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La voz de nuestra historia: El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)
La voz de nuestra historia: El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)
La voz de nuestra historia: El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)
Libro electrónico392 páginas5 horas

La voz de nuestra historia: El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)

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Hubo un tiempo en que la potencia de los discursos y los sermones irradiaba una energía avasalladora en su auditorio. En esos días, la palabra hablada se revestía de una fuerza social posiblemente perdida en la actualidad ante el uso de un lenguaje facilista y llano.

La voz de nuestra historia estudia el contenido de la oratoria de sacerdotes y políticos en el Perú desde los primeros tiempos coloniales hasta la llegada del siglo XX. El lector descubrirá cómo, en ese extenso lapso, los sermones de los clérigos giraban, muchas veces, en torno a asuntos de gobierno y explicaban los sucesos recordando que es Dios quien mueve la historia. Reconocerá también el valor de la palabra civil, de los discursos de políticos que no se cansaron de criticar y fustigar con su verbo lo que, según ellos, debía cambiar en el Perú.

El momento culminante de ambas oratorias, la religiosa y la civil, llegaría con la Guerra del Pacífico (1879-1883). En este contexto, sacerdotes y gobernantes atizaron los ánimos y fomentaron el patriotismo, para finalmente clamar, desde los abismos de la derrota, el perdón a los cielos y la expiación de los pecados nacionales. Tras esa hecatombe, la palabra se sublimó para convencer a los peruanos de que se puede resurgir una y otra vez.

A través del análisis de esos documentos, La voz de nuestra historia nos permite acceder a una parte importante de nuestro devenir como sociedad, a la vez que rescata la belleza de un arte hoy casi olvidado: la oratoria.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UPC
Fecha de lanzamiento29 oct 2017
ISBN9786124191541
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    La voz de nuestra historia - Eduardo Torres Arancivia

    PRIMERA PARTE

    En el principio era el verbo

    1.1. EL PODER DE LA PALABRA

    A través de las siguientes páginas, un arte olvidado volverá a cobrar vida. Como ocurre con la música, podría decirse de la oratoria que es un género efímero. Es imposible, de no mediar un soporte técnico —inexistente para la época de la cual se versará—, recrear las sensaciones, sonidos y gestos que el discurso de un orador produjo en su respectivo auditorio. Existe, no obstante, el consuelo del doble poder del que se reviste la palabra. Por un lado, el poder de su expresión oral —única e irrepetible— y, por el otro, la fuerza de quedar perennizada en la escritura.

    En la oratoria, la palabra cobra esas dos dimensiones. Podemos tener ante los ojos el texto de un discurso, pero, si no estuvimos en su pronunciación, se habrá perdido, tal vez, su cualidad más significativa. ¿Cuál habrá sido la reacción de todos aquellos que, desde las galerías del teatro Politeama, escucharon el discurso preparado por Manuel González Prada aquel día de 1888, que señalaba que los verdaderos vencedores de la Guerra del Pacífico,«las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre» (González Prada 1956: 23)? ¿Qué gestos habrá utilizado el elocuente historiador Raúl Porras Barrenechea cuando apoyó el libre destino de la Cuba revolucionaria citando para ello un pasaje del evangelio de San Lucas¹? ¿Alguien podría recordar acaso al contradictorio Francisco Vigil gritar en el seno del Congreso un vivo «Yo acuso» cuando el Perú era devorado por la anarquía caudillista del siglo XIX? ¿Habrá gritado en realidad?².

    Quienes escucharon a Víctor Raúl Haya de la Torre, ya en el siglo XX, vibraron con su verbo y brillante inteligencia. La palabra de ese hombre movió multitudes y muchos coinciden en señalar que escucharlo era un acto que adquiría ribetes de misticismo, casi de religión. La palabra con él hizo que la adormitada masa de ese entonces buscara su sitial en el devenir del Perú, como nunca antes había ocurrido en la historia nacional³.

