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El acto estético
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El acto estético

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Distinto del acto artístico, científico y discursivo, el acto estético tiene un lugar esencial en la creación, pero también en el conocimiento y en el diálogo. El acto estético poetiza el mundo, lo musicaliza, hace de él un jardín, una coreografía y vuelve a darle forma. En definitiva, salvaguarda el mundo, crea un vínculo sustancial entre los hombres y permite escapar a la doble trampa del narcisismo y la melancolía. La teoría filosófica de Saint Girons muestra que el arte es una instancia de sentido y provisión del quehacer político, que todos somos actores estéticos que afrontamos el desafío de la alteridad y debemos reconocer que la "racionalidad estética" forma el cimiento sublime de la civilización. Saint Girons explica qué significa, dónde se sitúa y a qué se enfrenta cada uno de los elementos de su teoría, lo que hace de El acto estético una provocación.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 oct 2017
El acto estético

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    El acto estético - Baldine Saint Girons

    Baldine Saint Girons

    Francisco de Undurraga A. (Traductor)

    El acto estético

    Cinco reales, cinco riesgos de perderse

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2013

    ISBN: 978-956-00-0450-5

    esta obra, publicada en el marco del programa de ayuda a la publicación, ha recibido el apoyo del

    ministerio de relaciones exteriores de francia y del servicio cultural de la embajada de francia en chile.

    cet ouvrage, publié dans le cadre du programme d’aide à la publication, bénéficie du soutien du

    ministère des affaires etrangères et du service culturel de l’ambassade de france en chili.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A mi hijo

    El mundo es mi provocación

    Bachelard

    El saber que nos hace ser pasa por un acto

    Edwards

    No trabajo más que por la sensación que tengo mientras trabajo

    Giacometti

    Introducción

    Del acto como principio del trabajo estético

    Y siempre un producto espontáneo, inesperado, de la vitalidad universal, venía a desmentir mi ciencia infantil y vieja, hija deplorable de la utopía.

    Baudelaire

    ¹

    1. Hablar de acto estético, una provocación

    Aislar el acto estético y hacer de él el tema de un libro no es simple. Si alguien tuviera la idea de negar la existencia de actos artísticos y de actos discursivos, resulta aún más difícil probar la existencia de un acto estético. ¿Cómo definir el acto estético? El acto estético responde a la provocación del mundo e implica una decisión más o menos consciente, por medio de la cual me utilizo a mí mismo, para exponerme a la alteridad, para profundizarla y re-trabajarla, de manera de producir un percibido en segundo grado, impregnado de saber y de imaginación, que se hace real.

    De tal manera, el acto estético constituye el signo y la prueba de una cultura eficaz y viva; y consigue reunir a los hombres, unirlos (religare), más allá de toda lengua y religión determinadas. El modelo que propone y los intercambios que suscita hacen de él el vehículo más eficaz de la civilización; es gracias a él que se genera un vinculum substantiale, un vínculo sustancial, entre los hombres, que es el fundamento del verdadero comercio, en el sentido humano y humanizador del término.

    Kant nos muestra el camino, ya que sitúa el problema del otro en el centro de su estética, si bien no lo trata ni en su teoría del conocimiento, ni en su moral. Kant sostiene, en efecto, que el sentimiento estético remonta hasta el universal, pero que no lo hace de manera solitaria: lo logra postulando la adhesión del otro, es decir, exigiéndole si no de hecho, al menos de derecho. Enriquecemos espontáneamente nuestro alter ego con una sensibilidad vecina a la nuestra, a pesar de tratarse de condiciones de ejercicio diferentes. Existe una universalidad que no se funda en el objeto, sino que se despliega a través de la subjetividad. Hay, sin embargo, en Kant, una tendencia a encerrar el sentimiento estético en la conciencia instantánea de un juicio. Esto, a pesar de que tal juicio sea considerado como reflexivo, es decir, como aquel que va de lo singular al universal, y no del universal al singular, como es el caso con el juicio determinante. De acuerdo a la tesis que postulamos aquí, existe, por el contrario, un verdadero trabajo estético, que se perfecciona en diversos tiempos y cuyo principio es un acto. Sentir lo que yo siento se convierte en un desafío que solo un trabajo asiduo y desinteresado puede animar: hace falta, para esto, un difícil desdoblamiento del sujeto, que se reparte entre un yo que se hace otro (que trato como otro) y una conciencia observadora y crítica. He ahí lo que exige unir el extremo de la espontaneidad con el de la reflexividad. Por un lado, la labor del cuerpo, la movilización de técnicas y de saberes, el ejercicio de la ensoñación cultural²; por otro, la observación y el análisis. Sentir lo que yo siento, dejar que lo sensible resuene y se vuelva a fabricar en mí, no implica entonces más que de manera secundaria la referencia a valores estéticos.

