El Rector
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El Rector - Roberto Castelán Rueda
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No sin cierta nostalgia, a pesar del rencor para él mismo incomprensible, cuya única manifestación era ese tenue color rojizo que aparecía en sus ojos atribuido a las ya incontables noches de desveladas en las que le ganaba la ira, y a la falta de pericia política y sensatez de sus allegados, el Rector recordó con lejano cariño fragmentos de su pasado al lado del Líder.
No, no puede ser cariño, tal vez solo nostalgia por los recuerdos, y bueno, sí, por qué no, para qué negarlo: por ese antiguo cariño manifestado el uno por el otro como motor esencial de tanta complicidad. ¿Recuerdas? Los demás nos miraban con envidia; a nosotros nos bastaba un gesto, una leve sonrisa, un «bueno pues, todos de acuerdo, ¿verdad?». Sin haber finalizado el tema, tú te parabas, yo te seguía; los demás, aún sin comprender hacían lo mismo, todos se despedían de nosotros, a veces de mano, a veces solo con un gesto y tú y yo nos esperábamos para dirigirnos a tu oficina a comentar los pormenores de la reunión. Había quienes buscaban quedarse e intentar participar de esa calidez de la intimidad para lograr, aunque sea por un momento, la proximidad de tu consejo. Tú eras tajante con ellos, los escuchabas un par de minutos y con tu tono habitual, sin transmitir ninguna emoción les decías: Me interesa el tema, vamos agendando una reunión, yo te busco la próxima semana; con un gesto le indicabas a tu asistente anotar en la agenda una reunión que nunca se iba a dar. Ellos se iban rebosantes de felicidad, a pensar en la próxima inexistente reunión, hasta alargaban los pasos y su caminar adquiría la cadencia propia de los hombres importantes. Después irían a reunirse con sus más cercanos para, con gran solemnidad, anunciarles la conversación tenida con el licenciado, quien se mostró muy afable, escuchó con mucho interés e incluso prometió invitarme a comer para tratar el tema y darle una salida. Esos fragmentos de esperanza les llenaba su vacío existencial con una justificación para su actividad política. Y para su vida.
Ese día, yo me adelanté y me dirigí a la oficina de tu casa, pedí un coñac y me senté justo en el sillón al lado derecho de tu preferido. Tú tardaste un poco más; eran días de grandes definiciones para el futuro de la Universidad. Habíamos hablado de ello algunas veces; todos lo intuían, lo sabían, pero se negaban a verlo: envidia, pequeñez, soberbia oculta entre lisonjas y halagos lanzados a la menor provocación.
Pobres mediocres, míralos ahora, como hienas corriendo atrás tuyo, desvelándose en tu banqueta, llevándote café, el periódico para mostrarte mis últimas declaraciones a la prensa, o la lista de sus profesores y alumnos, antes amigos suyos, miembros del «grupo», que ahora, en una muestra de conciencia trabajan para mí. Mira jefe, mire licenciado, te dicen, mientras señalan con su dedo flamígero al «traidor», al que se «cambió de bando» o a aquella consejera que resultó ser una de mis más fuertes aliadas. Ese día, poco antes del cambio de rector, te entretuviste un poco más, están un poco preocupados, me dijiste sin darle mucha importancia al asunto. Tómate un café con ellos, nomás para darles confianza, asegúrales que vas a respetar a sus amigos y no vas a iniciar una cacería de brujas. Sí, sí, ya sé que tienen muchos aviadores y también sé de sus cuentas ocultas, de sus nóminas infladas, de sus gastos sin comprobar, de sus facturas apócrifas, pero no puedes negar que están bien hechas, bien trabajadas, si pendejos no son. Acuérdate cuando, por insistencia tuya, le pusimos un alto a un buen amigo nuestro por la enorme cantidad de facturas chuecas metidas como comprobantes. Por poco va a la cárcel. Algunos de sus amigos aún están en el bote, ¿no? ¿ya salieron? Bueno, vayamos al tema. ¿Cómo viste la reunión? Bien, ¿no?
Siempre comenzabas así: ¿Cómo estuvo? Bien, ¿no?, y yo, para no contrariarte, siempre te respondía: Estuvo muy bien, más claro ni el agua. Ese día no fue la excepción, también pediste un coñac. Como que ya la asimilaron, te dije, y tú, con tu mismo consejo convertido después en advertencia: Dales confianza, cede, a tu criterio, en los espacios que tú creas convenientes para evitar fricciones al principio, ya después, vas a ver como todo va a ir muy bien, dales algo no muy costoso para ti y se les va a pasar, solo no les hagas perder la esperanza.
Fue ese día, después de la reunión, cuando me diste una de las claves, quizá la oculta, la fundamental, de tu estrategia para mantenerte en el poder por tantos años. No es la fuerza, me dijiste, no es la presión ni el amago. Es la astucia para transmitirles la esperanza. La esperanza mimética, la cercanía del poder inalcanzable, pero en un imaginario posible. Nunca les vayas a quitar esperanza, no les hagas ver su propia incapacidad de alcanzar el poder. Que la descubran ellos. Permíteles sentirse capaces de acariciar el deseo de ser dioses, a fin de cuentas, esa es la sensación que produce el poder.
Esa conversación no se me va a olvidar nunca. Pensé a la esperanza no solo como una ilusión imaginaria, y me sentí poseedor de su hechizo. La esperanza no puede tener dos dueños, es hora de mandar a descansar a mi buen amigo en el fondo del arcón, el último objeto de Pandora se queda en buenas manos.