    Podía ocurrir que el discurso se recitara ante un pequeño grupo de privilegiados. Era lo que ocurría, por ejemplo, con el brillante intelectual que fue José de la Riva-Agüero o con el no menos preclaro Víctor Andrés Belaunde. Sobre el primero, aún se pueden encontrar personas mayores que lo escucharon. Dicen que sus discursos, verdaderas piezas magistrales, podían durar horas. El dedicado al escritor alemán Goethe, pronunciado en marzo de 1932, ha quedado grabado, hasta hoy, en la memoria de algunos sobrevivientes que lo escucharon en una vieja casona del centro de Lima⁴. Por su parte, los de Belaunde eran vehementes y sonoros. Tan sonoro fue uno de sus discursos que llegó a decir en 1914, en la apertura del año académico de la Universidad de San Marcos⁵ y hablando sobre la crisis nacional, que «el presidente de la República es un virrey sin monarca, sin Consejo de Indias, sin oidores y sin juicio de residencia» (Belaunde 1940: 27). Muchos de sus contemporáneos creían que improvisaba. Lo cierto es que quienes trabajaban con él sabían que preparaba con mucha antelación y cuidado sus discursos, que luego solía memorizar⁶.

    También existieron oradores áridos mas no por ello menos valiosos; no necesariamente lo aburrido carece de valor estilístico o de potencia de contenido. Era el caso del padre Rubén Vargas Ugarte, de quien se recuerda su discurso de incorporación a la Academia Peruana de la Lengua en 1942, que versó sobre la elocuencia sagrada en el barroco peruano⁷. En esos ya lejanos días, era costumbre que los discursos duraran horas y el de Vargas Ugarte no fue una excepción. En cierta forma, el auditorio esperaba esa exhibición de retórica y erudición.

    El poder de la palabra y su historia pueden conducir a los interesados por los aún escasamente explorados caminos de la historia de las mentalidades en el Perú. El contenido de las siguientes páginas se ha propuesto el gran reto de adentrarse en las sonoridades expresivas y en los contenidos del discurso que tanto la oratoria religiosa como la civil han ofrecido a los peruanos durante su larga vida histórica.

    Así, este ensayo es un recuento por el camino de la palabra proferida. En él, el grito contundente, la lisonja, el consuelo, la acusación y hasta el torcedor quebranto se hicieron materia, y, en no pocos casos, fueron acicate de verbo y acción transformadora. Oyendo la oratoria sacra y la civil, los letrados y los iletrados podían conformar una comunidad a través de la palabra del orador, quien, cual médium, podía mover espíritus y achacar culpas. Esos discursos han quedado escritos para las siguientes generaciones y en su escritura nos revelan su potencia: aunque las palabras partieran al empíreo durante su pronunciación, la fuerza de sus mensajes se resistió a decaer.

    1.2. EL SERMÓN O DIOS VERBALIZADO

    En tiempos como los actuales en los que parece que el laicismo o la actitud indiferente hacia la religión parecen predominar, es útil saber que tales posturas no eran, ni mínimamente, la regla común en los siglos XVI-XIX. Esto es particularmente claro en el Perú, donde las estructuras tradicionales aún perviven al lado de la modernidad en una especie de híbrido complejo, tema que sigue siendo un reto para las ciencias sociales.

    Desde los tiempos prehispánicos, la religión fue inseparable de la política. Los antiguos pueblos de lo que cientos de años después sería el Perú fueron gobernados por reyes-sacerdotes: Caral, Chavín y Moche así lo demuestran. Por su parte, la síntesis que resultó ser la civilización inca también hizo de la religión una parte fundamental de su vida. El Inca era huaca, ser sagrado y puente con las divinidades⁸. Y, en la sociedad de los quechuas, hasta la acción más cotidiana se encontraba inmersa en un ritual: los antepasados se volvían dioses y se les rendía culto, a la vez que los oráculos ponían en contacto a los grandes señores del imperio y a los comunes del pueblo con sus dioses.