    Una tesis sobre la estética se muestra, de esta forma, solidaria con una tesis sobre el acto estético. Si es cierto que la estética manifiesta su fuerza civilizadora y su aptitud para reunir a los hombres, cuando se despliega en acto, es preciso definirla a la vez como un régimen de identificación de campos, de prácticas y de modos del pensamiento imaginario y sensible (Rancière 2000, 10), y como una verdadera disciplina de vida que apunta a que la integralidad de nuestro ser, que siente y que conoce, se haga cargo de y despliegue los diferentes tipos de acto estético.

    Hablar de acto estético y considerarlo como un operador esencial de civilización, sin duda que no extrañaría en Extremo Oriente, en donde reina una verdadera cultura de la sensación y del gesto. Pero esto puede parecer una provocación en nuestra tradición occidental, cristiana y filosófica, en donde se manifiesta una desconfianza inveterada respecto a lo sensible, y luego, respecto a ese sensible elevado a la segunda potencia que es el sensible estético. Sin duda, de Orígenes a San Agustín y a Ignacio de Loyola, se desarrolló una teoría muy aguda de los sentidos espirituales, calcados de los cinco sentidos carnales, cuya sublimación realizaban. Estos sentidos espirituales constituían vías hacia el Señor, el cual estaba a su vez dotado de un rostro, de una voz, de un sabor, de un perfume y de un tacto inmateriales. Pero a este ascenso espiritual, rara vez le sigue un descenso a lo sensible, puesto que la experimentación de Dios puede más que la de sus obras. A pesar de que la Iglesia no solo permitió, sino que favoreció el desarrollo del arte más sublime, siempre buscó mantenerlo en una posición esclavizante. La fuerza de las corrientes iconoclastas en el seno del cristianismo viene a dar un buen testimonio, por otra parte, de los temores que renacen sin cesar respecto a un debilitamiento de la religión, por causa de un arte que se desligaría del servicio de la fe.

    Si nos volcamos ahora hacia la filosofía, Kant y Hegel dotaron ciertamente a la estética naciente de un estatus epistemológico, ya sea como lógica del juicio reflexivo, ya como etapa hacia el saber absoluto; en ambos casos le amputaron, sobre todo en sus primeros escritos, sus poderes heurísticos. El Kant de la Estética transcendental y el Hegel del comienzo de la Fenomenología del espíritu pueden ser comparados en esta perspectiva. La sensibilidad niega, en efecto, en la primera Crítica, el acto que la sostiene y es reducida a una simple capacidad receptora, intuitiva e inmediata; ella no piensa: Es por medio de la sensibilidad que los objetos nos son dados, solo ella nos provee de intuiciones; pero es el entendimiento el que piensa estos objetos, y es de él que nacen los conceptos (Kant 1963, 53). Kant vuelve, es cierto, en 1790, sobre esta concepción, puesto que inventa los universales subjetivos (y no solamente objetivos), juicios para los cuales el sentimiento ocupa el lugar de predicado o incluso de ideas que no son racionales, sino estéticas; esto sin considerar que el trabajo propio de la sensibilidad, que no se deja confinar en lugar alguno y se asocia estrechamente a la imaginación y a la razón, se encuentra oculto o incluso negado, en una teoría rígida de las facultades.

