí, Mallorca era como una liberación. Me deshacía del yugo que representaba la vida monótona que llevaba en Barcelona. Me desentendía de mis obligaciones escolares e incluso de las de mis padres. Con ellos había una barrera.» De niño –decía– dibujar «era una verdadera necesidad física», y recordaba la ilusión que le produjo encontrar su primer estuche de lápices de colores dentro del zapato el día de los Reyes Magos.

    Sus primeros dibujos, conservados en la Fundació Miró, son los que hace con su hermana en el libro Cuentos de la niñez, impreso en 1884 y adaptados del francés por Carlos Frontaura, un difusor de literatura para niños, pero sobre todo un activo periodista madrileño liberal-conservador que había dirigido el diario El Principado, con redacción en el pasaje del Crèdit. ¿Conoció a Miquel Miró? Frontaura fue cesado de su cargo en febrero de 1883, según cuenta el diario satírico El Busilis. Los cuentos son narraciones educativas de nítida inspiración católica. Aparece el hada Pereza para demostrar a los niños, encerrados en el castillo de los ociosos, las virtudes del esfuerzo y del trabajo diario. El niño del cuento, escarmentado por la golosa celada tendida por la bruja, abandona su resistencia a ir al colegio. En los otros relatos, los protagonistas son gorriones y canarios, y una niña rica y otra pobre. Las moralejas finales subrayan los beneficios de la generosidad y lo engañoso de los ropajes y las apariencias. En el libro, Miró, o los dos hermanos, colorean las ilustraciones. Él impone su firma con enormes letras, en el centro de la página. El nombre de su hermana aparece escrito al revés, como leído en un espejo. «Yo siempre miro hacia delante –diría el pintor más tarde– y ella mira hacia atrás.»

    «Tendría yo unos cinco o seis años, cuando, mientras me bañaba en un río de la provincia de Tarragona, cogí un pegote de barro y me dije: Para pintar un paisaje, podría poner un poco en el lienzo», recordaba a Raillard. A los ocho años dibuja animales y objetos: una tortuga multicolor, un paraguas, una maceta con flores, un zueco azul, un pez, más una extraña escena de un hombre en el callista. A los doce y a los trece años ya dibuja cabañas, masías, árboles, molinos, ermitas, barcas... Son dibujos de sus estancias en Cornudella y Mallorca con sus abuelos. No hay ni escenas de

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