    La llegada de los europeos, en el siglo XVI, significó la desestructuración del mundo andino y el plano religioso fue el primero en ser socavado. Los conquistadores venían con la idea de realizar una santa cruzada en el Nuevo Mundo, de ganar más almas para el imperio de Dios⁹. En esos años, los sacerdotes, junto con las huestes militares, comenzaron a destruir creencias para construir otras. La evangelización fue un proceso contradictorio. Por una parte, las poblaciones andinas, acostumbradas al ritualismo y a la creencia en múltiples divinidades, no vieron como algo extraño la imposición de un nuevo credo. Por otra, el monoteísmo propuesto por el catolicismo más los misterios de la nueva fe hicieron que el choque de mentalidades, a veces violento, fuera insalvable por cientos de años. De ahí en adelante, un cristianismo mestizo, con su impronta medieval occidental y su nuevo componente andino, lograron que la fe católica, ontológicamente pura —por así decirlo—, fuera patrimonio solo de unos pocos.

    Las campañas de extirpación de idolatrías, aquellas acciones tomadas por el arzobispado limeño en las primeras décadas del siglo XVII para erradicar de una vez por todas los antiguos cultos indígenas, fueron bastante efectivas. En ellas, los sacerdotes comprendieron que el poder de la palabra debía ejercerse con toda la fuerza de la inspiración y la convicción. Así, temas como la inmortalidad del alma, el juicio final, la presencia perniciosa del demonio, la muerte, el arrepentimiento, y la bondad y el amor infinito de Jesucristo fueron remarcados con énfasis y retórica enérgica por los predicadores¹⁰. El poder de los sermones empezó a ser notorio y decisivo.

    Pero estas piezas de oratoria no estaban reservadas solo para los indígenas —que eran, tal vez, quienes más urgentemente las necesitaban—. Toda la población hispano-peruana accedía a la palabra de Dios a través de estos discursos, desde el virrey hasta el más humilde negro esclavo. Desde hacía siglos, se entendía en Europa que los sermones debían cumplir varias funciones, entre las cuales estaban la de predicar el evangelio, enseñar las verdades de la fe, explicarlas si eran muy oscuras para el iletrado y, quizás lo más importante, convencer al receptor de estos mensajes acerca de lo que se le está diciendo, de modo que pueda mover su voluntad para cambiar o reafirmar su conducta.

    El mundo de esos siglos era, qué duda cabe, diferente al actual. Ahí el Estado era sinónimo de religión. Como también había ocurrido en el mundo andino hacía miles de años, no había separación entre una y otra esfera. Los reyes hispanos se habían encumbrado por aquel entonces como los guardianes de la fe católica o, incluso, como los delegados de Dios en la tierra. La misión que estos monarcas tenían era la de ejercer el poder terrenal para alcanzar entre los hombres el buen gobierno a través del recto ejercicio de la justicia, tal como lo había dejado instaurado Jesucristo cuando pasó como hombre por este mundo¹¹. Por ello, la palabra que se emitía desde un púlpito también decía y sustentaba todo lo mencionado. En ese sentido, los sermones también son una forma de expresión ideológica, cultural y política. No son, como creen muchos, inofensivas piezas con tufo a catedral.

    La palabra del sacerdote ensalzaba a los reyes, sostenía teóricamente a sus monarquías, prometía dicha y felicidad, fustigaba al tirano, advertía sobre el diablo y su accionar, sancionaba costumbres, creaba héroes, enaltecía mártires, y recordaba en todo momento que la única felicidad, tanto para reyes como para esclavos, solo podía estar en la fe en Jesucristo. Asimismo, los sermones daban tranquilidad y consuelo. El verbo de los sacerdotes intentaba explicar los insondables juicios de Dios. ¿Por qué había ocurrido tal o cual catástrofe? ¿Era moral la situación de los indígenas en el Nuevo Mundo? ¿Era noble y justo el proceder del rey? ¿Qué venía luego de la muerte? ¿Cómo era la gloria del cielo? ¿Qué le pasaba al malvado tras su partida de este mundo? La oratoria sacra daba respuestas a cada una de estas preguntas y así alejaba los miedos sociales. Téngase en cuenta que, desde los orígenes de la humanidad, no hay mayor temor que el producido por lo que no se conoce. Y, en esos siglos, la Iglesia y sus hombres ya sabían lo que iba a ocurrir.