    La situación es la opuesta en Hegel, el cual se muestra cuidadoso a la hora de restablecer vasos comunicantes, pero considera la sensibilidad en tal torbellino, que establecer una lógica de lo sensible recae en un juego que no vale la pena. "El universal es lo que hay de verdadero en la certitud sensible […]. El lenguaje es, como lo vemos, el más verdadero: en él refutamos nosotros mismos inmediatamente nuestra mira […]; es absolutamente imposible que podamos jamás decir un ser sensible, al cual intentamos dirigirnos (Hegel 2006, 134). He aquí lo que explica la reducción hegeliana de la estética a la ciencia del arte o, más exactamente, del arte bello (Hegel 1995, 6). No se trata, en efecto, de pensar el arte como facultad creadora, como potencia de invención, como manera de vivir –tarea pesada, sin fines y de resultados dudosos–, sino que es preciso analizar el arte en sus obras y en sus efectos –proyecto que se encuentra mucho más a nuestro alcance y que puede ser conducido científicamente–. El arte es y queda para nosotros, en su destino más alto, algo acabado y nos invita, hoy en día, a examinarlo por medio del pensamiento, y esto no para suscitar un renacer artístico, sino para conocer científicamente lo que es el arte (Hegel 1995, 19). La pulsión creadora cede, de este modo, su lugar a la pulsión de saber. Hegel no habilita el arte como actividad esencial hoy. Lo habilita como fuente y objeto privilegiado de saber, al mostrar, por una parte, que el arte no podría ser reducido a una diversión, y que se caracteriza, por el contrario, por la libertad tanto en su fin como en sus medios; y, por otra parte, que el arte bien puede consistir en la apariencia, y esta apariencia hace ella misma, a través de sí, signo hacia otra cosa (ibíd.), mientras que la dura corteza de la naturaleza" impide al espíritu hacerse un camino hacia la idea. Hegel no habla de acto estético, pero si hablara, digamos que lo reduciría a una especie particular de acto cognitivo y le otorgaría el arte solo como campo de ejercicio.

    Hablar de acto estético parece una provocación en una civilización que valora en extremo la productividad y que tiende a distanciar lo sensible o a su seudo-dominio. Por una parte, la evidencia del acto estético, si se hace patente, no es inmediata ya que no produce obra, sino que transforma solamente lo sensible, elevándolo a una nueva potencia. Por otra, el concepto de acto estético parece mal formado en el seno de una tradición que se ha caracterizado, por mucho tiempo, por la depreciación de la apariencia sensible en provecho de su núcleo espiritual o intelectual. Pero las cosas cambian: la oposición de lo sensible y de lo inteligible, en que la enseñanza académica solía mecernos, parece haber vivido ya su hora. ¿Por qué la sensibilidad pudiera ser considerada intuitiva e inmediata, si la experiencia no deja de mostrarnos el trabajo del cual ella es la obra y las vicisitudes que atraviesa? ¿Por qué, por otra parte, hacer una hipóstasis del movimiento de trascendencia que anima a la percepción, pensar que este brinda acceso a una trascendencia efectiva y volver la profusión de lo percibido, independiente del sujeto que la explora? Comprender la sensibilidad como una capacidad receptora no es más que un recurso, si uno no se esfuerza en captar en detalle la actividad inherente a esta recepción y los modos complejos de intrincación que entonces surgen.

    Elevar el acto estético al rango de concepto es, por lo tanto, un scopos, un proyecto personal, que se inscribe en un telos general de la investigación, es decir, en un fin que nos supera en tanto que individuo. Sin duda, primero nos extravía, pero suscita de igual manera, ya adentrados en el juego, una comprensión fuertemente estimulante: Es cierto; desarrollamos actos estéticos. La lectura de grandes autores conduce a pensarlo: Baudelaire, Nietzsche, Husserl, Fiedler, Bajtín, Grassi, Bachelard, Merleau-Ponty y otros. Podría, sin duda, partir por examinar mis deudas con ellos, pero lo que me motiva es ir directamente al grano.

    Mi proyecto consiste en generalizar una investigación que ya había comenzado, a propósito de la entidad tan problemática que es el paisaje cuando buscamos diferenciarlo del jardín, de la naturaleza y del medio ambiente. Había definido el paisaje como el resultado de un acto estético o el fruto de una decisión mental, que lograba desenredar, en la madeja compleja de lo vivido, algunos aspectos propiamente estéticos; y había llamado paisajeador al artista desconocido que, mediante esfuerzos psíquicos sofisticados, transformaba literalmente el país en paisaje, sin poder, sin embargo, exhibir el resultado de su intenso trabajo (Burgard y Saint Girons 1997, 87). Busqué, a continuación, una palabra que no tuviera el tinte pasivo de espectador para calificar al actor estético en los diferentes tipos de arte. Había pensado en un término que tuviera en cuenta la operación lenta y a tientas, por medio de la cual apreciamos las cosas al degustarlas, probándolas (gustum faciendo): gustador habría sido correcto, pero inelegante. Estaba también mirador, forjado en el siglo XIV y empleado en la teoría del arte del siglo XVII, pero este término evoca demasiado el voyeurismo. Finalmente opté por rehabilitar la vieja palabra amateur y emplear en ciertos casos, cuando el contexto lo permita, los conceptos de actor estético o de testigo estético.

