El gran hotel
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María Paz Rodríguez hace una apuesta en El Gran Hotel por literaturizar la ficción. Cito: “Ese universo que es mi mayor obra, mi mayor personaje, mi mayor ficción”. “Porque yo quería tener algo más que contar sobre mí misma. Algo que valiera la pena y no las ganas de vivir”.
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El gran hotel - María Paz Rodriguez
Rimsky
1.
¿Es esta la única historia que puedo contar? Decir que tal vez, me duele el origen o el cambio, pero que sin eso, solo soy una pequeña marca de grafito. Me senté a observar cómo llegan las frecuencias; a esperar la sensación que mueve mis días. A veces me pregunto qué es una frecuencia, y luego me contesto que es justamente lo que está pasando por mi cabeza: un canal que se inyecta de estómago a estómago. Un cardiograma que indica cómo late un corazón cuando está en la misma frecuencia de otro corazón. Un espejismo que me muestra de modo sutil cómo están sucediendo las cosas desde ese otro lado; desde el lado invisible. La vinculación inmaterial de un conocimiento, de un problema, de un momento. Llevo seis meses encerrada en una habitación de hotel y de todas partes llegan señales que debo captar y registrar, para así, programar una frecuencia modulada y transmisible.
Mis amigos no saben de estas cosas pero yo los voy guiando hacia mis frecuencias, como fantasmas que viajan hacia mi galáctico universo de preguntas sin respuesta. Un universo que es mi mayor obra, mi mayor personaje, mi mayor ficción. Cambio.
Recuerdo que una noche, después de la gran nevada, yo decidí huir para siempre porque todo se me estaba cayendo encima. Mi frecuencia llevaba perdida varios años, hasta que una noche, tomé un auto, desaparecí en él y me convertí en mí. Porque la vida me lo exigió para no abandonarme. Porque yo quería tener algo más que contar sobre mí misma. Algo que valiera la pena y no las ganas de vivir.
Yo era profesora. Una profesora de muchas horas frente al aula. Una profesora que cruzaba pasillos llenos salas, cargada de pruebas, saludando a chicos y chicas de miradas interrogantes, sospechosas, inquisidoras. Miradas que me pasaban la cuenta por lo que estaban pagando, la mayoría de las veces, a crédito.
Yo era profesora, de esas con contrato y vacaciones. En una hora, podía corregir hasta cincuenta pruebas, descubriendo quien copiaba y quién no. Tenía clases algunos días a la semana y el resto, debía marcar tarjeta, preparar clase, poner notas y estudiar. Siempre debía dinero al banco, no tenía muchos amigos y los que tenía, casi nunca se vinculaban a mi mundo. Además, yo llevaba una doble vida. De día aparecía disfrazada de adulta y de noche me hundía en la fiesta bailando como una quinceañera sobre cualquier mesa. Había estudiado literatura pensando que con las palabras, con las ideas, podría abrir la mente de mis alumnos que me escuchaban hablar durante horas, mientras por debajo de la mesa, enviaban mensajes de texto desde sus celulares. Estudié literatura con los últimos resabios del idealismo hippie, e intenté enseñar el valor de la reflexión y a cambio, solo recibí problemas y preguntas.
Los viernes por la noche mis alumnos venían a buscarme. Me llevaban a sus fiestas artísticas en el centro y me devolvían ebria y loca a mi departamento congelado. Nuestra relación consistía en una constante pugna; en una fuerte tensión vertical entre profesora y estudiantes. Un poder implícito con el que buscaban agradarme, llamar mi atención o fastidiarme. En clase mis alumnos querían ser castigados y premiados por mí. Siempre me exigían tanto, me increpaban con sus alegatos, mientras por debajo de la mesa enviaban mensajes de texto desde sus celulares, sin poner atención a nada lo que yo decía. Sus ensayos, sus pruebas, sus trabajos de investigación eran un salpicado de lugares comunes, pobres en contenido y lógica. Porque simplemente se les había olvidado pensar antes. Yo los aconsejaba, los guiaba, los corregía, mientras ellos me miraban escépticamente. Qué anticuada –pensaban–. Qué poco moderna –me decían–. Luego, debía sentarme a corregir mil errores de lógica conceptual, de redacción, de lenguaje, de profundidad, porque simplemente la pantalla les comió las ganas y la imaginación. Pero yo no soy nadie ahora para reclamar nada. Yo solo fui una profesora que quería cambiar el mundo en la posición menos glamorosa de todas.
Yo fui un dinosaurio que sobrevivió a la gran llegada. La gran masificación global que arrasó con los últimos soñadores, incluyéndome, dejándonos una sala de clase para enseñar la antigüedad de una cultura tan obsoleta como las lenguas muertas. Y no digo que no me apasionara saber del porqué de las cosas de ese nuevo mundo de neón. Sí, me atraían sus cambios, pero la llegada de la masificación fue absorbiendo lentamente los conocimientos, dejando la técnica instalada en un altar que todos los institutos y facultades compraron, coronaron y veneraron como la nueva diosa indiscutida del estudio y del aprendizaje.
Yo vi llegar el final de una época en vísperas de una etapa virtual. Una etapa por internet. Una etapa reality show. La era de la radio/televisión/computador/internet, en un sistema donde la pantalla era la llave mágica, el elixir, la vida-pantalla. La gran era de la ciencia y la tecnología que no es lo mismo que la cientología de Tom Cruise y sus naves metafísicas. No. Vivíamos en la era de los códigos numéricos y estos, dejaron de asegurarnos un futuro, trayendo consigo compartimientos y compartimientos vacíos donde, en una pequeña pantalla resplandecía mi nombre, algunos datos de referencia y una foto de mi cara y de mi cuerpo, que finalmente era lo que más importaba. Yo vi llegar, épicamente, relatos y relatos que quedaron flotando en el limbo nuevo; un limbo proyectado en una pantalla que nos dejó en otra parte de la existencia, en otra parte de la evolución. Para así, más adelante, condenar y abolir todo aquello que no pareciera moderno. A su vez, la gran masificación vio nacer a una generación desganada. La generación de las patologías psicológicas que adoptó la modernidad como terapia sanadora, sucumbiendo ante la televisión y a las redes sociales.
Y por eso, pero no solo por eso, me encerré en una biblioteca y aprendí de memoria la historia del mundo. Para luego convertir esta historia, mi historia, en un hotel de tres estrellas. Un hotel donde cada personaje tuvo una pequeña habitación, un pequeño fragmento, un pequeño idioma que no se dejaba colonizar por nada ni por nadie. Un hotel por el cual transité con una grabadora en la que fui registrando las otras voces que componen mi banda sonora. Mi playlist personal que a veces transmito en una radio llamada Sintonía. Un planeta lejano que me permitió transmitir mis frecuencias y que me amparó casi un año. Esa etapa de mi vida en un hotel que ahora, aparece en mi mente como una ilusión antigua. Como un proyecto que me llenó de aire, de movilidad, y que derritió la nieve mental que me