    Desde los púlpitos se reiteraba que Dios era quien determinaba la historia a través de un accionar que la misma Biblia proclamaba. Los reinos surgían y decaían porque así la Providencia lo había determinado en un plan misterioso del cual solo se sabía el final: la resurrección de todos los muertos para vivir la vida eterna en la gloria del Altísimo. Por ello, los sermonarios también servían para preparar a la gente para ese plan maravilloso del cual estarán privados todos aquellos que se alejaron del recto camino.Y así transcurrió la vida por casi 150 años hasta que el advenimiento del siglo XVIII trajo una impronta que puso al virreinato del Perú en una verdadera encrucijada. La monarquía española, dirigida por los reyes borbones, había caído en el burdo juego del autoritarismo y esto generó malestar en esta parte del mundo, a tal punto que la centuria fue testigo de más de ciento cuarenta rebeliones que pusieron en jaque la autoridad del rey distante¹². No obstante, el clero —como buena parte de los que aquí vivían —vio a estos movimientos como profanos, sediciosos y pecadores, pues habían cometido la mayor de las faltas: la traición de lesa majestad. Finalmente, se impuso esa creencia y el Perú volvió a garantizar su sagrado pacto que lo unía a la monarquía hispana. La violencia que había generado la gran rebelión de Túpac Amaru (1780-1781) hizo que los peruanos de ese entonces se orientaran a la reacción conservadora.

    El siglo XIX trajo consigo la crisis y el descrédito de la monarquía hispana, y los sermones también recogieron esa preocupación. La gente no lo podía creer: la católica España había caído bajo la bota de Napoleón (1808), ese «monstruo» hijo del otro «gran monstruo»: la Revolución francesa de 1789. El reino estaba acéfalo y los americanos comenzaron a pensar en el autogobierno. En el Perú, esto no ocurrió; más bien, los sermones que han sobrevivido de esa época proclaman que lo correcto era respetar la ley de Dios y defender los derechos naturales del rey, prisionero de los franceses.

    No obstante, los acontecimientos se sucedieron sin que pudieran evitarse: Fernando VII, tras su liberación, mostró como monarca ser un déspota y así reveló a los peruanos su más vulgar humanidad. Ese rey ya no era garantía del buen gobierno ni mucho menos de la justicia que Dios hubiera querido para su pueblo. Los prolegómenos de las luchas independentistas se abrían como las páginas de un libro extraño. Con la oratoria de los curas ocurrió algo parecido. ¿Cuál debía ser, pues, la posición de la Iglesia peruana?

    La posición de la Iglesia virreinal fue ambigua. Había curas que estaban a favor de la independencia; en sus alocuciones sentenciaban que ya la Providencia había determinado el tiempo de la emancipación de un pueblo que había alcanzado luces propias y que estaba seguro de su catolicismo. Por otro lado, el clero reaccionario seguía sosteniendo que la lealtad al monarca era lo natural, y que cualquier otra postura era un delito y, por tanto, un pecado. Esta posición, la del clero reaccionario, expresada en varios sermones, es probable que recogiera lo ordenado por el papa Pío VII en la encíclica Etsi Longissimo Terrarum, de 1816. En este documento, se pedía al clero americano mantenerse firme en la defensa de los derechos y soberanía del monarca español, y se le requería que fomentara la lealtad al rey y el desprecio a la rebelión¹³. No obstante, las tropas de José de San Martín primero y las de Bolívar después movieron a la élite criolla para que optara, aunque con reticencias, por la independencia, y así fue, en 1821 y en 1824, respectivamente.