    Mi intención es, en efecto, establecer una tipología de los actos estéticos que corresponden a las principales especies de arte, y mostrar cómo engendran ideas que son finalmente muy diferentes de lo real. A través de estos actos, quisiera dar una dimensión estética al reconocimiento de la alteridad y de las cosas sensibles, así como comprender, finalmente, por qué y cómo los actos estéticos transforman, no automáticamente, sino bajo ciertas condiciones, los contextos, los seres y las obras.

    Si el momento estético no es pasivo, si supone un acto, esto es porque hace frente a un desafío que emana del mundo. A menudo acudo a la fórmula de Bachelard: El mundo es mi provocación (1942, 181), provocación para sentir, para imaginar, para recordar, para designar. El acto estético responde a esta provocación: se inmiscuye en lo sensible, lo vuelve a trabajar y produce finalmente una idea de lo real más rica, más profunda, más ramificada. Gilliatt, escribía Víctor Hugo, combinaba en su propio trabajo el prodigioso trabajo inútil del mar (1980, 393). El acto estético no es ni el acto artístico ni el acto técnico; pero no deja de fundir su operación subjetiva con una operación cósmica, para transformarla en incentivo.

    A una provocación es preciso responder con otra provocación: el acto estético reactiva el mundo. Y la escritura, agregaría, reactiva el acto estético. Un libro, a su vez, no tiene otro sentido que el de una empresa imposible, en una relación con lo imposible.

    2. Diferencia del acto estético y el acto cognitivo. El adjetivo estético

    El acto estético aporta una forma de conocimiento sensible que la ciencia parece desmentir a veces, pero de la cual difiere, de partida, por el cambio de perspectiva que ella instaura. El eclipse anular visto por un pastor enamorado no puede ser el mismo que el que concibe el astrónomo, para retomar el ejemplo de Baumgarten, pero es necesario admitir la coexistencia del saber sensible y del saber intelectual.

    Bachelard, filósofo tan poeta como sabio, concibió en un comienzo la actitud estética como un obstáculo para el desarrollo del espíritu científico. Sostuvo, en efecto, que la ensoñación trabajaba a pesar de los éxitos del pensamiento elaborado, contra la instrucción misma de las experiencias científicas (1937, 13). Para llegar a la ciencia, habría entonces sido necesario sanar al espíritu de sus alegrías, arrancarlo del narcisismo que da la evidencia primera, darle otras seguridades que no sean la posesión, otras formas de convicción que no sean el calor y el entusiasmo, en resumen, ¡pruebas que no serían llamas! […] Cuando nos volcamos hacia nosotros mismos, le damos la espalda a la verdad. Cuando tenemos experiencias íntimas, contradecimos fatalmente la experiencia objetiva (ibíd.).

    Bachelard cuestionó luego esta posición, pero ya había sin duda expresado objeciones de esta suerte que se mantienen vivas y son un obstáculo para la comprensión del acto estético. Este comporta necesariamente una parte de ensoñación y pone en juego la subjetividad. Pero, en primer lugar, esta ensoñación no es exclusivamente primitiva, material, sustancialista, como lo quiere Bachelard: es también cultural, se encuentra anclada en la historia y en la actualidad. Es así como no se desarrolla más que excepcionalmente contra la ciencia y logra, por el contrario, engendrarla y afianzarse en ella. Hay un imaginario científico cuyo poder heurístico y también pedagógico no podemos pasar por alto. En segundo lugar, la experiencia del sujeto es tanto éxtima, como íntima (Mura-Brunel y Schuerewegen, 2002), así como creativa y receptiva: creer que ella es la forma de nuestra impotencia y que engendra una alegría regresiva y culpable, a la cual es necesario renunciar, es presuponerle una pasividad insuperable. Sin embargo, nada impide al sujeto buscar un kairós, una unión propicia, en lo sensible, aprovechar ahí verdaderas posibilidades, sacar de ella nuevas fuerzas y compartirlas con los demás.