Ya con dos o tres coñacs de por medio, y luego de habernos detenido en algunos pormenores de la reunión, volviste al tema de la esperanza y me platicaste la historia de Prometeo, aquel que entregó el fuego al hombre. Gracias a él, me contaste, el hombre todavía puede desafiar a los dioses y ponerse en su lugar. Prometeo fue un tramposo, bueno, astuto si quieres. Sin la astucia, la política no existiría; porque es eso: un interminable juego entre tramposos, tú sabes que el otro te miente y el otro sabe que tú le mientes, tu rival siempre estará seguro de cuál paquete contiene los huesos y cuál la carne y el hígado. Pero como Zeus, porque los políticos siempre nos creeremos dioses del Olimpo, aceptan la apuesta a pesar de ver la trampa.
Lo interesante de esta historia, continuaste, no es habernos hecho carnívoros: el intentar engañar a Zeus nos convirtió en unos simples mortales y nos separó en Mecona, pero esa es otra historia. El coñac se me está subiendo, ya llevo varias desveladas seguidas. Tus cuates, traes muy nervioso a tus cuates, me dijiste como si de repente te acordaras de algo importante, pero seguiste con la historia: Bueno, no, lo más importante de Prometeo es no solo habernos hecho mortales, sino también, haber propiciado todas las calamidades padecidas por el hombre, empezando por las mujeres. Ahí está el origen de todo mal: en el mismo baúl en que Pandora trajo todos los males, llevaba también la esperanza.
Ya ves, los males y la esperanza siempre viajan juntos, y en política es lo mismo. Los males no se curan, la gente cree curarse pero no, les basta la esperanza, no quieren resolver su problema. Porque con la esperanza se creen vivos, creen que pueden seguir desafiando a los dioses, pero están bien pendejos. Por eso te digo, quítales todo, menos la esperanza, no los prives del sentimiento clave de todos los políticos: creerse dioses. A los académicos dales tantito poder y se van a sentir políticos, en cuanto se sientan políticos van a aspirar al puesto de su jefe, y el siguiente, y el siguiente, hasta llegar al límite, pero siempre van a guardar la esperanza. Tú promete, alienta, nada te cuesta. Quizá alguna vez te reclamen, o no, ni siquiera te van a reclamar porque la fuerza de la esperanza es mayor a la de la dignidad, ya hablaremos de eso; pero tal vez te digan que tú les prometiste tal o cual cosa, tú no los desanimes, al contrario, hazles sentir que si ellos no lograron su objetivo, lo sientes como una derrota tuya, convéncelos, haz que piensen en ti como en un aliado, nunca un enemigo, y su dosis de esperanza te la van a entregar, va a ser tuya. ¿Recuerdas esa vieja historia de Ruiz Cortines quien le había prometido a su compadre la presidencia de la República? Cuando el compadre llega presuroso y molesto después de no haber sido el elegido, antes de permitirle decir cualquier cosa, Ruiz Cortines se levanta y lo abraza diciéndole: Nos chingaron, compadre, nos chingaron, cuando él fue quien se lo había chingado. ¿Sí te la sabías, verdad? Pues esa es la clave. Conviértete en el baúl que contiene la solución a todos sus problemas. Les va a valer madre su esposa, sus viejas, sus amigos, lo que otros piensen de ellos, su integridad, todo, todo lo van a cambiar por la esperanza, y te lo van a entregar a ti, porque tienes la llave.
La esperanza somete, esa es la última casilla del juego. O se someten a ti o tú te sometes a ellos y nunca vas a dejar de servirles. No son las ideas lo más valioso para el común de los mortales, la inteligencia no está en juego, nadie se preocupa por descubrir cuál es su verdadero papel en esta trama. Mantenlos ocupados, hazles creer en la nobleza de su trabajo, ellos sabrán que no es cierto, pero se esforzarán por buscarle sentido a sus acciones. Recuerda: todos están inmersos en una sociedad que privilegia el espectáculo por encima de la razón. Acuérdate de Napoleón: se está mucho más seguro cuando se ocupa a la gente con cosas absurdas que con ideas correctas. ¿Te das cuenta? Napoleón no confunde «cosas» con «ideas», las cosas son la materia prima del entretenimiento, del espectáculo; las ideas, en cambio, transforman, nos están reservadas a unos cuantos, a los constructores de instituciones, a los responsables de guiarlas y a quienes velamos para impedir que sigan otro camino.
La clave reside en saber manejar a la esperanza con destreza, hacerlo con habilidad, porque quien la tiene se descuida, desatiende el presente, vive solo para ella y deja su futuro en las manos de otros.
Es como el jugador compulsivo, todo el tiempo piensa en el próximo juego como el bueno; la actitud considerada por otros como una enfermedad, como algo negativo, para el jugador es su única virtud, el no cejar, el no rendirse, el confiarle todo a su suerte.
Todo eso me dijiste. Todo eso te aprendí. Por eso ahora estamos aquí, enfrentados para siempre.
···
Si iba tan bien, ¿cómo se descompuso tan rápido, tan de repente? En el grupo había armonía: pequeños desencuentros, pequeños intereses expresados con discretos atrevimientos, algunas críticas envueltas en tonos de broma, serios reclamos del Líder como un recordatorio de su presencia: Estoy más allá del bien y del mal, pero en la tierra soy el César. Nada que hiciera pensar en una verdadera crisis. Generales en su tienda de campaña al despuntar el alba dispuestos a comandar la batalla. Trajeados burócratas con oficinas de grandes dimensiones e impresionantes escritorios que no cabrían en toda el área de la sala y comedor de una casa de interés social. Un grupo compuesto por diligentes jefes de grupos jugando a las damas chinas en paz, sin incertidumbres, pero atentos al posible acecho exterior. Hacia adentro, sin descuidar el orden jerárquico, sin dejar que los símbolos del poder se enmohecieran, los miembros del grupo nombran a sus recaudadores, a quienes encargan la tranquilidad de sus feudos. Tras veinte años