    Aunque empobrecida y, en cierta forma, malquistada con el republicanismo, la Iglesia supo encontrar su lugar en el nuevo orden¹⁴. En parte, la transición no había resultado tan traumática debido a que la nueva república jamás cuestionó la autoridad del catolicismo, que se constituyó como la religión del Estado¹⁵. Los clérigos, desde entonces, pasaron a ser parte de la organización estatal y así participaban activamente en política. Se les consideró curas liberales, lo cual era un exceso semántico. Más bien, se trataba de sacerdotes que no eran tan reaccionarios o ultramontanos como varios de sus pares, sino que buscaban defender, dentro del republicanismo, los fueros de la Iglesia.

    Desde ahí, el rol tutelar del catolicismo adquirió una fuerza inusitada y la palabra de esos sacerdotes así lo dejó entender. La oratoria sagrada de esa época se mezclaba con el discurso cívico. Ser patriota era ser buen cristiano; en esencia, ese fue el mensaje que se intentó resaltar. De la misma manera, la libertad fue un don de Dios y el pueblo no podía responder con ingratitud a ese obsequio de los cielos. Desgraciadamente, a la república le fue muy mal: la anarquía devoró al país, los caudillos militares se impusieron frente a inoperantes civiles, la pobreza material abrumó a la hacienda pública y la ciudadanía, como concepto, pareció restringirse a una élite. Era contradicción tras contradicción.

    Entonces, los clérigos comenzaron a fustigar esta situación de anomia.«Es por los pecados de los peruanos que no han sabido utilizar su libertad»,decían unos. «Se ha perdido el respeto a Dios y la autoridad», afirmaban otros. «La paz y la libertad solo pueden pasar por el respeto a la religión», sentenciaban los primeros. «Dios salvará al Perú de todas sus desgracias», profetizaban los segundos. Cada 28 de julio servía para que el cura ilustrado suba al púlpito, y, frente al Presidente de la República y demás autoridades, se expongan, con fuerza y sin temor, críticas sonoras o alabanzas santificadas sobre la política nacional¹⁶. Luego, esos sermones salían publicados casi de inmediato y se repartían como folletillos a todo público interesado. Una eficaz forma, sin duda, de activación de culturas políticas y hasta de propaganda.

    Se suele olvidar que en estos sermones también se encuentra el germen del nacionalismo peruano. Hay un intento de formar la imagen de un país, de decirle a la gente que se vive en una nación, con un mismo presente, un mismo ideario y un mismo futuro. Tal vez —y es arriesgado decirlo—, el primer discurso nacionalista sea obra de curas, y no de políticos, historiadores o escritores. Una comunidad imaginada, entonces, se iba perfilando en cada alocución religiosa junto a una idea de patria unificada¹⁷. Así, el Perú es cristiano, mestizo, unido en la fe, rico por designio de la Providencia, libre y soberano por la misma razón. Y como suele ocurrir, las guerras azuzan estos discursos, y durante esa centuria las hubo y muy graves, por cierto.

    En todas las guerras por las que pasó el Perú, los sacerdotes inflamaban los ánimos de la población. Para ello, extraían del Antiguo Testamento la figura del «Dios de los Ejércitos» y a él encomendaban el Perú. De la misma manera, cada acción bélica de la patria debía ser bendecida y sustentada moralmente por la Iglesia, puesto que la Providencia solo podía auspiciar causas justas. Asimismo, la oratoria sagrada en tiempos de guerra perfila al héroe moral y cívico, y da respuestas —a quien sufre por la pérdida de alguien— de qué es lo que ocurrió con el alma de todos quienes murieron en el combate defendiendo a la patria.