    Llego con esto al segundo punto: el acto estético no es simplemente principio de conocimiento; lo que lo caracteriza es que también es principio de metamorfosis, e incluso de una doble metamorfosis: del que siente y de lo sentido. Soy lo que veo, escribe Alexandre Hollan (1997): lo que veo, ya sea que lo quiera o no, teje ya mi ser. Pero lo que miro, una vez que reúno mis fuerzas psíquicas e impido su acción parásita, me amalgamo a él y lo amalgamo a mí. La operación es doble, ya que llevo en mí algo del otro y que el otro mismo se encuentra modificado. Todas las relaciones se invierten: si los estudiantes se convierten en los maestros de sus maestros, si los niños educan a sus padres, es porque nada verdadero y profundo ocurre sin transferencia, es decir, sin apropiación del otro de uno mismo y del uno mismo del otro.

    ¿Pero el término metamorfosis no es acaso exagerado? Mi trabajo sobre la noche me ha convencido de la necesidad de pensar los cambios en su radicalidad, no según la lógica de la contradicción, sino según aquella de la oposición real (Kant 1949). La noche me hace correr el riesgo de perderme, pero no, paradojalmente, suprimiendo mi visión (la noche no nos hace ciegos), sino imponiéndome un régimen visual (Saint Girons 2006, axioma I: 10). De manera análoga, nacer es no ser; lo que no significa la ausencia de ser, sino un paso y una metamorfosis incesante del ser. Montaigne lo dice admirablemente con el lenguaje áspero del Renacimiento: Lo que comienza a nacer no llega nunca a la perfección de ser, puesto que ese nacer nunca termina, y nunca se detiene como si hubiera concluido, sino que desde la semilla va siempre cambiando y mudando de uno en otro (1962, 586-587). La negación lógica importa menos que la negación real, que conduce a la recomposición permanente del campo de fuerzas.

    El sensible que se metamorfosea en sensible estético se redispone y se autonomiza. Estético no es sinónimo ni de artístico ni de bello, puesto que la aisthesis surge fuera del arte y no podría, por otra parte, mostrarse siempre bella. Lo feo, por ejemplo, nos impresiona tanto como lo bello; solamente que se define menos como presencia que como actualización de un proceso de expulsión fuera de lo sensible: lo sensible se encuentra entonces afectado por la imposibilidad de significar (Saint Girons 1993, 112). Si la estética se redujera a la calística (teoría de lo bello, Baumgarten) o bien a la ciencia del arte (Hegel), le faltaría, en cada uno de estos casos, la singularidad de la estética, que se encuentra más acá de lo bello, así como más acá de la división entre arte y naturaleza.

    Me parece, entonces, que debemos seguir el uso común y partir de la sensación o de la sensibilidad en general (aisthesis) para asignarle dos regímenes: uno ordinario y práctico, el otro estético en el sentido amplio.

    Las sensaciones y las emociones estéticas difieren de las sensaciones y de las emociones prácticas por al menos tres razones: primero, porque nos demoramos en ellas, en vez de olvidarlas inmediatamente en la acción; enseguida, porque las hacemos extrañas y las liberalizamos, desprendiéndolas de su contexto habitual, y finalmente, porque las consideramos como cosas que tendrían su fin en ellas mismas, otorgándoles una opacidad y un poder de resonancia máximo.

    a) La demora puede ser muy breve, ya que la fuerza estupefaciente de una sensación y de una emoción estética puede manifestarse en el instante. Pensemos, por ejemplo, en Antonin Artaud, quien habría visitado con algo de prisa la exposición de la Orangerie, según Paul Thévenin, antes de escribir el famoso Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947). Impactos de gran fuerza dan a la memoria una acuidad excepcional; la sensación estética es aquella que persigue sus efectos y sobre la cual volvemos mentalmente, como a un aporte decisivo.

    b) La estetización de las sensaciones y de las emociones supone poner aparte el orden usual, las series constituidas, el eso va de suyo del mundo común. Hace falta que se cree una apertura, que una disponibilidad se constituya por medio de la puesta entre paréntesis de los intereses inmediatos. Nos rehusamos entonces a avanzar de una manera mecánica y sentimos la necesidad de interrumpir el desarrollo convencional de

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