    Durante la Guerra del Pacífico (1879-1883), que enfrentó a Chile contra el Perú y Bolivia, la oratoria sagrada tuvo mucho que explicarle al peruano que ya no podía creer que el siglo XIX se despidiera con una hecatombe que superaba con creces cualquier otro desorden propiciado por caudillos ambiciosos. Tal conflicto había puesto en jaque la viabilidad del Perú como nación y los clérigos debieron interpretar tamaño conflicto. ¿De qué lado estaría esta vez el Dios de los Ejércitos? ¿Qué pecado estaba expiando la nación para caer tan hondo en el abismo? La derrota sobrevino y su golpe fue certero y cruel. Como muchas veces lo había hecho, el clero del Perú volvía a clamar desde las profundidades el perdón de Dios y la salvación de la patria, tal como se analizará en los siguientes capítulos.

    1.3. EL DISCURSO O LA POTENCIA DEL VERBO CÍVICO

    Quien crea que el Antiguo Régimen peruano¹⁸ solo puede ofrecer piezas de oratoria sacra tiene una visión parcial de un mundo rico aún poco explorado. En un universo mental en el que la religión y la política son las dos caras de una misma moneda, puede asumirse que una alocución es siempre un sermón. No obstante, también puede hallarse un carácter particularmente cívico en muchas piezas de oratoria que han pasado desapercibidas por ser consideradas pomposas, áulicas, impregnadas de un barroquismo inescrutable y sin sentido. Nada más alejado de la realidad. Ese barroco recargado no es sino la forma de expresión política más común de la época: a través de la palabra rebuscada, de la cita histórica aleccionadora, de los latinajos y los acertijos, el consejero de Estado de ese entonces da la pauta de cómo debe ser la res publica, de cómo se debe engrandecer la gloria de la monarchia, de cómo un príncipe recto puede alcanzar el buen gobierno y la justicia para la felicidad de sus súbditos.

    En ese sentido, dos géneros olvidados de la oratoria durante el Antiguo Régimen peruano cobran un valor inusitado: el elogio y la arenga. El elogio es el discurso que un miembro de la élite criolla culta peruana leía para alabar las virtudes políticas del virrey que recién arribaba a Lima. Tal alocución cobraba relevancia si se considera que en ella la voz de una república (la criolla en este caso) se expresa ante el gobernante de turno de tal forma que sus anhelos son escuchados como en ningún otro momento¹⁹. Tras cumplirse con las reglas básicas de la retórica que tal disertación exigía —y que tenían que ver con la loa de las virtudes del gobernante, es decir, el elogio propiamente dicho—, era usual que la oportunidad de estar frente a la soberanía auspiciase la enunciación de la propuesta política, la defensa de prelaciones, el pedido directo y hasta la crítica al sistema. En un mundo sin lo que la modernidad contemporánea llama «opinión pública», oportunidades como las que le otorgaba el elogio al orador atrevido eran prácticamente inexistentes.

    Se estilaba, desde fines del siglo XVI, que sea un miembro del claustro sanmarquino quien tuviese la enorme responsabilidad de elogiar al virrey que iba a asumir el mando del Gobierno peruano. Y este ceremonial se cumplió hasta con el último de los virreyes que señoreó en esta tierra²⁰. No obstante, ocurrió que en la memoria de los interesados solo sobrevivió el que pronunció el catedrático y jurista José Baquijano y Carrillo frente al virrey Jáuregui el 27 de agosto de 1781, debido a su contenido extremadamente crítico que denunciaba la decadente situación en la que se encontraba el Perú de los Borbones²¹. No obstante, el famoso elogio a Jáuregui era uno más de la extensa lista de alocuciones congratulatorias y cada una de ellas aún aguarda un análisis que descubra el contenido político de sus mensajes.

    Lo sorprendente es que tan atávico ceremonial fue difícil de erradicar. La prueba de ello se encuentra en el hecho de que tanto el general José de San Martín como el Libertador Simón Bolívar fueron recibidos por el claustro universitario con sendos elogios como si el tiempo y los usos de los virreyes se mantuvieran incólumes²². En todo caso, en esos elogios del tiempo de la independencia, se halla el germen de una oratoria patriótico-cívica propiamente dicha que, por lo menos en su retórica, está socavando el tiempo de los poderosos monarcas para construir un proyecto de nación: a todas luces el discurso cívico se iba separando de sus componentes metafísicos para hablar de ciudadanos, de la patria y del porvenir venturoso que a ella le esperaba²³.

    También está la arenga, género breve y brillante. De ella puede imaginarse que apela al valor y a la emoción. Se podría asociar esta pieza de oratoria con un discurso previo a un combate y, evidentemente, se estaría en lo cierto. No obstante, en el Perú virreinal y hasta en el republicano, la arenga también es proferida a la llegada de una autoridad importante a modo de voz que representa a un cabildo o ayuntamiento. La arenga, en esta última acepción, se hace a modo de homenaje, pero, como ocurre con el discurso del elogio, la palabra también se pone al servicio de la política. Dos ejemplos notables de esas arengas son la que pronunció Bolívar antes de la batalla de Junín y la que le tocó decir a Domingo Choquehuanca cuando le encargaron el recibimiento del Libertador venezolano a su paso por Pucará en 1825²⁴. Las arengas que antes se habían leído, por ejemplo, durante los actos de fidelidad a la corona de Fernando VII nos presentan la concepción política de un mundo y la esperanza de que este se transforme²⁵.

    El discurso cívico se fue afianzando en el Perú republicano sin que necesariamente perdiera auditorio la oratoria sagrada. Es más, casi podría decirse que la patria se seguía construyendo dentro del templo y no en la plaza pública. No obstante, la pléyade de oradores políticos no es escasa: ahí están Justo Figuerola, José Faustino Sánchez Carrión, Manuel Lorenzo de Vidaurre, Francisco Vigil, Bartolomé Herrera, José Gálvez, Francisco Casós y, claro está, Manuel González Prada para dar testimonio de su arte y su accionar político.

    La construcción de una república de papel y tinta parecía ser la misión que estos políticos oradores se habían impuesto a sí mismos. Los discursos de estos hombres recordaban que la ley debía ser cumplida para lograr la paz social, que el despilfarro acarrearía un desgraciado destino, que los gobernantes no son reyes sino ciudadanos con más responsabilidades, que el caos político está devorando a la patria y a sus hijos, que el porvenir le debe al Perú una victoria, y que la democracia es un proyecto viable. Sin embargo, estos discursos llegarían a ser solo eso: relatos desconectados de la realidad empírica que buscaban transformar. No obstante, todos ellos pueden llegar a ser severos y fuertes en muchos momentos, y tratan así de remediar lo que está mal en el Perú.

    Por ejemplo, el tribuno y político, Manuel Lorenzo de Vidaurre (1773-1841) abogaba por la consolidación del sistema democrático en el Perú y, en la defensa de esta causa, sus palabras fueron vibrantes y sinceras. A pesar de ello, ese mismo entusiasmo se podía trocar en desesperanza y así Vidaurre no tenía reparos en sentenciar que a veces, por el orden, las leyes debían callar, ponerse en suspenso. Hombre contradictorio, sin duda, pero hombre de su época al fin y al cabo. Lo mismo ocurría con el preclaro sacerdote y político Bartolomé Herrera (1808-1864). Luchó con valentía por el orden en una nación que se asesinaba a sí misma como efecto de la guerra fratricida, pero en sus alocuciones sostenía que el indio, aunque humano, no lo era de la misma capacidad que otros y, por tanto, había que limitarle derechos. Otros, como Vigil y González Prada, con su palabra encendida, ponían el dedo en la llaga para que salte el pus. El primero se enfrentó tal vez al más temible de los dictadores que ha tenido el Perú —Agustín Gamarra— pidiendo, a través de un sonoro «yo acuso» en el Congreso de la República, la acusación constitucional contra los abusos del presidente. El segundo, casi todos los peruanos lo recuerdan, señaló las culpas y miserias de un país que parece entregarse a todos aquellos que cumplen el cobarde pacto tácito de hablar a media voz.

    La Guerra del Pacífico sería el acontecimiento más traumático para los peruanos hasta antes que la terrible guerra interna (1980-1992) mostrara, otra vez, las heridas sin cicatrizar de toda una compleja sociedad. El conflicto que enfrentó a Chile contra el Perú y Bolivia fue largo y doloroso. La palabra de la oratoria civil, en ese contexto y como es comprensible, fue apasionada en todo momento. En este libro, el lector podrá ver el entusiasmo irresponsable de los oradores políticos ante el advenimiento de la guerra: ellos exaltaron el patriotismo y movieron a la masa a un paroxismo basado en la creencia de que la causa del Perú era justa y sagrada. Pronto, tal entusiasmo fue decayendo a medida que los resultados de la guerra se iban dando y la oratoria de tan trágico momento así lo demostró. Los gobernantes del Perú, como suele pasar, no tuvieron reparos en edulcorar sus mensajes para pedir el máximo sacrificio a la vez que homenajeaban a los caídos. En todo caso, se puede ver que la palabra, aunque intentaba apoderarse de la realidad, se quedaba corta para mostrar la plenitud del dolor.

    Caída la derrota, los peruanos debieron aquilatar tal hecho. El reto se había transformado en portento. La voz de quienes hablaron en esos tiempos debió ahora enfrentar la realidad: ¿podría el Perú sobreponerse a tan amarga prueba? Ahí la palabra civil se volvió lacerante y amargada, y, sin duda, llegó al límite de su potencia. Ella debió enfrentar el reto del futuro, que por esos días se mostraba oscuro, tanto que —de nuevo— hubo de construirlo todo, enfrentarlo todo y acusarlo todo.

    2.1. EL SERMÓN: EL ARTE DE VERBALIZAR A DIOS

    Un viejo manual del siglo XIX dedicado a las artes literarias gastaba muchas páginas en definir a la elocuencia y a sus géneros: la oratoria y la oratoria sagrada. Más que un texto de rigidez académica, como se esperaría hoy en día, dicho libro se dejaba llevar por los lances retóricos que buscaba definir y precisar²⁶ En cierta manera, tal circunstancia es comprensible. Es difícil encontrar la fórmula idealizada que haga de un discurso una obra literaria de calidad, más aún cuando esa apelación al decir literario deja de serlo en el momento en que lo dicho pretende expresar verdad y no ficción. Entonces, lo literario se ve reducido a la formalidad de ese discurso, al valor de la palabra, a las referencias utilizadas, en fin, a la retórica.

    «Imprimir con calor y eficacia en el ánimo de los oyentes los efectos que tienen agitado el nuestro» (Coll y Vehí 1862: 203): esta es la poética definición de elocuencia que ese viejo manual proporcionaba. En esencia, la elocuencia es el arte de persuadir al otro; por tanto, más que convencer, ella busca motivar y alentar voluntades. Y la oratoria es una forma de elocuencia. El manual se iba volviendo más enrevesado y definía la oratoria de la siguiente manera: «(…) el arte de emplear el pensamiento y la palabra para la consecución de un fin que generalmente es la aplicación de la verdad (general o abstracta) a un caso particular, la realización de lo útil y de lo bueno» (Coll y Vehí 1862: 204).

    Para el siglo XIX, tal definición era válida; el problema con ella es que los intelectuales creían que la palabra, como instrumento, podía apropiarse de la verdad, de lo útil y lo bueno. Exceso semántico en el que caían todas esas personas. En todo caso, para entender qué podía pasar por el ingenio de un orador al momento de pronunciar su discurso, habría que rescatar solamente el hecho de que la oratoria usa la elocuencia para activar voluntades en los otros.

    Pero, como puede imaginarse, tal fin no es para nada sencillo. El orador debe ser una persona con un gran caudal de conocimiento y una buena capacidad para la reflexión. Alguien dijo que en la dialéctica está el nervio de la oratoria.

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